6.- LA EDAD MODERNA: DEL SIGLO XVI AL XVIII
La
Edad Moderna: Alimentación y nuevos gustos de las elites.
¿Cocinas nacionales aristocráticas y burguesas? La cocina aristocrática en
España. La alimentación campesina:
La comida campesina en España. La dietética
en la Edad Moderna.
LA EDAD MODERNA
Durante
la Edad Moderna, que podemos considerar que se extiende desde el descubrimiento
de América (1.492) hasta la Revolución francesa (1.789), continuó el deterioro
de la alimentación popular. Parecería lógico pensar que con la llegada de los
productos americanos mejoraría la dieta, pero la realidad es que verdaderamente
esto no ocurrió hasta el siglo XIX, después de un lento pero continuado
deterioro de las raciones alimenticias de la gente. Las causas serían varias,
pero fundamentalmente se deberían al aumento de la población, al continuo
crecimiento de las ciudades, con el consiguiente paso de una agricultura de
subsistencia a una agricultura de mercado, y a la desposesión campesina de las
mejores tierras. Mientras tanto la caza seguía en manos de la nobleza y
disminuían los espacios que el campesinado podía dedicar a la ganadería y a la
recolección.
El
aumento de las necesidades alimentarias sin que mejo-rasen las técnicas de
producción llevó a la reactivación de las roturaciones para la producción de
cereal. Las mejores tierras fueron pasando a manos de las élites sociales, con
el consiguiente enriquecimiento y más si cabe, el refinamiento gastronómico, la
ostentación y el despilfarro por parte de la aristocracia. Mientras tanto, se
va agudizando la malnutrición campesina. En la dieta campesina aumenta la
proporción de cereales y disminuye la de carne. Se va haciendo más monótona al
disminuir la variedad. Es difícil cuantificar el grado de deterioro de la ración
alimenticia de las gentes del pueblo y su variación según regiones, pero es significativo
que la estatura de los individuos, reclutados por los Habsburgo en el siglo
XVIII, disminuyó. Los cereales que se vendían en los mercados procedían,
básicamente, de los diezmos que correspondían los eclesiásticos y de los
grandes propietarios de fincas. El resto, huevos, carne, vino, productos
lácteos y hortalizas, procedía de las pequeñas explotaciones campesinas.
La
cada vez mayor dependencia del pan y las dificultades de acceso a los cereales
del mercado, hizo a los campesinos muy sensibles a las cíclicas crisis
cerealistas. De modo que, cuanto más importante eran los cereales en la
alimentación popular más mortandad producían las crisis. Por el contrario, aquellos
que en principio eran más pobres, como los habitantes de las montañas,
resistían mejor a las carestías de los cereales, pues al disponer de recursos,
aunque insuficientes para el total de la población, procedentes de la
agricultura, la ganadería, la caza, la pesca y la recolección les permitía
elaborar dietas, aunque arcaicas, más variadas y equilibradas, que los hacía
menos sensibles a las crisis cerealistas que terminaban en hambrunas.
Los
habitantes de las montañas, de zonas de Europa meridional, “consumidores de
castañas”, que eran considerados por sus contemporáneos como los más
miserables, no eran en absoluto los campesinos más desgraciados, ya que solían
disponer de carne de cerdo, cuya cría, en general, era posible en esas
regiones.
En
definitiva, el empobrecimiento de la dieta alimenticia campesina fue mayor en
las regiones más ricas y mejor situadas con respecto a los mercados, pues fue
en estas regiones donde los nobles y poderosos se fueron apoderando de las
mejores tierras que aún eran campesinas al final de la Edad Media. En las
comarcas menos ricas y menos pobladas, como las zonas de montaña, cuyas tierras
eran menos codiciadas por los señores y la gente de la ciudad, la propiedad
campesina resistió mejor.
La
edad moderna es la época de la introducción de nuevos cultivos, que se
extienden más o menos rápidamente. Aunque el arroz ya se conocía en Europa,
donde había sido introducido por los árabes en España e Italia, fue un artículo
muy caro y elitista durante toda la edad media, pero con la extensión de su
cultivo, al principio del siglo XVI, en el valle del Po y en el Levante
español, se popularizó el consumo. El maíz, procedente de Amé-rica, desde los
primeros años del siglo XVI se cultivo en España de donde pasa primero a Portugal,
luego al suroeste de Francia y al norte de Italia. Donde primero se consume es
en aquellas regiones que ya venían consumiendo mijo o panizo, cereales pobres y
difícilmente panificables a los que el maíz sustituyó poco a poco, como ocurrió
en el norte de España. El consumo sería entre los campesinos en forma de
gachas. Los tomates se consumían desde el siglo XVI en España y en el siglo
XVII ya aparecen en Italia y el sur de Francia, pero su extensión por Europa no
es has-ta el siglo XVIII o principios del XIX, a pesar de estar denunciado como
planta tóxica por científicos alemanes. No ocurrió lo mismo con las judías que
se extendieron rápidamente, sustituyendo con éxito al fréjol en la en la dieta
alimenticia de los europeos. El pimiento, en concreto la guindilla, fue de las
primeras plantas americanas que se cultivaron en España, pasando luego al sur
de Italia, a los Balcanes y a Hungría. Primero apareció como competidora de la
pimienta, pero ya con otras variedades de pimientos fue integrándose a la dieta
de los países donde se cultivaba. La patata, que llegó a revolucionar la dieta
europea, fue una de las plantas que más contribuyó a alimentar a la una
población, cada vez más numerosa. Primero se cita en Sevilla en 1.573, entre
las compras del hospital de Sevilla, y en los Países Bajos e Italia poco
después, pero se desconoce el impacto que pudo tener en la alimentación popular
hasta que en el siglo XVII aparece en Irlanda convirtiéndose pronto en su
principal recurso alimenticio. En el siglo XVIII su consumo ya está
generalizado en toda Europa.
La
relativa lentitud de la difusión de la mayoría de las hortalizas americanas,
que no fue la misma para todas y varió de unas regiones a otras, contrasta con
la rapidez con que las élites adoptaron el pavo. Veinte años más tarde de ser
descubierto en México por Hernán Cortes, ya aparece en las mesas más nobles.
Esta extraordinaria y rápida adopción se explicaría por el gran prestigio que
tenían las aves, y especialmente las más grandes, entre la nobleza de la Edad
Media. Aunque no hay que olvidar que la información que se tiene de la
alimentación de los pobres siempre es menor que la que se tiene de la de los
poderosos, por ello no sería de extrañar que el consumo de los productos americanos
entre las clases más pobres estuviera más desarrollado de lo que nos
imaginamos.
Si algo realmente nuevo
caracteriza a los tiempos modernos es el consumo de bebidas coloniales. El
chocolate, el café y el té, irrumpen con fuerza en las dietas europeas. En unos
países dominan unas y otros otras, pero en todos se consumen bebidas
coloniales, y lo que es más importante, con azúcar, lo que incrementara
enormemente su consumo, aunque no por igual en todas las clases sociales. No
deja de ser curioso que en sus países de origen, el chocolate de México, el
café del Yemen y Etiopía y el último que llegó, el té de china, se consumieran
sin azúcar. En concreto el chocolate lo sazonaban los indios con guindilla y
fue a los españoles a los que se les ocurrió añadirle azúcar. Es también la época
de los aguardientes, tanto de cereal como de vino. En cualquier caso son
escasas y caras y no están al alcance de todo el mundo y sólo progresivamente
se fueron abaratando.
Pero,
si exceptuamos las cocinas principescas ¿había algo que caracterizase la comida
de los distintos pueblos europeos en la Edad Moderna? En principio parece fácil
establecer distintas zonas geográficas según su climatología y,
consecuentemente, sus recursos alimenticios. Así la línea del Mediterráneo
sería la región del trigo, del aceite de oliva y las olivas, de la carne de cordero,
de los quesos de oveja y cabra, del pescado y del vino. De verduras y frutas,
como almendras, higos e incluso naranjas. Si nos situamos más al norte de
Europa, siguiendo con los tópicos, nos encontraríamos el centeno, la cebada, el
trigo sarraceno, cas-tañas, manzanas, cerdo, quizá algo de buey y cerveza. Las
verduras conservadas en salmuera o fermentadas como las coles en choucrute.
En
principio la situación parece más o menos clara, pero no hay que olvidar que se
fue complicando con la extensión de nuevos cultivos hacia el norte de Europa,
como las alcachofas, las zanahorias. Por el contrario, otros alimentos se van
popularizando por el sur como el arroz, el maíz, la judía, la patata, los
pimientos, los tomates. Por otra parte, los intercambios comerciales y las
mejoras en los medios de pesca, hacen cada vez más popular en el sur de Europa
alimentos típicamente nórdicos como el bacalao. Sin embargo, para la mayoría
de la población la monotonía sería el signo de la alimentación.
El
consumo más habitual y común en Europa serían los cereales, en forma de pan,
más bien negro que blanco, y gachas. En líneas generales la comida popular
tendría más similitudes que diferencias.
La
excepción a una cierta o vaga uniformidad alimentaria se produciría en aquellas
zonas donde, por razones climatológicas, no era posible el cultivo de cereal,
como ocurriría en las montañas donde se haría importante uso de los lácteos o
en países como Noruega o Islandia, donde el pescado sería la base de la
alimentación.
Alimentación y nuevos gustos
de las elites
Durante
la Edad Media la cocina de las clases más altas de la sociedad presentaba una
cierta uniformidad, aunque con las lógicas diferencias y variaciones
correspondientes a las diversas zonas y regiones. Es a partir de la Edad
Moderna cuando se produce una cierta diferenciación de las cocinas europeas.
Sin embargo, se mantienen una serie de tendencias que le son comunes y que de
alguna forma, más o menos, las caracterizan.
Para la nobleza en la Alta y Baja
Edad Media comer mucho era un signo de poder y de superioridad sobre sus
semejantes. Pero desde ahora, más importante que comer mucho es disponer de más
cantidad de comida sobre la mesa para ofrecerla a los invitados. Estaría pues
de total actualidad lo que ya decía un ministro del rey Teodorico en el siglo
IV: Solo el simple ciudadano se contenta con lo que le proporciona el
territorio. La mesa del príncipe debe ofrecer de todo y suscitar maravillas
solo con mirarlas. En esta situación no es de extrañar la difusión de la
gota entre la aristocracia europea en los siglos XVII y XVIII y hasta la
podríamos considerarla una especie de enfermedad profesional, al ser
consecuencia de los modos y obligaciones sociales, comer mucho y sobre todo
demasiada carne, más que del gusto propio.
La
carne de carnicería, hasta entonces relativamente depreciada por las élites en
comparación con la aves, lo es menos a partir de esta momento. Al final de la
Edad Media ya comenzaba a despreciarse en las mesas aristocráticas el macho
cabrío, la cabra, el carnero y la oveja. Pero ocasionalmente utilizaban el
cabrito, muy recomendado por los dietistas, y carne de vaca y alguno de sus
despojos, como las ubres. La práctica desaparición de todas esta carnes de las
dieta de las élites a mediados del siglo XVII, fue acompañada de una fuerte
revalorización, a mediados del XVIII, del buey y de las carnes de carnicería,
al mismo tiempo que se les presta mayor atención a las características de las
distintas piezas. El detalle de las distintas piezas de carne empieza a ser
frecuente igual que la caracterización de los despojos: el rabo, la cabeza, los
riñones, el hígado, las mollejas de ternera, etc. Hasta ahora la mayoría de los
libros de cocina de las élites se limitaban a hablar de carne de buey o de la
carne de ternera. Es curioso que ocurriera lo contrario con el cerdo. En la
época medieval ya se mencionaban muchas de sus piezas de carne y despojos, que
ahora tienden a disminuir. Pero no hay que olvidar que este animal, más
adecuado que otros para la salazón, era el que proporcionaba la carne a los
campesinos, que a pesar de su elevado precio se seguía considerando vulgar.
La
introducción con gran éxito del pavo procedente de América, en la primera mitad
del siglo XVI, se produce al mismo tiempo que se reducen progresivamente de las
mesas nobles el número de grandes aves, que eran de gran prestigio y que no
podían faltar en los banquetes de la Edad Media. Van desapareciendo de los
recetarios y de los mercados de abastos el cormorán, la cigüeña, el cisne, la
gruya, el alcaraván, la espátula, la garza, el pavo real, que hoy
consideraríamos incomestibles.
Lo
mismo ocurrió con los mamíferos marinos: desde el tocino de ballena, la lengua
de ballena, las marsopas a las focas. También se reduce el número de las
especies de pescado que consumen las élites.
Una
característica general de la alimentación de los poderosos en la Edad Moderna,
es que, junto al descenso generalizado del consumo de pan y de los platos a
base de cereales, se produce la rehabilitación de ciertos alimentos que se
habían dejado para el consumo popular. Las leguminosas pasan a ser alimentos
distinguidos, lo que no significa que su consumo aumente de forma global. Las
recetas de cocina a base de leguminosas se multiplican apareciendo en las mesas
nobles nuevos platos a base de garbanzos, habas, lentejas, guisantes, pasando
por los de judías americanas, que sustituyen con éxito a los fréjoles
medievales. La rehabilitación de las hortalizas es espectacular, hasta el punto
que ahora incluso son recomendadas por los dietistas. Durante los siglos XVI y
XVII aumentan en las recetas de las cocinas nobiliarias no sólo hortalizas que
ya se venían consumiendo, como los guisantes, sino que otras como las setas,
las alcachofas, los cardos, los espárragos; y ciertos brotes tiernos, como los
zarcillos de la vid, adquieren prestigio y se añaden a la dieta. Lo mismo
ocurre con raíces como las zanahorias, salsifíes y otras. También se encuentran
ahora en estas mesas distinguidas desde verduras como lechuga, verdolaga,
berros, endivias, acelgas, achicoria, etc. hasta los clásicos pepinos y
pepinillos y las nuevas calabazas y calabacines.
No
obstante este incremento en el consumo de hortalizas no alcanzó al de carne y
pescado, aunque éste sigue siendo bajo y más en los países en los que triunfó
la Reforma. En cualquier caso, y a pesar de todas estas modificaciones del
gusto en la modernidad, la alimentación cárnica sigue siendo dominante en las
buenas mesas y los alimentos vegetales, como el pan y las sopas, en las mesas
populares.
En
cuanto a la fruta, apreciada por las élites desde la Edad Media, a pesar de las
tradicionales advertencias negativas de los médicos, lo fue todavía más en
diversos países de Europa en los tiempos modernos. La fruta en todas sus
formas: cruda, entera o en ensalada, y cocida en compota, o en mermelada, no
falta en las mesas nobles y se consume básicamente en los postres;
distinguiéndose de los otros servicios. Por su parte los médicos empiezan a
abandonar sus reticencias, argumentando que la calidad de la fruta había
mejorado considerablemente.
Durante
Medioevo y el Renacimiento, quizás por seguir los consejos médicos y dietéticos
que tenían gran predicamento en la época, se había elaborado un modelo
alimentario que tenía muy en cuenta la necesidad de “equilibrar” las comidas
mezclando los sabores. Esto en la Edad Moderna cambia. La cocina debe respetar,
en los límites de lo posible, el sabor natural de cada alimento. La sopa de
col debe saber siempre a col, el puerro a puerro, el nabo a nabo,
recomienda Bennefons a mediados del siglo XVII. Aunque esto hoy nos parezca una
afirmación de Perogrullo, supuso una revolución para la elaboración de los
platos y los modos de comer que se habían seguido hasta entonces. Aunque a
decir verdad, alguna mezcla de gustos se mantuvieron como el agridulce, el
dulce salado o la mezcla de miel y vinagre, típicos de la Edad Media y que de
alguna manera llegaron hasta hoy en día.
Las
especias, que en la Edad Media tuvieron un éxito extraordinario en la mesa de
las clases dominantes, fueron abandonadas durante el siglo XVII como
consecuencia de la pérdida de prestigio. La caída de los precios las había
hecho más populares. Al no ser indicativas de distinción social, las élites
buscaron nuevos motivos de distinción en la mantequilla, en la pastelería e
incluso en las verduras frescas. La antieconomicidad parece ser, entonces, un
motor importante en el proceso de la formación del gusto de las clases altas,
por el simple motivo de que, como escribía san Isidoro de Sevilla (siglo VII) a
propósito de las habas, todo lo que abunda es vil.
Para
salvar y romper la rigidez de los esquemas que oponen el estilo de vida de los
campesinos al de los señores y que ahora al adoptar en sus mesas productos
“campesinos” ponen en peligro, se ven obligados a recurrir a simples trucos
para modificar la imagen de estos productos y compatibilizarlos con el área
social de los privilegiados. El producto humilde se ennoblece haciéndolo
participar como un simple ingrediente de viandas precia-das. Como escribe un
cocinero italiano del siglo XV: El ajo siempre es comida rústica, pero a
veces artificialmente se civiliza, for-mando parte de los asados de pato.
En recetarios del siglo XVI se encuentran numerosas menestras de cereales
inferiores, de castañas y legumbres. Aparece incluso una menestra de maíz, el
nuevo producto de origen americano que incluso los campesinos tardaron más
tiempo en aceptar en sus mesas. Sin embargo, estas polentas y menestras las
enriquecen con especias, azúcar y carnes varias. Algunas preparaciones de
pescado se derivan, confiesan los autores, de las recetas simples de los
pescadores, a las que ellos no sabrían que más añadir. El mecanismo
predominante es el de la acumulación, que añade ingredientes nobles a un
producto simple, o combina viandas nobles con un producto simple.
Otra novedad de la cocina moderna, que
surge después del siglo XVII, son las salsas grasas, a base de aceite y
mantequilla. Hasta entonces la cocina era fundamentalmente magra, utilizando
para elaborar las salsas, inevitable acompañamiento de carnes y pescados,
básicamente ingredientes ácidos: vino, vinagre, zumo de cítricos, agraz,
mezclados con miga de pan, hígado, leche de almendras y huevos. Las salsas
grasas modificaron el gusto y el aspecto de las comidas.
Sin
embargo, a pesar de la adopción por la nobleza de alimentos hasta entonces considerados
populares, el privilegio social todavía se regía por el derecho a un consumo
cualitativamente mejor. Por ejemplo, en la Europa del siglo XVIII el chocolate
se consideraba una bebida más bien aristocrática, placentera y ociosa, mientras
que el café, que mantenía la mente despierta para trabajar, correspondía a la
burguesía. El caso del cerdo es indicativo, pues a pesar de la elevación de su
precio, que podía hacerlo “apto” para las clases elevadas, seguía siendo la
carne del pueblo.
En los
siglos XVII y XVIII la cocina “fina” ya no solo se distingue por las
operaciones finales de las recetas, sino también, a menudo, en las fases
preliminares, con la introducción de bases preparadas con antelación (fondo
oscuro, rojo, etc.), que proporcionan a los platos un carácter diferente desde
el principio. El afán de refinamiento y ostentación de las élites de la época
queda ya reflejado en publicaciones sobre tratados culinarios del siglo XVI,
donde se describen fastuosos banquetes detallando el contenido de cada plato y
el acompañamiento musical del servicio e indican el vino que hay que beber con
cada plato. En el siguiente siglo proliferan más e indican, si es posible, un
mayor refinamiento. Se publican libros con normas de cómo trinchar las aves,
manuales del sumiller, del copero, etc., de cómo doblar las servilletas y de
pelar la fruta. A partir de ahora todas las profesiones del paladar son artes,
definidas a partir de entonces por tratados escritos por profesionales. Se definen
con más firmeza los “servicios” de la comida y se racionaliza el orden de los
platos en función de las nuevas estructuras del gusto. Piénsese que algunos de
estos banquetes se componían de centenares de fuentes o bandejas con un número
variable de raciones, según el número de comensales de cada mesa. Un “servicio”
o “vianda” estaba constituido por el conjunto de fuentes que se servían de una
vez. Sirva de ejemplo el menú de un banquete de Navidad en la España del siglo
XVII (1):
Primera
vianda
Perniles,
con principios.
Ollas
podridas.
Pavos
asados con su salsa.
Pastelillos
Saboyanos de ternera hojaldrados.
Pichones,
y torreznos asados.
Platillo
de arteletes de aves sobre sopas de nata.
Bollos
de vacía.
Perdices
asadas con salsa de limones.
Capirotada
con solomo, y salchichas, y perdices.
Lechones
asados con sopas de queso, y azúcar, y canela.
Hojaldres
de masa de levadura con exundia de puerco.
Pollas
asadas.
Segunda
vianda
Capones
alados.
Ánades
asadas con salsa de membrillos
Platillo
de pollo con escarolas rellenas.
Empanadas
Inglesas.
Ternera
alada con salsa de oruga.
Colorada
de mollejas de ternera, y higadillos.
Zorzales
asados.
Pastelones
de membrillos, y Caxias, y huevos inexidos.
Empanada
de liebres.
Platillo
de aves à la Tudesca.
Truebas
sirtas con tocino magro.
Ginebradas.
Tercera
vianda
Pollos
rellenos con picatostes de ubres de ternera asados.
Gigotes
de aves.
Platillo
de pichones ahogados.
Cabrito
asado, y mechado.
Tortas
de cidras verdes.
Empanada
de pavos en mesa blanca.
Besugos
frescos cocidos.
Conejo
con alcaparras.
Empanadillas
con pie de puerco.
Palomas
torcaces con salsa negra.
Manjar
blanco. Buñuelos de viento.
Las frutas que se han de
servir con esta vianda, son uvas, melones, limas dulces, o naranjas, pasas, y
almendras, orejones, manteca fresca, peras y camuesas, aceitunas, y queso,
conservas, y suplicaciones.
Eran
cada vez más corrientes los escritos que trataban de lo que llamaban las artes
del paladar, en los que no era raro leer, bajo diversas formas, apología de las
exquisiteces, incluso de la gula y de la embriaguez. Un ejemplo serían las de
las sociedades báquicas, que proliferaron durante los tiempos modernos. La
figura de moda en el siglo XVI entre los nobles jóvenes y menos jóvenes, es
esencialmente un buen y alegre bebedor. En el siglo XVII se crean sociedades
báquicas de distinto talante, que comenzaban por catas de vinos, pero que en
general terminaban siendo tanto lúdicas como báquicas, que mezclaban hombres y
mujeres en borracheras y juegos.
¿Cocinas aristocráticas y
burguesas nacionales?
La
Edad Moderna es un tiempo en que se consolidan importantes diferencias en
materia de gustos y de cocina. En la Edad Media en todas partes se cocinaba con
tocino y se utilizaba el aceite los días de vigilia. Ahora se oponen
geográficamente la cocina con aceite y la cocina con mantequilla. En general
los países que recurren al aceite son los mediterráneos. Aunque disminuye mucho
el uso de las especias, especialmente entre las clases más adineradas, varía de
unos países a otros. Así no es de extrañar que se acuse a la cocina española de
especiar en demasía. Pero al mismo tiempo que se consolidan diferencias
aparecen similitudes como un cierto cambio hacia el consumo de hortalizas, la
entrada, aunque tímida, en la dieta de plantas venidas de otras partes, el
gusto por el azúcar y por las bebidas coloniales. Sin embargo, es en las
diferencias en lo que algunos autores justifican la aparición de las cocinas
nacionales (más bien la cocina de las noblezas nacionales), que en determinados
momentos dominaron en Europa. Fue sucesivamente la cocina italiana en el siglo
XVI, un poco la cocina española en la segunda mitad del siglo XVII y la primera
del XVIII, pero sobre todo la cocina francesa a partir de mediados del siglo
XVII.
Veamos
someramente si las diferencias, reales o achacadas, o si las similitudes entre
hábitos alimentarios o por el contra-rio las ligeras diferencias en el gusto de
cada país, que según los viajeros y autores, cocineros y gastrónomos de la época,
diferencia a las cocinas aristocráticas justifica hablar de cocinas nacionales.
Para este fin seguiremos, más o menos, las sugerencias de identidades y
diferencias entre las cocinas de las distintas naciones europeas de la época,
señaladas por Jean-Louis Flandrin (2)
De lo
que parece no haber duda es que la diversificación de las piezas de carne en
las carnicerías es general y está ligada a las diferentes preparaciones
culinarias que trata de emplear cada pieza según sus cualidades particulares.
Hasta ahora, el concepto de despiece de los animales de carnicería no era tan
detallado. Este cambio puede estar relacionado en el afán de preservar el sabor
de cada alimento, de los que no podía ser excepción la carne, en la que cada
pieza es distinta y tiene un sabor especial. La preocupación por preservar el
sabor se encuentra hasta en ciertos guisos a base de carne. Pero sin embargo,
aunque la idea podía ser la misma en todas partes el resultado era distinto, no
sólo por las diferentes formas la elaboración, sino también por el tipo de
carne que se preferían. Los ingleses eran muy aficionados a las “carnes grasas”
y, en particular, al buey; y calificaban el nivel gastronómico de un país por
la calidad de sus bueyes, mientras que los franceses y los italianos más bien
lo calificaban por la calidad del pan. Un viajero inglés mostraba su sorpresa
por el hecho de que en España el buey fuera más barato que el cordero, cosa que
en absoluto sorprendería a un francés o un italiano.
En el
siglo XVII, Peter Heylin, un inglés, autor eclesiástico de muchas polémicas
históricas, políticas y teológicos, reprocha a los cocineros franceses que
corten la carne en trozos demasiados pequeños lo que les impide asarla
convenientemente, mientras que en el siglo siguiente, son los autores franceses
los que se sorprenden porque en las mesas de las buenas casas inglesas se
encuentran “piezas de asado que pesan veinte o treinta libras”. En lo que se
refiere a técnicas de cocción también se discrepa. El mismo Peter Heylin acusa
de nuevo a los franceses de llevar la carne “a la mesa más tostada que asada”.
Pero sin embargo, otro escritor inglés Arthur Young, éste especialista en
agricultura, economía y asuntos sociales, también del siglo XVIII, los acusa de
que “asan demasiado la carne”.
Otro
motivo de diferenciación era el mechado de las carnes y las aves con tocino
antes de asarlas que se practicaba en Francia y en Italia, aunque en este
último país no se mechaban las codornices, cuya carne grasa no lo necesitaba,
ni los pichones, que se preferían untados en aceite. Esta técnica, sin embargo,
era poco corriente en otros países, por lo que sorprendía a los que no la
practicaban. También servía de polémica a los cocineros y gastrónomos de los
distintos países, la costumbre italiana de hervir la carne y las aves antes de
asarlas lo que, según algunos, dejaba la carne tierna, pero también muy
insípida. En muchos países se había abandonado esta técnica culinaria porque
era susceptible de hacer perder a la carne los jugos, razón por la que se
escandalizaban muchos viajeros que de otros países llegaban a Italia.
Sin
embargo, una tendencia común fue la aparición de la mantequilla y el aceite en
las salsas que, ya en los recetarios de los siglos XVII y XVIII, aparecen casi
con tanta frecuencia como hoy en día. La apuesta por la mantequilla comienza en
la primera mitad del siglo XVI, pero el auge se produce durante el siglo XVII.
La utilización de la nata es posterior y, con mucho, más moderada. La
mantequilla empleada tanto en los días de vigilia como los otros, no eliminó al
aceite de las cocinas aristocráticas y burguesas, y menos aún el tocino, la
manteca de cerdo y otras grasas animales. Esta tendencia al uso de la
mantequilla fue más marcada en Francia que en los otros países mediterráneos.
Otra
característica común a la cocina moderna fue el abandono por parte de las
élites sociales de los condimentos de sabor fuerte, aunque con diferentes
matices según países, frente a los condimentos grasos, considerados más
“delicados” y discretos y más adecuados para realzar el propio sabor de los
alimentos. No obstante, las especies se siguen empleando, pero se observan dos
cambios. Por una parte su número se redujo considerable-mente. A partir de
entonces se utilizan regularmente sólo la pimienta, el clavo y nuez moscada, especias
que aparecen con mucha más frecuencia que antes, mientras que la canela, el
jengibre y el azafrán ya sólo se utilizan en cocina excepcionalmente, estando
la canela cada vez más asociada a los platos dulces, y el jengibre a la
charcutería. En cualquier caso se emplean en dosis mucho más discretas. Esta
tendencia donde más se aprecia es en Francia. Los cocineros italianos, al igual
que los franceses del siglo XVII, disponían de una gama más reducida -pimienta,
canela, clavo y azafrán- y nada sugiere que las cantidades que utilizasen
fuesen más importantes. La principal diferencia radicaba en el renuncio a la
nuez moscada y al uso de la canela en las pastas. Por su parte la cocina
española tenía fama de apreciar los condimentos muy fuertes o muy dulces y se
le acusaba de mezclar la guindilla y la pimienta en todas sus salsas y de
abusar del ajo y de la guindilla.
La
última transformación importante tiene que ver con la utilización del azúcar y
la actitud hacia el sabor azucarado. Está demostrado que el consumo de azúcar
aumentó considerablemente, entre comienzos del siglo XVI y finales del XVIII.
No cabe duda de que la aparición en el siglo XVI de tratados relativos a la
elaboración de mermeladas, contribuyeron al incremento del consumo. Sin
embargo, es cada vez menos frecuente, en Francia y en la mayoría de los países
europeos, ver el azúcar en los platos de carne o de pescado, siéndolo cada vez
más en pasteles y otros platos de cereales, con la nata, lácteos y platos a
base de huevos. En cualquier caso, esta tendencia al abandono del azúcar en la
práctica culinaria no fue la misma en todos los países de Europa. Cocineros
italianos del siglo XVI utilizaban, azúcar, miel u otros ingredientes dulces en
la mayoría de sus platos y recetas, pero aunque continúan apareciendo en platos
de carne y pescado el azúcar, así como otros ingredientes dulces, tienden a
disminuir en el siglo XVII. Los viajeros franceses del siglo XVII se sorprenden
y se quejan de las ensaladas azucaradas que se encontraron en Flandes y en Irlanda
y de la mezcla de carne con frutas que se práctica en zonas de Alemania. Otros
viajeros critican, por esta época, que en Polonia se utilice el azúcar y la
fruta para la condimentación de las carnes. Son especialmente críticos con sus
salsas, que difieren mucho de las francesas, según ellos son amarillas con
azafrán, blancas con nata, grises con cebolla y negras con ciruelas y que les
añaden mucha azúcar, pimienta, canela, clavo, nuez moscada, olivas, alcaparras
y uvas pasas.
Parece
ser que la sal fue otro motivo de diferenciación y, aunque en los siglos XVII y
XVIII se consumía mucha más sal que actualmente, el consumo por parte de los
alemanes y otros pueblos del norte era mucho mayor. Pero es que incluso un viajero
alemán del siglo XVII se sorprende del uso de sal por los polacos. Escribe: Ninguna
otra nación utiliza tanta sal y toda clase de especias como los polacos. A
las carnes saladas, que se comían con más frecuencia que en Francia, los
flamencos, los alemanes y los polacos añadían el choucroute y diversas
hortalizas conservadas en sal, porque los inviernos muy crudos no permitían
cosechar hortalizas frescas durante todo el año.
De lo
que no cabe duda es que la cocina francesa ha influido y dejado su huella, en
mayor o menor intensidad, en los tratados de cocina de diversos países
europeos, en especial a partir de los siglos XVII y XVIII. Porque incluso en
aquellas cocinas que parece que menos se dejaron influir por los gustos o
téc-nicas culinarias franceses, como los cocineros de la Italia barroca, los
españoles del Siglo de Oro o los críticos ingleses no pueden negar que muchas
evoluciones y adaptaciones proceden de la cocina de las élites francesas del
siglo XVIII. Resultando de ello muchas analogías entre cocinas. Por ejemplo, es
un hecho reconocido que tanto en Francia como en la mayoría de los países
europeos, incluida Inglaterra, los platos de hortalizas invadieron los libros
de cocina y lo mismo ocurrió con el consumo de los ce-reales y leguminosas que
después de un ligero descenso volvió a aumentar. También como en Francia, las
carnes de carnicería aumentaron claramente, mientras que las de aves
disminuyeron y las de conejo y liebre se estancaron.
El
declive en el consumo de mamíferos marinos fue general, en este caso acompañado
en Inglaterra del de pescado, mucho mayor del que se pudo producir en Francia,
en Italia o España. Este sería un caso singular, pues no parece que sea
consecuencia de la Reforma, ya que el cisma anglicano mantuvo la Cuaresma y la
vigilia semanal. Se produjo, no obstante, un cierto aumento del consumo de
crustáceos y moluscos.
La
recuperación de la mantequilla en los tratados ingleses es tan evidente como en
los franceses, aunque más tardía y menos progresiva. Lo mismo ocurre en otros
países septentrionales. El auge de la mantequilla en toda Europa, pero sobre
todo en los países septentrionales, parece que estaría ligado al retro-ceso de
la Iglesia romana y de su influencia sobre la alimentación. En los países
meridionales donde la Iglesia mantuvo su autoridad, la presencia del aceite de
oliva es, por el contrario, más importante que en la Edad Media. Pero ya dejó
de ser la materia grasa de los días de vigilia: desde principios del siglo
XVII, en Provenza, en Italia y España se utilizaba a veces para saltear pollos,
perdices, cordero y otros alimentos cárnicos. Empieza a ser emblemático de la
cocina y del gusto de estos países mediterráneos.
En
cuanto a la condimentación, la mayoría de las naciones europeas acaban
abandonando la cocina especiada. Sin embargo, el abandono de los condimentos
dulce-salados con seguridad únicamente se produjo en Francia.
La comida aristocrática
en España: Lo mismo que en el resto de los países
europeos, los banquetes se caracterizaban por la ostentación y el derroche,
mientras la generalidad del pueblo no lo pasaba bien, lo que curiosamente
llamaba la atención a los cortesanos y viajeros extranjeros cuando en sus
países ocurría exactamente lo mismo. El máximo florecimiento de la cocina
aristocrática, especialmente su etapa de mayor irracionalidad y despilfarro,
coincide en España con los reyes de la dinastía austriaca y parece que la
aristocracia y los príncipes de la Iglesia, imitaron con entusiasmo a los
monarcas, que aprovechaban cualquier ocasión para hacer ostentación de su
poder.
El
Siglo de Oro es el de los contrastes, pues mientras la cocina de la corte se
llenaba de excesos y excentricidades, el pueblo tenía dificultades para comer.
La población en general se alimentaba de pan o de platos a base de cereales
(gachas, sopas, etc.). La clase alta también se alimentaban de pan, pero elaborado
con harina de trigo. En la alimentación popular el pan, en cualquiera de sus
formas, era el acompañamiento de cualquier preparación, y junto con el vino
eran la base de la alimentación. El tocino y el aceite se empleaban tanto para
freír como para asar, a veces como acompañamiento. Los pescados en salazón como
abadejo, truchas o bacalao eran muy apreciados en el interior. El empleo de las
legumbres en las ollas empezaba a ser popular y la “olla podrida” era
considerada un plato de festín popular.
Junto
a esta cocina, que podemos considerar que correspondería a las clases más o
menos acomodadas de las villas y ciudades, estaba la cocina aristocrática que
no se diferenciaría en lo fundamental de las cocinas nobiliarias italiana y
francesa con las que estuvo muy relacionada. No olvidemos que a comienzos del
siglo XVIII muere el último monarca español de la casa de Austria, Carlos II y
que a partir de 1.713 reina en España Felipe V, de la rama francesa Bourbon-Anjou,
castellanizada como Borbón, con lo que no cabe duda que la influencia de las
costumbres francesas aumentara en la corte. Lo que habría entonces sería una
cocina de clase y de clase superior.
La
primera condición o exigencia de una comida nobiliaria española era componerse
de carne, una comida sin carne no era comida; y no de cualquier carne, las
preferencias iban al pavo, el capón, el pollo, perdices, conejos, carnero,
etc., lo que no fuese carne tenía que ser verduras, lechugas, zanahorias, achicorias
(escarolas, endivias), guisantes verdes y poco más. Sin embargo, la cocina a
base de carne, que era más o menos general entre la nobleza europea, también
servía de polémica a los observadores extranjeros, pues a la Baronesa de
D`Aulnoy, conocida por sus cuentos de hadas y por los relatos de sus viajes por
España a finales del siglo XVII, le parecía que los españoles comían poca
carne, mientras que los portugueses acusaban a los castellanos de comer
demasiada carne. Probablemente no expresaban otra cosa que diferencias
culturales. Ahora bien, donde si parece haber una coincidencia general, entre los
extranjeros que visitan España, es que se utiliza demasiado ajo, demasiado
azafrán y demasiadas especias.
Estas
quejas quedan claras en la descripción que hace Terrón (1) del viaje
del clérigo Bartolomé Joly, limosnero y consejero del Rey de Francia, en su
reseña de la comida que tuvo lugar como consecuencia se su visita al monasterio
de Poblet, a principios del siglo XVII: … después de las viandas gruesas, pavos,
capones, vienen los conejos, las gallinas y los pollos rellenos de ajos, las
pechugas de pichón. Entre todo se sirve a cada uno pisto de leche y azúcar,
amarillo, sin pan y muy especiado, una leche de almendras con azúcar y un
manjar blanco bastante bueno. Vienen después las perdices bien cortadas, bien
salpicadas de pimienta, asadas, sin tocino. No les gusta aderezar con tocino a
fin de que cada vianda tenga su propio sabor. Abusan de la pimienta, porque,
además de la que le echan a las viandas la ponen en la mesa como la sal. Abusan
en exceso de los ajos, comen rellenos de ajos y ajo machacado. Traen para
postre confituras, turrones, bizcochos muy duros, hechos con azúcar para mojar
en el hipocrás, (bebida a base de vino y miel y especias). Beben agua y vino,
blanco o tinto, en abundancia, quizá por el exceso de pimienta en la comida.
Y en el relato de un banquete que hace la ya citada Baronesa D`Aulnoy insiste
en la misma idea: … nos sirvieron a continuación la comida más larga que
podía tomarse, pero todo estaba tan especiado, que jamás he probado salsas más
extraordinarias y peores (…) entre tanta carnes todas ellas perfumadas y llenas
por completo de azafrán, de ajo, de cebolla, de pimienta y de especias.
Los
banquetes y comidas privadas, como no podía ser de otra forma, eran
cuantitativamente más modestas, pero cualitativamente tendían a reproducir los
grandes banquetes. Los particulares se esforzaban por seguir las pautas de las
comidas aristocráticas. Todas las personas que podían hacerlo procuraban imitar
a la nobleza en sus comidas. Parece pues, fuera de toda duda, que la cocina
aristocrática, que pasa por ser la cocina clásica española, es una cocina
cosmopolita, muy dominada por la cocina francesa y que fue adoptada en casi
todos los países europeos, aunque por supuesto con algunas características
propias.
El
cambio de dinastía y la desbordante influencia francesa produjo importantes
cambios en los modos de vida, no sólo en la corte sino también en todo el
Reino, y como no podía ser de otra forma en los modos de la alimentación. Con
la llegada de los Borbones, en especial con Carlos III y Carlos IV, la corte
fue menos amiga de la ostentación y del despilfarro que lo fue con los
Austrias. Se puede afirmar que disminuyó la irracionalidad y el despilfarro en
los grandes banquetes. Los viajeros extranjeros ya no se sorprenden y
escandalizan de las grandes comilonas de la corte, de los nobles, ni de los
conventos. Incluso algunos miran despectivamente las comidas de la clase alta.
Uno escribe: Los más grandes señores tiene su “olla”, es decir, sopa con un
cuarto de gallina y un poco de vaca y de cordero (…) La mesa de un honrado
burgués de París es mucho mejor que la de un grande de España….. Otro
viajero por Granada escribe … comen temprano y, según la costumbre española,
comen la olla con la sopa y diferentes especies de carne cocida en pequeños
pucheros de barro; pero en la mesa del máximo nivel comen a la francesa….
En este sentido parece muy interesante el juicio que de la cocina aristocrática
española hace el diplomático y escritor francés barón de Bourgoing, que después
de pasar nueve años en Madrid indica en 1.789: “La cocina española, tal como la
recibieron de sus ascendientes, no suele ser del agrado de los extranjeros.
Gustan los españoles de los condimentos fuertes, como la pimienta, la salsa de
tomate, el pimiento picante y el azafrán, que dan color o infectan casi todos
sus manjares. Sólo una comida es del agrado de los extranjeros y es el que en
España llaman olla podrida, especie de revoltijo de toda clase de carnes
cocidas juntas…
Esta tendencia a la moderación y en
cierto sentido a la austeridad, en contraste con lo que ocurría en los siglos
XVI y XVII, también llega, como no podía ser de otra forma, a los conventos.
Así podemos ver que un viajero eclesiástico recibido en un convento indica: de
la cocina nos trajo unos panecitos, cerca de cinco onzas de carne cocida con
guisantes y azafrán así como un puchero de barro lleno de vino, y de la
cena dice: nos trajeron un par de huevos duros para cada uno, pan y vino.
Todos los viajeros hacen elogios del vino, parece que es uno de los alimentos
que más aprecian. También elogian el chocolate.
Como dice Terrón (1), era
ésta una cocina unilateral, ya que era una cocina de carnes, algún pescado,
obligado por la abstinencia religiosa de carnes, y algunas verduras para
refrescar. Esta cocina era además muy conservadora, con una marcada preferencia
por las aves, poca vaca, más ternera, poco carnero, poco pescado, poco
favorable a los huevos. Su conservadurismo se puso de manifiesto en el rechazo
de los nuevos productos traídos de América, pues, evitó el empleo del tomate,
del pimiento y del pimentón ya difundido su uso al comienzo del siglo XVII. Sin
embargo, aceptó con entusiasmo el pavo, quizá por ser un ave grande con mucha
carne.
La alimentación campesina
Determinar los modos de la
alimentación campesina es siempre más complicado que la de las élites sociales.
De estos últimos siempre encontraremos relatos, libros de contabilidad, notas
de gastos, etc., no sólo de lo que comen ellos sino también de lo que le dan a
sus criados, sirvientes y trabajadores. No ocurre así con el campesinado, a
pesar de que en la Edad Moderna podía llegar a representar hasta el 80-90 % de
la población. Dentro de unos límites se pueden hacer aproximaciones a la alimentación
de los trabajadores de las ciudades, soldados, marinos, enfermos de hospitales,
etc., ya que se contabilizaban los productos que llegaban a las ciudades y por
tanto lo que se vendía y compraba en los mercados. Pero el campesinado no
acudía a los mercados en busca de comida, sino que la producían ellos mismos en
una economía de subsistencia. Comerían lo que les quedaba después de pagar las
rentas y otras obligaciones. Esta situación es lo que nos permite hacer una
aproximación a la dieta campesina, pues comían lo que cultivaban, siempre y
cuando las hambrunas no los matasen de hambre.
En la
Edad Moderna y en líneas generales el consumo de pan y cereales aumentó en la
dieta popular, más cuanto más miserable se fuera, al tiempo que disminuyó el
consumo de carne. Justo lo contrario de lo que ocurrió con la dieta de los
poderosos. En la caída del consumo de carne por las clases populares pudo haber
influido, de forma indirecta, el hecho de que determinados tipos de carne, que
eran consideradas de consumo campesino y despreciadas por las élites, pasan
ahora a ser apreciadas para las mesas de los poderosos, con el correspondiente
encarecimiento. La comida campesina sería a base de gachas, sopas, polentas con
cereales, leguminosas, verduras de sus huertos, raíces y algo de carne o grasa,
utilizada más como condimento que como alimento.
Aunque
la cría de cerdos tan habitual durante la Edad Media y al principio de la Edad
Moderna decreció en el siglo XVIII, la base cárnica de la alimentación
campesina siguió siendo el cerdo salado y, aunque durante mucho tiempo se pensó
que cualquier campesino por pobre que fuera podía criar un cerdo, esto no
siempre fue así. En cualquier caso, sí era la carne y la grasa habitual, en
especial en aquellas zonas de montaña o bosque, donde casi todos los
campesinos, excepto los muy pobres, podían criar por lo menos un cerdo. Los
labradores más acomoda-dos siempre tuvieron suficientes reservas de carne de
cerdo salado y de materias grasas producidas en la región, pero sin embargo, en
ninguna parte el buey o la ternera fueron habituales en el campo. Como norma
excepcional en las celebraciones se sacrificarían algunos corderos, cabritos,
gallinas, gallos o cualquier otra ave domestica que dispusieran.
El
aceite era, en principio, necesario para los días de ayuno en todos los países
católicos y, por lo general, la única materia grasa que se encontraba en las
casas de los campesinos pobres. Los más pobres se verían obligados a utilizar
como grasa aceites vegetales, como el de nuez, el de cáñamo, el de lino, etc. o
el de oliva en las zonas del mediterráneo.
El
pan, en todas sus formas, seguía siendo la base de la alimentación y mantenía
intacto su prestigio como alimento fundamental. Era blanco para los ricos y
negro para los pobres. Según las regiones, los campesinos los elaboraba con
trigo o con cualquier otro cereal panificable que abundase en su zona. En general
el pan blanco era el de trigo, mientras que el elaborado con otros cereales era
negro. Por razones económicas y de conservación lo elaboraban en grandes
piezas, que hoy parecerían gigantescas, que les duraban varios días, por lo que
lo normal sería consumirlo casi siempre duro. Por otra parte, el hecho de que
el pan fuese de trigo, donde lo había, no quiere decir que fuese igual de
blanco que el que consumían las élites sociales, la blancura depende del grado
de tamización de la harina y consecuentemente cuanto más tamizada más caro.
Además no hay que olvidar que todavía estaban en vigor los conceptos dietéticos
de que el pan blanco era demasiado ligero y no era lo suficiente alimenticio
para los trabajadores manuales. También existe información, de mediados del
siglo XVIII, de la presencia de pan de maíz en el suroeste de Francia y en el
norte de España. En Asturias se dice: el pan hecho con harina de maíz no
sube nada, no fermenta nada y queda como una masa; hoy lo llamaríamos más
bien polenta.
Mientras
que el consumo de pan en forma de “sopas” era corriente en el sur y oeste de
Europa, las gachas, elaboradas con cereales triturados y molidos, eran más
populares en los países de la Europa central. Esto no quiere decir que tanto el
pan como las gachas no convivieran prácticamente en toda Europa desde el siglo
XVI. La sopa podía contener en su caldo verduras, carnes u otros elementos
nutritivos además del pan, en particular las mismas legumbres secas. También se
podía condimentar con sebo, mantequilla o aceite. Los campesinos ricos
alternaban los guisantes con la col; de hecho, las diversas legumbres secas
podían utilizarse tanto en la sopa como en las gachas. Raíces como zanahorias,
chirivías y otras también eran utilizadas. Los textos aluden frecuentemente a las
plantas aromáticas campesinas, como el ajo, el puerro y otros bulbos, así como
otras hierbas variables de una región a otra. La sopa era, con mucho, la más
importante de las comidas campesinas. Era, la que mañana y noche, ayudaba a
pasar el duro y tosco pan.
La
otra forma europea de consumir cereales era en forma de sémola o polenta. La
sémola de mijo, de cebada y, sobre todo, de trigo sarraceno era típica de los
países de Europa central, septentrional y oriental. En la zona de los Cárpatos
también se hacía sémola de maíz. La polenta blanca de mijo, la gris de trigo
sarraceno y finalmente la amarilla de maíz fue durante mucho tiempo consumida
en el norte de Italia.
Pero
si había una verdura que estaba siempre presente en todas las dietas campesinas
de Europa, ésta era sin duda la col, de la que existían gran cantidad de
variedades; pero, sin embargo, existía una gran diferencia entre unas y otras
zonas de Euro-pa, y esta diferencia era la forma de consumirla. En toda Europa
central y oriental, el choucrute, Esa especie de repollo grande
acogollado que se deja agriar tras picarlo, era, sin excepción, especialmente
apreciado. Quizá la causa de esta popularidad fuera la misma de la que gozaban
otras hortalizas conservadas en salmuera, como los nabos, y que no sería otra,
que la de los duros inviernos que no permitían el consumo de hortalizas
frescas.
No
debe caber duda de que la fruta tuvo que haber contribuido a la alimentación
campesina. Se comían peras, manzanas, cerezas, ciruelas, membrillos, etc., pero
lo difícil es saber cómo y con qué intensidad. En los países mediterráneos
había abundancia y diversidad de fruta, pero tampoco sabemos la importancia que
tenía en la alimentación campesina. Se sabe que en Polonia las manzanas, peras,
ciruelas y cerezas se consumían tanto frescas como ahumadas, secas o en
mermelada. En Alemania era corriente añadir frutas a las aves o a las carnes
cuando se cocían. O bien secarlas al horno para conservarlas para consumirlas
en los largos inviernos.
Las
castañas contribuyeron de forma importante a la alimentación campesina en
amplias zonas de Europa. Hay muchos ejemplos de consumo de castañas, en
Francia, en Italia, en España, en Suiza o en Alemania. Con ellas se fabricaba
“pan de castañas”, que en el fondo no dejaba de ser una especie de puré, al
mismo tiempo que se conservaban, después de pelarlas y secarlas en parrillas
sobre rescoldos, para luego consumirlas cocinadas en guisos con carne de cerdo
y con pan. En otras zonas, ante la carestía del trigo y las dificultades alimentarías,
los campesinos también tuvieron que echar mano de altramuces para hacer una
especie de pan.
A
partir del siglo XVIII, la patata va asumiendo cada vez más el papel de
alimento de los pobres. En unos sitios sustituye a los cereales y en otros se
consume en guisos con carne sustituyendo a verduras y raíces.
Como es natural, la población
campesina bebería agua de río, fuente o manantial, a pesar de los peligros
ciertos que podría tener su consumo dado los problemas de contaminación y salubridad
que podría presentar, razón por lo que no era extraño agregar algo de vino al
agua. En la Edad Moderna eran cuatro las bebidas que dominaban en Europa,
variando su implantación claramente de unas regiones a otras. Éstas eran el
vino, la cerveza, la sidra y el hidromiel.
El
vino posiblemente fuese la bebida más generalizada, ya que en una economía de
subsistencia, como era la europea, el cultivo de la viña la practicaría los
campesinos no especializados en todas las regiones donde pudieran. Estos
campesinos utiliza-rían el vino para su propio consumo. Sin embargo, no sería
del mismo tipo y calidad que el que bebían las élites sociales, pues no hay que
olvidar que según los dietistas de la época, los trabajadores necesitaban vinos
fuertes nutritivos, tintos o negros, mientras que a las élites les convenían
los vinos delicados, blancos o rosados. Parece entonces que el vino, como el
pan, fue considerado como un importante alimento energético muy apropiado para
los trabajadores manuales
La
cerveza, bebida que le seguiría en importancia, dominaría en los países del
norte y este de Europa, donde el vino no era un alimento barato para los
trabajadores manuales. No obstante, aunque la cerveza era más barata y
nutritiva que el vino, en el campo se bebía poco. Era la bebida popular de la
ciudad y de la taberna. Dado su estatus social inferior su consumo era muy
limitado por las élites sociales, que preferían el vino. Sin embargo, la
cerveza se va haciendo cada vez más popular en toda la Europa continental, y ya
con lúpulo en los siglos XVI y XVII, se fabricaba en cervecerías artesanas de
forma semiindustrial. Pero no es hasta la primera mitad del siglo XVIII,
consecuencia de la importante carestía que sufre el vino, que la cerveza se
consolida en el campo y pasa a formar parte de la dieta campesina.
La
tercera bebida en importancia, que sería la sidra, estuvo presente en los tres
siglos de la modernidad en muchos países europeos. Era en España y en el país
vasco francés donde se elaboraban las mejores sidras, sin agua, y a partir de
variedades de manzanas cultivadas. La calidad de esta sidra no impedía, sin
embargo, la presencia de otras que se obtenían de reprensar varias veces el
orujo de las manzanas remojado con agua. Se obtenían así lo que llamaban “sidra
suave”.
La
última de las bebidas, el hidromiel, siempre fue marginal y únicamente tuvo
verdadera importancia en Rusia y en Polonia-Lituania, gracias a la abundancia
de miel silvestre de que disponían.
A
partir del siglo XVI el aguardiente se extiende por Europa, comenzando por los
países del norte y del este, extensión que también llega al campo. Sorprende la
gran popularidad que entre los rusos alcanzó el vodka, destilado a base de avena,
que servía para emborracharse, no solo a los campesinos sino a todas las clases
sociales. En el siglo XVIII, los aguardientes ya eran populares en toda Europa,
cada país tenía el suyo, y tanto los campesinos como el resto de los
trabajadores manuales tomaban el aguardiente por la mañana antes de salir para
el trabajo y en invierno para combatir el frío. En esta época el aguardiente
estaba recomendado por los dietistas. Se alababa su la capacidad para proteger
contra las enfermedades, para cicatrizar heridas, para facilitar la digestión,
para luchar contra el frío y las fatigas de las duras faenas y, sobre todo,
para empezar la mañana con buen pie.
Podemos, pues, ya imaginarnos como
sería la dieta campesina en esta época. Cocerían la “col” con tocino, para
consumir primero las “sopas”, esto es, las gruesas rebanadas de pan remojadas
en el caldo de la cocción. Como es natural, por coles, que como vimos era la
verdura más popular en Europa, se entienden aquí las distintas verduras que los
campesinos cultivarían en sus huertos: puerros, cebollas, guisantes, habas,
nabos, etc. En cuanto a los condimentos para completar sus “potes”, no
dispondrían de mucha variedad, ya que las aves las destinarían a la venta y a
pagar los cánones señoriales, pero esto no excluiría que de vez en cuando se
dieran el gusto de comer algún ave pequeña de caza, ranas o peces pescados con
caña. En cualquier caso, exceptuando las fiestas y algún funeral, en que es
posible que pudieran disfrutaran de algún cordero o cabrito o incluso de algún
pollo, los campesinos se conformarían con el cerdo salado o ahumado, que entre
ellos gozaba de gran prestigio, especialmente el tocino rancio por el gusto que
le daba a los guisos. En las zonas más adaptadas para la producción, los lácteos
como la leche, el suero, la mantequilla, los quesos frescos o curados, etc.
tuvieron por fuerza que tener importante en la dieta campesina. Entre los
frutales tendrían manzanos, perales, nogales etc. cuyos frutos comerían
esporádicamente cuando los recogían al pasar debajo de los árboles. La bebida
dependería de las regiones, pero la más abundante y generalizada sin lugar a
dudas sería el vino.
Esta
situación que acabamos de describir, y que es posible que fuese la más
generalizada, no nos debe llevar a olvidar la existencia de una masa, más o
menos importante de campesinos pobres, que no consumirían más que el pan seco,
con una cebolla, un puerro, un diente de ajo o incluso sólo con algunos granos
de sal.
En
definitiva, la alimentación campesina tradicional, como siempre se basaba en
los recursos locales, podía variar mucho de una región de Europa a otra y,
además, haberse transformado considerablemente por la explotación de nuevas
plantas alimenticias entre finales del siglo XV y finales del XVIII. Los
cultivadores acomodados, por otra parte, siempre dispusieron de una
alimentación más abundante y más diversificada que los pobres, y no era raro
que consumieran una ración calórica dos veces mayor. Los alimentos vegetales
ocupaban un lugar más importante que en la dieta de las otras categorías
sociales: en particular los cereales, las raíces, las verduras y, en especial,
la col. Las carnes sólo se utilizarían, al igual que las grasas, como condimentos.
A estas características comunes en la elección de los alimentos se añadía una
manera común de cocinarlos y platos muy característicos como las gachas, las
polentas o las sémolas de cereales, las sopas de verduras y los guisos.
Las
cocciones era lo que unificaba las cocinas campesinas frente a los asados de las
élites sociales. En la mayoría de las regiones de Europa fundamentalmente se
cuece, mientras que en las cocinas aristocráticas dominaban el asado, la
fritura y las carnes en salsa. Consecuentemente lo esencial en los utensilios
de cocina campesinos eran las ollas y las marmitas, para cocer en agua el
tocino y las hortalizas de los guisos y de las sopas. No hay que olvidar, de
todas formas, las cocciones entre ceniza de raíces y de tubérculos.
La comida campesina en
España: Si hacemos caso a los testimonios de los viajeros extranjeros
por España, las condiciones de vida de los campesinos españoles en los siglos
XVI, XVII y XVIII, eran realmente duras y rallaban en la miseria, tanto por lo
que se refiere a la alimentación como al vestido. Aunque es posible que sus
condiciones no fuesen mucho peores que las de los campesinos europeos, y que
estos viajeros en realidad, dado su origen de clase, no supieran realmente como
vivían sus compatriotas campesinos. Pero la realidad es que las condiciones de
vida de los campesinos españoles y sus familias eran muy malas. No hay más que
seguir lo escrito por el padre Feijoo en el siglo XVIII: Yo, a la verdad,
sólo puedo hablar con perfecto conocimiento de lo que pasa en Galicia, Asturias
y montañas de León. En estas tierras no hay gente más hambrienta ni más desabrigadas
que los labradores. Su alimento es un poco de pan negro acompañado de algún
lacticinio o alguna legumbre, vil (verdura), pero todo en tan escasa cantidad
que hay quienes, apenas una vez en su vida, se levantan saciados de la mesa
(3). O al mismo ilustrado ferrolano, Lucas Labrada cuando
describiendo la situación económica de los siglos XVI y XVII dice: … a los
labradores no les quedaba con que sustentarse más que un poco de pan de maíz y
centeno, berza y agua. Sin tener nada suyo, pues hasta los bueyes de labranza y
más ganados eran de los dueños de las tierras. Y a juzgar por la opinión de
Jovellanos, las condiciones de vida de los campesinos no mejoraron gran cosa a
lo largo del siglo XVIII. Jovellanos dice: Los mayorazgos y los monasterios
e iglesias son los únicos propietarios de Asturias. Los campesinos se
veían obligados a competir por las tierras que se ofrecían en renta o en
alquiler, de las que sacaban algo para mal vivir en la extrema pobreza. La
situación de los labradores no era mejor en otras regiones de España: Madame
D`Aulnoy nos habla de la horrible miseria que reina en Aragón, en Navarra,
en Vizcaya. Otros de la pobre vida de los labradores de las ricas
huertas de Valencia y Alicante y finalmente el doctor Joseph Townsend sobre
la situación en Andalucía, en el siglo XVIII, escribió: … siendo más fértil
que Cataluña o que Galicia (…) la masa del pueblo está compuesta de jornaleros
que, no hallando trabajo más que ocasionalmente, son siempre miserables y van
cubiertos de andrajos y se dirigen en grupos a las ciudades donde consiguen que
la caridad de los ricos eclesiásticos una sustancia precaria.
Probablemente
los artesanos se encontraban en una situación algo más favorable, pues tenían
sus gremios y vivían en las ciudades, pero los campesinos se encontraban solos
frente a los implacables administradores, interesados en su explotación. Parece
que los campesinos hacían dos comidas, una por la mañana y otra al atardecer;
la comida era la misma y repetían día tras día y gracias si podían repetirla.
No
cabe duda que el origen de esta situación de extrema pobreza era la estructura
de la propiedad. La propiedad de la tierra en manos de los nobles, los
eclesiásticos o los mayorazgos, obligaba a los campesinos a tener dos tipos de
cultivos. En primer lugar producían lo que les exigían los señores por
permitirles trabajar la tierra: trigo, vino, animales, etc., y luego cultivaban
para ellos, pero teniendo buen cuidado de que fuese un cultivo muy productivo y
que no interesase a los señores, y disponer así con seguridad de un alimento
con el que tenían que contar todo el año, pero que inevitablemente era de baja
calidad. Ejemplos de este tipo era el cultivo del mijo en Galicia y en general
en la cornisa cantábrica; la escanda en Asturias: el panizo en Aragón y
Levante, Murcia y parte de la Mancha; cebada en las dos Castillas y Andalucía.
Pero
lo que de verdad caracterizaba los hábitos alimentarios de los campesinos
españoles era el consumo de gachas, más que de pan, que mantenía su gran
prestigio, pero era alimento más bien de las clases más acomodadas y sobre todo
de los poderosos, que lo consumían blanco. Los campesinos tenían razones
importantes para preferir las gachas al pan. Con las gachas aprovechaban mejor
los cereales al no producirse perdidas por la fermentación ni durante la
cocción, especialmente en el caso de hacerlo en forma de tortas, y sobre todo
que no disponían de cereales panificables. El mijo, el panizo, la cebada etc.,
eran más adecuados para elaborar gachas que pan. No era lo mismo comer un trozo
de pan seco y frío, que comer la misma cantidad de harina con que se hizo ese
pan, en forma de gachas. Además otra ventaja de consumir los cereales en forma
de gachas, en lugar de tortas o pan, es que permite consumirlos calientes, con
más o menos agua, esto es, más o menos sueltas, y sobre todo es que se les
puede añadir, cuando se dispone de ellas, las más variadas verduras, berzas,
repollos, espinacas o cualquier otra especie comestible. Las gachas o sopas han
permitido enmascarar el hambre, ya que se pueden preparar en las cantidades que
permiten el puchero, la olla o marmita colectiva. Esta facilidad fue
aprovechada por conventos y hospitales para preparar la “sopa boba” para la
población marginada y miserable de las villas y ciudades. De la lectura de los
escritos e informes de viajeros y observadores ilustrados no parece deducirse
que siempre se dispusiera de algo de tocino o aceite para añadir al puchero,
amen de las verduras, pues más de uno informa, por ejemplo, que los
campesinos asturianos contraían el Mal de Rosa (pelagra) porque solamente
comían gachas de maíz y borona. Aunque el consumo de gachas era universal,
no dejaba de tener sus características según las regiones geográficas. Así en
Galicia dominaba el viejo mijo o borona y la berza, mientras que en la Mancha
consumían gachas de almortas o panizo. En el reino de Valencia los campesinos no
comen en general sino gachas de harina de cebada, sin otro condimento que un
poco de pimiento y ajo. En Andalucía las gachas se hacían de otra forma,
con agua fría, ajo, aceite y vinagre y diferentes clases de pan, esto es,
gazpacho. A titulo de curiosidad diremos que a principios del siglo XVII, el
clérigo francés Bartolomé Joly, informa de la presencia del pimentón en las
migas campesinas.
De lo
que no cabe duda, como dice Terrón (1), es que la familia campesina
realizó una gran contribución al progreso de la alimentación al introducir en
la olla o puchero de las gachas toda clase de hortalizas, legumbres, raíces,
castañas, etc., para mejorar la parca ración de harina, de cebada perlada o de
mijo, panizo o de almorta, cocida cada cosa en abundante agua y, algunas veces,
con sal.
Ya
vimos que el pan blanco de trigo era caro, sólo las clases superiores de las
ciudades comían pan de trigo, en los pueblos, incluso la gente acomodada comía
pan de mezcla de granos. El pan que comían los campesinos era un pan burdo,
de color gris o negro, y según la región de que se tratase, entraba en su
composición cebada, centeno, avena, castañas…, así como escanda, mijo y panizo,
maíz. Por ello, aunque los campesinos apreciaban el pan, eran las tortas la
otra comida básica que entraba en clara competencia con las gachas. El grano
más utilizado por la gente trabajadora de las Mesetas del Sur y de Levante fue
la cebada, utilizada de diferentes maneras, bien mondada y para comerla como
arroz, ya en puches o potajes, ya molida y mezclada para hacer pan con harina
de trigo o de centeno. Realmente sorprende que los campesinos de la huerta
levantina, posiblemente la más rica de España, se vieran obligados a
alimentarse, básicamente, de gachas y tortas de cebada.
La dietética en la Edad
Moderna
En la
Edad Media, e incluso hasta principios del siglo XVII, la alimentación de las
élites seguía bastante de cerca las prescripciones de los médicos, tanto en la
elección de los alimentos como en la manera de cocinarlos, condimentarlos y
comerlos. Las teorías del equilibrio de los diferentes humores permanecieron
vivas hasta el siglo XVII. La dietética tradicional fundada entre los siglos V
y IV a. de C. por Hipócrates y retomada por el médico romano Galeno (siglo I a.
de C.), basada en el equilibrio de los diferentes elementos que componen el
organismo, duró en Europa dos mil años. Las relaciones entre dietética y cocina
nunca habían sido tan estrechas como en la primera mitad del siglo XVII. Lo que
sentaba bien o no sentaba bien era característico del gusto de cada persona, de
su temperamento, es decir, de cual de los cuatro humores: sangre, cólera, flema
o melancolía, predominaba en el carácter. Dado que los temperamentos no podían
cambiarse, los gustos no debían contrariarse. El principio básico admitido
hasta entonces era que cada uno debe comer de acuerdo con su naturaleza.
Pero a partir del siglo XVII se adopta el principio contrario. El reequilibrio
pasa a ser una regla dietética. Así en contradicción con los principios en
vigor hasta ahora, en Le Thresor de Santé, publicado en 1.607, se afirma (4):
los alimentos de cálida húmeda y caliente convienen a aquellos que son de
temperamento melancólico (secos y fríos); los que son fríos y húmedos a los
coléricos (calientes y secos); los calientes y secos, a los flemáticos (fríos y
húmedos); y los de buen jugo y mediocre nutrición, a los sanguíneos (calientes
y húmedos). Estas nuevas ideas del reequilibrio alimentario llevan a que
cada individuo necesite un médico o dietista que le indique la comida que le
conviene, a diferencia de lo que ocurría en la Edad Media, en que era el propio
cuerpo, es decir, el apetito, el que informaba directamente lo que le convenía
a cada uno. El apetito ya no es una guía válida para mantener la salud. Se
necesita la ayuda del médico. Pero la realidad es que cada vez más gente opta
por satisfacer su apetito y hacer menos caso a las prescripciones médicas. La
die-tética y la gastronomía comienzan a ir cada una por su lado, ya no hablaban
el mismo idioma, y todas las referencias a la antigua dietética se difuminan al
amparo del gusto. La cocina ya no pretende mantener la buena salud de los
comensales sino satisfacerlos. La cocina durante mucho tiempo sometida a la
medicina, se liberó de ella, lentamente, a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
Una vez liberada del “servicio de salud”, la cocina se puso al servicio del
buen gusto. La calidad de un plato no dependía ya del temperamento dominante
del que lo come. De ahora en adelante las cocinas son buenas o malas
objetivamente. Parece que la idea de que “una buena cocina conserva la salud”,
y que a mediados del siglo XVIII mucha gente seguía creyendo, va perdiendo
intensidad.
En el
siglo XVIII los sabores ya no se clasifican en función de la temperatura en
calientes, fríos e intermedios. Ahora se agrupan en siete sabores principales:
el dulce, el amargo, el ocre, el áspero, el agrio, el graso y el salado. El
sabor de un alimento se define ahora en función del concepto químico de sal y
es consecuencia de la mezcla de sus sales. Así se dice: Una carne demasiado
cocinada no tiene nada de sabor porque se han evaporado todas sus sales.
Otro concepto importante que cambia es el de la digestión, que ya no se concibe
como una “cocción”, sino como una “dilución por diferentes jugos”.
Consecuentemente, la finalidad de la condimentación ya no es mejorar la
digestibilidad de los alimentos, sino corregir sus vicios. El mayor peligro ya
no está en los alimentos sino en los condimentos. Los dietistas recomiendan
alimentos sencillos que se condimenten no más de lo que su insipidez pueda
pedir. Las especias ya no son un componente farmacéutico que mejora
la digestibilidad de los alimentos. Ahora su uso queda relegado únicamente a su
función gastronómica. Algo parecido ocurrió con el azúcar que durante mucho
tiempo fue un producto farmacéutico, destinado a los enfermos. A partir del
siglo XVII se van olvidando esas funciones dietéticas para tener en cuenta sólo
la armonía de los sabores.
Muchos
principios médicos y dietéticos considerados como inmutables, y aceptados sin la
más mínima reserva mental, comienzan a cambiar y parece como si se buscasen
argumentos para justificar estos cambios. Es el caso de las frutas, que ya no
se consideran tan peligrosas, y que por su carácter frío se servían de entrada
y ahora se sirven de postre. No deja de ser interesante la justificación: las
frutas que tienen una calidad dulce y agradable al gusto son menos frías que
las otras, (..…) tienen una frialdad que no pasa de los límites del primer
grado (…) y que hacen que las podamos digerir mejor que las otras. Parece
que se desautorizan las advertencias de los antiguos en relación con las
frutas.
Otra
trasgresión de las prescripciones médicas ocurre con las carnes de carnicería.
La carne de cuadrúpedos, dado que sus pies siempre tocaban el suelo, se
consideraba terrestre, basta y de digestión más difícil que la de las aves. La
carne de buey, todavía a comienzos del siglo XVII, se pensaba que originaba
diversas enfermedades. La realidad es que estas advertencias se iban ignorando
cada vez más y las carnes de carnicería, y entre ellas el buey, van siendo cada
vez más aceptadas y prestigiadas. Curiosamente, la carne de buey cada vez se
asa más ignorando los antiguos consejos de los dietistas que insistían en que
la carne de buey “era más sana hervida que asada”. Otra prohibición clásica de
la edad Media que desaparece es la de mezclar leche con pescado. Finalmente
otro cambio importante es la reivindicación de las verduras que durante la Edad
Media se consideraban terrestres, bastas, indigestas y viles porque crecían del
suelo, e incluso en él, como las raíces.
Poco
a poco, la gastronomía, adornada con todos los oropeles imaginables, va
ocupando el espacio dejado por la dietética.
_______________________________
(1) España, encrucijada de
culturas alimentarias. E. Terrón, 1992.
(2) Opciones alimentarias y arte culinario (siglos XVI-XVII). Jean-Louis Flandrin, 2004.
(3) Honra y provecho de la agricultura. Teatro Crítico. Padre Feijoo. Citado por E. Terron (1)
(4) De la dietética a la gastronomía, o la liberación de la gula. Jean-Louis Flandrin. 2004.
004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario