11.-
GLOBALIZACIÓN Y CRISIS
ALIMENTARIA
ALIMENTARIA
La globalización alimentaria
¿existe?: la globalización alimentaria y
la diferenciación social. La globalización alimentaria y la obesidad. La
McDonalización alimentaria. Crisis y soberanía alimentaria: Los agrocombustibles.
La productividad agrícola. Demanda de tierras. Subidas de precios de los
alimentos. A modo de conclusión. La crisis alimentaria en España.
Cambios en los hábitos de consumo.
La globalización alimentaria
¿existe?
A lo
largo de esta historia hemos podido comprobar como los sistemas
agroalimentarios de los distintos pueblos venían determinados fundamentalmente
por las características geográficas de sus territorios, lo que determinaba que
en gran medida los hábitos alimentarios fuesen propios de cada región. Esto era
particularmente cierto para los estratos más bajos de la población que
disponían únicamente de los alimentos producidos por ellos mismos. Esta
autonomía era lo único, y no siempre, lo que les podía garantizar una cierta
seguridad alimentaria.
Esta
situación, sin duda, generaba una gran variabilidad alimentaria entre los
distintos pueblos y una identidad local, no siempre voluntaria, pues el principal
problema no era la variabilidad, sino la disponibilidad de alimentos esto no ocurriría
entre los poderosos, que para hacer ostentación de su poder y riqueza,
mostraban sus mesas llenas de toda clase de alimentos, muchas veces cuanto más
exóticos mejor, pues: “el señor no debe preocuparse del carácter estacional
de los alimentos ni de los limites impuestos por el país, porque con buena
bolsa y buen caballo de batalla se puede tener de todo en cualquier momento del
año”, escribía en 1662 el cocinero italiano Bartolomeo Stefani en su libro
“El arte de la buena cocina” (1).
Todo
esto comenzó a cambiar cuando la producción alimentaria se independizó, aunque
relativamente, de las limitaciones geoclimáticas y territoriales fruto de los
avances de la ciencia. Esto, junto con el sistema de empresas agroalimentarias
globales, contribuyó a una relativa, pero cierta, homogeneización de la
alimentación que brindó la posibilidad de consumir de todo a todos.
Aunque
el origen de esta globalización fuese más o menos interesado, no se puede negar
que de alguna forma democratizó la alimentación, al tiempo que facilitó la
aparición de una cierta tendencia hacia la desaparición de las diferencias
regionales. Hoy podemos encontrar en cualquier supermercado gran variedad de
alimentos de las más extrañas y lejanas procedencias, no sólo verduras, frutas
exóticas, pescados, especias, salsas etc., sino también multitud de nuevos
alimentos como derivados lácteos o de cereales, zumos de frutas exóticas,
platos preparados, los más variados “snacks”, etc, de cualquier parte del
mundo. A esta tendencia homogeneizadora no sería ajena la influencia ejercida
por el gran desarrollo alcanzado por la industria agroalimentaria, los
transportes, la distribución internacional, la urbanización y los movimientos
migratorios, todo ello en sintonía con la globalización.
Sin
embargo, como siempre suele ocurrir ante la homogeneización de las costumbres
surge como reacción un mayor apego a la propia “identidad”. A veces, por qué no
decirlo, de forma exagerada. La alimentación y la gastronomía no podían ser una
excepción. Se busca en la cocina del país o en los productos de temporada la
propia identidad. Entre ciertos sectores de la población la cocina y los
productos propios (“son de los nuestros”) se convierten en un valor en
sí mismos, al tiempo que se exalta la cocina de temporada, pero ¿se puede decir
que hoy existen productos de temporada, cuando los productos del hemisferio sur
se trasladan al hemisferio norte y viceversa, en cuestión de horas?
Actualmente,
desde el punto de vista alimentario vivimos en una contradicción, pues si por
un lado se observa una cierta homogeneización de la alimentación debido al
proceso de globalización, por otro aparecen nuevas culturas alimentarias
ligadas a los flujos migratorios y, por si fuera poco, hay una ter-cera
tendencia que trata de conservar lo propio, como señal étnica y cultural, pues
como indican acertadamente Contreras y Gracia (2): “existen
numerosas presiones económicas y políticas para que los comportamientos
alimentarios de las poblaciones industrializadas converjan o se asemejen cada
vez más entre sí, a pesar de que, por otro lado, este tipo de argumento esta
siendo utilizado por diversos sectores para reivindicar el mantenimiento y
restitución de las cocinas regionales y autóctonas”.
Sí nos
ceñimos a Europa, es fácil observar cómo la tendencia a la homogeneización es
evidente: el consumo de vino se extendió por los países tradicionalmente
bebedores de cerveza y viceversa, la cerveza se consume cada vez más en los
países mediterráneos vinícolas; el pan blanco de trigo se consume en todas
partes, incluso en aquellas zonas donde su cultivo no era posible o era muy
complicado; en el norte cada vez se consumen más verduras y frutas y en el sur
mediterráneo más carne y leche. En todas partes triunfa el consumo de café e
incluso compite entre los británicos con el té, poco menos que su bebida
“nacional”. Las condimentaciones también se aproximan: quien vivió en el Reino
Unido hace ya cuarenta años no puede dejar de sorprenderse cuando ahora ve que,
¡utilizan el ajo en sus preparaciones! Incluso los gustos se aproximan: en
todas partes se popularizan las preparaciones a la parrilla, disminuyen los
tiempos de cocción y aumenta el gusto por lo crudo.
Sin
embargo, esta homogeneización puede no ser tan pro-funda como parece y para
cualquier observador es fácil encontrar importantes diferencias en las
costumbres alimentarias de los distintos pueblos europeos. Es cierto que el
consumo de vino ha aumentado en los países tradicionalmente consumidores de cerveza,
pero sigue siendo la bebida más consumida. El vino sigue manteniendo su
importancia en los países del mediterráneo, donde continúa siendo
imprescindible en las comidas y su presencia es mucho más visible que en los
países del norte. Las frutas y verduras continúan consumiéndose más el sur que
en el norte, al revés que la carne, que aunque aumentó mucho su consumo en los
países mediterráneos, al igual que la leche, no llega al de los países del
norte. Incluso se mantienen las preferencias por el tipo de carne, el buey en
el norte y la ternera en el sur, mientras que el cerdo lo es en Alemania,
aunque estas diferencias sean cada vez menores.
En cuanto al pescado hay diferencias
abismales de consumo entre los países del interior y los costeros. Antes podía
pensarse que era consecuencia de las dificultades en el transporte, pero hoy
esto ya no es así, pues el pescado puede llegar a cualquier punto
convenientemente fresco. Es más, el envío y la exportación de pescado fresco
hacía los países consumidores es cada vez mayor.
Todavía se puede decir que el ajo y el
aceite (de oliva y otros) por un lado y la manteca de cerdo y la mantequilla
por el otro, marcan una frontera en la manera de cocinar entre el norte y el
sur de Europa. En otros casos, aunque el consumo sea similar se mantienen importantes
diferencias en las formas y en las preparaciones. Poco se parecen los panes,
aunque sean todos blancos y de trigo, de unos países a otros. Lo mismo podemos
decir del café ¿en que se parece un café de España o Italia de uno británico?
Pero
las diferencias no sólo se mantienen en el uso de los alimentos sino también, y
no de forma menos importante, en el orden, en la hora y el número de comidas
diarias y las formas de realizarlas, y, sobre todo, en la función y el lugar
que los alimentos ocupan en las comidas. Un caso claro es el de la pasta en
Italia, donde además de que ningún día puede faltar, es un plato en sí mismo.
Siempre es un primero y nunca un acompañamiento, como en otros países europeos.
En este sentido, otro carácter claramente diferenciador entre países del norte
y del sur de Europa sería la función y la forma que ocupa el consumo de bebidas
como el vino y la cerveza. En Italia, por ejemplo, aunque el consumo de cerveza
esta creciendo y no puede faltar en las “pizzerías”, no es fácil ver que
alguien la consuma con un plato de carne o pescado y mucho menos con pasta,
donde el vino sigue siendo el protagonista. Otro caso muy característico es el
de España, país tradicional de vino, pero donde ya se bebe más cerveza, aunque
con formas de consumo muy diferenciadas: la cerveza se suele tomar antes de
comer, especialmente para acompañar al “tapeo” o en los paseos por la
tarde-noche, pero nunca, aunque pueda aparecer esporádicamente, con una autentica
comida, bien sea en restaurante o en casa, donde el vino siempre está presente.
Por el contrario, en otros muchos países, en especial en los de más al norte,
la cerveza puede acompañar a toda la comida, mientras que el vino se consume de
forma más esporádica principalmente en los “pubs” o los restaurantes. Incluso
un caso que se suele tomar como referente de la globalización alimentaria, que
parece que nos igualaría a todos, es el de las hamburguesas, que hoy se
consumen en todo el mundo, aunque, también se mantienen diferencias a la hora
de consumirlas: en Estados Unidos se consumen a todas horas, mientras que la
Europa mediterránea, en general, sustituye en las comidas, al filete o al
bocadillo. Sin embargo, la bebida que suele acompañarlas es universal: la “coca
cola” (aunque distinta en su sabor en unos u otros países) o la cerveza.
Paradójicamente,
como indica Maximo Montanari (1): la globalización que parecía
que iba a acabar con las cocinas autóctonas, regionales o nacionales, lo que ha
hecho ha sido potenciarlas. Sin embargo, en la alimentación actual hay muy
poco de autóctono o individuamente propio, aunque gran parte de la población
esta convencida de lo contrario, y es que de alguna forma “la tendencia a
globalizar la alimentación” existió siempre. Pensemos en la cultura del
pan, del vino y del aceite en el Imperio Romano, que después de la invasión de
los bárbaros germánicos cambió con la introducción masiva de la carne y la
grasa. De alguna forma fue una “globalización alimentaria” o, por lo
menos, una fusión de culturas que dio lugar a un nuevo modelo alimentario que
se sintió como propio de Europa. La diferencia con lo que ocurre ahora es que
en el mundo antiguo y medieval la construcción de un modelo de consumo
alimentario universal era un ideal y un valor moral en sí mismo. Y es que, como
ya dijimos, en las dietas hay muy poco de autóctono, aunque así sea percibido
por la población y se defienda como tal. La dieta mediterránea sería un caso de
esta percepción de dieta propia o nacional y como tal es reivindicada.
De la
originaria dieta mediterránea quedaría muy poco: el pan, el vino (que por
cierto proceden de culturas de Oriente Próximo y Medio afroasiático), el aceite
de oliva (cuyo uso no se generalizó hasta fechas históricamente recientes, pues
aunque se producía desde muy antiguo su uso principal era la cosmética), la
carne de ovino, la cebolla y poco más (1). Incluso las verduras, hoy
imprescindibles en la dieta mediterránea, no adquieren importancia alimenticia
hasta pasada la Edad Media, pues antes era comida de los pobres, que no podían
comer carne.
La
mayor parte de los productos que hoy caracterizan la llamada dieta mediterránea
surgen como consecuencia de contactos culturales o de intercambios con otras
regiones o continentes del mundo. La alcachofa como la berenjena tiene origen
árabe y no se introdujeron en la dieta hasta la baja Edad Media. De Oriente
Medio y de África llegaron la caña de azúcar, los cítricos y muchas verduras,
como la ya citada berenjena o las espinacas. La planta y el cultivo del arroz
también son de procedencia árabe, lo mismo que el uso de la pasta seca, que se
introdujo por Sicilia. Las alubias, los tomates o los pimientos llegaron de
América.
Aunque
hoy nadie puede negar en España la existencia de la dieta mediterránea como
seña de identidad ¿cuántas “dietas” hay en el mediterráneo? ¿y cuántas de ellas
son “puramente” mediterráneas?. Y es que las identidades culturales son, y la
comida lo es, productos de la Historia, de intercambios y con gran capacidad de
adaptación a nuevas situaciones, pues como dice Montanari (1), “la
identidad no existe en el origen, sino al final del recorrido”, pero
¿cuándo será el final del recorrido?
Podríamos
entonces concluir que, aunque efectivamente se van produciendo cambios en los
hábitos alimentarios que hacen que los modelos de consumo se parezcan cada vez
más, no se puede olvidar que al mismo tiempo se mantienen diferencias que están
fuertemente enraizadas en la cultura alimentaria de cada pueblo, hasta el punto
de que verdaderos “expertos en la globalización” como el financiero Soros (3)
pone en duda que la globalización haya llegado a la alimentación dada la
fuerte resistencia que representan las “especifidades nacionales”. La
homogeneización alimentaria sería entonces más aparente que real. Y es que como
ha indicado Rebato Ochoa (4), “se ha señalado que la cocina es
incluso más conservadora que la religión, la lengua o cualquier otro aspecto
cultural, ya que hay elementos fundamentales que permanecen resistiendo a las
conquistas, a los procesos de migración y colonización o al cambio social y
tecnológico, incluso a los efectos de la industrialización y urbanización”.
Por ello, “la alimentación se considera como un marcador étnico y ha sido
uno de los elementos que han contribuido a generar identidad mediante la
constatación de la diferencia”.
No
obstante, junto a los grupos que reivindican lo “autóctono” y el mantenimiento
y recuperación de las cocinas y alimentos tradicionales, están surgiendo otros
partidarios del mestizaje y de la fusión alimentaria como expresión muy
positiva de la globalización de la alimentación, como ha señalado el genetista
Cavalli-Sforza (5): La globalización, que es totalmente
inevitable, llevará a una notable disminución de las diversidades culturales,
pero nunca a una desaparición completa y además está claro que no será algo que
ocurra a corto plazo. En algunos aspectos la globalización no puede ser
más que algo beneficioso, en el sentido de que nos hará más hospitalarios y más
capaces de olvidar las pequeñas mezquindades, a las que todavía estamos apegados,
y de convertirnos en verdaderos ciudadanos del mundo.
En
cualquier caso, dado que la historia indica que las transformaciones son
inevitables y que sin lugar a dudas se van a producir, si bien a veces de forma
muy lenta, no tiene sentido añorar el pasado, que por cierto, muchas veces se
olvida que fue, mayoritariamente, un pasado de hambre
La globalización
alimentaria y la diferenciación social: Como indica la Dra.
Rebato (4), la realidad es que hoy muchas sociedades se
encuentran divididas ante la opción de mantener su cultura gastronómica o
apostar por los nuevos alimentos y la introducción de especialidades de otros
países: esto depende de diversos factores, en particular del nivel
socioeconómico. Los efectos y las reacciones frente a la globalización no
se manifiestan de forma homogénea en todas las clases sociales, sino que cada
una, dependiendo de su nivel de ingresos, desarrolla unos hábitos determinados
de consumo.
Un
amplio sector de la sociedad occidental, especialmente aquel de ingresos
medio-altos, busca alimentos con una “calidad” diferencial ligada al territorio
(denominaciones de origen) o alimentos producidos en el ámbito local con
métodos tradicionales, los que denominaríamos “del país”. A pesar de la
ambigüedad que implica la palabra calidad referida a un alimento - ¿qué es calidad?
¿lo que produce mi pueblo? ¿lo “natural"? ¿lo consumido en restaurantes
selectos, prestigiosos o “innovadores”? ¿lo ecológico “que creemos que nos
devuelve a la naturaleza”?- su búsqueda, en un mundo más o menos homogeneizado,
se puede considerar una de las señas de distinción social, de nivel
socioeconómico, de estilo de vida y de buen gusto. A través de la alimentación
“sana y natural” se trata de conseguir el cuerpo y el ideal de salud anhelado.
El hecho natural de comer ha sido revestido de una significación sociocultural.
A
veces da la impresión de que el deseo de que los alimentos sean “sanos” y
permanezcan ligados a los ámbitos local y regional se ha vuelto obsesivo para
un sector de la población que generalmente no tiene ninguna dificultad para
alimentarse. Esta opción “obsesiva” que incluso podríamos considerar como una
“ideología” del consumo -consumo ostensible y diferenciado de ciertos
productos, que independiente de su valor intrínseco, han sido revestidos
simbólicamente de singularidad y cierta distinción (6)- no se
adopta, sin embargo, de modo completamente libre, sino que está fuertemente
influenciado por los consejos de “expertos” “entendidos” o “peritos”
alimentarios que aconsejan desde medios más o menos elitistas, así como por el
afán de emulación de determinados grupos de referencia revestidos de prestigio
por parte de los que ahora aspiran a la exquisitez y, en definitiva, a la
“distinción” (6).
Frente
a este mundo de la “abundancia globalizada”, del que “disfrutarían” las clases
sociales más acomodadas, existe otro, tan real como el anterior, de consumo
alimentario masificado o “macdonalizado” y que es el modelo dominante para la
gran mayoría de la población mundial, en especial de aquellos niveles
socioeconómicos y/o educativos más bajos (hoy en occidente podrían estar
incluidos en estos grupos, además de las clases más bajas y marginales, los
estratos inferiores de las clases medias, los parados de larga duración, los
inmigrantes no integrados, etc., grupos muy influenciables y vulnerables). En
este mundo la pobreza ya no se manifiesta por la delgadez extrema, como ocurría
antes, sino más bien por unas formas típicas de obesidad o “gordura”
características de las clases bajas y que serían consecuencia de la
“imposibilidad” de alimentarse de forma correcta y equilibrada, lo que a menudo
les conduce al consumo excesivo de determinados productos, que sin ser intrínsicamente
dañinos, sí les llevan a situaciones de carencias nutricionales básicas. De
hecho, en nuestro tiempo es relativamente normal la existencia de una “gordura”
característica de las clases bajas y muy visibles entre los niños de los
barrios marginales de las grandes ciudades occidentales.
Esta
obesidad de algún modo es “distinta” de la que sufren los países desarrollados,
consecuencia muchas veces de los excesos y de malos hábitos alimentarios que
conducen irremisiblemente al sobrepeso y la obesidad y que su origen
posiblemente está en la abundancia. Sin embargo, actualmente la obesidad ha
dejado de ser un problema exclusivo de los países ricos para extenderse con
rapidez a los países en vías de desarrollo.
La globalización
alimentaria y la obesidad: Los
cambios de los hábitos alimentarios y del modo de vida hacia un modelo más
sedentario, en el que el trabajo y los desplazamientos requieren mucho menos
esfuerzo físico, en un contexto de relativa abundancia de alimentos “baratos”,
ricos en grasas, azúcares y sal, muy asequibles, especialmente para las clases
populares, puede llevar y de hecho lleva a la población a fuertes desequilibrios
nutricionales que terminan en la obesidad. En efecto, la producción ha
aumentado mucho en los últimos años en los países en desarrollo y eso ha
permitido a la población elevar la cantidad de calorías que ingiere al día.
Paradójicamente, ese incremento del aporte energético ha procedido de productos
como la carne, el azúcar, el aceite y otras grasas, en principio menos
saludables y más caros que otros productos como las legumbres, las frutas o las
verduras. En consecuencia, la alimentación tradicional que contenía cereales y
hortalizas está siendo sustituida por otra con gran contenido de grasas y
azúcar. En el mundo globalizado, la agricultura, especialmente en los países en
vías de desarrollo, se va desvinculando progresivamente de las necesidades
alimentarias de la población más próxima y se va orientando cada vez más hacia
los mercados y las industrias alimentarias globales guiadas por la rentabilidad
y con gran capacidad de poner en el mercado calorías baratas y atractivas. No
hay que olvidar que las comidas preparadas tienden a ser más calóricas que las
realizadas en el hogar. De alguna manera se están produciendo cambios globales
en los sistemas alimentarios que conducen a incrementos alarmantes de los casos
de obesidad, tanto en los países en vías de desarrollados como en los
industrializados, con el consecuente aumento del riesgo de sufrir enfermedades
como la diabetes, la hipertensión, las cardiovasculares e incluso una variedad
de cáncer.
Un
reciente informe de la ONU (7), tras constatar que una de cada siete
personas pasa hambre en el mundo, establece que el 65% de la población vive hoy
en países donde la obesidad “mata a más personas que la falta de peso”,
equiparando la importancia de los malos hábitos alimentarios con el hambre.
Ejemplo de ello es China, un país con un rápido desarrollo económico, en el que
el 10% de los niños están obesos y otro 10% mal nutridos. La FAO constata que
en este país el desarrollo y las mejoras económicas han disparado el consumo de
alimentos con alto contenido de grasa, al tiempo que mientras los ingresos
aumentaban, disminuía el coste de los alimentos grasos, situación que parece
extenderse también por todo el mundo en desarrollo. Parece que los países
pobres conforme se vuelven prósperos adquieren algunos beneficios (ingieren más
alimentos) y algunos problemas de los países industrializados como la obesidad.
Ante esta situación, la FAO, si bien reconoce que su primera prioridad debe ser
combatir el hambre, afirma que es necesario prestar más atención al problema
cada vez mayor de la obesidad. Hay que asegurar que las personas consuman
suficientes alimentos y que estos sean los adecuados.
Mucha
gente podrá pensar que la obesidad tiene que ver únicamente con los malos
hábitos alimentarios y con el consumo excesivo de calorías, pero aparte de que
el sistema hace mucho más caro comer bien que mal, hay razones para pensar que
un problema que es global no se puede reducir únicamente a una mala elección
individual de los alimentos, sino que tiene que haber algo más, como un entorno
que promueve una ingesta excesiva de calorías al tiempo que se reduce el gasto
energético asociado a la actividad física. Para considerar la obesidad como un
problema básicamente individual, el consumidor tendría que tener una capacidad
real de controlar de forma consciente su alimentación de modo que ésta
resultase saludable y equilibrada. Si esto fuese así, la solución para
erradicar la obesidad sería una buena educación nutritiva. Pero la realidad es
bien distinta: “los consumidores seleccionan los alimentos sobre la base del
sabor, el coste, la conveniencia, la salud y la variedad. Sin embargo entre los
hogares de rentas más bajas y los desempleados, los determinantes clave de la
elección de alimentos son el sabor y el coste. Las familias con rentas bajas,
que intentan mantener los costes de su alimentación en un porcentaje fijo de
una renta decreciente, se verán impulsadas en la dirección de las comidas
densas en energía y una mayor proporción de alimentos que contengan cereales y
azúcar y grasas añadidos” (8).
No
cabe duda de que la gran industria agroalimentaria global tienen su parte de
responsabilidad en esta situación de tendencia a la obesidad con la puesta en
el mercado de gran variedad de alimentos “muy atractivos” ricos en grasa, sal y
azúcar, que tienden a ser los más rentables en las grandes superficies (9)
y cuya distribución a nivel mundial se apoya en campañas publicitarias muy
agresivas, sin que los gobiernos pongan límites a estas situaciones. La mayor
disponibilidad de estos alimentos a precios más bajos significa que los pobres
tienen acceso a alimentos más grasos a lo que se une que los pobres tienen
menos opciones alimentarías y un acceso más limitado a educación sobre
nutrición. Pues, aunque hay obesos en los países ricos, no deja de ser cierto
lo que señala Raj Patel (10): “a lo largo y ancho del planeta, los
pobres no pueden permitirse comer bien, y esto es cierto incluso en el países
más ricos del mundo: a diferencia de lo que ocurría antes cuando los ricos en
principio comían más que los pobres, no ocurre ahora, ya que tanto los obesos
como los famélicos son pobres, y la dieta óptima esta reservada para los
ricos”, conclusión que respalda con estudios estadísticos realizados
principalmente en EEUU y en el Reino Unido, siendo los niños el sector más
vulnerable y el que sufre las mayores consecuencias. Como dice Oliver De
Schutter, relator de la ONU para la Alimentación (7): “no es normal
que se anuncie “comida basura” y al mismo tiempo los gobiernos sufraguen campañas
para hacerles frente, sin olvidar la confusa y a veces contradictoria
información nutricional que recibe el consumidor a través de la publicidad”.
Es
posible que hoy dispongamos de los alimentos más sanos y baratos de la
historia. El problema es disponer de capacidad económica para acceder a ellos,
conocimientos nutricionales y libertad “real” para elegir correctamente, lo que
no es nada fácil, pues como subraya Marion Nestle: “no tomamos nuestras
decisiones sobre comida en el vacío. Seleccionamos nuestra dieta en un entorno
mercantilizado en el cual se invierten miles de millones de dólares en convencernos
de que los consejos nutricionales son tan confusos, y comer de manera sana tan
imposiblemente difícil, que no vale la pena molestarse en comer menos de uno u
otro alimento o categoría” (11), y es que la capacidad de
decisión real del consumidor es mucho menor de lo que suponemos, incluso de lo
suponen los propios interesados. En resumen, “la capacidad del consumidor
para gestionar los parámetros de su propia alimentación es bastante más
limitada de lo que sería necesario para que fuera viable un marco
individualizado de prevención de la obesidad” (9).
El
problema de la obesidad se ha convertido pues en un asunto de interés público
que debe preocupar a las autoridades. Pero ¿qué medidas se pueden tomar para
corregir un problema en el que están implicados, además de la voluntad (“condicionada”)
del consumidor, importantes intereses económicos e industriales, no ya
nacionales sino también internacionales? La posibilidad de introducir algún
tipo de gravamen fiscal a los alimentos menos saludables al tiempo que
subsidiar los más saludables es una de las medidas propuestas y que actualmente
son motivo de fuerte debate. Medidas de este tipo han sido estudiadas recientemente
en las Naciones Unidas como medio para frenar la alta incidencia de
enfermedades no trasmisibles, como la obesidad o la diabetes. Recientemente
expertos de la Universidad de Oxford han propuesto que la comida menos sana sea
gravada con un impuesto especial del 20% (12). Como es lógico, este
tipo de medidas cuentan con una fuerte oposición por parte de la gran industria
a la que muchos responsabilizan del incremento de obesidad, consecuencia de la
presencia en el mercado de productos de alto contenido de grasa y azucares a
precios “muy baratos”.
Algunos
países ya introdujeron este tipo de impuesto. Dina-marca a la grasa. Hungría a
la “comida basura” y Francia a las bebidas azucaradas. También el algunas
partes de EE UU hay iniciativas similares. De la experiencia adquirida parece
claro que al subir el precio vía impuestos disminuye el consumo, aunque esté
por ver cuál es la incidencia real en la mejora de la salud a largo plazo. Por
otro lado, son precisamente los pobres con menos re-cursos quienes acuden a las
dietas menos sanas y los que reaccionan más a las subidas de precios. De aquí
podemos deducir que los impuestos podrían suponer una modificación hacia dietas
más sanas.
Este
razonamiento no deja de ser un poco cínico. No se puede olvidar que la subida
de los precios de los productos menos saludables podría afectar al consumo de
productos básicos en las clases más desfavorecidas, con lo que sería peor el
remedio que la enfermedad. Parece entonces que este tipo de medidas deberían ir
precedidas de otras que subvencionasen los alimentos más saludables (verduras y
frutas), porque actualmente es más cara una manzana que una pieza de bollería.
Otros
expertos son menos partidarios de la subida de im-puestos y más de la educación
como Javier Salvador, de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición: “Mi
opinión personal es que no soy partidario (de los impuestos). Es verdad que
algunos epidemiólogos afirman que así se reducen ciertos consumos, pero yo soy
más partidario de la educación”, afirma. Por ultimo “más que pensar en
gravar habría que ver cómo abaratar los alimentos más saludables. Porque
actualmente la comida rápida es más barata que la sana. ….. No se trata de
echarle la culpa al consumidor, sino de equilibrar los precios” afirma (12).
Más
taxativo se muestra el Ministerio de Sanidad de España al indicar recientemente
que descarta aplicar un gravamen a la “comida basura” (13). En
efecto, según Teresa Robledo, -asesora de la estrategia NAOS (Estrategia para
la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad) de la AESAN-, “gravar
con impuestos la comida basura no es una solución en la lucha contra la
obesidad y el sobrepeso”. Asimismo se mostró partidaria de una estrategia
integral que aúne a sectores públicos y privados para acabar con el problema. “Hay
que ser más preactivos. Solo con esa visión integradora y global podremos de
verdad invertir la tendencia de la obesidad en España, que es un problema muy
preocupante”, manifestó.
Por su
parte, la industria alimentaria, las grandes cadenas de restauración rápida y
sus aliados sostienen que la consecución de una dieta y un nivel de actividades
físicas conducentes al equilibrio calórico, el control del peso y la salud es
fundamentalmente un asunto de responsabilidad personal. Con las matizaciones
que sean necesarias de alguna forma coincide con la estrategia de NAOS, que
pone el acento en los “hábitos” alimentarios y en la actividad física de la
población española, como solución a los problemas de obesidad. De alguna forma
volvemos al principio del debate: para resolver el problema de la obesidad hay
que cambiar los hábitos alimentarios y hacer ejercicio físico ¿Cómo se consigue
eso?
La McDonalización
alimentaria: Si algo caracteriza al mundo globalizado es
la Mcdonalización de la sociedad, termino acuñado por Ritzer (14)
para definir un modo de comportamiento y de producción que rige en la sociedad
actual y que de alguna manera queda reflejado en el funcionamiento y modo de
trabajo de la cadena de comida rápida McDonal´s y que, en el caso de la
alimentación, hoy se aplica a la producción, industria y distribución. La
McDonalización es una combinación de la racionalización de la producción y el
consumo a fin de aumentar la rentabilidad. Se podría contextualizar en el marco
de una reestructuración del capitalismo, que busca el aumento de la
productividad y las ganancias mediante la racionalización de la producción y
del consumo (15).
La
"Mcdonalización" viene a ser la aplicación del modelo de negocio de
los restaurantes McDonald's a cada vez más ámbitos de nuestra vida. Tener algo
rápido, idéntico, a cualquier hora, de la misma forma en que lo has adquirido
la última vez y sin sorpresas. La McDonalización de la restauración y de la
industria alimentaria no deja de ser la producción en cadena que Henry Ford
aplicó a la producción de automóviles. La Mcdonalización nos permite comprender
la producción contemporánea de alimentos con procedimientos cada vez más
estandarizados.
De
acuerdo con Ritzer, el proceso de racionalización y por ende de Mcdonalización,
debe cumplir cuatro premisas: eficiencia, calculabilidad, previsibilidad y
disponer del control de las personas involucradas en el proceso productivo con
el fin de mejorar la productividad y los beneficios económicos:
Eficiencia –
Todo debe realizarse de la forma más eficaz posible, sin errores, de modo
“automático” y con rapidez. La individualidad no esta permitida.
Calculabilidad - Todo
el proceso se evalúa por criterios objetivos, tanto del tiempo como de la cantidad.
En general prima la cantidad sobre la calidad. Cantidad es sinónimo de calidad
(se venden Big Mac, no buen Mac, se da más por menos).
Previsibilidad - El
proceso de producción se organiza para garantizar la uniformidad del producto. Los
productos deben ser los mismos en todas partes. El público debe saber
exactamente con lo que se va a encontrar. No se puede esperar nada original o
novedoso.
Control - En
la producción Mcdonalizada todo esta controlado. La labor de los trabajadores
está “automatizada” (realizan un número muy limitado de acciones siempre
iguales) y no se deja nada a su iniciativa. De alguna manera se trata de la
automatización de la fuerza del trabajo y cuando se puede se sustituye por máquinas.
No
cabe duda de que el sistema de producción en cadena cumple todas estas premisas
y es el que se aplica en los restaurantes de comida rápida y en las fábricas de
elaboración de alimentos. En la cadena cada trabajador hace algo previsible,
permite la cuantificación de cada elemento del proceso productivo y permite el
control de los trabajadores. Para comprobarlo no hay más que observar, por
ejemplo, la forma de actuar de los trabaja-dores en un restaurante de la cadena
McDonal`s.
Como
no podía ser de otra forma este proceso influyó notablemente en las costumbres
alimentarias tradicionales, aunque ya venían siendo modificadas desde los años
setenta del siglo pasado por la acción no sólo de la industria sino también de
la distribución, apoyada en redes comerciales cada vez más sofisticadas,
perfeccionadas y con logísticas extremadamente elaboradas, muchas veces
globalizadas. Las exigencias de la distribución hicieron que se desarrollasen
productos fáciles de transportar, almacenar, conservar y presentar en los expositores
de los supermercados.
La
industria agroalimentaria fue poco a poco imponiendo sus productos entre unos
consumidores que todavía no estaban preparados. Primero fueron las conservas industriales,
luego los congelados, los purés instantáneos, hasta llegar en los años ochenta
a los platos precocinados y a las “ayudas culinarias”: salsas, fondos, fumets
de pescado, etc. Y así hasta hoy.
Y es
que a la sociedad Mcdonalizada, donde la facilidad de uso juega un papel
importante, le resulta imprescindible contar con alimentos previsibles, que
sólo se consiguen con la aplicación de métodos industriales. En una sociedad
“racional” las personas prefieren saber con qué se encontraran en todo lugar y
momento. Así prefieren que la comida no les brinde sorpresas, es decir, que la
que toman en un determinado momento o lugar sea idéntica a la que comen en otro
sitio o a otra hora. Qué duda cabe que esta mentalidad junto con los sistemas
de producción, distribución y presentación de alimentos “racionalizados”
orienta e induce a la población al consumo de comida rápida, no sólo en los
restaurantes, sino también a través de productos elaborados por la industria.
Sin
embargo, como indica Claude Fischlers (16): “el agrobusiness
planetario no destruye pura y simplemente las particularidades culinarias
locales, sino que desintegra e integra. La industria agroalimentaria aplasta
las diferencias y las particularidades locales, mientras lanza a los cinco
continentes especialidades regionales y exóticas adaptadas o estandarizadas”.
De alguna manera la oferta de la industria Mcdonalizada “se ajusta” a la
cultura alimentaria de cada país. Aparentemente los productos son los mismos,
pero las pizzas, las hamburguesas, los postres, las salsas, etc., no son
idénticos en todas partes. Se adaptan con ligeras variaciones a los gustos de
cada país, al tiempo que se procura que tengan un gusto “neutro” o “blando”
para facilitar su adopción.
En resumen, la Mcdonalización
alimentaria, como todo, tiene sus ventajas e inconvenientes, entre las primeras
estaría la disponibilidad de más productos, más baratos, con calidad más
uniforme y sobre todo la comodidad de uso, aunque posiblemente con más
beneficios para las empresas que para los consumidores. Como contrapartida
tenemos que este sistema de producción “eficiente” e “intensivo”, además de
daños al medio ambiente, genera millones de toneladas de basura y, sobre todo,
que, sus productos, en general, no se pueden clasificar como comida saludable.
La obesidad, el sobrepeso y sus consecuencias: la diabetes, la hipertensión,
enfermedades coronarias, y algunos tipos de cáncer están relacionados con el
sector industrial de producción de alimentos.
No
obstante, son cada vez más el número de personas que consumen alimentos
producidos industrialmente, porque no hay que olvidar que este modelo de
alimentación “racionalizado” o McDonalizado ya se ha establecido entre nosotros
y parece que tiende a formar parte de los hábitos alimentarios y sociales
futuros. Como ya había advertido Max Weber en su análisis sobre la
racionalización, base de la teoría de la McDonalización de la sociedad de
Ritzer, el exceso de racionalización puede lleva a la irracionalidad.
Crisis y soberanía alimentaria
A
principios del 2008, ya todo el mundo admitía que junto a la crisis económica
se cernía sobre la humanidad otra crisis, la alimentaria. Con la subida de los
precios de los alimentos y el destino de los mismos a otros fines crecían los
niveles de subnutrición. Hoy, en el mundo, al menos mil millones de personas
están subalimentados o sufren graves problemas de subnutrición, siendo 57.000
las personas que mueren cada día de hambre, al tiempo que cada cinco segundos
lo hace un niño de menos de diez años. Esto es lo que ocurre en el mundo en
desarrollo según datos de la FAO. Esta situación creada por el sistema
económico mundial no ha llegado a Occidente, pero ya en Europa empieza a crear
sufrimientos graves, en especial en los países llamados periféricos.
Lo
realmente intolerable es que en este momento no es un problema de
disponibilidad o producción de alimentos, aunque pueda llegar a serlo, sino de
accesibilidad, consecuencia principalmente de lo elevado de los precios. En
este momento en el mundo hay suficientes alimentos para alimentar a toda la
población y sobrarían (a razón de 2200 calorías diarias por persona), pero los
mercados y la especulación son los que mandan. Un ejemplo que quizá pueda
parecer frívolo: en el mundo hay capacidad productiva para que todo el mundo
pueda disponer de coche, pero no todo el mundo tiene dinero para pagarlo. Pero
entre los coches y los alimentos hay una diferencia fundamental, que a veces se
nos olvida, y es que el derecho a la alimentación esta recogido por la Asamblea
General de las Naciones Unidas, como tal, desde 1948, en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos en su artículo 25, por lo que la especulación
alimentaria solo se le puede tachar de crimen contra la humanidad.
Si
bien es cierto que en los últimos años las subidas de los precios se podían
achacar a disminución de la producción como consecuencia de factores climáticos
adversos, hoy no es así y el aumento de los precios se debería a las “reglas
del libre mercado”, es decir, a los efectos de la “oferta y la demanda” en
estos mercados. Desde luego la disponibilidad de reservas existentes no
justifica las fuertes subidas de precios que los alimentos sufrieron en los
últimos años, y siguen sufriendo, aunque es innegable que se esta produciendo
un aumento de la demanda al tiempo que aparecen nuevos e importantes factores
que están afectando a la oferta.
Para
Lester Brown (fundador del “Worldwatch Institute”) (17): “por el
lado de la demanda, los culpables son: el crecimiento demográfico, el aumento
de la riqueza (el aumento en el consumo de carne, leche y huevos en los países
en desarrollo de rápido crecimiento no tiene precedentes) y el uso de granos
para alimentar automóviles. Por el lado de la oferta: la erosión del suelo, el
agotamiento de los acuíferos, la pérdida de tierras agrícolas a favor de usos
no agrícolas, el desvío de agua de riego a las ciudades, el estancamiento de
los rendimientos de los cultivos en países agrícolamente avanzados, y, debido
al cambio climático, la extinción de cultivos por olas de calor y el
derretimiento de las capas de hielo y de los glaciares de montaña”. Estas
tendencias relacionadas con el clima parece que impondrán costos mucho mayores
en el futuro.
Aunque
parece que el ritmo de crecimiento de la población mundial se esta moderando
todavía aumenta a un ritmo de 80 millones de personas cada año, esperándose que
para 2.050 habrá que alimentar a 2.000 millones de persona más que ahora, lo
que exigirá aumentar la producción global de forma considerable en
prácticamente la misma tierra arable, pero con menos agua de la que se utiliza
actualmente. Consecuencia de esta situación será, no cabe duda, un aumento de
la demanda de alimentos, a la que habrá que añadir la demanda creciente que
ejercen los países emergentes (China, India, Brasil, etc.), en los que el
consumo ha aumentado considerablemente. No obstante, aunque la creciente
demanda por parte de China e India ha hecho aumentar la demanda anual mundial
de alimentos, en el caso concreto de los cereales la importación por parte de
China e India ha descendido en los últimos años desde 14 millones de toneladas
a comienzo de la década de los 80 hasta unos 6 millones, debido a que la
demanda ha sido cubierta por la producción interna (FAO, 2008).
El
problema que se presenta es como alimentar a una población creciente con una
agricultura que dispondrá de menos agua y menos tierra, y cuyos rendimientos
están estancados, por no decir que desde hace años están disminuyendo, y que
sin lugar a dudas estará sometida a los efectos negativos del cambio climático:
aumento de temperaturas, periodos más o menos largos de sequías, etc. La realidad
es que las épocas de la abundancia y alimentos baratos están llegando a su fin.
El sistema, que en líneas generales, ha estado basado en el consumo excesivo de
agua, energía (petróleo) y “naturaleza”, muestra claros síntomas de
agotamiento, pues el planeta es finito. ¿Estaremos aún a tiempo de rectificar?
Como
indica Jean Ziegler (18), el que fue primer relator especial de las
Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación y que ejerció el cargo
durante ocho años: Malthus había servido, hasta ahora, para justificar el
hambre; “El hambre no es un crimen”, decía, “es la ley de la necesidad”
consecuencia del aumento de la población. Hoy nadie medianamente informado se
atreve a defender la ley de la necesidad de Malthus, pero sin embargo, ahora
hay una teoría mucho más peligrosa que es el neoliberalismo, que establece que
los mercados funcionan como una ley natural y que son los únicos actores de la
historia.
La
nueva religión neoliberal, que no liberal, del “Dios mercado” con su becerro de
oro, sus “clérigos” “acólitos” y “fieles” que se encargan de la aplicación y
extensión por todo el mundo de sus “dogmas”, de los que cuidan para evitar
desviaciones, los “pontifices maximus”
y “sumos sacerdotes” del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial,
desde sus sedes en Washington cree que el mercado va a resolverlo todo, y que
todos los problemas actuales se deben a que el mercado no está suficientemente
liberalizado y privatizado y que para que esta “religión” triunfe hay que
suprimir, privatizándolos, todos los sectores públicos, incluida la educación,
los transportes, la sanidad y liberalizar la circulación de productos,
servicios y capitales.
Es
verdad que la liberalización y la globalización produjo en los años 90 un
crecimiento y riquezas inmensas: el PIB planetario se duplico, el comercio
mundial se triplicó y el consumo de electricidad se duplicó cada cuatro años.
Pero la monopolización extrema de esas riquezas produjo el nacimiento de
oligarquías del capital financiero mucho más poderoso que todos los estados del
mundo o la ONU (18). El neoliberalismo no ha resuelto ninguno de los
problemas sociales: el hambre, la miseria, la redistribución de la riqueza, ¡Al
contrario! los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres¡
Pero, ¿Qué se podía esperar de una teoría política inspirada en la frase “no
hay sociedad, hay individuos” ¡Si las abejas hubiesen pensado lo mismo
¿tendríamos hoy miel?¡
Los agrocombustibles: La
obtención de biocombustibles, o mejor dicho agrocombustibles (etanol y
biodiesel), a partir de cereales, leguminosas, principalmente colza, y aceite
de palma, será la otra fuente que hará aumentar la demanda. Aunque la idea de
los defensores y promotores de los agrocombustibles era la necesidad de
disminuir la dependencia del petróleo y la búsqueda de nuevas fuentes de
energía para, entre otras cosas, frenar o mitigar el cambio climático, la
realidad es que la producción de agrocombustibles ha contribuido a intensificar
la crisis alimentaria y al aumento de los precios de los alimentos, al destinar
alimentos para la producción de combustibles y a generar una competencia por el
uso del suelo. Para la FAO (19): “el mercado emergente de los
agrocombustibles constituye una fuente de demanda importante para algunos
productos básicos agrícolas, como por ejemplo el azúcar, el maíz, la yuca, las
semillas oleaginosas y el aceite de palma. De esta forma al crecer esta demanda,
se aumentan los precios de los mercados mundiales, lo que a su vez ha provocado
un incremento de los precios de los alimentos”.
A título
de ejemplo, en Estados Unidos, en 2009, se dedicaron 119 millones de toneladas
de cereales para la obtención de etanol. Eso es suficiente para alimentar a 350
millones de personas durante un año. Parece como si surgiera una competencia
entre alimentar coches o alimentar personas. La realidad es que el incremento
anual de la demanda de cereales se ha duplicado entre 1990 y 2010, pasando el
incremento de 21 a 41 millones de toneladas por año (17).
La productividad
agrícola: La situación se puede complicar porque este
previsible aumento de la demanda puede coincidir con pérdida de productividad
de la agricultura, debido, como ha señalado Lester Brown (17), entre
otras cosas, a cierto estanca-miento de las cosechas, a problemas de erosión, a
disminución de agua disponible para el riego, al desvío de tierras agrícolas
para otros usos, etc. En definitiva, al agotamiento de la primera “revolución
verde”.
Es
innegable que, en general, el ritmo de aumento de la productividad agrícola a
nivel mundial está disminuyendo, incluso en los países con una agricultura
avanzada. Sería el caso de países como Francia, Alemania o Reino Unido y otros
países europeos, donde los rendimientos de trigo hace tiempo que no aumentan. O
en Japón, donde después de crecimientos espectaculares en los rendimientos de
arroz, hace ya 14 años que los rendimientos están estancados y no aumentan.
La
disminución de la productividad también se ve afectada por la intensificación
de la erosión que afecta a amplias zonas de la tierra. Se calcula que la
tercera parte de las tierras cultivables pierden suelo, problema que se intensifica
con las frecuentes sequías, posiblemente debidas al cambio climático. Zonas
especialmente sensibles en este sentido son el noroeste de China, el oeste de
Mongolia, el Asia Central y el centro de África.
Pero el problema fundamental para la
producción de alimentos es el del agua. El agotamiento de los acuíferos y la
caída de los niveles freáticos harán disminuir tarde o temprano la producción.
En Oriente Próximo, la sequía y el agotamiento de los pozos está conduciendo a
una situación insostenible. La falta de agua está condenando a la desertización
a grandes superficies que antes se cultivaban en África y Asia. Un caso digno
de estudio es el de Arabia Saudí, que puso en marcha un plan para el
autoabastecimiento de trigo, del que era dependiente, en los años 80, con un
notable éxito. El problema era que el agua se obtenía de un acuífero fósil que
hoy está prácticamente agotado, de modo que la producción de trigo cayó
rápidamente y se calcula que para 2016 el país dependerá por completo de la
importación de cereales (20).
A la
disminución del caudal de los acuíferos habría que sumar el consumo cada vez
mayor que hacen las grandes ciudades en crecimiento y el uso que se hace del
agua para otros fines, como la industria (la producción de un automóvil
necesita unos 400.000 litros de agua). Todo ello significa menos agua para
riego y en concreto para la producción de alimentos. Sirvan para el caso un
ejemplo: California ha perdido en los últimos años unas 400.000 ha de regadío
como consecuencia de la venta por los agricultores de agua para saciar la sed
de los habitantes de Los Ángeles y San Diego (17). Tampoco es menor el efecto que sobre la
disminución de la disponibilidad de agua para la agricultura esta teniendo la
fusión del hielo de los glaciares de montaña, consecuencia del aumento de la
temperatura que se viene registrando en los últimos años en la tierra, y que ya
es preocupante en el Asia Central. Sin el agua de este hielo las cosechas de
cereales caerán estrepitosamente.
Aunque
tenga menor intensidad, no se debe olvidar el efecto negativo que tiene en la
producción de alimentos el desvío de tierras agrícolas para otros fines: la
creciente urbanización, la dispersión suburbana en las grandes ciudades del
mundo, la necesidad de suelo para la industria, carreteras, aparcamientos, etc.
Toda esta demanda de suelo, muchas veces ocupando las mejores tierras de los
valles y vegas, elimina suelo para la producción agrícola. Una regla practicada
en los Estados Unidos es que por cada cinco millones de automóviles añadidos a
la flota de un país hay que pavimentar aproximadamente 400.000 hectáreas para
acomodarlos. Y no olvidemos que en China se esperan vender 20 millones de
coches a lo largo de 2011 (17).
Finalmente,
el aumento global de la temperatura, consecuencia del cambio climático, también
contribuye hacer más difícil el aumento de las cosechas de cereales.
Demanda de tierras: La
crisis alimentaria esta llevando a un nivel de preocupación a algunos países
que hace que la alimentación se esté convirtiendo en una cuestión de “seguridad
nacional”. Ya no basta con el concepto de “seguridad alimentaria”, que se
suponía que se lograba con la globalización junto con los progresos científicos
y técnicos que, aplicados a la agricultura, garantizarían el suministro
alimentario. Ahora se pretende y reivindica lo que podríamos llamar la
“soberanía alimentaria”; esto es la capacidad de un determinado país para
producir alimentos en cantidad suficiente que garanticen el consumo propio.
Consecuencia de esta situación es, como señala Ziegler (18), la
carrera de los “hedge funds” y otros
especuladores por las tierras cultivables del hemisferio sur.
Según
Joseph Fontana (20): en verano de 2009 la directora de la empresa
de inversiones Emergent Asset Management Ltd., Susan Payne, les decía a un
grupo de propietarios agrícolas y banqueros reunidos en Manhatan: “Cuidado con
el 2020 y con los años posteriores, porque pensamos que puede haber una gran
escasez de alimentos en este período”. Para lo cual les invitaba a invertir
en un “Áfrican Agricultural Land Fund” que se proponía adquirir y
administrar un amplio espectro de propiedades a lo largo de la región
subsahariana.
En ese
mismo año en Arabia Saudita se comenzó a preparar un proyecto para la
adquisición o arrendamiento de tierras en Senegal, Sudán, Malí y Etiopía para
producir arroz y otros alimentos para lo que estaban dispuestos a invertir
miles de millones de dólares. Los Emiratos Árabes Unidos ya controlan más de
2.800 km2 de tierras cultivables en Sudán, y Qatar, arrendó en 2008,
40.000 hectáreas de tierras fértiles con agua abundante en Kenia y negocia
contratos de cesión de tierras en Argentina y Ucrania. China, Japón, India,
Corea del Sur, Malasia y otros países han negociado la cesión de tierras en
Uganda, ante la imposibilidad de producir suficiente arroz para su creciente
población (20).
Sin
embargo, no todos estos proyectos pudieron llevarse a cabo y sólo una pequeña
parte se puso en práctica, pues, entre otras causas objetivas, la resistencia
local y popular lo impidió en muchos casos. Un caso muy sonado y que cita
Fontana (20) fue el intento de la multinacional surcoreana Daewoo de
conseguir la cesión de 1.300.000 hectáreas en Madagascar –casi la mitad de la
tierra arable de la isla- que le costó al gobierno una insurrección y la caída.
No obstante, la organización internacional “Vía Campesina” denunciaba en abril
de 2011 que al menos 50 millones de hectáreas de buenas tierras agrícolas de
Asia, África y América Latina, fueron transferidas de los campesinos a las
empresas tan solo en los últimos años. Solo en África, 30 millones de hectáreas
han sido acaparadas.
Pero no sólo la denuncia viene de Vía
Campesina, sino que según el propio Banco Mundial en el año 2011, 41 millones
de hectáreas de tierras cultivables fueron acaparadas por fondos de inversión y
trasnacionales únicamente en África, con el resultado de la expulsión de los
pequeños campesinos.
Subidas de precios de
los alimentos: La subida de precios comenzó en el año 2006,
con dos máximos en 2008 y 2011, y un record histórico, según la FAO, en enero
de 2011. Estos incrementos de precios, especialmente los de los cereales y
soja, no son un fenómeno coyuntural, porque en la situación actual no se
vislumbra ningún cambio o norma que haga pensar que más o menos pronto se pueda
volver a los precios que podríamos considerar normales. Es lo que reconoce la
FAO en su informe de 2009, al señalar que los precios de los alimentos no
volverían a los niveles de 2006 en la próxima década, y mostrar que las subidas
de precios que se estaban produciendo ya no tenían justificación, como podían haberla
tenido en los años 2007-2008, pues las cosechas de arroz y cereales eran
satisfactorias y se disponía de suficientes reservas almacenadas.
¿Qué
pasa entonces para que se produzcan estas escaladas de precios, si no hay
escasez? ¿Cómo se explica que los mercados actúen como si la hubiese? Varios
indicios apuntan a la especulación financiera con las materias primas
alimentarias como una de las causas principales y es que la explosión de los
precios produce beneficios gigantescos para los especuladores.
Como
consecuencia de la crisis financiera desatada en Estados Unidos al estallar la
burbuja inmobiliaria, gran parte del capital financiero especulativo (“hedge funds”) y los grandes bancos, se
trasladaron a otros sectores, como el agroalimentario, en busca de más
seguridad y sobre todo de alta rentabilidad monetaria, ante la total pasividad
de los organismos reguladores. Los mismos bancos, fondos de alto riesgo,
compañías de seguros, que causaron la crisis de las hipotecas “subprime”,
son quienes hoy especulan con la comida, aprovechándose de unos mercados
globales profundamente desregularizados y altamente rentables (21).
Ziegler denuncia que la especulación, que es totalmente legal, sobre los
alimentos básicos, maíz, arroz y trigo, que suponen el 75 % del consumo
mundial, los ha encarecido de forma explosiva y ha arrojado a la
subalimentación a 60 millones de personas (18). Lo mismo podríamos
decir del precio del azúcar.
Prueba
de la existencia de esta especulación financiera sobre los alimentos es la Resolución
aprobada por el Parlamento Europeo el 18 de febrero de 2010 (22): (….)
Estos acontecimientos están sólo en parte provocados por principios básicos
del mercado como la oferta y la demanda y que en buena medida son consecuencia
de la especulación (…..) los movimientos especulativos son responsables de casi
el 50 % de los recientes aumentos de precios….. En la misma resolución la
Eurocámara también respaldaba: (….) Las conclusiones del relator especial de
las Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación en relación con el papel
que juegan los grandes inversores institucionales, como por ejemplo los fondos
de alto riesgo, los fondos de pensiones y los bancos de inversiones –todo ello
por general sin interés alguno en mercados agrícolas-, influyendo en los
índices de precios de las materias primas con sus movimientos en los mercados
de derivados. No cabe duda que el poder del mercado para fijar los precios
es inmenso. Según Jean Ziegler (18): el poder planeta-rio de las
sociedades transcontinentales de la agroindustria y de los “Hedge Funds”, esos
fondos que especulan con los precios de la alimentación, es superior al de los
Estados nacionales y de todas las organizaciones interestatales. Sus
dirigentes, mediante sus actividades, juegan con la vida y la muerte de los
habitantes del planeta.
Los
especuladores con bienes alimentarios actúan en las Bolsas de materias primas
especialmente agrícolas donde se determinan los precios de los alimentos (soja,
maíz, trigo, arroz y otros). La más importante a nivel mundial es la de
Chicago, siguiéndole en importancia en este mercado de futuros las europeas de
Londres, Paris, Ámsterdam y Francfort. Los grandes operadores no esperan a que
llegue el momento de vender o de comprar la materia que han producido o que
necesitan, sino que lo realizan con un plazo anticipado en el llamado “mercado
de futuros”, de modo que la mayor parte de las compras o ventas no corresponden
a intercambios comerciales reales. La forma de actuar (23)
consiste en que se puede comprar todo el material que se necesite con uno o más
años de anticipación, asegurándose un precio, que es el de la cotización que
ahora se prevé para la fecha prevista. El contrato obliga a “ejecutar”
(comprar) la mercancía en la fecha prevista. Pero solamente una parte del total
de operaciones en bolsa (sobre el 20 %) son finalmente ejecutadas. La mayor
parte de éstas, son operaciones especulativas que venden o compran acciones en
función de las previsiones de oferta y demanda. El resultado son beneficios
asombrosos para los especuladores, calculándose que un 75 % de la inversión
financiera en el sector agrícola es de carácter especulativo.
Las
consecuencias negativas de todo esto son muy duras, pues las alzas de precios
de los alimentos no sólo alcanza a la población de los países en desarrollo
sino que también llega a la de los países desarrollados, como pone de
manifiesto una encuesta de Intermon Oxfan
realizada recientemente en 17 países: el 6 % de los habitantes de países ricos
como Gran Bretaña, Alemania, Australia y Estados Unidos, no tienen lo
suficiente para comer a diario. En España esta situación alcanza a 2,35
millones de personas. No deja de sorprender que una gran cantidad de personas
que sin estar en el umbral de la pobreza, incluso en los países desarrollados,
se vean obligadas a reducir la cantidad y calidad de los alimentos que consumen
a diario por el aumento de sus precios.
A modo de conclusión: La
economía mundial está sufriendo una crisis de sostenibilidad en la que las
limitaciones de los recursos y las presiones medioambientales junto con la
especulación financiera están causando alzas de los precios e inestabilidad
ecológica. La liberalización y desregulación total de los
mercados junto con la promoción del comercio internacional de los productos
agrícolas sin ningún tipo de cortapisas ha llevado a que cada vez la
posibilidad de influir en los precios mundiales de los alimentos esté en menos
manos, que, no son otras que poderosas entidades financieras y algunas
multinacionales de la industria agroalimentaria y la distribución, que
anteponen sus intereses particulares a las necesidades colectivas.
Estas
entidades, muchas veces más poderosas que los Estados, además de fijar precios,
determinan quien, qué y como se produce, excluyendo cualquier capacidad de
negociación a los pequeños y medianos agricultores. Reconocen, junto a los
políticos neoliberales, que el hambre es un problema terrible, trágico e
injusto, pero al mismo tiempo sostienen que cualquier intervención en el
mercado es un “pecado”. Cada vez esta más claro que, como que declaró
recientemente al diario El País el Relator Especial de las Naciones Unidas
sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Schutter, el hambre es un
problema político. Es una cuestión de justicia social y políticas de
redistribución, y ello, pensamos que como dice Ziegler (18), es
consecuencia de que el Estado Nacional y las organizaciones internacionales,
que son teóricamente los que tienen a cargo el bienestar público y la justicia
social, han perdido toda su soberanía.
En
última estancia, como dice Marc Dufumier (24) (ingeniero agrónomo y
docente-investigador francés), lo que necesitamos quizá sean nuevas
modalidades de gobernanza mundial, más democráticas, menos tolerantes en
relación con los intereses de las grandes empresas agroindustriales y
comerciales, menos crédulas respecto de las virtudes de las “fuerzas del
mercado”, más conformes con el derecho de cada uno a una alimentación correcta
y más respetuosa con el medio ambiente que van a heredar las generaciones
futuras.
Esto
probablemente implica la transformación previa de las reglas del “capitalismo
realmente existente”, que nos ha llevado a una cultura del derroche, basada en
el crecimiento sin límites, en el individualismo, en la obsesión por el
beneficio, en el afán de lucro y en la codicia, que no podía desembocar en otra
cosa que en la crisis económica actual (quizá mejor dicho en la crisis de
valores actual), representada mejor que nada por determinada oligarquía y el
capital financiero globalizado. Sin embargo, hay esperanza, pues se va
imponiendo la idea de que: “el hambre es un producto de los hombres, y puede
ser vencido por los hombres”. El desarrollo económico necesita volverse
rápidamente sostenible adoptando las tecnologías y los estilos de vida que
reduzcan las peligrosas presiones a los ecosistemas de la Tierra. No nos
olvidemos de algo muy importante: hacen falta 1,5 planetas para poder mantener
el ritmo actual de consumo¡ advierte Lester Brown. El crecimiento “ilimitado”
es imposible.
La crisis alimentaria en
España
La crisis económica ha causado y causa
en España, como no podía ser de otra forma, verdaderos estragos. Los servicios
y prestaciones públicas de atención a la pobreza y de exclusión social se han
visto desbordados y superados a partir del año 2007, viéndose obligados a
derivar a los demandantes de ayuda hacía organizaciones y asociaciones de
voluntariado. Las necesidades básicas más demandadas son, por orden de
prioridad, las relativas a alimentación, vivienda y empleo. Las entidades que
en nuestro país prestan ayuda alimentaria son principalmente tres: Federación
Española de Bancos de Alimentos, Cáritas y Cruz Roja, todas sin ánimo de lucro.
Estas entidades, que en 2008 cifraban en más de un millón y medio las personas
que sufrían hambre en España, han advertido que la demanda de alimentos por
causa de la crisis aumentó en un 50 % en 2009. Con la crisis, la tasa de
pobreza está aumentando y con ello las demandas de ayudas de alimentos, pero
conviene no olvidar que la pobreza es un problema estructural en España y que
en la época de bonanza (1994 – 2007) se mantuvo estable en torno a un 20 %. Si
antes de la crisis los usuarios de ayudas eran, en su gran mayoría, inmigrantes,
pensionistas o personas en riesgo de exclusión social, ahora son también
familias enteras de clases medias, que no pueden cubrir los gastos mínimos de
alimentación. Estos “nuevos pobres” representan alrededor del 40 % de los
atendidos. Según la Cruz Roja las personas que en España no puede permitirse
una comida con carne y pescado tres veces por semana alcanzó el 26,2 % en el
año 2010.
Realmente
preocupante es el informe presentado en 2011 por FEDAIA (Federación de
Entidades de Atención y de Educación a la Infancia y la Adolescencia) en
representación de las organizaciones sociales de ayudas alimentarias (Banco de
alimentos, Cáritas, Cruz Roja, etc.) por el que da a conocer que el 25 % de los
niños españoles menores de 16 años sufren malnutrición agudizada y que el 17%
de los niños que viven bajo el umbral de la pobreza sufre obesidad infantil, el
doble que los menores sin dificultades económicas, enfermedad que se deriva de
una alimentación que carece de frutas y verduras. Y según datos del último
informe de Naciones Unidas en España, son más de 2,2 millones de menores los
que viven en familias que no pueden cubrir los gastos mínimos de alimentación.
Como señala Ziegler (25), es algo muy grave porque la desnutrición
en la edad adulta no deja secuelas permanentes, pero en la infancia produce problemas
en el desarrollo, en particular en el desarrollo neuronal del cerebro. “Podemos
estar generando una generación de españoles débiles”.
De acuerdo con el informe de 2010 del
Observatorio del Derecho a la Alimentación y la Nutrición, los efectos de la
crisis alimentaría se verían agravados en España al no disponer de un eficiente
sistema de protección social, al abandono de la actividad agraria, cuyos
sistemas con gran dependencia de insumos externos, altos costes energéticos y
ambientales, no son, en general, sostenibles, y sí muy vulnerables ante los
ataques especulativos de los mercados, lo que facilita el encarecimiento de los
precios de los alimentos al consumidor. Continua el informe diciendo que a esta
situación no sería ajena la PAC (Política Agraria Comunitaria de UE), que si
bien en un principio (años ochenta) se orientaba a incrementar la productividad
agraria, a garantizar el suministro de alimentos a precios asequibles y
asegurar un nivel de vida equitativo a la población agraria, esta política fue
siendo paulatinamente abandonada para orientar la producción hacia el
“mercado”, de lo que, como es natural, se beneficia la distribución alimentaria
y la agroindustria. Si hacemos caso a Jean Ziegler (25), el que fue
Relator Especial de ONU para el Derecho a la Alimentación entre 2000 y 2008,
“el hambre en España, después de todo, esta provocada por los mismos mecanismos
que en Mali, en Honduras o Blangadesh: la deuda, la especulación, el dominio de
las multinacionales….”.
Cambios en los hábitos
de consumo: Dejando aparte los problemas alimentarios
agravados por la pobreza, la crisis está promoviendo también importantes
cambios alimenticios en la generalidad de los españoles. Según Intermon Oxfan, casi la mitad de los
españoles han cambiado sus hábitos alimentarios con la crisis. Según datos del
CIS fue el 41,2 % de los ciudadanos los que han cambiado las pautas para
ahorrar en alimentación. Para Intermon
Oxfan, los que han cambiado los hábitos alimenticios por motivos económicos
en 2010 son el 33 %.
El año
2010 fue el primero año de la última década en que se redujo el volumen de la
cesta de la compra. Datos del último boletín del Ministerio de Medio Ambiente,
Medio Rural y Marino indican que los hogares españoles en su conjunto gastaron
en el año 2010 un 2,3 % menos que el año precedente, pero la caída del consumo
no fue igual en todos los productos. Se consume menos huevos y carne, excepto
de pollo, siendo la carne de vacuno la que más cae, seguida de la ovino/caprina
y la de cerdo, mientras que aumenta el de preparados como la carne picada y la
casquería. Se reduce el consumo de pescado fresco, aunque avanza algo el
congelado y en conserva. En cuanto a la fruta también pierde terreno, pero
aumenta el de hortalizas y verduras. En general los españoles se inclinan cada
vez más por los productos congelados. El consumo de leche esterilizada también
disminuye, pero no el de derivados lácteos como yogures y que-so, que aumentan
como las pastas y el arroz. Disminuye el con-sumo de patatas frescas pero
aumenta el de congeladas y por primera vez en 50 años aumentó, en el año 2009,
el consumo de legumbres (alubias, lentejas y garbanzos), que en el año anterior
había llegado a ser menos de la mitad que en los años 60 y 70, cuando las
leguminosas constituían uno de los productos base de la alimentación diaria de
los españoles. La crisis también obliga a que los consumidores aprovechen mejor
los alimentos que por mucho tiempo han sido rechazados, como por ejemplo la
casquería, que parece que se vuelve a consumir. Se está volviendo a alimentos
que hace poco no se consumían al considerar que estaban fuera de nuestro
estatus. Otro efecto colateral es que determinadas capas de la población se
están viendo obligadas a abandonar “las fantasías gastronómicas”.
No
cabe duda de que los hábitos de los consumidores españoles cambian con la
crisis y con ellos la mesa de los españoles. Son entonces los problemas
económicos, independientemente de la bondad de una u otra dieta, los que están
condicionando los hábitos alimenticios. Parecería que la crisis podría mejorar
la dieta, como parece indicar el aumento del consumo de legumbres, y adquirir
así unos hábitos de consumo alimenticio más saludables que ayudasen a la lucha
contra el sobrepeso y la obesidad. Sin embargo, la realidad puede ser otra muy
distinta, pues aunque la crisis actual puede llevar a consumir más legumbres,
pasta, patatas, pescados más baratos y saludables (como la sardina y otros
pescados azules), hay otros que por precio relativo no facilita que aumente
significativamente su inclusión en la dieta. Sería el caso de las frutas y
verduras, que tendrían que resultar mucho más baratas para que realmente se
impusiera una comida más sana. En este mismo sentido no parece que mejore la
dieta. El hecho de que el consumo de comida rápida esté aumentando con la
crisis, así como el hecho de que en algunos casos resulte más barato comer en
restaurantes de comida rápida así lo demuestra.
La
realidad es que, en general, las empresas de alimentos preparados no han subido
los precios de sus productos a pesar de que en muchos casos si lo hicieron los
de las materias primas. Al tiempo que muchas de las grandes compañías de comida
rápida aprovecharon la situación para lanzar campañas publicitarias para
presentarla como una alternativa contra la crisis económica. En consecuencia,
no parece que la crisis, al modificar los hábitos alimentarios de parte de la
población, vaya a mejorar la dieta, sino que muy probablemente la esté empeorando
___________________________________
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