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ESPAÑA EN LOS SIGLOS
XIX Y
XX
La
alimentación en España en los siglos XIX y XX: La situación de los
campesinos. El siglo XX: el final del hambre y la llegada de la abundancia. De la cocina campesina a la cocina burguesa:
Otras cocinas populares. El bacalao y el pescado. Platos populares de carne y
despojos. Embutidos y salazones. La
cocina y los restaurantes.
LA SITUACIÓN ALIMENTARIA EN
ESPAÑA EN LOS SIGLOS XIX Y XX
En
España, como en toda la Europa mediterránea desde finales del siglo XVIII, el sector
agrícola se había especializado en la producción de cereales, vino, aceite de
oliva y varias clases de frutas. Los bovinos únicamente se criaban para ser
utilizados como fuerza de trabajo. Consecuencia de ello es que las necesidades
de lípidos y proteínas de la población se cubrían con leguminosas, aceite y
carne de animales adultos, quedando el consumo de leche fresca, principalmente
de cabra, restringido a las dietas ligeras o líquidas. A finales del siglo XIX,
sólo se consumía pescado fresco en circunstancias muy excepcionales, probablemente
como en el caso de la leche fresca, en situaciones de enfermedad y vejez.
Únicamente en las provincias del norte el consumo de leche fresca de vaca
empezaba a despertar cierto interés, y el pescado fresco solo formaría parte
significativa de la dieta en los puertos, donde se practicaba la pesca. Puede
que el nivel medio de consumo de calorías, en torno a 1900, no fuera muy
inferior al requerido desde el punto de vista fisiológico, pero, dado el alto
nivel desigualdad prevaleciente en España, parece claro que el estado nutritivo
de buena parte de la población del país debía de ser poco envidiable
La
base de la alimentación en la sociedad española a comienzos del siglo XIX
estaría compuesta por cereales, verduras, hortalizas, frutas, alguna legumbre,
frutos secos, sal, carne (sobre todo de cordero), queso, embutidos, huevos y
algo de pescado, acompañados de vino, aceite de oliva y azúcar (esto último no
al alcance de cualquiera). Un ejemplo de comida sería unos 200 g de pan con 690
g de potaje elaborado a base de judías secas y nabos, fundamentalmente,
acompañadas de arroz y zanahorias y condimentado con aceite, sal, ajos y
pimientos (1).
Entre
la población con menos recursos la base de la dieta sería el pan, que
representaba el 30% del total del gasto realizado en alimentos. Éste se
acompañaría con legumbres, tocino, verduras, alguna cantidad de carne, no a
diario, (tipo despojos) y algún huevo. El consumo de pescado se limitaba a
pequeñas cantidades de bacalao o arenques en salazón o ahumado (en las zonas
pesqueras de la costa se consumirían sardinas frescas, congrio, merluza, etc.),
vino y aguardiente. La cocina se reducía a un cocido en el que la carne era
reemplazada por tocino y algo de embutido (gracias a la frecuente cría de
cerdos en los hogares campesinos), platos en los que el pan era el protagonista
(sopas de ajo o migas) o raciones de patatas cocidas.
En los
incipientes barrios industriales la situación alimentaria podía llegar a ser
mucho peor. En el caso concreto de los trabajadores de una ciudad industrial,
como era Bilbao a finales del siglo XIX, la carne fresca de vaca entraba en muy
escasa proporción en la dieta, porque además de ser cara, no era siempre buena;
el tocino, el tasajo y el bacalao eran los alimentos energético y proteicos más
consumidos por los trabajadores, si bien la calidad de ambos productos también
dejaba bastante que desear. Y si hacemos caso a la prensa bilbaína de la época,
el coste diario del café y azúcar para el desayuno, las legumbres y el tocino o
tasajo para el cocido del almuerzo y las patatas y el bacalao para la cena y
por último el pan para las tres comidas, de una familia obrera de tipo medio,
representaba las dos terceras partes del jornal. El salario no daba para más, e
inevitablemente implicaba que el obrero no comiese carne en su vida, que no
probase ni vino ni licores y que el pescado fresco también estuviese ausente de
su dieta. Éstas eran las condiciones de la alimentación obrera en 1884. Con la
recesión de la crisis económica a partir de 1902 las condiciones de vida de la
clase obrera bilbaína mejoraron sino sustancialmente, si relativamente. Síntoma
de ello es que la prensa dejó de hablar de casos alarmantes de penuria y de
pauperismo en Bilbao. Sin embargo, treinta años después, en 1914, las quejas
sobre la escasa y mala nutrición de la clase obrera se repetían (2).
En la
segunda mitad del XIX el consumo de carne era, todavía, básicamente de animales
adultos, especialmente de carnero y en menor medida de bueyes y vacas. Pero la
elevada importancia que tenía a finales del siglo XIX el consumo de carne de
carnero, respecto a otras clases de carne, no solamente se explica por las
circunstancias particulares que favorecían su comercialización (problemas de
transporte); sino también, porque con las partes más grasientas del carnero se
podían elaborar caldos y pucheros, lo que permitía a las familias de menos
recursos acceder a una ingesta regular, aunque mínima, de proteínas animales.
Por otra parte, los especialistas en dietética recomendaban el consumo de carne
de animales adultos, ya que consideraban que sus propiedades nutritivas eran
mejores que las demás clases de carne. En un estudio de la época se decía: “… que
la carne de ternera, desde luego contiene menos principios alimenticios que la
de buey, vaca o carnero” A finales del siglo XIX, la carne de carnero era
un alimento estratégico, era un producto caro que sólo podían consumir,
regularmente, la clase media y alta. Los grupos sociales de menos ingresos
solamente podían consumir las partes con más grasa del animal, además de huevos
y bacalao. Entre finales del siglo XIX y la guerra civil, la carne siguió
siendo un alimento cuyo consumo era reducido y dependía fuertemente de la clase
social. A partir de la tercera década del siglo XX, el consumo de carne de
carnero tendió a concentrarse en los grupos sociales de menos ingresos, a causa
del creciente interés de las clases con más recursos por las carnes de ternera,
cerdo y otros animales jóvenes. Bien entrado ya el siglo XX la carne de
animales jóvenes, especialmente de bovino y porcino, había sustituido
prácticamente a toda la carne de animales adultos.
Antes
de 1900, a pesar de que ya existía en España un cierto proceso de
industrialización en determinadas zonas urbanas, el consumo de leche fresca era
casi insignificante, tanto en los núcleos urbanos como en los rurales, de modo
que, a finales del siglo XIX únicamente alcanzaba niveles significativos, como
ya vimos, en las zonas cantábrica y atlántica. Lo mismo que ocurría en la
Europa mediterránea, el consumo de leche fresca estaba principalmente asociado
a situaciones de enfermedad y vejez, mientras que en las provincias del norte
pasaba como en la Europa atlántica, donde las formas de consumirla estaban muy
diversificadas. En estas zonas norteñas el consumo aumentó con intensidad en
las tres décadas siguientes, hasta alcanzar niveles muy elevados. En el resto
del país, aunque también aumentó, solamente alcanzó una cierta entidad en
Madrid (73 l), Zaragoza (40 l) y Sevilla (38 l). En la ciudad de Barcelona y en
la provincia de Girona, se situaba en poco menos de 80 l. Estos comportmientos
en relación con la leche tampoco deben extrañar en demasía, ya que eran los que
dominaban en la zona mediterránea, y los podemos encontrar en Italia. No
olvidemos que en los años de 1930 los niveles de consumo de leche en la Europa
mediterránea seguían siendo muy bajos respecto de los niveles más habituales en
la Europa atlántica.
El
creciente consumo de proteínas animales que se había iniciado antes de la
segunda década del siglo XX sería, pues, el resultado del creciente consumo de
carne de animales jóvenes, huevos y, en menor proporción, pescado fresco y
leche. Estos cambios podrían relacionarse con la transformación que sufrió la
producción de alimento, después de la crisis finisecular. En el primer tercio
del siglo XX, se asumió la producción y/o engorde de ganado para carne, se
desarrolló el sector lechero y se importaron nuevas razas porcinas de crecimiento
rápido. También aumentó la oferta de huevos y pescado fresco.
En
definitiva, se estaba produciendo en España un cambio importante en la dieta,
lo mismo que había ocurrido en toda Europa Occidental; cambio que podemos
dividir en dos fases. La primera fase se iniciaría con el aumento y
regularización en el suministro de energía y proteína, como consecuencia del
aumento en la disponibilidad de productos de la dieta tradicional, como
cereales, legumbres y patatas, y que continuaría, en una segunda fase, con el
incremento del consumo de productos de origen animal en detrimento de patatas,
cereales y legumbres. En Europa Occidental este cambio había comenzado a
principios del siglo XIX, e incluso antes en algunos casos. En España se
produce más tarde. La primera fase la podemos situar entre la segunda mitad del
siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, en la que las patatas, los cereales
y las legumbres serían la base de una alimentación de la clase trabajadora
urbana. La segunda fase se situaría entre 1930 y las últimas décadas del siglo
XX. En esta etapa, salvando un paréntesis de veinte años entre la guerra civil
y la posguerra, cuando las circunstancias económicas lo permitan, aumenta el
consumo de productos frescos, especialmente de origen animal en forma de carne,
huevos, leche o pescado, o transformados en una amplia variedad de derivados
lácteos, conservas, congelados o productos precocinados, en detrimentos de lo
que eran los componentes básicos de la dieta tradicional como patatas, legumbres,
cereales (pan). También disminuyó el consumo de vino, al tiempo que se produjo
un incremento en el consumo de todo tipo de bollería, aperitivos, bebidas refrescantes,
zumos, etc. En principio, esto significaba una mejora sustancial en la dieta,
tanto desde el punto de vista nutritivo como higiénico, ya que es una dieta más
completa y diversificada, pero poco a poco se van produciendo excesos y
comienzan a aparecer problemas de obesidad entre la población. A diferencia de
Europa Occidental, en España todos estos cambios se han desarrollado
vertiginosamente.
En
resumen, aunque sea simplificando algo, lo que se produjo en España no dejó de
ser un lento y paulatino abandono de la dieta tradicional mediterránea, con
todos sus defectos y virtudes, basada en las legumbres, hortalizas, frutas y
pescado y algo de cerdo con incorporaciones americanas como la patata, el maíz,
el tomate, a una dieta excesiva con una elevada proporción de alimentos de
origen animal.
La situación de los
campesinos: La alimentación campesina, al igual que la
agricultura, en general no mejoro a lo largo del siglo XIX, como lo había hecho
en otros países. Es verdad que situación no era la mejor para el desarrollo de
la agricultura, pues no debemos olvidar que el siglo se inició con las guerras
napoleónicas y continuó con un ambiente político convulso. Y por si fuera poco,
la medida estrella, que podría haber mejorado la producción agrícola, esto es
la desamortización, de lo que se decía tierras en “manos muertas”,
resultó en este sentido un fracaso, ya que estas tierras pasaron a manos de
propietarios cuya finalidad principal era aumentar su patrimonio, muchas veces
para poder ennoblecerse, y no poner estas tierras en cultivo. Es más, la
consecuencia fue que muchos colonos que cultivaban tierras de monasterios,
conventos, etc., pasaron a ser jornaleros, con lo que posiblemente sus
condiciones de vida empeoraron.
En
estas condiciones la alimentación campesina continuó basándose en los productos
agrarios obtenidos por ellos mismos junto con algunos productos baratos que
comprarían, como arroz, bacalao, sardinas saladas, etc., pero sin olvidar, que
a veces, no sería tan fácil su adquisición ya que para que estos productos
llegaran hasta los mercados que daban acceso a los campesinos, había que transportarlos,
las más de las veces, a lomos de caballerías.
El
origen de la carne y la grasa continuaría siendo el cerdo que los campesinos
que podían criaban para su propio consumo. Se consumía salado y tenía que durar
todo el año, hasta la nueva matanza. Su conservación, especialmente en aquellas
zonas de clima no adecuado, esto es no suficientemente frío y seco, a veces
presentaba problemas y se les pudría o bien se hacía incomestible por exceso de
sal, en particular aquellas piezas mayo-res como los jamones, lo que producía
verdaderos quebrantos a la familia. Poco a poco fueron mejorando las técnicas,
hasta el punto de obtener, en las zonas más apropiadas, productos de elevada
calidad. Una parte importante de la carne y tocino también la conservaban en
forma de embutidos, como chorizos, salchichones, etc. Las gallinas, que se buscaban
su propia comida, les proporcionaban algunos huevos y algún pollo. Para
endulzar utilizarían la miel, pues no disponían de azúcar. Esta situación no variaría
mucho hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX.
Los
productos agrarios, base de la alimentación campesina, variarían según las
zonas y serían, en la zona centro, el trigo, la cebada y el vino, que además de
para consumo propio serviría para la venta, a los que añadirían los propiamente
cultivados para autoconsumo, como garbanzos, lentejas, habas, hortalizas,
patatas, panizo, maíz, etc. Los labradores de la zona levantina, cuya
agricultura estaba en general orientada al mercado tanto interior como exterior,
dispondrían para su propio consumo de productos hortícolas, frutas, y sobre
todo de arroz. El olivo y la vid, esto es el aceite y el vino, estaban, con la
excepción del norte, prácticamente extendidos por toda España.
De
todos estos productos consumirían los más baratos y abundantes en cada región,
pues, aunque dispusiesen de ellos no todos eran baratos y a veces se guardaban
para los días de fiesta, por ejemplo, los garbanzos, que junto con las judías
terminaron siendo sustituidos por las patatas. El pan blanco de trigo tampoco
era barato por lo que a menudo se sustituía por pan de centeno, cebada,
escanda, maíz o por pan de alguna mezcla. En las zonas de montaña y en la
España Húmeda, con agricultura exclusivamente de autoabastecimiento, se utilizarían
las patatas y el maíz. Por el contrario, tanto el consumo de tomates como de
pimientos era muy popular entre los campesinos de todo el país, quizá por su
fácil cultivo y su corto ciclo. Los pimientos, una vez desecados y molidos,
dieron origen al pimentón, invento genial, que alcanzó una popularidad
extraordinario entre los campesinos, ya que prácticamente se lo echaban a todas
las comidas para, con su sabor picante, mejorar la insipidez de muchas platos,
como debían de ser las sopas, las patatas cocidas, etc.
En
esta situación, como establece Terron (3), se fueron generando y
confirmando en cada región una serie de platos, uno, dos o tres, que se
hicieron imprescindibles en la alimentación campesina y que prácticamente
comían todos los días. Un ejemplo de este tipo sería el caldo gallego, una
simple sopa de patatas, judías y berzas (en invierno repollo) o grelos,
sazonados con un poco de unto, grasa de cerdo salada y curada, que lo mismo
serviría para desayunar, comer o cenar.
Sin
embargo, esta extraordinaria frugalidad contrastaba con las comidas que
realizaban el día del “Santo Patrón”, para cuya celebración reservaban
alimentos durante todo el año, a veces incluso a costa de no comer lo
necesario. Probablemente para muchos campesinos el día del patrón era el día
que realmente quedaban saciados y comían lo que querían y deseaban. La cantidad
de comida a veces rayaba en lo irracional, sólo explicada por la frugalidad que
sufrían durante todo el año. Estos excesos creemos que quedan muy bien
reflejados en la descripción que del “Día del patrón” en una aldea
gallega, hace el gastrónomo y cocinero Manuel Mª Puga y Parga (Picadillo) en su
libro(4) “Pote aldeano”: …. Una semana antes del día en que la
Iglesia celebraba la festividad del patrón, toda la parroquia es un
hervidero……… La pólvora viene precedida de una fama colosal. La ha
confeccionado el mejor pirotécnico de la comarca. Después de un escrupuloso
estudio para la elección de la banda musical y para amenizar los festejos se ha
contratado a una famosa banda de la comarca……. de las casas (el día del patrón)
sale un humo tenue, saturado de apetitosos aromas, y distinto a ese otro humo
cotidiano que produce al arder la leña verde, va dejando las cantaras de vino
necesario para saturar los predispuestos estómagos de la concurrencia. Son las
ocho de la mañana….. ya la mujer campea en la “lareira” entre potes y tarteras
enormes, repletas de cantidades de exorbitantes vituallas……. Cantada la misa
mayor, y recogida la procesión, el atrio se convierte en un verdadero salón de
baile……. Bien dadas las tres de la tarde, aquello se acaba, y la aldea recupera
su habitual tranquilidad. Las gentes se dedican a comer, y digo comer, porque
no encuentro otra frase que sintetice lo que en esos solemnes momentos hacen
las gentes que están de fiesta…….Llenarse, atracarse, todo es pálido……. El menú
de una de estas comidas, que sin aumento ni disminución de ninguna clase, tengo
el honor de someter a vuestro criterio. Helo aquí:
Sopa de fideos.
-Cocido (aquí entiéndase carne, jamón, costillas de cerdo,
chorizos,
lacón, garbanzos, patatas, repollo, pimientos, salsa de tomate y alguna
que otra menudencia).
-Callos.
-Carne asada.
-Pollos asados.
-Costilletas (Chuletas).
-Bistés.
-Solomillo de ternera.
-Lomo de cerdo.
-Conejos asados.
-Perdices estofadas.
-Empanada de anguila.
-Empanada de múgil.
-De postres: papas de arroz, natillas, flanes, requesón,
tartas, roscas
de huevo.
De vinos: Ribeiro tostado y sin tostar, y café con copa de
“Ron de la
Negrita”.
No
cabe duda que esta “comida” correspondería a una familia campesina
acomodada, pero cada uno en su nivel hacía lo que podía para festejar el patrón
y por un día hartarse de comida. Al autor, le parece recordar que en su
infancia, la festividad del patrón en la aldea gallega todavía era algo muy
parecido a lo que describe Picadillo.
El siglo XX: el fin del
hambre y la llegada de la abundancia: Durante el primer
tercio del siglo XX el consumo medio de calorías creció claramente entre la
población española, pero se vio bruscamente frenado en la guerra civil y la
primera década del franquismo, hasta situarse prácticamente en los niveles que
había alcanzado a finales del siglo XIX y principios del XX. Este deterioro de
la situación alimentaria fue especialmente dura para las clases bajas y
medias-bajas, y hubo que esperar a los años cincuenta, para que en el contesto
de la reactivación económica, el hambre fuese por fin superada y quedase
definitivamente atrás. El aumento del consumo alimentario fue acompañado de una
paulatina diversificación de la dieta y la sustitución de alimentos de origen
vegetal por alimentos de origen animal.
A
partir de mediados de la década de los cincuenta, se observa una gran
disminución en el consumo de grasas animales junto con una caída en el consumo
cereales panificables y una ligera disminución en el consumo de patatas y
leguminosas. Estas disminuciones fueron acompañadas de un ligero aumento del
consumo de aceites vegetales y de un gran incremento en el de azúcar, carne,
huevos y lácteos. Al tiempo se estabilizaron los consumos de verduras, frutas,
pescado y arroz. A finales del siglo XX, alimentos clásicos entre los españoles
como los cereales y patatas apenas representan ya una cuarta parte de las
colorías ingeridas. Estos cambios fueron acompañados del abandono, más o menos
rápido, de alimentos considerados inferiores como el pan de centeno o el pan
negro, y la adopción de pan blanco, considerado superior. Sin embargo, la
generalización del consumo de carne y leche, no llego hasta la segunda mitad
del siglo XX y sobre todo a partir de 1960, cuando el progreso económico permitió
vencer a la escasez y a la monotonía. De no ser por las intervenciones públicas
y por el discurso médico sobre alimentación saludable, la leche podría haber
continuado siendo un alimento para enfermos. En 1965 se observa que la
situación nutricional de la población española era ya la satisfactoria para la
mayoría de los nutrientes, excepto para vitaminas A y B12, y se
comprobó que existía exceso en el consumo de calorías y algunos nutrientes (5).
Sin embargo todavía se mantenía una importante diferencia entre la alimentación
en zonas urbanas y rurales, detectándose mayor consumo de pan, patatas y
aceites, leguminosas y vino en las áreas rurales, mientras que en las zonas
urbanas había un mayor consumo de otros derivados de cereales, verdura, frutas,
leche, carne, pescado, cerveza y licores. También se observaron diferencias
entre grupos socioeconómicos, apareciendo deficiencias marcadas en los
trabajadores agrícolas.
Poco a
poco la calidad ha ido sustituyendo a la cantidad como fuente de desigualdad
social. Aunque no parece que sólo sea la capacidad adquisitiva lo que determina
la opción por un determinado producto. Así. Por ejemplo, en España en los años
sesenta y setenta del siglo XX era indudable que existía una gran demanda de
proteínas animales, especialmente por las clases medias y medias altas, sin
embargo, la razón por la que esta demanda se orientara por un tipo determinado
de carne dependería más de la estrategia de las empresas agroindustriales, que
de la libre elección del consumidor si dispusiese de todas las opciones.
Razones tecnológicas y organizativas de las empresas favorecieron el consumo de
carne de porcino y aviar, en lugar de la de bovino, cuya ciclo productivo es
más largo y menos eficiente. De ahí que la gran expansión del consumo de carne
en esas décadas se basase más en estas especies que en el bovino. Esto no es
extraño, pues ocurrió con otros productos, por ejemplo los batidos surgieron
como respuesta de las empresas lácteas a la caída de la demanda de leche fresca
durante el verano y la consiguiente necesidad de aprovechar de algún modo esos
excedentes (6).
Datos
recogidos en 1981(5) dejaron ver que, en España, el consumo medio de
alimentos y su evolución seguía la pauta de los países desarrollados, aunque
con un retraso de una o dos décadas y ya sobrepasaba en un 26 % las
recomendaciones dietéticas con exceso de proteína y grasas a expensas de los
hidratos de carbono. Los cambios en los últimos años han dado lugar a una
disminución en el consumo de huevos, azúcares, aceite, leguminosas, como ocurre
en todas las sociedades industrializadas y urbanizadas. Disminuye también el
consumo de cereales y hortalizas, debido especialmente, al menor consumo de pan
y patatas, y aumenta el consumo de carnes, lácteos frutas y precocinados.
Aún
así, según los últimos estudios publicados (5), la dieta media de
los españoles en los últimos años del siglo XX puede incluirse en lo que viene
considerándose dieta mediterránea, sinónimo de dieta prudente y saludable a la
luz de los últimos estudios sobre la relación dieta-salud. Esta dieta se basa,
en general, en un alto consumo de verduras, frutas, cereales, pescado y vino.
Sin embargo, en los últimos 30 años se han observado ciertos desequilibrios
alimentarios, en relación a las recomendaciones dietéticas, que establecen que
un 10 por ciento de las calorías deben proceder de las proteínas, un 30 por
ciento de lípidos y 60 por ciento de hidratos de carbono, ya que la información
de la que se dispone indica que se ha producido un aumento poco satisfactorio
de la energía derivada de la proteína (14,2%) y, especialmente, de los lípidos
(41,5%) a expensas de un descenso en los hidratos de carbono (41,8%) (6).
Por otra parte se están introduciendo nuevos alimentos, industrializados,
precocinados, de fácil preparación a expensas de alimentos frescos cuyo consumo
disminuye de manera extraordinaria. Aunque, sin embargo, los productos
industriales o precocinados no tienen por que ser dañinos siempre que utilicen
los componentes adecuados y no abusen de las grasas, especialmente las
saturadas, o utilicen aceites de los llamados tropicales, como el de palma o
palmiste o grasas industriales transesterificadas. Así como que sólo se utilicen
aditivos autorizados.
En
resumen, como dice Gregorio Varela (5) “la dieta media de la
población española a finales del siglo XX todavía se puede considerar
satisfactoria; hay que tratar de mantenerla por ser compatible con una correcta
nutrición, y corregir aquellas tendencias negativas que pudieran perjudicarle”.
Creemos,
que por fin, se puede decir que a finales del siglo XX el estatus
socioeconómico ya no es un signo determinante de la alimentación en España y
está, salvo excepciones, ya no es un problema para la generalidad de la
población. En todo caso, ahora los problemas surgirían de la abundancia de
alimentos. Paradójicamente estos problemas nutricionales serían más corrientes
en los sectores sociales más altos. Con una mejor información y conocimientos
nutricionales todos estos excesos se podrían corregir, sin necesidad de
recurrir a “dietas extrañas”, aunque habría que poner freno a ciertos
mensajes que la publicidad, y los medios de comunicación, lanzan sobre la
bondad, no comprobada, de ciertos productos y al uso indeterminado de términos
como “natural” o “sano”.
De la cocina popular y
campesina a la cocina burguesa
En el
siglo XIX se produce el traspaso de una serie de platos modestos y de origen
campesino a las mesas de todo el país, tanto a las de las clases medias como a
las de las élites, estos platos, todos humildes y modestos, se caracterizaban
porque se basaban en los productos de que disponían los campesinos, en la
facilidad de elaboración, y en que fuesen sabrosos y sobre todo que les
quitasen el hambre, o por lo menos la engañase. Era importante que fueran
platos flexibles, esto es que según las condiciones se les pudiese quitar o
añadir ingredientes, incluso agua, sin que variase fundamentalmente el plato.
Como
parece lógico, esta comida estuvo muy influenciada, entre otras cosas, por el
tipo de agricultura de cada región, que en muchos casos, no lo olvidemos, era
una agricultura de subsistencia. Pero tampoco podemos olvidar la existencia de
otros determinantes, entre ellos las formas primitivas de cocina de la época
prehistórica, desconocidas pero no por ello inexistentes, a los que habría que
sumar las aportaciones de pueblos primitivos que invadieron la península como
los celtas, luego pueblos colonizadores como los fenicios, griegos,
cartagineses y los romanos, con su cultura del pan, el aceite y el vino.
Seguidos por los pueblos bárbaros: suevos, vándalos, alanos, visigodos que
basaban su alimentación en la grasa y carne de cerdo, en el centeno y bebían
hidromiel y cerveza. En el siglo VIII, llegaron los árabes, que trajeron el
arroz, la caña dulce, la naranja amarga, la nuez moscada y cuya influencia en
la cocina levantina y andaluza pare-ce innegable. Finalmente a partir de
finales del siglo XVI, traídos por los propios españoles, irrumpen poco a poco
los productos de origen americano: maíz, pimiento, patata, tomate, distintas
variedades de alubias, que como ya vimos, revolucionaron el arte de cocinar.
Los
platos, todos modestos, de origen popular o campesino, antes de pasar a la
cocina burguesa, fueron mejorados y ennoblecidos con la adicción de productos
más caros, en especial con productos cárnicos, y que las más de las veces no
habían estado al alcance de los campesinos pobres, creadores de estos platos.
Posiblemente, la difusión tendría lugar a través de las cañadas de la mesta,
por los trajinantes de las rutas del transporte o gracias a los movimientos
migratorios que se originaban en relación con algunas labores agrícolas:
vendimia, siega, recogida de aceituna y otras labores del campo y más
recientemente a través de la fuerte emigración rural hacia las zonas urbanas,
como Madrid o Barcelona. Posteriormente, los grandes cocineros o gastrónomos
del siglo XIX, fueron incluyendo las recetas de estos platos, más o menos reales
o modificadas, en sus libros.
De los
platos gallegos difundidos a nivel nacional destacan el caldo, la empanada y el
pulpo. El caldo, que durante siglos sirvió de alimento a los campesinos y casi
de plato único, se preparaba para que durase tres o cuatro días. Como plato
típicamente campesino en su elaboración entraban únicamente los productos de
los que disponían, producidos por ellos mismos. En su forma más sencilla no es
más que judías secas, patatas, verduras (berzas, repollo o grelos) que cuecen
con algo de “unto”, esto es grasa de cerdo curada a la sal y a veces
ahumada. Cumple con la condición de que añadiéndole otros ingredientes cárnicos
se puede convertir en un plato caro y sabroso. Veamos como lo describe el gran
gastrónomo y cocinero gallego “Picadillo”, en su libro publicado en 1905 (7):
“El verdadero caldo gallego no es lo que nos describen muchos autores
culinarios, ni lo que con tal nombre nos dan en Madrid y en otros puntos,
haciendo intervenir en el profusión de carnes e infinidad de embutidos. El
caldo gallego típico, en “enxebre”, el de verdad, se reduce sencillamente a una
mixtura de patatas, judías, verduras y unto de cerdo, rancio, y nada más.
Sobran, por lo tanto, las carnes de ternera fresca, las carnes de cerdo
saladas, los chorizos, aunque sean de Lugo, los tan cacareados “lacones”, y
todo lo demás que la poesía culinaria ha hecho intervenir en semejante plato,
dándole, sí, un sabor mucho más agradable, pero quitándole lo que tiene de
típico y regional, convirtiendo el manjar en plato digno de ser comido en
vajilla de porcelana de Sevres, con cuchara de plata cincelada”. Es por
tanto, como dice Terron (3), lo que se podría denominar un plato
interclasista, porque puede presentarse en forma de plato pobre, muy barato, de
escaso valor nutritivo o puede presentarse como un plato de elevado valor
nutritivo.
El
otro plato gallego, la empanada, que hacían los campesinos gallegos cada vez
que amasaban su pan, cada una o dos semanas, es así mismo, un plato muy
versátil, que puede ser caro o barato, según el tipo de relleno, que en un
principio no debía de ser más que un guiso de cebolla, patata, acelgas, con un
poco de tocino y algo de aceite y pimentón. La masa de la empanada, como la de
pan, se haría con trigo, centeno, maíz o con mezcla de trigo y maíz, sin ningún
tipo de gramado con manteca o aceite. Acerca de la empanada gallega, dice la
Condesa de Pardo Bazan en su libro “La cocina española antigua” (8):
En opinión de los inteligentes, la mejor masa de empanar es sencillamente la
de pan, y en realidad, la empanada debió de ser en su origen, sin duda muy
remoto, una forma de llevar reunidos el pan y el plato. La empanada excluía el
pan. Se trae, pues, masa de la tahona, de pan completo, es decir del moreno. Si
se quiere refinar no hay más que gramarla con lo que se desee: manteca, huevos,
caldo, y, sobre todo, con aceite impregnado del sabor del guiso. Para cocer la
empanada también suele enviarse al horno del pan. Y si se desea hacer muy
prontamente una empanada, se toma un mollete redondo de pan completo, o del
gramado, se descorona, se ahueca bien, quitándole toda la miga, y se empapa por
dentro en aceite del guiso, dejándolo así como media hora, después de lo cual
se rellena como otra empanada cualquiera, y va al horno, poco tiempo también,
lo suficiente para calentarse mucho. Es por tanto, como el caldo, un plato
interclasista, pues puede pasar de barato a caro con el gramado de la masa o
con la calidad de los ingredientes del relleno (guiso): sardinas, merluza,
bacalao, marisco, carne, etc.
De
todos los platos de origen gallego, el pulpo, es hoy el más popular a nivel
nacional. Aunque no parezca que sea de origen campesino, estos lo consumían en
abundancia, pues no podía faltar en ninguna feria, mercado o romería. Tanto las
clases populares como las más poderosas lo consideraban un plato excelente,
aunque su consideración no era la misma a juzgar por lo que de él pensaba Doña
Emilia Pardo Bazan (9): No puede ser más ordinario este plato,
pero es tan sano almorzar al aire libre y después de fatigosa jornada, que
parece excelente el pulpo. Hasta no hace muchos años para llevarlo al
interior se desecaba y curaba al sol, en la costa se consumía fresco después de
darle una buena “zurra” para ablandarlo (hoy este proceso de ablandamiento
se consigue con el congelado). La forma más popular y difundida de su
elaboración es como “pulpo a feira”. Se cocía en ollas de cobre, una vez
cocido se picaba con tijeras sobre un plato de madera o barro, donde se
espolvoreaba con sal, pimentón y se le añadía algo de aceite. Aunque también se
consumía preparando un sofrito a base de cebolla, tomate y pimientos,
aderezando todo con sal y pimentón, el pulpo a feira siempre fue la
forma más popular de consumirlo.
La
fabada pudiera ser un plato campesino por su sencillez e ingredientes, judías
blancas y un poco de tocino y morcilla, como parece indicar la receta que
aparece en el ya citado libro de la Condesa de Pardo Bazan: “La cocina Española
Antigua” editado en 1913, que dice: “Así que empiezan a enternecerse (las
fabes), se les añade el tocino y la morcilla, picante o cebollera, pero de
sangre. El codillo de cerdo, un buen trozo de jamón, unos chorizos, lejos de
adulterar la fabada la mejoran”. Quiere esto decir que como otros platos
campesinos que pasaron a la cocina nacional, la fabada fue mejorando al
añadirle otros productos caros y no al alcance de los campesinos pobres. Sin
embargo, para Terron (3), la fabada era y es, plato de tipo medio,
propio de labradores acomodados y de gente de la ciudad, pues además de llevar
productos caros no cumple la característica típica de los platos campesinos de
poder alargarlos con agua y así “engañar al hambre”
Entre
los platos populares que llegaron a ocupar un lugar destacado en la cocina
nacional española están las sopas de ajo, originarias de las regiones en las
que se hacía verdadero pan. Las sopas de ajo, bien con manteca de cerdo o
aceite, además de con ajo y pan, y el correspondiente pimentón, constituyeron,
durante mucho tiempo, el desayuno de miles de campesinos y gentes de villas y
ciudades. Sin embargo, a juzgar por lo que nos dice Doña Emilia Pardo Bazan (8),
no parece que a principios del siglo XX su consumo estuviese consolidado entre
las clases más aristocráticas, pues escribe: Como el gazpacho, será
rehabilitada un día (la sopa de ajo), porque es sana, apetitosa, y hoy se sirve
en Cuaresma en mesas muy aristocráticas. E indica que para su elaboración: Se
mondan y fríen muy bien algunos dientes de ajo en manteca o aceite, no se deja
que se quemen; se añade sal y agua, y se hierven las rebanadas de pan el tiempo
necesario para que tomen color y se penetren de la grasa. Algunas sopas de ajo
llevan una pulgarada de pimentón dulce. Pueden hacerse sin agua, con caldo del
puchero.
Además
de en las tierras típicas de pan las sopas de ajo también debieron existir en
zonas, que podríamos llamar de centeno, como Galicia, por lo menos así se
deduce de la receta que nos ofrece Teodoro Bardaji y que reproduce Nestor Lujan
y Juan Perucho (10) de la siguiente forma: Con pan de centeno
“sentado” se cortan rebanadas muy finas. En puchero aparte se pone a hervir
agua y cuando esta cociendo se escaldan las sopas abundantemente. Luego se
escurre toda el agua sobrante. Ya secas se espolvorean con un poquito de
pimentón. En manteca cocida de vaca se fríe ajo hasta que este dorado, y
entonces se vierte ajo y manteca sobre las sopas. La cazuela se tapa y se mete
en el horno para que se resequen y se condimenten bien. En Andalucía,
también se hacen sopas de ajo muy espesas, casi secas. Todas estas sopas se
pueden terminar añadiéndoles huevos, que deben quedar blandos.
Otro
plato de origen campesino y que rápidamente se difundió por todo el territorio
nacional fue el pisto manchego, posiblemente basado en la alboronía árabe, que
por sus ingredientes básicos (tomate, cebolla, pimiento, calabacín y ajo que se
fríen en aceite) resulta barato y fácil de elaborar además de admitir variantes
para adaptarlo a cada región o momento. Así, se encuentran pistos en todas las
regiones españolas, que partiendo mismo concepto, presentan ligeras variantes
en sus ingredientes vegetales, a los que se les puede añadir tocino, jamón o
huevos. En este sentido la samfaina catalana, no deja de ser una forma
de pisto.
Aunque
en muchos tratados de cocina regional aparece la tortilla de patata, el plato
más popular de España, como característico de Madrid, su origen no esta claro,
pero parece que como establece Terron (3) su origen sea campesino.
Así dice: “puede considerarse como indudable, que este plato nació por
iniciativa del ama de casa campesina, porque era ella la que tenía a mano los
ingredientes para hacerla: huevos, patatas y manteca de cerdo o aceite”.
Pero
de todos los platos de origen campesino, que alcanzaron gran renombre y de
alguna forma llegaron incluso a la cocina internacional, destacan el gazpacho y
la paella. El gazpacho, considerado durante mucho tiempo comida de segadores
y gente grosera, costaba en un principio de pan remojado, ajo, aceite y
vinagre, que se machacaba bien en un mortero añadiéndosele sal y el agua
necesaria. Del gazpacho, dice la Condesa de Pardo Bazan (8) que hay
tantos como morteros, y que es un plato que sirve de alimento a infinidad de
braceros en las provincias del sur de España, donde también aparece en todas
las mesas de familia. En otro tiempo se consideraba tan popular, que en una
mesa algo refinada no cabía presentarlo. Hoy el gazpacho se ha puesto de moda,
y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del rey y en las casas más
aristocráticas.
Con la
adicción de tomate y pimiento, pues no hay que olvidar que el origen del
gazpacho es anterior a la llegada a España de estos productos, mejoró
considerablemente, no solo desde el punto de vista gustativo sino también
nutritivo, lo que llevo al Dr Marañon (11) a escribir: La vanidad
de la mente humana venía considerado al gazpacho como una especie de refresco
para pobres, más o menos grato al paladar……… pero, esa emulsión de aceite en
agua fría, con el aditamento de vinagre y sal, pimentón, tomate mojado, pan y
otros ingredientes, contiene todo lo preciso para sostener a los trabajadores
entregados a las más duras labores.
La
mejora producida por la adicción de tomate y pimiento fue, quizá, la razón de
la aparición en los libros de cocina en el segundo tercio del siglo XIX y de la
difusión y aceptación en todo el territorio nacional.
La
paella es el otro plato de origen campesino elaborado en un principio con
ingredientes baratos, que llego a ser conocido internacionalmente, y que
durante mucho tiempo fue el alimento casi exclusivo de la gente con pocos
medios económicos. Una descripción del arroz a la valenciana apareció por
primera vez en la Agricultura general de Alonso de Herrera en 1513 que
cita Francisco de Paula Martí en su publicación de 1818, de la que reproducimos
el siguiente párrafo (12): Nada tiene de extraño que los
valencianos hayan en esta parte a un grado de perfección desconocido en las
demás provincias, por ser el alimento casi exclusivo con que se mantienen,
particularmente las gentes que no tienen grandes facultades, y han estudiado
con este motivo los medios de hacerlo más grato al paladar…….. pues con
cualquier cosa que lo guisen (el arroz), sea de carne, de pescado o legumbres
solas, es, sin duda, un bocado sabroso, y tanto mejor cuanto más sustancie se
le echa. Dice doña Emilia Pardo Bazan que para la paella, como para el
gazpacho, tiene su receta cada familia. Sin embargo Dionisio Perez afirma que
la verdadera paella, la auténtica, genuina y tradicional, no tiene más que
anguilas, caracoles y judías verdes.
Ya
finales del siglo XIX, conocido como paella valenciana, era popular en toda
España, precisamente porque se podía preparar de forma muy variada, desde un
simple arroz con unas hortalizas hasta una paella con distintas hortalizas y
abundante cantidad de carnes, pescados y mariscos.
El
cocido merece una consideración especial. Es también un plato interclasista,
pues como dejo dicho Díaz Plaja (13): El español pobre come
cocido. El español rico come cocido. El plato nacional sigue basándose en los
garbanzos y el repollo, pero su aceptación en todas las esferas se explica
porque es susceptible de ampliaciones increíbles. La aparición de la gallina,
vaca, chorizo, etc., puede convertir el modesto condumio de los albañiles en un
plato completísimo y caro”.
El
cocido, o mejor dicho su antecesor, la olla podrida, la define Covarruvias en
su obra del siglo XVII, “Tesoro de la lengua castellana o española", así: La
que es muy grande y contiene en si varias cosas, como carnero, vaca, gallinas,
capones, longaniza, pie de puerco, ajos, cebollas, etc. Pudo se decir podrida
en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a
deshacerse, y por esta razón se puede decir podrida, como la fruta que madura
demasiado". El cocido, fue, según Terron (3), la comida
fundamental de la clase media de villas y ciudades y el plato ideal o la comida
soñada para muchos campesinos y muchos trabajadores y que no podía faltar en la
fiesta grande de muchos pueblos formado por la sopa, los garbanzos con verduras
y para finalizar la carne de cerdo y, en ocasiones de carnero o de vaca o carne
fresca. Pero no hay que olvidar, que incluso en su forma más simple, garbanzos,
verduras, alguna patata y un poco de tocino, el cocido era caro, porque entre
otras cosas, lo eran los garbanzos.
El cocido, o la olla podrida,
desapareció de las cocinas reales y aristocráticas, en el siglo XVIII, con la
llegada de los Borbones, pero volvió con Alfonso XII, que conmemoró su decimonoveno
aniversario en 1876, con una olla, más austera que las de los anteriores
monarcas, pero ya con patata, berza y sin caza. El gran gastrónomo, Dr.
Thebussem fue uno de los ardientes defensores del regreso del cocido a las
mesas reales y para ello utilizó, entre otros, un argumento político, cuando
escribía: El propio cocido, que parece ser el lazo de unión constitucional
entre los antiguos reinos, carece aún de una forma concreta que obligue a todos”,
esto es, en el cocido cabían ingredientes de todas las procedencias de España
por lo que debía ser el plato representativo de la misma.
Sin
embargo, el cocido nunca llego a ser realmente el plato español o nacional,
como quería el Doctor Thebussem o escribía Díaz Plaja. Pues hay tantos cocidos
como regiones en la geografía nacional, ya que, aunque sólo presentan ligeros
matices diferenciadores y todos responden al mismo concepto son todos distintos.
Así la carn d`olla catalana comprende
carne vacuna y de cerdo, patatas, garbanzos, diversas verduras y las típicas
butifarras; estas últimas se sustituyen, en el cocido madrileño, por el
chorizo; en Castilla, el cordero ocupa el lugar de la ternera; el pote gallego
se enriquece con una mayor cantidad de carne de cerdo, y el cocido andaluz
viene a ser casi lo mismo que el castellano (14).
Otras cocinas
populares. El Bacalao y el pescado: Durante siglos el bacalao seco
fue plato de pobres, su medio de subsistencia y recurso, además de plato
cuaresmal por excelencia. Su consumo era general en toda España y en particular
en las zonas del interior. El bacalao con patatas constituyo un plato muy popular
entre las familias pobres quienes también lo consumían con arroz.
El
bacalao fue un “descubrimiento” de los vascos en la Edad Media, que los
maragatos lo difundieron por toda España, donde era consumido en abundancia.
Vascos fueron los platos de bacalao que llegaron a ser más populares como el
bacalao a la vizcaína, al pil-pil o al ajo arriero. Sin embargo, estos platos,
que llegaron pronto a los libros de cocina y a los restaurantes, así como a las
cocinas de clase media y alta de todo el país, nunca llegaron a ser platos
realmente populares entre las clases trabajadoras o campesinas, y ello a pesar
de que sus ingredientes, ajo, tomates o pimiento, eran baratos y de origen
campesino. Quizá la razón este en las dificultades y engorroso de sus
elaboraciones. Justo lo contrario explicaría la difusión y rápida
popularización del “potaje de cuaresma” o potaje de garbanzos con bacalao.
Plato de origen monacal que se elabora en olla con bacalao, garbanzos,
espinacas o acelgas, un poco de aceite, agua, sal y azafrán. Nada que ver por
su sencillez con los platos vascos de bacalao: bacalao a la vizcaína, bacalao
al pil-pil o bacalao al ajo arriero.
De los
maragatos, que asumieron el transporte del bacalao, llegó hasta nosotros una
receta (15):“el bacalao al ajo del arriero”, que nada tiene
que ver con el bacalao al ajo arriero vasco-navarro: Una vez desalado el
bacalao, impregnado de agua y sin más se ponía al fuego de brasas en una
cazuela de barro. Aparte en sartén, se freía en aceite o en manteca de cerdo
gran cantidad de ajos hasta que quedaran muy dorados. Cuando el bacalao, por
efecto del calor comenzaba a rezumar agua, se le tiraba encima el aceite con
los ajos. Finalmente, se aliñaba con un chorro de vinagre de vino y ya estaba
listo para comer. Lo más parecido a este plato sería hoy el bacalao “tiznao”,
que se prepara en La Mancha, que aunque muy conocido no se puede decir que sea
un plato nacional.
Son
pocos los platos regionales de pescado fresco que han alcanzado popularidad
nacional, ello sería debido en primer lugar a las dificultades de transporte y
al escaso desarrollo del mercado interior, pero eso no quiere decir que no
existan auténticos platos populares elaborados a base de pescado, lo cual no es
extraño en un país que tiene 3.167 km de costa, aparte las islas. Todos los
pueblos costeros de España tienen su plato de pescado que, con ligeras
diferencias, tienen en común su sencillez ya que no podía ser de otra forma,
pues los pescadores los solían preparar a bordo de sus barcos en las jornadas
de pesca en alta mar, en condiciones bastante precarias. Luego, de forma algo
más refinada pasarían a los pueblos pesqueros, donde servirían de base para la
alimentación de las familias de los marineros. En su origen eran platos
baratos, al alcance de las clases más humildes. Tam-poco se pueden olvidar las
sardinas asadas, que se consumían y consumen en todo el litoral.
Todos estos platos marineros tienen
en común que los distintos pescados se trocean y cuecen, con o sin patatas,
aderezados con ajo, cebolla y pimentón pudiéndosele añadir tomate y pimiento.
Son las “caldeiradas” gallegas, la caldereta asturiana, los marmitakos
vascos (en este caso sólo hay un pescado, el bonito o el atún), los “all
cremat””, “suquets” y zarzuelas catalanas, las calderas de Menorca,
la “llandeta” de Denia o la “abaja” de pescados de Algeciras. En
la zona levantina, estos guisos se consumen con arroz, dando lugar a los
arroces a banda; en este caso el arroz se cuece aparte (a banda) en el caldo
que han dejado los pescados. Ninguno de estos platos, con un origen y concepto
común, muy parecidos pero al mismo tiempo distintos, dominó sobre los otros
para llegar a ser un plato nacional; sin embargo, hoy, en general son conocidos
y se pueden consumir en muchos restaurantes del país.
Veamos
como se preparaban algunos de estos platos en las diferentes zonas costeras del
país para comprobar su sencillez y gran similitud. Comencemos por el litoral
atlántico. Para ello seguiremos a Picadillo (4), que nos describe la
elaboración de una “caldeirada” a bordo de un pesquero faenando en la
costa coruñesa: “Por fin salimos. Ocho fornidos hombres manejaban los remos
de nuestra embarcación…. La hora de cenar iba aproximándose. En la proa se
aviva el fuego (del hornillo) sobre el cual se había colocado un gran
recipiente, repleto de agua de mar. Cuando el agua hierve se le incorporan las
patatas, escrúpulosamente limpias,….. se toman (de la red) los peces
necesarios, y una vez limpios y destripados, pasan a barajarse con las patatas,
que a tales horas hierven a borbotones. “Parrocho" (el patrón) presencia
impasible la maniobra, mondando una buena cantidad de ajos y depositándolos en
una gran taza de madera a la que añade una buena cantidad de pimentón y el
aceite necesario para repletarla, y mezclados aceite, ajos y pimentón, y una
vez cocidas patatas y pescados, se escurre por la borda al agua de la cocción,
reservándose exclusivamente la necesaria para formar una salsa abundante y añadiendo
el contenido de la taza. Un ligero movimiento impreso al recipiente remata la
faena”. En otras recetas algo más actuales, como la de la Condesa de Pardo
Bazan (9), las patatas se cuecen con una cebolla y los ajos de fríen
en aceite, que se dejan enfriar para añadirle el pimentón y si se quiere un
poco de vinagre. Esta es la ajada que se añade a la cazuela con el pescado y
las patatas.
Siguiendo
por la costa cantábrica nos encontramos con el “marmitako” vasco: guiso
que se preparaba a bordo de las lanchas boniteras en un pequeño hornillo y que
sin lugar a dudas es el plato más popular entre los pescadores. Parece ser que
hace mucho tiempo se utilizaban diversas especies de las que se capturaban,
pero hoy casi siempre el único pescado es el bonito. Hay muchas variaciones del
“marmitako”, pero la que nos ofrecen Nestor Lujan y Juan Perucho (10),
por su sencillez, nos parece muy autentica: “Se ponen a cocer patatas
cortadas en trozos con laurel. Mientras en sartén aparte, se fríen cebollas y
ajos picados, a los que, cuando empiezan a dorarse, se les añade el pimentón y
la guindilla. Cuando este listo se vierte todo en la cazuela que contiene las
patatas. Cuando falta un poco para que termine de cocerse se les añade el atún
o bonito y un poco de sal. Después de unos pocos hervores queda el plato listo
para servirse”. Sobre esta idea, hay múltiples variaciones entre las que no
faltan, los pimientos, los tomates, las ñoras o pimientos choriceros y el pan.
Si
pasamos al mediterráneo, a la costa catalana, buscando un plato representativo
de lo que comían los pescadores y sus familias, nos encontramos con el “all
cremat”, que sería el marmitako del Mediterráneo y que igual que él
presenta múltiples variaciones. Una es: En una cazuela con aceite se sofríen
ajos enteros, pan y una hoja de laurel. Una vez dorado se machaca todo en el
mortero junto con tomate rallado, formándose lo que los pescadores llaman “chocolate”.
Una vez hecho el sofrito se añaden las patatas cortadas en dados. Se rehogan
ligeramente y se añade caldo de pescado o agua. Cuando las patatas están
prácticamente hechas se incorporan los pescados, se deja cocer todo junto y se
retira cuando las patatas estén cocidas.
Si
continuamos bajando por el litoral mediterráneo llegamos a Denia, donde aparece
la “Llandeta”, plato de pescado cuyo origen hay que buscarlo en los
frugales condumios de los pescadores, preparado principalmente con las especies
que no podían ser enviadas al interior para su venta. La Llandeta, plato
típico de la Marina alicantina, lo describen Llopis e Irizar (16)
así: “Se pelan las patatas, se cortan en rodajas y se colocan en una
cazuela; por encima de las patatas se ponen los trozos del pescado variado,
añadiéndose el tomate y la cebolla trinchados. Sobre este conjunto se esparcen
unos piñones, los dientes de ajo trinchados, el perejil picado y el pimentón;
se sazona y se agrega caldo de pescado o agua y el aceite, sin que llegue a
cubrirlo. Se pone al fuego hasta que todo este en su punto”.
Frente
a Denia, en las islas Baleares, nos encontramos con la caldera menorquina de
pescado, de la que algunos autores, como Llopis e Irizar (16),
indican que: “No se parece a la caldereta asturiana o a la caldeirada
gallega, ni a otros muchos platos de pescado que se guisan en las riberas del Mediterráneo”,
pero creemos que la idea o fundamento de su elaboración si coincide con otros
platos marineros de pescado. La diferencia puede estar, como ocurre con la
“abaja de pescados a la algecireña”, en la forma de consumirlo y en el
aprovechamiento que se hace del caldo para hacer sopa. Veamos la receta que nos
ofrecen Llopis e Irizar (16) de la caldera menorquina:”Se pone en
una cazuela el agua necesaria, sin sal. En crudo y en frío se echa el aceite de
oliva, y se agregan las cebollas y los tomates, ambos trinchados, así como unos
dientes de ajo y perejil, muy bien picados y se sazona con pimentón. Una vez
puesto el recipiente sobre el fuego se agrega el pescado variado, limpio y
troceado (cuantas más variedades mejor). Se procurará que el agua lo cubra por
completo y así dispuesto se deja cocer hasta que este en su punto, procurando
que quede entero”. Primero se sirve el caldo en el que se escaldan unas
rebanadas de pan. Luego se sirve el pescado acompañado de la “borrida”,
que es una salsa a base de ajo, perejil y pan remojado en agua, escurrido y
picado, con el aceite necesario.
El
recorrido lo podemos finalizar en la costa andaluza, en el extremo de la
península, en Algeciras, donde preparan la abaja de pescados a la algecireña,
que, en general, sigue los mismos criterios que todos los pescados marineros de
pescado que hemos descrito, y que se consume de forma parecida a la caldera
menorquina de pescado, como se deduce de la de la descripción que hacen Lujan
y Perucho, en su libro de la cocina española: Los pescados finos y
ordinarios, una vez limpios, se cortan a trozos no muy grandes y se ponen a
cocer cubiertos de agua, con el vino blanco y la sal correspondiente. En
cazuela aparte colocada al fuego, a la que se le habrá echado parte del aceite,
se rehoga la cebolla picada y un ajo también picado; al empezar a dorarse, se
le añade el tomate pelado y picado y perejil picado. Sofríase el tomate y
mójese con la tercera parte del caldo de los pescados cocidos; hiérvase y
échesele el pan desmenuzado. Mientras se cuece nuestra sopa, en el almirez se
machacan el azafrán, la pimienta y un ajo; se disuelve todo, con unas gotas de
aceite y un poco de caldo de los pescados y se echa a la sopa. Cinco minutos
más de cocción y la sopa esta terminada. Los pescados se sirven de
segundo plato, preparados del modo siguiente: se ponen en una cazuela de barro,
se machacan los ajos que quedan, se disuelve con el resto del aceite y se les
añade una parte del caldo del pescado; se vierte encima del pescado, se le dan
unos hervores al conjunto y puede servirse a la mesa.
Como
puede verse el parecido o las diferencias no son mayores ni menores de las que
pueden existir entre los distintos cocidos o entre las diferentes elaboraciones
de los callos y no digamos de los arroces que dieron lugar a la paella, todos
ellos considerados platos “nacionales”.
Platos populares de
carne y despojos: Como en el caso del pescado
son muy pocos los platos regionales y populares a base de carne fresca que han
pasado a la cocina nacional o burguesa, por la sencilla razón de prácticamente
no existían, al no estar la carne al alcance de las clases trabajadoras. La
carne fresca era un producto prácticamente exclusivo de la alta burguesía. Sin
embargo, aunque la carne fresca de carnicería no era asequible a las clases
populares, si lo eran los despojos: patas, hígado, corazón, bofes, morros y
sobre todo el rumen, estomago e intestino de las reses, esto es el mondongo.
Esta situación dio lugar a que si bien son poquísimos los platos populares basados
en la carne, son muchos los que las clases menos favorecidas idearon para aprovechar
los despojos.
Sin
embargo existe un plato de carne, en el noroeste de España, que si bien no
llego a popularizarse a nivel nacional, si es de origen popular, es la “carne a
la maragata” o “carne o caldeiro” muy popular en el Bierzo y en Galicia.
Consiste en trozos de carne de vacuno de poca calidad (falda, pescuezo, pecho,
etc.) que se cuece con patatas, cebolla y algo de “unto” y sal. Como se
hace con el pulpo a feira, una vez cocida la carne y las patatas se
ponen en el plato y se espolvorea con pimentón y se le añade algo de aceite.
Otros guisos sencillos elaborados con la carne más accesible y barata, pudieron
tener su origen en las clases populares menos pobres. Este podría ser el caso
de lo que Picadillo (7) llama carne “al estilo de las tabernas”.
En este plato los trozos pequeños de carne se rehogan en manteca, retiran y se
cuecen en agua. En la manteca se fríe cebolla, ajo y perejil, añadiéndole luego
pimentón y miga de pan; se machaca todo en el mortero y se añade a la carne. Se
sazona y cuando esta a media cocción se le agregan patatas en trozos y se
espera a que todo este bien cocido.
De
todos los platos populares elaborados con despojos, son los callos el que
alcanzado mayor difusión a nivel nacional. El origen popular de los callos es
indudable a juzgar por la definición que hace de ellos el “diccionario de
autoridades” publicado entre 1726 y 1739, que dice: “es el vientre de la
vaca, carnero o ternera, que hecho trozos se vende y guisa para gente pobre,
por ser comida barata, aunque muy gustosa”. Es plato que ha pasado de ser
algo tabernario a tener una entidad considerable. Callos o tripas se comen en
toda España. En Madrid, en Cataluña, en el País Vasco, en Andalucía, en la
Rioja, en Galicia, pero todos tienen una característica común, que es que los
ingredientes que los componen son baratos: ajos, cebollas, tomates, habas, morros,
patas, garbanzos, pimentón, etc., lo que de alguna forma confirmaría el origen
popular de este plato.
La
gran cantidad de ingredientes que pueden acompañar a los callos hizo que este
plato se elaborara de forma distinta en cada región, y que existan múltiples
variaciones del mismo. Sin embargo, estas diferencias son algo engañosas, ya
que, de hecho, se puede reducir a tres o cuatro tipos básicos (3):
plato de callos solos, callos con otros despojos, como patas, morros, etc.;
callos con leguminosas, garbanzos, judías; callos con jamón y embutidos,
chorizos, morcillas, etc.
Por
otra parte, una consecuencia de la aceptación de este plato por las clases
superiores, en el siglo XIX, es que las primeras recetas que aparecen en los
libros de cocina que a ellos iban dirigidas, no son muy de fiar. En algunas de
estas recetas de callos, los callos son lo menos importante y parecen dignas de
Palacio. Pues como dijo la Condesa de Pardo Bazan (9): “Creo que
hasta en estos platos populares cabe refinamiento, y se pueden atildar sin
quitarles nada de su castizo sabor”. Sin embargo, no es su caso, pues los
callos, en su receta, están muy próximos a los que hoy se sirven en cualquier
casa familiar, taberna, bar o restaurante. De todas formas, la aceptación de
este plato por la clase aristocrática. No debió de ser inmediata y fácil a
juzgar por los comentarios de Doña Emilia Pardo Bazan (9): “Nadie
se hubiese atrevido acaso, en otros tiempos, a servir un plato de callos a la
madrileña teniendo convidados, aun cuando fuesen de confianza, como hoy se
sirve en casa del duque de Tamames”
Los zarajos
fue otro plato muy popular y que todavía hoy se sirve como tapa en muchos
lugares de España, Se preparaba con tripas de cordero marinadas, que después se
enrollaban en un sarmiento y se freían en aceite o se asaban al horno.
Pero
no fueron los callos e intestinos los únicos despojos que, aprovechados por las
clases populares, dieron origen a platos hoy incluidos en el recetario
nacional. Con los despojos las gentes más pobres confeccionaron platos
diversos, como morros, patas, pies o manos, orejas, guisados de bofes o
pulmones, de corazón, de hígado, riñones, lengua, cabeza, rabo, criadillas e,
incluso, se han hecho y se hacen guisados de sangre.
Sin
embargo, igual que ocurre con la carne fresca de vacuno, son pocos los platos
populares elaborados con sesos, riñones, lengua o mollejas, ya que estos
despojos eran muy apreciados por las clases medias y aristocráticas. Por otros,
como por los pies o patas, sólo mostraban cierto interés, por lo que pudieron
ser compartidos con las clases populares.
El
pueblo bajo no sólo ha guisado los menudos de las reses, sino que ha
confeccionado platos con los menudos y menúdillos de las aves. Durante mucho
tiempo las clases menos favorecidas consumieron gallinejas, las tripas de
gallina fritas. Dice Gomez de la Serna (17): Las gallinejas son
el sobrante de las matanzas, un descarte despectivo……… son echadas al arroyo
para que el aceite o el sebo fuerte……..rehoguen lo que no tiene nombre. Algunos
creen que son tripas de ave, pero la verdad es que no se sabe. En las
gallinejas está la sustancia popular y esa persistencia de las vidas que no se
sabe cómo se sostienen. Al freír las gallinejas se producía un intenso olor
ocre, por el que a distancia se sabía donde se estaban friendo.
Sin
embargo para la Condesa de Pardo Bazan (9), las gallinejas son: “Una
fritanga muy tosca, de tripas de cordero, buche o cuajar de cerdo, ubre de
vaca, y en suma, despojos y membranas de animales de matadero. Se trocea
grueso, se fríe en aceite hirviendo, y se sazona con sal, pimiento picante y
pimiento dulce. A veces las cocineras al aire libre prescinden de este
requilorio”. Hoy las gallinejas, que todavía se despachan en algunos bares
y tabernas no se hacen con tripas de gallina sino con tripas de cordero, como
los zarajos.
Embutidos y salazones: La
elaboración de embutidos y salazones cárnicos estaba muy enraizada en la
cultura culinaria popular, ya que la única forma de acceder a la carne que
tenían los campesinos era la cría del cerdo, aunque esto sólo lo podían hacer
los que disponían de tierra. La carne y grasa del cerdo les tenía que durar
hasta la matanza siguiente, que se hacía en los meses de invierno, y pasar el
verano, que ere el periodo más peligroso por el riesgo de putrefacción. Para
resolver este problema se recurría a la conservación, bien por medio de la
salazón o mediante la elaboración de embutidos. La “chacinación” es un
admirable recurso para conservar estas carnes durante un largo periodo de
tiempo, y esta transformación permite un aprovechamiento completo de todas las
partes del cerdo en forma de un admirable alimento muy rico en proteínas y
grasa.
Difícilmente,
descontando la fabricación del pan, se encontraría en España una industria tan
popular y tan generalizada como la fabricación de embutidos y preparación de
salazones cárnicas. Una prueba de ello, además de las salazones, es la enorme
variedad de embutidos y conservas del cerdo que existen en nuestro país:
chorizos, longanizas, morcillas, sobrasadas, farinatos, morteruelos,
chicharrones, cabeza de cerdo, queso de cerdo, etc. A los que hay que sumar,
los salazones y/o ahumados: jamones, lacones, tocino, unto, etc. y la grasa
fundida, cuyos residuos son los chicharrones. Esta “industria” no era
sólo patrimonio de la población rural, en que la matanza, constituía una verdadera
fiesta familiar, sino que también muchas familias de las grandes poblaciones
gustaban de preparar los embutidos que luego consumían en su mesa. Esta
costumbre se ha ido perdiendo poco a poco hasta prácticamente desaparecer, y
hoy la preparación de embutidos y salazones corre a cargo de la importante
industria alimentaria.
Aunque
hoy puede sorprender, como ha dejado dicho Terron (3), a los
campesinos, en realidad, les interesaba más la grasa que la carne, de ahí que,
para ellos, los embutidos no dejaban de ser “una forma de aderezar la grasa”
para hacerla más apetecible. Lo que de alguna forma es lo mismo que dijo, en
1953, Sanz Egaña en su libro “Chacinería Moderna” (18): “los
embutidos y salazones son excelentes medios para enmascarar la grasa, producto
siempre desagradable de ingerir en estado puro, y mediante la chacinación se
preparan alimentos muy grasos que resultan agradables y apetitosos”. Si
continuamos con este autor, nos podemos hacer una idea de cual era la
consideración de la población ante los embutidos a mitad del siglo XX: En la
actualidad, los embutidos se encuentran en todas las mesas: finos y delicados,
en las de los ricos, que los consumen como entremeses o simple complemento a su
variado servicio; modestos y a veces groseros entran en las comidas de los
menesterosos, constituyendo en ocasiones el único principio nutritivo de su
parva ración alimenticia. Más que como alimento, hemos de considerar los
embutidos a titulo de condimentos, y por tanto, entran en la composición de las
comidas en pequeñas porciones. Entre la población rural, donde escasea el
consumo de carnes frescas, el manjar más exquisito, más rico en proteínas, está
representado por los diversos productos de la chacinería y conviene
prodigar su consumo.
Pero
volviendo a la realidad de los campesinos, durante los pasados siglos y hasta
muy entrado el siglo XX, cuando hacían embutidos el objetivo principal era
conseguir la mayor cantidad de magro, para así poder emplear la mayor cantidad
de grasa. Esto les llevaba a picar la mayor cantidad posible de carne, a veces
incluso los jamones que, por otra parte eran los más difíciles de conservar. Si
disponían de otras carnes; vaca, cabra u oveja, también las picaban y
utilizaban para elaborar embutidos de mezcla, que por una parte no se
endurecían porque le echaban mucha grasa y por otra parte les permitía
conservar esa grasa, que era lo que más les interesaba.
Además
de chorizos, que quizás fuera el embutido más popular, también se embutían
despojos, como es el caso de las longanizas gallegas, que tenían una
elaboración muy parecida a los chorizos, pero en lugar de carne llevaban
despojos. Según Picadillo (7) se elaboraban de la siguiente forma: Se
pican en trozos gordos los livianos, las mollejas y el corazón, adicionándole
grasa en rama de la que tiene trozos de carne pegada, picada de la misma
manera. Se salan en abundancia, se les añade pimentón dulce, en abundancia
también, pimiento picante, orégano, ajos y una pequeña cantidad de agua,
dejándolo estar en esta zorza dos o tres días, teniendo cuidado de amasarla por
lo menos dos veces al día. Pasado este tiempo se embute esta zorza, en tripa
igual que la que se utiliza para los chorizos, dándole dos ataduras cada
veinticinco centímetros, con lo cual queda formada la longaniza, que se cuelga
en una chimenea de campana, donde debe hacerse fuego con hojas de laurel un par
de veces, el primero y el segundo día, dejándola luego que acabe de curarse con
el fuego ordinario.
Otros embutidos, de origen popular muy
parecidos al chorizo son las sobrasada y la chistorra, la primera típica de
Mallorca, se elabora, igual que el chorizo, con carne de cerdo y tocino pero
ambos extraordinariamente picados que se amasan con sal y abundante pimentón.
Luego se embuten en tripa gruesa y se saca al aire. También se hacía mezclando
con el tocino carnes de vacuno y cerdo. La chistorra, típica del país
vasco-navarro, se diferencia del chorizo, básicamente, en que la carne de cerdo
y la grasa, esta más picada y que se embute en tripa muy delgada.
La
lista de embutidos populares, en los que no faltaba el pimentón, se podría
completar con los farinatos, típicos de la provincia de Salamanca y en especial
de Ciudad Rodrigo, compuesto de manteca o grasa de cerdo, miga de pan, harina,
cebolla, ajo, anises, aguardiente, comino, sal y pimentón. Se embute como las
longanizas, atándolos por los dos extremos, a modo de herradura. Había otras
variantes como el farinato dulce al que se le añadía miel, o el farinato de
aceite, en el que se sustituía la grasa de cerdo por aceite de oliva.
En la
zona mediterránea son populares embutidos, crudos o cocidos, que se
caracterizan por no llevar pimentón en su elaboración. Entre los crudos destaca
el salchichón, tipo Vich, cuyos ingredientes son simplemente carne magra de
cerdo y tocino, picados menudo, y adobados con sal y pimienta. Luego se embutía
en tripa gruesa de cerdo y se dejaba curar en la oscuridad. Existía, también
salchichón de mezcla de carnes de cerdo y vaca. Antiguamente, para elaborar los
salchichones en lugar de picar las carnes de cerdo, vaca y el tocino, se solían
machacar en el mortero hasta formar una pasta, que se adobaba y se metía en
tripa para luego secarlos. Posiblemente, al no llevar pimentón, estos embutidos
sean más antiguos que los chorizos. Los embutidos cocidos, también sin pimentón
y de origen campesino y humilde, son la butifarra blanca catalana y los “blanquets“
levantinos cuya base es carne de cerdo, bien picada y sazonada con sal,
pimienta y otras especias, que una vez embutidos se cuecen. Estos embutidos,
como cualquier otro poseen un elevado contenido en grasas.
El
otro gran grupo de embutidos de origen popular y campesino son las morcillas,
de las que hay en nuestro país una gran variedad, pero en todas la base es la
sangre y la grasa de cerdo. La variedad depende de lo que acompaña a la sangre
y a la grasa, así hay morcillas de arroz, morcillas de cebolla, morcillas de
calabaza, morcillas de pan, morcillas de despojos y morcillas dulces.
La
mayoría de estos productos, cuya razón de ser era la conserva, alcanzaron gran
popularidad y hoy, bien solos o formando parte de otros platos, están presentes
en todas las mesas, pero si hay algo que los caracteriza es su origen humilde y
campesino y la sencillez de sus ingredientes.
De
todos los productos ideados por los campesinos para conservar la carne del
cerdo, hay uno que destaca sobre todos los demás por la calidad y fama alcanzada:
es el jamón. Sin embargo, no debe olvidarse que el pernil es la parte más
difícil de conservar del cerdo, por lo que para asegurar su conservación con
frecuencia los campesinos lo salaban demasiado, resultando un jamón, muchas
veces, de muy mala calidad. Pero los campesinos, paulatinamente, fueron
mejorando las técnicas de salazón y aprendieron a aprovechar las condiciones de
los lugares, secos y fríos, que permitían un buen curado, y así consiguieron las
cualidades que hicieron famosos, ya a finales del siglo XVII, los jamones de
muchas regiones de España.
Antes,
como ahora, todos se elaboraban sin ningún tipo de procedimiento especial; como
materia conservadora se emplea exclusivamente la sal común. La salazón se hace
en seco, restregando ambas caras del pernil con puñados de sal, apretando mucho
en el momento de restregar. Se emplea la menor cantidad posible de sal para que
el jamón resulte relativamente dulce. En general, la relación entre el peso de
la sal y el del pernil no debe rebasar el diez por ciento. Se logra una salazón
dulce con poca sal, salando en un ambiente muy frío. El único secreto de los afamados
jamones españoles era que se salaban y curaban en zonas de baja temperatura
invernal, en ocasiones glacial, y, por tanto muy apropiadas para sazonar perniles
(Jabugo, Trévelez, Maestrazgo, Tineo y Aviles, Montánchez, zonas de Lugo y
Orense, etc.). La única variación que se observaba entre unos y otros tipos de
jamones era en la forma de cortar el pernil y descargar de piel y tocino las
piezas.
Pero
la extraordinaria calidad lograda no sólo estaba en la destreza de los
elaboradores o el ambiente frío y seco donde se curaban, sino también, y lo más
importante, en la raza o tipo de cerdo existente así como en la alimentación,
mucho más importante para la calidad de la carne que en los rumiantes. En general,
eran cerdos muy grasos y en su carne abundaba la grasa de infiltración, que les
proporcionaba el agradable sabor y evitaba que se endurecieran excesivamente.
Pero
aunque hoy cueste creerlo, a pesar de la alta calidad y cualidades
organolépticas de estos jamones, la aristocracia española no los tenía en alta
estima, porque entre otras cosas, estaba extendida la idea de que eran de
digestión difícil y presentaban todos los inconvenientes de los productos de
salazón, por lo que consideraban que únicamente eran adecuados para las clases
bajas y populares. No obstante, como es fácil observar, esta situación cambió
radicalmente a lo largo del siglo XIX, lo que le permitió a la Condesa de Pardo
Bazan (9) “ufanarse de la extraordinaria calidad de nuestros
jamones gallegos y andaluces”.
Realmente
resulta sorprendente comprobar los cambios que se han ido produciendo en la apreciación
de algunos alimentos, que pasaron de ser de consumo exclusivo de las llamadas
clases bajas, a estar presentes en las mesas de las elites sociales y en los
mejores restaurantes.
La cocina y los restaurantes
Mientras
que en las aldeas y las áreas rurales, lejos de los núcleos urbanos, la cocina
no sufrió cambios, la burguesía de las grandes ciudades del siglo XIX cocinaba
a la francesa lo mismo que la aristocracia. Y aunque se hicieron importantes
esfuerzos para lograr una cocina nacional española, no se logró. Durante estos
dos siglos coexistieron lo que podemos llamar cocinas regionales, respetuosas
con los sabores de los ingredientes, y otra cocina más o menos afrancesada o por
algunos llamada internacional. En el último tercio del siglo XX surge la
conocida como nueva cocina, que basada fundamentalmente en lo regional y
tratando de mantener los sabores originales de los ingredientes, aplica nuevas
técnicas y combinaciones de sabores. La cocina de la alta burguesía no dejaba
de ser imitación de la francesa o degeneración de muchos platos regionales o
populares.
Al
contrario que la mayoría de los muchos viajeros extranjeros que durante el
siglo XIX recorrieron España, y que lo único que hicieron fue mostrar sus repulsas
por la comida que les servían, el inglés Richard Ford, además de gustarle mucho
el jamón, supo ver otra realidad. Ford, descubre la variedad de las cocinas
regionales, lo que le lleva a expresar que no se podía hablar de cocina
española y que “la ruina de los cocineros españoles es el afán de imitar a
los extranjeros”. Probablemente el único español que criticó con dureza
esta lamentable situación gastronómica fue Mariano José de Larra, que se
lamenta, en 1833 en su artículo “La fonda nueva”, de la ausencia de “fondas
decentes donde comer a gusto y con finura” y arremete contra “el tecnicismo
gastronómico galo-hispano que tenemos, que impide poner a los manjares nombres
españoles”. Y es que en las mesas burguesas seguía practicándose una cocina
muy influenciada por la francesa, por no decir francesa. Una idea de este afán
por lo francés nos lo puede dar el hecho de que el menú servido en la boda de
Alfonso XII, venía escrito en francés, lo que dio lugar diversas controversias.
En el dialogo que se establece entre el Dr Thebussem y un cocinero de su
majestad (20) se polemiza sobre el idioma en que deben redactarse
los menús de la Casa Real: El idioma debía ser el castellano para el Dr
Thebussem, mientras que para el cocinero del Rey debía ser el francés, “lengua
franca” de la gastronomía. El Dr Thebussem, irónicamente critica a la
pretenciosa imitación de la cocina francesa, y en algún momento en este dialogo
aparecen detalles curiosos, como el desprecio por el marisco: “ni es
alimento, ni ocupa sitio en el estomago. Es un liquido cuasi sólido” ¿Sería
que las centollas estaban vacías? ¡Suele ocurrir a menudo aún hoy!
De los
libros de cocina escritos en estos años se puede concluir que, además de
despreciar los fritos, la cocina, con la excepción de la popular, era muy
pesada, con gran número de ingredientes, elaboraciones complicadas que
olvidaban el gusto de los productos originales del plato y en el que se buscaba
sabores más o menos sorprendentes. Con mucha frecuencia se olvidaban los
productos propios y las técnicas y prácticas de elaboración eran siempre
francesas.
Consecuencia
de la situación política general y de la perdida de las últimas colonias
americanas en particular, surge en España un movimiento regeneracionista
representado por la generación del 98, en el que no podían faltar las alusiones
a la mala situación gastronómica del país. Expresan en sus obras un rechazo
total a la influencia francesa al tiempo que defienden, lo que ellos
consideran, la cocina popular española. En esta postura destaca la Condesa de
Pardo Bazan que la expone en el prólogo al libro de su amigo “Picadillo” (7),
donde arremete contra “la monotonía horrible de la cocina francesa vertida
al castellano en las fondas”, si bien esta postura luego la modera un poco (10),
aceptando ciertas influencias foráneas.
Sin
embargo, la cocina francesa goza de gran prestigio y cuesta abandonarla, así en
las primeras décadas del siglo XX un grupo de muy buenos cocineros: Ignacio
Doménech, Dionisio Pérez, Teodoro Bardají, etc., intentan, conservando la
cocina propia, popularizar la que para ellos era la cocina por excelencia: la
francesa. El resultado de este empeño no resulta difícil de intuir a juzgar por
lo que escribe el propio Bardají en su libro “Índice culinario”, al referirse a
la tortilla de patata, que la titula “Omellete l´Espagnole”: “La
presente receta de tortilla a la española la traduzco tal y como la describe un
libro de cocina francés. A los huevos para esta tortilla se les incorpora,
después de batidos, un salpicón compuesto de patatas, pimientos, trufas, jamón,
cebolla, todo cortado en cuadraditos y refrito en aceite fino”. Durante la
década de los treinta siguen apareciendo recetarios, algunos de los cuales
alcanzan gran prestigio como los de María Mestaller de Echagüe, marquesa de
Parabere, en los que aparte del esfuerzo didáctico que hace, sigue en general
las normas dominantes en la cocina de la época, como de alguna forma lo expresa
la propia autora en preámbulo de su libro “La cocina completa” cuando
escribe: “He procurado también solucionar el problema de los guisos caseros,
exponiendo formulas sencillas, asequibles a todos. Con miras más altas, he
incluido también guisos de la cocina cosmopolita, procurando, en cuanto ha sido
factible, simplificar-los, adaptándolos al gusto español sin alterarlos”.
Con la
guerra civil parece cerrarse una etapa, en la que la cocina que podríamos
llamar profesional, continuaba ligada a la francesa, tanto en sus técnicas como
en su amaneramiento, pero en la que al mismo tiempo surge con fuerza, un
extraordinario interés por las cocinas regionales. El final de la guerra cambió
bruscamente la situación y es la penuria lo que caracterizó este periodo de
posguerra. Sólo unos pocos privilegiados disponían de alimentos en abundancia.
En las ciudades, el problema no era comer bien o mal, sino comer. La cocina se
hizo más pueblerina porque el autoconsumo era prácticamente el único medio de
luchar contra el hambre y, consecuentemente, la utilización de los productos de
siempre obligó, de alguna forma, a mantener y conservar la cocina sencilla de
siempre.
De
alguna manera la necesidad de disponer de una cocina sencilla se refleja en los
recetarios de la época, entre los que destacan los publicados por la Sección
Femenina del Movimiento: Manual de Cocina y Cocina Regional. En
ellos se revela el afán de restaurar las cocinas regionales a su tradicional
esplendor. En cualquier caso, la obra constituyó un hito, pues desde entonces
no se ha hecho ningún esfuerzo de recopilación comparable, lo que le permitió
al escritor y gastrónomo Manuel Vázquez Montalbán, decir de ellos que quizá sea
lo único que perdure del franquismo.
Como
no podía ser de otra forma, en las primeras décadas del siglo XIX, también se
abrieron en España restaurantes más o menos lujosos. Así, seis años después de
las quejas de Larra, se abrió en Madrid, en 1839, el restaurante “Lhardy”, que
también fue pastelería y que por muchas décadas se consideró el mejor y más
elegante restaurante de Madrid. “Lhardy” era la gran cocina europea. Su
pastelería era única. Ofrecía fundamentalmente comida europea, aún cuando y
posiblemente para satisfacer los nuevos gustos de su aristocrática clientela
incorporó a su carta platos de origen popular, que esas clases empezaban a
poner en sus mesas, así, curiosamente, sus especialidades más famosas a lo
largo de los años fueron el cocido de tres vuelcos, la sopa y los callos a la
madrileña. Sus grandes rivales resultaron ser “Fornos”, que estaba abierto día
y noche, y los restaurantes de algunos hoteles como el Ingles, el Imperial, el
Paris y el “Ritz”. Cuando “Llardhy” inicia su decadencia surgieron otros dos
restaurantes míticos: “Horcher” y “Jockey”.
Junto
a estos grandes y lujosos restaurantes disponían los madrileños de menor poder
adquisitivo de fondas, figones, tascas y tabernas capaces de ofrecer una
dignísima cocina popular, de todas las regiones de España, a precios asequibles.
Desde el Mesón de Paredes al del Tío Lucas, inventor de las conocidas Judías
al Tío Lucas. En ninguno podían faltar los callos. Al lado de estos
establecimientos populares coexistían otros restaurantes tradicionales, como el
famoso Botín, que representarían el punto medio entre los restaurantes de lujo
y las tabernas.
La
situación en Barcelona era distinta pues además de contar, ya en 1840, con una
guía de fondas y casas de comidas, se abrieron en los años finales del siglo
XIX y en los del comienzo del XX restaurantes que pronto alcanzaron fama
mundial, dando lugar a más y mejores restaurantes que en la capital del Reino.
A finales del siglo XIX, el primer restaurante de Barcelona, en lo que se
refiere a calidad, era el “Grand Restaurant de France”, conocido por “Justin”,
establecido desde 1861, donde la cocina francesa alcanzó un refinamiento insólito
para disfrute de la alta sociedad barcelonesa.
Junto
al “Justin”, nombres como el Continental, el Hotel Falcó, el Martin, el Suizo,
“Maison Dorée”, “Les Set Portes” fueron algunos de los más conocidos, que
cimentaron la fama de Barcelona como lugar de buen comer. De estos, el
considerado como el mejor fue el Restaurante del Café Continental, que además
las “becases sur canapé”, la “tête de veau”, el “lenguado
Marguery” o el “cassoulet”, era muy apreciada la “escudella
catalana” y sobre todo la calidad de su carne de buey, con la que competía
el filete con patatas “souffées” del Suizo, que había abierto como Café en
1861, pero ya era un gran restaurante en 1866. La clientela del Suizo era quizá
menos elegante que la del “Maison Dorée”, conocido entre los barceloneses como
“Can Marten”, restaurante afrancesado, caracterizado porque en los primeros
años ofrecía un cubierto de cuatro entradas, realmente pantagruélico.
En las
Navidades de 1838, se inauguró un café que disponía de siete puertas pero que
no tenía rotulo, por lo que un periodista lo denomino “Les Set Portes”. A
finales del siglo XIX ofrece comidas, destacando entre ellas un plato de arroz
de origen barcelonés: el “arroz o paella Parellada”. En realidad el origen de
este arroz no esta en el “Set Portes” sino en el Suizo y surge cuando Don Julio
Parellada, un dandy y gastrónomo adinerado barcelonés, pidió al camarero un
arroz especial que aportase todos sus tropezones sin huesos ni espinas. Se
elaboro el plato y se fue repitiendo la petición. Cada vez que pedía el plato
el camarero lo encargaba a la cocina como “un arroz Parellada”, que otros
clientes también fueron pidiendo con lo cual terminó incorporado a la minuta
del Suizo. Luego fue pasando a otros restaurantes, entre ellos al “Set Portes”.
Tras la Exposición Universal de 1929, es ya el “Restaurant de les 7 Portes”
conocido en la actualidad y a partir de los años cincuenta se convierte en un
local de reunión de artistas e intelectuales barceloneses y en él tiene lugar
en la actualidad numerosas tertulias intelectuales y científicas.
Finalizaremos
el recorrido con el “Lyon d`Or”, que sin pertenecer a la élite de los míticos
si alcanzó un nivel respetable. A este restaurante decorado con un gótico
teatral y petulante, asistían no sólo las clases adineradas sino también lo que
entonces se llamaba menestralía o burguesía de la época.
No
cabe duda que las numerosas colonias extranjeras existentes en la Barcelona de
aquella época contribuyeron de forma decisiva a la extensión de las cocinas de
sus respectivas cocinas entre los barceloneses. Los franceses, en “Justin”,
“Martin”, el Suizo y el Café Español; los alemanes, en “Moritz” y Gambrinus”;
los ingleses, en “Petit Pelayo”, etc.
Frente
a estos grandes del lujo y la excelencia gastronómica, existían multitud de
figones donde se practicaba una cocina popular y más asequible. Entre otros
muchos destacaban el “Beco del Recó”, donde se guisaba una liebre
extraordinaria, o el “Can Soler”, en la Barceloneta, donde se practicaba una
cocina directa con pescado procedente da la playa cercana. En otros se elaboraban
platos que alcanzaron justa fama como el estofado de toro de la “Mora”, y el bacallá
a la llauna, que se servía en el Sable. Los platos de llomillo amb
mongetes, de cualquier taberna eran excelentes. Finalmente decir que fue en
aquella época, y consecuencia del prestigio alcanzado en los restaurantes,
cuando el barcelonés conoció la carne de buey que podía adquirirla de gran
calidad en la Carnicería Modelo de la Rambla.
Otras
ciudades españolas gozaron desde finales del siglo XIX de excelentes casas de
comidas. San Sebastián contó desde finales de los años veinte, con un magnifico
restaurante, La Nicolasa, al que se unió en Renteria el “Panier Fleur”. En
Bilbao contaban con el mítico El Amparo. En general en el país vasco y en
particular en Guipúzcoa, la cocina contaba con una extraordinaria e
inapreciable ayuda para su desarrollo que eran las sociedades gastronómicas.
Pero
frente a estos santuarios del buen comer, aunque sólo fuera para algunos, el
comienzo de un incipiente desarrollo económico, las migraciones interiores, el
redescubrimiento por el turismo de una España barata, provocaron, como dicen
Pilar Bueno y Raimundo Ortega (20), “una de las degradaciones más
profundas y duradera de nuestra cocina. Lo que influyó decisivamente en la
aparición de una cocina, practicada en “mesones de mi pueblo”, tabernas
“típicas” y restaurantes “regionales”, y lo que fue más
imperdonable en los Paradores Nacionales se popularizó entre nuestros
visitantes foráneos una versión entre folclórica y degrada de platos como la
paella, el gazpacho, el cocido, la sangría y demás. El resultado fue una comida
barata, hecha sin cuidado y de espaldas a la autenticas cocinas regionales y comenzaron
a incorporarse a nuestros menús las más abominables interpretaciones autóctonas
de la “cocina internacional”.
A
finales de los años sesenta y comienzo de los setenta del siglo pasado, se
inicio en Francia un movimiento, que no tardó en llegar a España, que implicaba
una profunda renovación de los conceptos en los que se había basado la cocina y
que ahora eran: En primer lugar, la simplificación de los menús sin
preparaciones rebuscadas o pesadas; en segundo, mantener “el gusto de las
cosas” sin enmascaramientos y por último, en tercer lugar, buscar ante todo la
calidad de los productos, especialmente los de la propia región y los de cada
estación. Era, en definitiva, lo que se conoció como nueva cocina o cocina de
mercado. El éxito estaba garantizado porque estos principios son los mismos que
venían rigiendo en nuestra mejor cocina regional. De alguna forma eran los que
venían proponiendo la gente que amaba nuestra mejor gastronomía ya desde el Dr
Thebussem; sencillez, amor por los gustos propios de los productos y
preferencia por los mejores productos regionales de cada momento. Albaro
Cunqueiro, lo resumía muy acertadamente en el prólogo de su libro “A Cociña
Galega”: se trataba, ni más ni menos, que de “mantener el sabor natural
de las cosas que entran en los platos, que por otro lado es lo propio del arte
culinario, que no es un arte de disfrazar”.
Sin
embargo no todo en la llamada “nueva cocina” es tan nuevo como a veces se
quiere dar a entender, quizá lo más novedoso sea la utilización de técnicas más
precisas, la utilización de productos más ligeros o la inclinación al uso de
hierbas aromáticas, pues el afán de preservar los sabores naturales en combinaciones
armónicas, no era nuevo en la cocina, como no lo era la reinvidicación de las
cocinas regionales. En definitiva, y ya es bastante, esta “revolución”
consintió básicamente en la aplicación de nuevas técnicas a las esencias de las
cocinas tradicionales, esto es, buscar en la tradición para actualizarla.
Hoy la
nueva cocina es apreciada, se encuentra suficientemente prestigiada y en general
su oferta es buena y generalmente aceptada por el público. Sin embargo, corre
ciertos riesgos, precisamente por su éxito que le puede llevar a excentricidades
y abusos, porque, entre otras cosas, la buena cocina se ha convertido en un
negocio que no es sólo de los restaurantes, sino también de proveedores, periódicos,
revistas, guías de turismo y ocio, etc., lo que obliga muchas veces, más de las
que se debiera, a excesos para mantener el “espectáculo”.
Finalmente y para acabar, decir que
en el año 2008 el Gobierno de España, creemos que con buen criterio, declara la
cocina y la gastronomía de las nacionalidades y regiones de España una parte
fundamental del patrimonio cultural del país, según la proposición no de ley
aprobada por unanimidad en la Comisión de Cultura del Congreso. El objetivo es
el de preservar, actualizar y desarrollar el patrimonio gastronómico-cultural y
que difunda los aspectos más positivos de la alimentación, la cocina y la gastronomía
españolas en el mundo.
____________________________
(1) La dieta equilibrada en
los principios del siglo XIX ¿Cómo adaptarla a una situación de sitio?
(Zaragoza) L. Bermudez, F Layuz, Ana Marco y Mª C. Verruga. Universidad de
Zaragoza. 2008
(2) Alimentación obrera en
Bilbao a finales del XIX. Macias, Olga. Universidad del País Vasco. 2005
(3) España, encrucijada de
culturas alimentarias. Eloy Terron. 1992.
(4) Pote aldeano. Manuel Mª
Puga y Parga (Picadillo). 1911.
(5) Evolución de la
alimentación de los españoles en el pasado siglo XX. Gregorio Varela. 2000
(6) La alimentación en la
España del siglo XX: una perspectiva desde la historia económicas. F. Collantes.
I Congreso Español de Sociología de la Alimentación. 2009
(7) La cocina práctica. Manuel
Mª Puga y Parga (Picadillo). 1905.
(8) La cocina española
antigua. Condesa de Pardo Bazan. 1913.
(9) El libro de la cocina
española. Néstor Luján y Juan Perucho. 1970.
(10) El alma de España. Citado
por Néstor Luján y Juan Perucho (10).
(11) Citado por N. Luján y J.
Perucho (10)
(12) La sociedad española.
Fernando Díaz Plaja. 1972.
(13) Teoría y anécdota de la
gastronomía. N. Luján y L. Battnica. 1974.
(14) Sabor de España. Xavier
Domingo. 1992.
(15) Las cocinas de España.
Manuel Martínez Llopis y Luís Irizar. 1990.
(16) La cocina española
moderna. Condesa de Pardo Bazan. 1913.
(17) Gomez de la Serna. Citado
por Terron (3).
(18) Chacinería moderna
(Embutidos, salazones y conservas). C. Sanz Egaña. Espasa Calpe S. A. Madrid
1953.
(19) La mesa moderna: cartas
sobre el comedor y la cocina cambiadas entre el Doctor Thebussem y un cocinero
de S. M. 1888. Mariano Pardo de Figueroa (Dr
Thebussem). Edición facsimil. 2010.
(20) De la Fonda nueva a la
nueva cocina. La evolución del gusto culinario en España durante los siglos XIX
y XX. Gastrónomos aficionados. 1998.
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