viernes, 8 de junio de 2018

11.- GLOBALIZACIÓN Y CRISIS 
ALIMENTARIA

La globalización alimentaria ¿existe?: la globalización alimentaria y la diferenciación social. La globalización alimentaria y la obesidad. La McDonalización alimentaria. Crisis y soberanía alimentaria: Los agrocombustibles. La productividad agrícola. Demanda de tierras. Subidas de precios de los alimentos. A modo de conclusión. La crisis alimentaria en España. Cambios en los hábitos de consumo.

La globalización alimentaria ¿existe?
A lo largo de esta historia hemos podido comprobar como los sistemas agroalimentarios de los distintos pueblos venían determinados fundamentalmente por las características geográficas de sus territorios, lo que determinaba que en gran medida los hábitos alimentarios fuesen propios de cada región. Esto era particularmente cierto para los estratos más bajos de la población que disponían únicamente de los alimentos producidos por ellos mismos. Esta autonomía era lo único, y no siempre, lo que les podía garantizar una cierta seguridad alimentaria.
Esta situación, sin duda, generaba una gran variabilidad alimentaria entre los distintos pueblos y una identidad local, no siempre voluntaria, pues el principal problema no era la variabilidad, sino la disponibilidad de alimentos esto no ocurriría entre los poderosos, que para hacer ostentación de su poder y riqueza, mostraban sus mesas llenas de toda clase de alimentos, muchas veces cuanto más exóticos mejor, pues: “el señor no debe preocuparse del carácter estacional de los alimentos ni de los limites impuestos por el país, porque con buena bolsa y buen caballo de batalla se puede tener de todo en cualquier momento del año”, escribía en 1662 el cocinero italiano Bartolomeo Stefani en su libro “El arte de la buena cocina” (1).
Todo esto comenzó a cambiar cuando la producción alimentaria se independizó, aunque relativamente, de las limitaciones geoclimáticas y territoriales fruto de los avances de la ciencia. Esto, junto con el sistema de empresas agroalimentarias globales, contribuyó a una relativa, pero cierta, homogeneización de la alimentación que brindó la posibilidad de consumir de todo a todos.
Aunque el origen de esta globalización fuese más o menos interesado, no se puede negar que de alguna forma democratizó la alimentación, al tiempo que facilitó la aparición de una cierta tendencia hacia la desaparición de las diferencias regionales. Hoy podemos encontrar en cualquier supermercado gran variedad de alimentos de las más extrañas y lejanas procedencias, no sólo verduras, frutas exóticas, pescados, especias, salsas etc., sino también multitud de nuevos alimentos como derivados lácteos o de cereales, zumos de frutas exóticas, platos preparados, los más variados “snacks”, etc, de cualquier parte del mundo. A esta tendencia homogeneizadora no sería ajena la influencia ejercida por el gran desarrollo alcanzado por la industria agroalimentaria, los transportes, la distribución internacional, la urbanización y los movimientos migratorios, todo ello en sintonía con la globalización.
Sin embargo, como siempre suele ocurrir ante la homogeneización de las costumbres surge como reacción un mayor apego a la propia “identidad”. A veces, por qué no decirlo, de forma exagerada. La alimentación y la gastronomía no podían ser una excepción. Se busca en la cocina del país o en los productos de temporada la propia identidad. Entre ciertos sectores de la población la cocina y los productos propios (“son de los nuestros”) se convierten en un valor en sí mismos, al tiempo que se exalta la cocina de temporada, pero ¿se puede decir que hoy existen productos de temporada, cuando los productos del hemisferio sur se trasladan al hemisferio norte y viceversa, en cuestión de horas?
Actualmente, desde el punto de vista alimentario vivimos en una contradicción, pues si por un lado se observa una cierta homogeneización de la alimentación debido al proceso de globalización, por otro aparecen nuevas culturas alimentarias ligadas a los flujos migratorios y, por si fuera poco, hay una ter-cera tendencia que trata de conservar lo propio, como señal étnica y cultural, pues como indican acertadamente Contreras y Gracia (2): “existen numerosas presiones económicas y políticas para que los comportamientos alimentarios de las poblaciones industrializadas converjan o se asemejen cada vez más entre sí, a pesar de que, por otro lado, este tipo de argumento esta siendo utilizado por diversos sectores para reivindicar el mantenimiento y restitución de las cocinas regionales y autóctonas”.
Sí nos ceñimos a Europa, es fácil observar cómo la tendencia a la homogeneización es evidente: el consumo de vino se extendió por los países tradicionalmente bebedores de cerveza y viceversa, la cerveza se consume cada vez más en los países mediterráneos vinícolas; el pan blanco de trigo se consume en todas partes, incluso en aquellas zonas donde su cultivo no era posible o era muy complicado; en el norte cada vez se consumen más verduras y frutas y en el sur mediterráneo más carne y leche. En todas partes triunfa el consumo de café e incluso compite entre los británicos con el té, poco menos que su bebida “nacional”. Las condimentaciones también se aproximan: quien vivió en el Reino Unido hace ya cuarenta años no puede dejar de sorprenderse cuando ahora ve que, ¡utilizan el ajo en sus preparaciones! Incluso los gustos se aproximan: en todas partes se popularizan las preparaciones a la parrilla, disminuyen los tiempos de cocción y aumenta el gusto por lo crudo.
Sin embargo, esta homogeneización puede no ser tan pro-funda como parece y para cualquier observador es fácil encontrar importantes diferencias en las costumbres alimentarias de los distintos pueblos europeos. Es cierto que el consumo de vino ha aumentado en los países tradicionalmente consumidores de cerveza, pero sigue siendo la bebida más consumida. El vino sigue manteniendo su importancia en los países del mediterráneo, donde continúa siendo imprescindible en las comidas y su presencia es mucho más visible que en los países del norte. Las frutas y verduras continúan consumiéndose más el sur que en el norte, al revés que la carne, que aunque aumentó mucho su consumo en los países mediterráneos, al igual que la leche, no llega al de los países del norte. Incluso se mantienen las preferencias por el tipo de carne, el buey en el norte y la ternera en el sur, mientras que el cerdo lo es en Alemania, aunque estas diferencias sean cada vez menores.
          En cuanto al pescado hay diferencias abismales de consumo entre los países del interior y los costeros. Antes podía pensarse que era consecuencia de las dificultades en el transporte, pero hoy esto ya no es así, pues el pescado puede llegar a cualquier punto convenientemente fresco. Es más, el envío y la exportación de pescado fresco hacía los países consumidores es cada vez mayor.
        Todavía se puede decir que el ajo y el aceite (de oliva y otros) por un lado y la manteca de cerdo y la mantequilla por el otro, marcan una frontera en la manera de cocinar entre el norte y el sur de Europa. En otros casos, aunque el consumo sea similar se mantienen importantes diferencias en las formas y en las preparaciones. Poco se parecen los panes, aunque sean todos blancos y de trigo, de unos países a otros. Lo mismo podemos decir del café ¿en que se parece un café de España o Italia de uno británico?
Pero las diferencias no sólo se mantienen en el uso de los alimentos sino también, y no de forma menos importante, en el orden, en la hora y el número de comidas diarias y las formas de realizarlas, y, sobre todo, en la función y el lugar que los alimentos ocupan en las comidas. Un caso claro es el de la pasta en Italia, donde además de que ningún día puede faltar, es un plato en sí mismo. Siempre es un primero y nunca un acompañamiento, como en otros países europeos. En este sentido, otro carácter claramente diferenciador entre países del norte y del sur de Europa sería la función y la forma que ocupa el consumo de bebidas como el vino y la cerveza. En Italia, por ejemplo, aunque el consumo de cerveza esta creciendo y no puede faltar en las “pizzerías”, no es fácil ver que alguien la consuma con un plato de carne o pescado y mucho menos con pasta, donde el vino sigue siendo el protagonista. Otro caso muy característico es el de España, país tradicional de vino, pero donde ya se bebe más cerveza, aunque con formas de consumo muy diferenciadas: la cerveza se suele tomar antes de comer, especialmente para acompañar al “tapeo” o en los paseos por la tarde-noche, pero nunca, aunque pueda aparecer esporádicamente, con una autentica comida, bien sea en restaurante o en casa, donde el vino siempre está presente. Por el contrario, en otros muchos países, en especial en los de más al norte, la cerveza puede acompañar a toda la comida, mientras que el vino se consume de forma más esporádica principalmente en los “pubs” o los restaurantes. Incluso un caso que se suele tomar como referente de la globalización alimentaria, que parece que nos igualaría a todos, es el de las hamburguesas, que hoy se consumen en todo el mundo, aunque, también se mantienen diferencias a la hora de consumirlas: en Estados Unidos se consumen a todas horas, mientras que la Europa mediterránea, en general, sustituye en las comidas, al filete o al bocadillo. Sin embargo, la bebida que suele acompañarlas es universal: la “coca cola” (aunque distinta en su sabor en unos u otros países) o la cerveza.
Paradójicamente, como indica Maximo Montanari (1): la globalización que parecía que iba a acabar con las cocinas autóctonas, regionales o nacionales, lo que ha hecho ha sido potenciarlas. Sin embargo, en la alimentación actual hay muy poco de autóctono o individuamente propio, aunque gran parte de la población esta convencida de lo contrario, y es que de alguna forma “la tendencia a globalizar la alimentación” existió siempre. Pensemos en la cultura del pan, del vino y del aceite en el Imperio Romano, que después de la invasión de los bárbaros germánicos cambió con la introducción masiva de la carne y la grasa. De alguna forma fue una “globalización alimentaria” o, por lo menos, una fusión de culturas que dio lugar a un nuevo modelo alimentario que se sintió como propio de Europa. La diferencia con lo que ocurre ahora es que en el mundo antiguo y medieval la construcción de un modelo de consumo alimentario universal era un ideal y un valor moral en sí mismo. Y es que, como ya dijimos, en las dietas hay muy poco de autóctono, aunque así sea percibido por la población y se defienda como tal. La dieta mediterránea sería un caso de esta percepción de dieta propia o nacional y como tal es reivindicada.
De la originaria dieta mediterránea quedaría muy poco: el pan, el vino (que por cierto proceden de culturas de Oriente Próximo y Medio afroasiático), el aceite de oliva (cuyo uso no se generalizó hasta fechas históricamente recientes, pues aunque se producía desde muy antiguo su uso principal era la cosmética), la carne de ovino, la cebolla y poco más (1). Incluso las verduras, hoy imprescindibles en la dieta mediterránea, no adquieren importancia alimenticia hasta pasada la Edad Media, pues antes era comida de los pobres, que no podían comer carne.
La mayor parte de los productos que hoy caracterizan la llamada dieta mediterránea surgen como consecuencia de contactos culturales o de intercambios con otras regiones o continentes del mundo. La alcachofa como la berenjena tiene origen árabe y no se introdujeron en la dieta hasta la baja Edad Media. De Oriente Medio y de África llegaron la caña de azúcar, los cítricos y muchas verduras, como la ya citada berenjena o las espinacas. La planta y el cultivo del arroz también son de procedencia árabe, lo mismo que el uso de la pasta seca, que se introdujo por Sicilia. Las alubias, los tomates o los pimientos llegaron de América.
Aunque hoy nadie puede negar en España la existencia de la dieta mediterránea como seña de identidad ¿cuántas “dietas” hay en el mediterráneo? ¿y cuántas de ellas son “puramente” mediterráneas?. Y es que las identidades culturales son, y la comida lo es, productos de la Historia, de intercambios y con gran capacidad de adaptación a nuevas situaciones, pues como dice Montanari (1), “la identidad no existe en el origen, sino al final del recorrido”, pero ¿cuándo será el final del recorrido?
Podríamos entonces concluir que, aunque efectivamente se van produciendo cambios en los hábitos alimentarios que hacen que los modelos de consumo se parezcan cada vez más, no se puede olvidar que al mismo tiempo se mantienen diferencias que están fuertemente enraizadas en la cultura alimentaria de cada pueblo, hasta el punto de que verdaderos “expertos en la globalización” como el financiero Soros (3) pone en duda que la globalización haya llegado a la alimentación dada la fuerte resistencia que representan las “especifidades nacionales”. La homogeneización alimentaria sería entonces más aparente que real. Y es que como ha indicado Rebato Ochoa (4), “se ha señalado que la cocina es incluso más conservadora que la religión, la lengua o cualquier otro aspecto cultural, ya que hay elementos fundamentales que permanecen resistiendo a las conquistas, a los procesos de migración y colonización o al cambio social y tecnológico, incluso a los efectos de la industrialización y urbanización”. Por ello, “la alimentación se considera como un marcador étnico y ha sido uno de los elementos que han contribuido a generar identidad mediante la constatación de la diferencia”.
No obstante, junto a los grupos que reivindican lo “autóctono” y el mantenimiento y recuperación de las cocinas y alimentos tradicionales, están surgiendo otros partidarios del mestizaje y de la fusión alimentaria como expresión muy positiva de la globalización de la alimentación, como ha señalado el genetista Cavalli-Sforza (5): La globalización, que es totalmente inevitable, llevará a una notable disminución de las diversidades culturales, pero nunca a una desaparición completa y además está claro que no será algo que ocurra a corto plazo. En algunos aspectos la globalización no puede ser más que algo beneficioso, en el sentido de que nos hará más hospitalarios y más capaces de olvidar las pequeñas mezquindades, a las que todavía estamos apegados, y de convertirnos en verdaderos ciudadanos del mundo.
En cualquier caso, dado que la historia indica que las transformaciones son inevitables y que sin lugar a dudas se van a producir, si bien a veces de forma muy lenta, no tiene sentido añorar el pasado, que por cierto, muchas veces se olvida que fue, mayoritariamente, un pasado de hambre

La globalización alimentaria y la diferenciación social: Como indica la Dra. Rebato (4), la realidad es que hoy muchas sociedades se encuentran divididas ante la opción de mantener su cultura gastronómica o apostar por los nuevos alimentos y la introducción de especialidades de otros países: esto depende de diversos factores, en particular del nivel socioeconómico. Los efectos y las reacciones frente a la globalización no se manifiestan de forma homogénea en todas las clases sociales, sino que cada una, dependiendo de su nivel de ingresos, desarrolla unos hábitos determinados de consumo.
Un amplio sector de la sociedad occidental, especialmente aquel de ingresos medio-altos, busca alimentos con una “calidad” diferencial ligada al territorio (denominaciones de origen) o alimentos producidos en el ámbito local con métodos tradicionales, los que denominaríamos “del país”. A pesar de la ambigüedad que implica la palabra calidad referida a un alimento - ¿qué es calidad? ¿lo que produce mi pueblo? ¿lo “natural"? ¿lo consumido en restaurantes selectos, prestigiosos o “innovadores”? ¿lo ecológico “que creemos que nos devuelve a la naturaleza”?- su búsqueda, en un mundo más o menos homogeneizado, se puede considerar una de las señas de distinción social, de nivel socioeconómico, de estilo de vida y de buen gusto. A través de la alimentación “sana y natural” se trata de conseguir el cuerpo y el ideal de salud anhelado. El hecho natural de comer ha sido revestido de una significación sociocultural.
A veces da la impresión de que el deseo de que los alimentos sean “sanos” y permanezcan ligados a los ámbitos local y regional se ha vuelto obsesivo para un sector de la población que generalmente no tiene ninguna dificultad para alimentarse. Esta opción “obsesiva” que incluso podríamos considerar como una “ideología” del consumo -consumo ostensible y diferenciado de ciertos productos, que independiente de su valor intrínseco, han sido revestidos simbólicamente de singularidad y cierta distinción (6)- no se adopta, sin embargo, de modo completamente libre, sino que está fuertemente influenciado por los consejos de “expertos” “entendidos” o “peritos” alimentarios que aconsejan desde medios más o menos elitistas, así como por el afán de emulación de determinados grupos de referencia revestidos de prestigio por parte de los que ahora aspiran a la exquisitez y, en definitiva, a la “distinción” (6).
Frente a este mundo de la “abundancia globalizada”, del que “disfrutarían” las clases sociales más acomodadas, existe otro, tan real como el anterior, de consumo alimentario masificado o “macdonalizado” y que es el modelo dominante para la gran mayoría de la población mundial, en especial de aquellos niveles socioeconómicos y/o educativos más bajos (hoy en occidente podrían estar incluidos en estos grupos, además de las clases más bajas y marginales, los estratos inferiores de las clases medias, los parados de larga duración, los inmigrantes no integrados, etc., grupos muy influenciables y vulnerables). En este mundo la pobreza ya no se manifiesta por la delgadez extrema, como ocurría antes, sino más bien por unas formas típicas de obesidad o “gordura” características de las clases bajas y que serían consecuencia de la “imposibilidad” de alimentarse de forma correcta y equilibrada, lo que a menudo les conduce al consumo excesivo de determinados productos, que sin ser intrínsicamente dañinos, sí les llevan a situaciones de carencias nutricionales básicas. De hecho, en nuestro tiempo es relativamente normal la existencia de una “gordura” característica de las clases bajas y muy visibles entre los niños de los barrios marginales de las grandes ciudades occidentales.
Esta obesidad de algún modo es “distinta” de la que sufren los países desarrollados, consecuencia muchas veces de los excesos y de malos hábitos alimentarios que conducen irremisiblemente al sobrepeso y la obesidad y que su origen posiblemente está en la abundancia. Sin embargo, actualmente la obesidad ha dejado de ser un problema exclusivo de los países ricos para extenderse con rapidez a los países en vías de desarrollo.

La globalización alimentaria y la obesidad: Los cambios de los hábitos alimentarios y del modo de vida hacia un modelo más sedentario, en el que el trabajo y los desplazamientos requieren mucho menos esfuerzo físico, en un contexto de relativa abundancia de alimentos “baratos”, ricos en grasas, azúcares y sal, muy asequibles, especialmente para las clases populares, puede llevar y de hecho lleva a la población a fuertes desequilibrios nutricionales que terminan en la obesidad. En efecto, la producción ha aumentado mucho en los últimos años en los países en desarrollo y eso ha permitido a la población elevar la cantidad de calorías que ingiere al día. Paradójicamente, ese incremento del aporte energético ha procedido de productos como la carne, el azúcar, el aceite y otras grasas, en principio menos saludables y más caros que otros productos como las legumbres, las frutas o las verduras. En consecuencia, la alimentación tradicional que contenía cereales y hortalizas está siendo sustituida por otra con gran contenido de grasas y azúcar. En el mundo globalizado, la agricultura, especialmente en los países en vías de desarrollo, se va desvinculando progresivamente de las necesidades alimentarias de la población más próxima y se va orientando cada vez más hacia los mercados y las industrias alimentarias globales guiadas por la rentabilidad y con gran capacidad de poner en el mercado calorías baratas y atractivas. No hay que olvidar que las comidas preparadas tienden a ser más calóricas que las realizadas en el hogar. De alguna manera se están produciendo cambios globales en los sistemas alimentarios que conducen a incrementos alarmantes de los casos de obesidad, tanto en los países en vías de desarrollados como en los industrializados, con el consecuente aumento del riesgo de sufrir enfermedades como la diabetes, la hipertensión, las cardiovasculares e incluso una variedad de cáncer.
Un reciente informe de la ONU (7), tras constatar que una de cada siete personas pasa hambre en el mundo, establece que el 65% de la población vive hoy en países donde la obesidad “mata a más personas que la falta de peso”, equiparando la importancia de los malos hábitos alimentarios con el hambre. Ejemplo de ello es China, un país con un rápido desarrollo económico, en el que el 10% de los niños están obesos y otro 10% mal nutridos. La FAO constata que en este país el desarrollo y las mejoras económicas han disparado el consumo de alimentos con alto contenido de grasa, al tiempo que mientras los ingresos aumentaban, disminuía el coste de los alimentos grasos, situación que parece extenderse también por todo el mundo en desarrollo. Parece que los países pobres conforme se vuelven prósperos adquieren algunos beneficios (ingieren más alimentos) y algunos problemas de los países industrializados como la obesidad. Ante esta situación, la FAO, si bien reconoce que su primera prioridad debe ser combatir el hambre, afirma que es necesario prestar más atención al problema cada vez mayor de la obesidad. Hay que asegurar que las personas consuman suficientes alimentos y que estos sean los adecuados.
Mucha gente podrá pensar que la obesidad tiene que ver únicamente con los malos hábitos alimentarios y con el consumo excesivo de calorías, pero aparte de que el sistema hace mucho más caro comer bien que mal, hay razones para pensar que un problema que es global no se puede reducir únicamente a una mala elección individual de los alimentos, sino que tiene que haber algo más, como un entorno que promueve una ingesta excesiva de calorías al tiempo que se reduce el gasto energético asociado a la actividad física. Para considerar la obesidad como un problema básicamente individual, el consumidor tendría que tener una capacidad real de controlar de forma consciente su alimentación de modo que ésta resultase saludable y equilibrada. Si esto fuese así, la solución para erradicar la obesidad sería una buena educación nutritiva. Pero la realidad es bien distinta: “los consumidores seleccionan los alimentos sobre la base del sabor, el coste, la conveniencia, la salud y la variedad. Sin embargo entre los hogares de rentas más bajas y los desempleados, los determinantes clave de la elección de alimentos son el sabor y el coste. Las familias con rentas bajas, que intentan mantener los costes de su alimentación en un porcentaje fijo de una renta decreciente, se verán impulsadas en la dirección de las comidas densas en energía y una mayor proporción de alimentos que contengan cereales y azúcar y grasas añadidos” (8).
No cabe duda de que la gran industria agroalimentaria global tienen su parte de responsabilidad en esta situación de tendencia a la obesidad con la puesta en el mercado de gran variedad de alimentos “muy atractivos” ricos en grasa, sal y azúcar, que tienden a ser los más rentables en las grandes superficies (9) y cuya distribución a nivel mundial se apoya en campañas publicitarias muy agresivas, sin que los gobiernos pongan límites a estas situaciones. La mayor disponibilidad de estos alimentos a precios más bajos significa que los pobres tienen acceso a alimentos más grasos a lo que se une que los pobres tienen menos opciones alimentarías y un acceso más limitado a educación sobre nutrición. Pues, aunque hay obesos en los países ricos, no deja de ser cierto lo que señala Raj Patel (10): “a lo largo y ancho del planeta, los pobres no pueden permitirse comer bien, y esto es cierto incluso en el países más ricos del mundo: a diferencia de lo que ocurría antes cuando los ricos en principio comían más que los pobres, no ocurre ahora, ya que tanto los obesos como los famélicos son pobres, y la dieta óptima esta reservada para los ricos”, conclusión que respalda con estudios estadísticos realizados principalmente en EEUU y en el Reino Unido, siendo los niños el sector más vulnerable y el que sufre las mayores consecuencias. Como dice Oliver De Schutter, relator de la ONU para la Alimentación (7): “no es normal que se anuncie “comida basura” y al mismo tiempo los gobiernos sufraguen campañas para hacerles frente, sin olvidar la confusa y a veces contradictoria información nutricional que recibe el consumidor a través de la publicidad”.
Es posible que hoy dispongamos de los alimentos más sanos y baratos de la historia. El problema es disponer de capacidad económica para acceder a ellos, conocimientos nutricionales y libertad “real” para elegir correctamente, lo que no es nada fácil, pues como subraya Marion Nestle: “no tomamos nuestras decisiones sobre comida en el vacío. Seleccionamos nuestra dieta en un entorno mercantilizado en el cual se invierten miles de millones de dólares en convencernos de que los consejos nutricionales son tan confusos, y comer de manera sana tan imposiblemente difícil, que no vale la pena molestarse en comer menos de uno u otro alimento o categoría(11), y es que la capacidad de decisión real del consumidor es mucho menor de lo que suponemos, incluso de lo suponen los propios interesados. En resumen, “la capacidad del consumidor para gestionar los parámetros de su propia alimentación es bastante más limitada de lo que sería necesario para que fuera viable un marco individualizado de prevención de la obesidad(9).
El problema de la obesidad se ha convertido pues en un asunto de interés público que debe preocupar a las autoridades. Pero ¿qué medidas se pueden tomar para corregir un problema en el que están implicados, además de la voluntad (“condicionada”) del consumidor, importantes intereses económicos e industriales, no ya nacionales sino también internacionales? La posibilidad de introducir algún tipo de gravamen fiscal a los alimentos menos saludables al tiempo que subsidiar los más saludables es una de las medidas propuestas y que actualmente son motivo de fuerte debate. Medidas de este tipo han sido estudiadas recientemente en las Naciones Unidas como medio para frenar la alta incidencia de enfermedades no trasmisibles, como la obesidad o la diabetes. Recientemente expertos de la Universidad de Oxford han propuesto que la comida menos sana sea gravada con un impuesto especial del 20% (12). Como es lógico, este tipo de medidas cuentan con una fuerte oposición por parte de la gran industria a la que muchos responsabilizan del incremento de obesidad, consecuencia de la presencia en el mercado de productos de alto contenido de grasa y azucares a precios “muy baratos”.
Algunos países ya introdujeron este tipo de impuesto. Dina-marca a la grasa. Hungría a la “comida basura” y Francia a las bebidas azucaradas. También el algunas partes de EE UU hay iniciativas similares. De la experiencia adquirida parece claro que al subir el precio vía impuestos disminuye el consumo, aunque esté por ver cuál es la incidencia real en la mejora de la salud a largo plazo. Por otro lado, son precisamente los pobres con menos re-cursos quienes acuden a las dietas menos sanas y los que reaccionan más a las subidas de precios. De aquí podemos deducir que los impuestos podrían suponer una modificación hacia dietas más sanas.
Este razonamiento no deja de ser un poco cínico. No se puede olvidar que la subida de los precios de los productos menos saludables podría afectar al consumo de productos básicos en las clases más desfavorecidas, con lo que sería peor el remedio que la enfermedad. Parece entonces que este tipo de medidas deberían ir precedidas de otras que subvencionasen los alimentos más saludables (verduras y frutas), porque actualmente es más cara una manzana que una pieza de bollería.
Otros expertos son menos partidarios de la subida de im-puestos y más de la educación como Javier Salvador, de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición: “Mi opinión personal es que no soy partidario (de los impuestos). Es verdad que algunos epidemiólogos afirman que así se reducen ciertos consumos, pero yo soy más partidario de la educación”, afirma. Por ultimo “más que pensar en gravar habría que ver cómo abaratar los alimentos más saludables. Porque actualmente la comida rápida es más barata que la sana. ….. No se trata de echarle la culpa al consumidor, sino de equilibrar los precios” afirma (12).
Más taxativo se muestra el Ministerio de Sanidad de España al indicar recientemente que descarta aplicar un gravamen a la “comida basura” (13). En efecto, según Teresa Robledo, -asesora de la estrategia NAOS (Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad) de la AESAN-, “gravar con impuestos la comida basura no es una solución en la lucha contra la obesidad y el sobrepeso”. Asimismo se mostró partidaria de una estrategia integral que aúne a sectores públicos y privados para acabar con el problema. “Hay que ser más preactivos. Solo con esa visión integradora y global podremos de verdad invertir la tendencia de la obesidad en España, que es un problema muy preocupante”, manifestó.
Por su parte, la industria alimentaria, las grandes cadenas de restauración rápida y sus aliados sostienen que la consecución de una dieta y un nivel de actividades físicas conducentes al equilibrio calórico, el control del peso y la salud es fundamentalmente un asunto de responsabilidad personal. Con las matizaciones que sean necesarias de alguna forma coincide con la estrategia de NAOS, que pone el acento en los “hábitos” alimentarios y en la actividad física de la población española, como solución a los problemas de obesidad. De alguna forma volvemos al principio del debate: para resolver el problema de la obesidad hay que cambiar los hábitos alimentarios y hacer ejercicio físico ¿Cómo se consigue eso?

La McDonalización alimentaria: Si algo caracteriza al mundo globalizado es la Mcdonalización de la sociedad, termino acuñado por Ritzer (14) para definir un modo de comportamiento y de producción que rige en la sociedad actual y que de alguna manera queda reflejado en el funcionamiento y modo de trabajo de la cadena de comida rápida McDonal´s y que, en el caso de la alimentación, hoy se aplica a la producción, industria y distribución. La McDonalización es una combinación de la racionalización de la producción y el consumo a fin de aumentar la rentabilidad. Se podría contextualizar en el marco de una reestructuración del capitalismo, que busca el aumento de la productividad y las ganancias mediante la racionalización de la producción y del consumo (15).
La "Mcdonalización" viene a ser la aplicación del modelo de negocio de los restaurantes McDonald's a cada vez más ámbitos de nuestra vida. Tener algo rápido, idéntico, a cualquier hora, de la misma forma en que lo has adquirido la última vez y sin sorpresas. La McDonalización de la restauración y de la industria alimentaria no deja de ser la producción en cadena que Henry Ford aplicó a la producción de automóviles. La Mcdonalización nos permite comprender la producción contemporánea de alimentos con procedimientos cada vez más estandarizados.
De acuerdo con Ritzer, el proceso de racionalización y por ende de Mcdonalización, debe cumplir cuatro premisas: eficiencia, calculabilidad, previsibilidad y disponer del control de las personas involucradas en el proceso productivo con el fin de mejorar la productividad y los beneficios económicos:
Eficiencia – Todo debe realizarse de la forma más eficaz posible, sin errores, de modo “automático” y con rapidez. La individualidad no esta permitida.
Calculabilidad - Todo el proceso se evalúa por criterios objetivos, tanto del tiempo como de la cantidad. En general prima la cantidad sobre la calidad. Cantidad es sinónimo de calidad (se venden Big Mac, no buen Mac, se da más por menos).
Previsibilidad - El proceso de producción se organiza para garantizar la uniformidad del producto. Los productos deben ser los mismos en todas partes. El público debe saber exactamente con lo que se va a encontrar. No se puede esperar nada original o novedoso.
Control - En la producción Mcdonalizada todo esta controlado. La labor de los trabajadores está “automatizada” (realizan un número muy limitado de acciones siempre iguales) y no se deja nada a su iniciativa. De alguna manera se trata de la automatización de la fuerza del trabajo y cuando se puede se sustituye por máquinas.
No cabe duda de que el sistema de producción en cadena cumple todas estas premisas y es el que se aplica en los restaurantes de comida rápida y en las fábricas de elaboración de alimentos. En la cadena cada trabajador hace algo previsible, permite la cuantificación de cada elemento del proceso productivo y permite el control de los trabajadores. Para comprobarlo no hay más que observar, por ejemplo, la forma de actuar de los trabaja-dores en un restaurante de la cadena McDonal`s.
Como no podía ser de otra forma este proceso influyó notablemente en las costumbres alimentarias tradicionales, aunque ya venían siendo modificadas desde los años setenta del siglo pasado por la acción no sólo de la industria sino también de la distribución, apoyada en redes comerciales cada vez más sofisticadas, perfeccionadas y con logísticas extremadamente elaboradas, muchas veces globalizadas. Las exigencias de la distribución hicieron que se desarrollasen productos fáciles de transportar, almacenar, conservar y presentar en los expositores de los supermercados.
La industria agroalimentaria fue poco a poco imponiendo sus productos entre unos consumidores que todavía no estaban preparados. Primero fueron las conservas industriales, luego los congelados, los purés instantáneos, hasta llegar en los años ochenta a los platos precocinados y a las “ayudas culinarias”: salsas, fondos, fumets de pescado, etc. Y así hasta hoy.
Y es que a la sociedad Mcdonalizada, donde la facilidad de uso juega un papel importante, le resulta imprescindible contar con alimentos previsibles, que sólo se consiguen con la aplicación de métodos industriales. En una sociedad “racional” las personas prefieren saber con qué se encontraran en todo lugar y momento. Así prefieren que la comida no les brinde sorpresas, es decir, que la que toman en un determinado momento o lugar sea idéntica a la que comen en otro sitio o a otra hora. Qué duda cabe que esta mentalidad junto con los sistemas de producción, distribución y presentación de alimentos “racionalizados” orienta e induce a la población al consumo de comida rápida, no sólo en los restaurantes, sino también a través de productos elaborados por la industria.
Sin embargo, como indica Claude Fischlers (16): “el agrobusiness planetario no destruye pura y simplemente las particularidades culinarias locales, sino que desintegra e integra. La industria agroalimentaria aplasta las diferencias y las particularidades locales, mientras lanza a los cinco continentes especialidades regionales y exóticas adaptadas o estandarizadas”. De alguna manera la oferta de la industria Mcdonalizada “se ajusta” a la cultura alimentaria de cada país. Aparentemente los productos son los mismos, pero las pizzas, las hamburguesas, los postres, las salsas, etc., no son idénticos en todas partes. Se adaptan con ligeras variaciones a los gustos de cada país, al tiempo que se procura que tengan un gusto “neutro” o “blando” para facilitar su adopción.
          En resumen, la Mcdonalización alimentaria, como todo, tiene sus ventajas e inconvenientes, entre las primeras estaría la disponibilidad de más productos, más baratos, con calidad más uniforme y sobre todo la comodidad de uso, aunque posiblemente con más beneficios para las empresas que para los consumidores. Como contrapartida tenemos que este sistema de producción “eficiente” e “intensivo”, además de daños al medio ambiente, genera millones de toneladas de basura y, sobre todo, que, sus productos, en general, no se pueden clasificar como comida saludable. La obesidad, el sobrepeso y sus consecuencias: la diabetes, la hipertensión, enfermedades coronarias, y algunos tipos de cáncer están relacionados con el sector industrial de producción de alimentos.
No obstante, son cada vez más el número de personas que consumen alimentos producidos industrialmente, porque no hay que olvidar que este modelo de alimentación “racionalizado” o McDonalizado ya se ha establecido entre nosotros y parece que tiende a formar parte de los hábitos alimentarios y sociales futuros. Como ya había advertido Max Weber en su análisis sobre la racionalización, base de la teoría de la McDonalización de la sociedad de Ritzer, el exceso de racionalización puede lleva a la irracionalidad.

Crisis y soberanía alimentaria
A principios del 2008, ya todo el mundo admitía que junto a la crisis económica se cernía sobre la humanidad otra crisis, la alimentaria. Con la subida de los precios de los alimentos y el destino de los mismos a otros fines crecían los niveles de subnutrición. Hoy, en el mundo, al menos mil millones de personas están subalimentados o sufren graves problemas de subnutrición, siendo 57.000 las personas que mueren cada día de hambre, al tiempo que cada cinco segundos lo hace un niño de menos de diez años. Esto es lo que ocurre en el mundo en desarrollo según datos de la FAO. Esta situación creada por el sistema económico mundial no ha llegado a Occidente, pero ya en Europa empieza a crear sufrimientos graves, en especial en los países llamados periféricos.
Lo realmente intolerable es que en este momento no es un problema de disponibilidad o producción de alimentos, aunque pueda llegar a serlo, sino de accesibilidad, consecuencia principalmente de lo elevado de los precios. En este momento en el mundo hay suficientes alimentos para alimentar a toda la población y sobrarían (a razón de 2200 calorías diarias por persona), pero los mercados y la especulación son los que mandan. Un ejemplo que quizá pueda parecer frívolo: en el mundo hay capacidad productiva para que todo el mundo pueda disponer de coche, pero no todo el mundo tiene dinero para pagarlo. Pero entre los coches y los alimentos hay una diferencia fundamental, que a veces se nos olvida, y es que el derecho a la alimentación esta recogido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, como tal, desde 1948, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 25, por lo que la especulación alimentaria solo se le puede tachar de crimen contra la humanidad.
Si bien es cierto que en los últimos años las subidas de los precios se podían achacar a disminución de la producción como consecuencia de factores climáticos adversos, hoy no es así y el aumento de los precios se debería a las “reglas del libre mercado”, es decir, a los efectos de la “oferta y la demanda” en estos mercados. Desde luego la disponibilidad de reservas existentes no justifica las fuertes subidas de precios que los alimentos sufrieron en los últimos años, y siguen sufriendo, aunque es innegable que se esta produciendo un aumento de la demanda al tiempo que aparecen nuevos e importantes factores que están afectando a la oferta.
Para Lester Brown (fundador del “Worldwatch Institute”) (17): “por el lado de la demanda, los culpables son: el crecimiento demográfico, el aumento de la riqueza (el aumento en el consumo de carne, leche y huevos en los países en desarrollo de rápido crecimiento no tiene precedentes) y el uso de granos para alimentar automóviles. Por el lado de la oferta: la erosión del suelo, el agotamiento de los acuíferos, la pérdida de tierras agrícolas a favor de usos no agrícolas, el desvío de agua de riego a las ciudades, el estancamiento de los rendimientos de los cultivos en países agrícolamente avanzados, y, debido al cambio climático, la extinción de cultivos por olas de calor y el derretimiento de las capas de hielo y de los glaciares de montaña”. Estas tendencias relacionadas con el clima parece que impondrán costos mucho mayores en el futuro.
Aunque parece que el ritmo de crecimiento de la población mundial se esta moderando todavía aumenta a un ritmo de 80 millones de personas cada año, esperándose que para 2.050 habrá que alimentar a 2.000 millones de persona más que ahora, lo que exigirá aumentar la producción global de forma considerable en prácticamente la misma tierra arable, pero con menos agua de la que se utiliza actualmente. Consecuencia de esta situación será, no cabe duda, un aumento de la demanda de alimentos, a la que habrá que añadir la demanda creciente que ejercen los países emergentes (China, India, Brasil, etc.), en los que el consumo ha aumentado considerablemente. No obstante, aunque la creciente demanda por parte de China e India ha hecho aumentar la demanda anual mundial de alimentos, en el caso concreto de los cereales la importación por parte de China e India ha descendido en los últimos años desde 14 millones de toneladas a comienzo de la década de los 80 hasta unos 6 millones, debido a que la demanda ha sido cubierta por la producción interna (FAO, 2008).
El problema que se presenta es como alimentar a una población creciente con una agricultura que dispondrá de menos agua y menos tierra, y cuyos rendimientos están estancados, por no decir que desde hace años están disminuyendo, y que sin lugar a dudas estará sometida a los efectos negativos del cambio climático: aumento de temperaturas, periodos más o menos largos de sequías, etc. La realidad es que las épocas de la abundancia y alimentos baratos están llegando a su fin. El sistema, que en líneas generales, ha estado basado en el consumo excesivo de agua, energía (petróleo) y “naturaleza”, muestra claros síntomas de agotamiento, pues el planeta es finito. ¿Estaremos aún a tiempo de rectificar?
Como indica Jean Ziegler (18), el que fue primer relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación y que ejerció el cargo durante ocho años: Malthus había servido, hasta ahora, para justificar el hambre; “El hambre no es un crimen”, decía, “es la ley de la necesidad” consecuencia del aumento de la población. Hoy nadie medianamente informado se atreve a defender la ley de la necesidad de Malthus, pero sin embargo, ahora hay una teoría mucho más peligrosa que es el neoliberalismo, que establece que los mercados funcionan como una ley natural y que son los únicos actores de la historia.
La nueva religión neoliberal, que no liberal, del “Dios mercado” con su becerro de oro, sus “clérigos” “acólitos” y “fieles” que se encargan de la aplicación y extensión por todo el mundo de sus “dogmas”, de los que cuidan para evitar desviaciones, los “pontifices maximus” y “sumos sacerdotes” del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, desde sus sedes en Washington cree que el mercado va a resolverlo todo, y que todos los problemas actuales se deben a que el mercado no está suficientemente liberalizado y privatizado y que para que esta “religión” triunfe hay que suprimir, privatizándolos, todos los sectores públicos, incluida la educación, los transportes, la sanidad y liberalizar la circulación de productos, servicios y capitales.
Es verdad que la liberalización y la globalización produjo en los años 90 un crecimiento y riquezas inmensas: el PIB planetario se duplico, el comercio mundial se triplicó y el consumo de electricidad se duplicó cada cuatro años. Pero la monopolización extrema de esas riquezas produjo el nacimiento de oligarquías del capital financiero mucho más poderoso que todos los estados del mundo o la ONU (18). El neoliberalismo no ha resuelto ninguno de los problemas sociales: el hambre, la miseria, la redistribución de la riqueza, ¡Al contrario! los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres¡ Pero, ¿Qué se podía esperar de una teoría política inspirada en la frase “no hay sociedad, hay individuos” ¡Si las abejas hubiesen pensado lo mismo ¿tendríamos hoy miel?¡

Los agrocombustibles: La obtención de biocombustibles, o mejor dicho agrocombustibles (etanol y biodiesel), a partir de cereales, leguminosas, principalmente colza, y aceite de palma, será la otra fuente que hará aumentar la demanda. Aunque la idea de los defensores y promotores de los agrocombustibles era la necesidad de disminuir la dependencia del petróleo y la búsqueda de nuevas fuentes de energía para, entre otras cosas, frenar o mitigar el cambio climático, la realidad es que la producción de agrocombustibles ha contribuido a intensificar la crisis alimentaria y al aumento de los precios de los alimentos, al destinar alimentos para la producción de combustibles y a generar una competencia por el uso del suelo. Para la FAO (19): “el mercado emergente de los agrocombustibles constituye una fuente de demanda importante para algunos productos básicos agrícolas, como por ejemplo el azúcar, el maíz, la yuca, las semillas oleaginosas y el aceite de palma. De esta forma al crecer esta demanda, se aumentan los precios de los mercados mundiales, lo que a su vez ha provocado un incremento de los precios de los alimentos”.
A título de ejemplo, en Estados Unidos, en 2009, se dedicaron 119 millones de toneladas de cereales para la obtención de etanol. Eso es suficiente para alimentar a 350 millones de personas durante un año. Parece como si surgiera una competencia entre alimentar coches o alimentar personas. La realidad es que el incremento anual de la demanda de cereales se ha duplicado entre 1990 y 2010, pasando el incremento de 21 a 41 millones de toneladas por año (17).

La productividad agrícola: La situación se puede complicar porque este previsible aumento de la demanda puede coincidir con pérdida de productividad de la agricultura, debido, como ha señalado Lester Brown (17), entre otras cosas, a cierto estanca-miento de las cosechas, a problemas de erosión, a disminución de agua disponible para el riego, al desvío de tierras agrícolas para otros usos, etc. En definitiva, al agotamiento de la primera “revolución verde”.
Es innegable que, en general, el ritmo de aumento de la productividad agrícola a nivel mundial está disminuyendo, incluso en los países con una agricultura avanzada. Sería el caso de países como Francia, Alemania o Reino Unido y otros países europeos, donde los rendimientos de trigo hace tiempo que no aumentan. O en Japón, donde después de crecimientos espectaculares en los rendimientos de arroz, hace ya 14 años que los rendimientos están estancados y no aumentan.
La disminución de la productividad también se ve afectada por la intensificación de la erosión que afecta a amplias zonas de la tierra. Se calcula que la tercera parte de las tierras cultivables pierden suelo, problema que se intensifica con las frecuentes sequías, posiblemente debidas al cambio climático. Zonas especialmente sensibles en este sentido son el noroeste de China, el oeste de Mongolia, el Asia Central y el centro de África.
         Pero el problema fundamental para la producción de alimentos es el del agua. El agotamiento de los acuíferos y la caída de los niveles freáticos harán disminuir tarde o temprano la producción. En Oriente Próximo, la sequía y el agotamiento de los pozos está conduciendo a una situación insostenible. La falta de agua está condenando a la desertización a grandes superficies que antes se cultivaban en África y Asia. Un caso digno de estudio es el de Arabia Saudí, que puso en marcha un plan para el autoabastecimiento de trigo, del que era dependiente, en los años 80, con un notable éxito. El problema era que el agua se obtenía de un acuífero fósil que hoy está prácticamente agotado, de modo que la producción de trigo cayó rápidamente y se calcula que para 2016 el país dependerá por completo de la importación de cereales (20).
A la disminución del caudal de los acuíferos habría que sumar el consumo cada vez mayor que hacen las grandes ciudades en crecimiento y el uso que se hace del agua para otros fines, como la industria (la producción de un automóvil necesita unos 400.000 litros de agua). Todo ello significa menos agua para riego y en concreto para la producción de alimentos. Sirvan para el caso un ejemplo: California ha perdido en los últimos años unas 400.000 ha de regadío como consecuencia de la venta por los agricultores de agua para saciar la sed de los habitantes de Los Ángeles y San Diego (17). Tampoco es menor el efecto que sobre la disminución de la disponibilidad de agua para la agricultura esta teniendo la fusión del hielo de los glaciares de montaña, consecuencia del aumento de la temperatura que se viene registrando en los últimos años en la tierra, y que ya es preocupante en el Asia Central. Sin el agua de este hielo las cosechas de cereales caerán estrepitosamente.
Aunque tenga menor intensidad, no se debe olvidar el efecto negativo que tiene en la producción de alimentos el desvío de tierras agrícolas para otros fines: la creciente urbanización, la dispersión suburbana en las grandes ciudades del mundo, la necesidad de suelo para la industria, carreteras, aparcamientos, etc. Toda esta demanda de suelo, muchas veces ocupando las mejores tierras de los valles y vegas, elimina suelo para la producción agrícola. Una regla practicada en los Estados Unidos es que por cada cinco millones de automóviles añadidos a la flota de un país hay que pavimentar aproximadamente 400.000 hectáreas para acomodarlos. Y no olvidemos que en China se esperan vender 20 millones de coches a lo largo de 2011 (17).
Finalmente, el aumento global de la temperatura, consecuencia del cambio climático, también contribuye hacer más difícil el aumento de las cosechas de cereales.

Demanda de tierras: La crisis alimentaria esta llevando a un nivel de preocupación a algunos países que hace que la alimentación se esté convirtiendo en una cuestión de “seguridad nacional”. Ya no basta con el concepto de “seguridad alimentaria”, que se suponía que se lograba con la globalización junto con los progresos científicos y técnicos que, aplicados a la agricultura, garantizarían el suministro alimentario. Ahora se pretende y reivindica lo que podríamos llamar la “soberanía alimentaria”; esto es la capacidad de un determinado país para producir alimentos en cantidad suficiente que garanticen el consumo propio. Consecuencia de esta situación es, como señala Ziegler (18), la carrera de los “hedge funds” y otros especuladores por las tierras cultivables del hemisferio sur.
Según Joseph Fontana (20): en verano de 2009 la directora de la empresa de inversiones Emergent Asset Management Ltd., Susan Payne, les decía a un grupo de propietarios agrícolas y banqueros reunidos en Manhatan: “Cuidado con el 2020 y con los años posteriores, porque pensamos que puede haber una gran escasez de alimentos en este período”. Para lo cual les invitaba a invertir en un “Áfrican Agricultural Land Fund” que se proponía adquirir y administrar un amplio espectro de propiedades a lo largo de la región subsahariana.
En ese mismo año en Arabia Saudita se comenzó a preparar un proyecto para la adquisición o arrendamiento de tierras en Senegal, Sudán, Malí y Etiopía para producir arroz y otros alimentos para lo que estaban dispuestos a invertir miles de millones de dólares. Los Emiratos Árabes Unidos ya controlan más de 2.800 km2 de tierras cultivables en Sudán, y Qatar, arrendó en 2008, 40.000 hectáreas de tierras fértiles con agua abundante en Kenia y negocia contratos de cesión de tierras en Argentina y Ucrania. China, Japón, India, Corea del Sur, Malasia y otros países han negociado la cesión de tierras en Uganda, ante la imposibilidad de producir suficiente arroz para su creciente población (20).
Sin embargo, no todos estos proyectos pudieron llevarse a cabo y sólo una pequeña parte se puso en práctica, pues, entre otras causas objetivas, la resistencia local y popular lo impidió en muchos casos. Un caso muy sonado y que cita Fontana (20) fue el intento de la multinacional surcoreana Daewoo de conseguir la cesión de 1.300.000 hectáreas en Madagascar –casi la mitad de la tierra arable de la isla- que le costó al gobierno una insurrección y la caída. No obstante, la organización internacional “Vía Campesina” denunciaba en abril de 2011 que al menos 50 millones de hectáreas de buenas tierras agrícolas de Asia, África y América Latina, fueron transferidas de los campesinos a las empresas tan solo en los últimos años. Solo en África, 30 millones de hectáreas han sido acaparadas.
       Pero no sólo la denuncia viene de Vía Campesina, sino que según el propio Banco Mundial en el año 2011, 41 millones de hectáreas de tierras cultivables fueron acaparadas por fondos de inversión y trasnacionales únicamente en África, con el resultado de la expulsión de los pequeños campesinos.

Subidas de precios de los alimentos: La subida de precios comenzó en el año 2006, con dos máximos en 2008 y 2011, y un record histórico, según la FAO, en enero de 2011. Estos incrementos de precios, especialmente los de los cereales y soja, no son un fenómeno coyuntural, porque en la situación actual no se vislumbra ningún cambio o norma que haga pensar que más o menos pronto se pueda volver a los precios que podríamos considerar normales. Es lo que reconoce la FAO en su informe de 2009, al señalar que los precios de los alimentos no volverían a los niveles de 2006 en la próxima década, y mostrar que las subidas de precios que se estaban produciendo ya no tenían justificación, como podían haberla tenido en los años 2007-2008, pues las cosechas de arroz y cereales eran satisfactorias y se disponía de suficientes reservas almacenadas.
¿Qué pasa entonces para que se produzcan estas escaladas de precios, si no hay escasez? ¿Cómo se explica que los mercados actúen como si la hubiese? Varios indicios apuntan a la especulación financiera con las materias primas alimentarias como una de las causas principales y es que la explosión de los precios produce beneficios gigantescos para los especuladores.
Como consecuencia de la crisis financiera desatada en Estados Unidos al estallar la burbuja inmobiliaria, gran parte del capital financiero especulativo (“hedge funds”) y los grandes bancos, se trasladaron a otros sectores, como el agroalimentario, en busca de más seguridad y sobre todo de alta rentabilidad monetaria, ante la total pasividad de los organismos reguladores. Los mismos bancos, fondos de alto riesgo, compañías de seguros, que causaron la crisis de las hipotecas “subprime”, son quienes hoy especulan con la comida, aprovechándose de unos mercados globales profundamente desregularizados y altamente rentables (21). Ziegler denuncia que la especulación, que es totalmente legal, sobre los alimentos básicos, maíz, arroz y trigo, que suponen el 75 % del consumo mundial, los ha encarecido de forma explosiva y ha arrojado a la subalimentación a 60 millones de personas (18). Lo mismo podríamos decir del precio del azúcar.
Prueba de la existencia de esta especulación financiera sobre los alimentos es la Resolución aprobada por el Parlamento Europeo el 18 de febrero de 2010 (22): (….) Estos acontecimientos están sólo en parte provocados por principios básicos del mercado como la oferta y la demanda y que en buena medida son consecuencia de la especulación (…..) los movimientos especulativos son responsables de casi el 50 % de los recientes aumentos de precios….. En la misma resolución la Eurocámara también respaldaba: (….) Las conclusiones del relator especial de las Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación en relación con el papel que juegan los grandes inversores institucionales, como por ejemplo los fondos de alto riesgo, los fondos de pensiones y los bancos de inversiones –todo ello por general sin interés alguno en mercados agrícolas-, influyendo en los índices de precios de las materias primas con sus movimientos en los mercados de derivados. No cabe duda que el poder del mercado para fijar los precios es inmenso. Según Jean Ziegler (18): el poder planeta-rio de las sociedades transcontinentales de la agroindustria y de los “Hedge Funds”, esos fondos que especulan con los precios de la alimentación, es superior al de los Estados nacionales y de todas las organizaciones interestatales. Sus dirigentes, mediante sus actividades, juegan con la vida y la muerte de los habitantes del planeta.
Los especuladores con bienes alimentarios actúan en las Bolsas de materias primas especialmente agrícolas donde se determinan los precios de los alimentos (soja, maíz, trigo, arroz y otros). La más importante a nivel mundial es la de Chicago, siguiéndole en importancia en este mercado de futuros las europeas de Londres, Paris, Ámsterdam y Francfort. Los grandes operadores no esperan a que llegue el momento de vender o de comprar la materia que han producido o que necesitan, sino que lo realizan con un plazo anticipado en el llamado “mercado de futuros”, de modo que la mayor parte de las compras o ventas no corresponden a intercambios comerciales reales. La forma de actuar (23) consiste en que se puede comprar todo el material que se necesite con uno o más años de anticipación, asegurándose un precio, que es el de la cotización que ahora se prevé para la fecha prevista. El contrato obliga a “ejecutar” (comprar) la mercancía en la fecha prevista. Pero solamente una parte del total de operaciones en bolsa (sobre el 20 %) son finalmente ejecutadas. La mayor parte de éstas, son operaciones especulativas que venden o compran acciones en función de las previsiones de oferta y demanda. El resultado son beneficios asombrosos para los especuladores, calculándose que un 75 % de la inversión financiera en el sector agrícola es de carácter especulativo.
Las consecuencias negativas de todo esto son muy duras, pues las alzas de precios de los alimentos no sólo alcanza a la población de los países en desarrollo sino que también llega a la de los países desarrollados, como pone de manifiesto una encuesta de Intermon Oxfan realizada recientemente en 17 países: el 6 % de los habitantes de países ricos como Gran Bretaña, Alemania, Australia y Estados Unidos, no tienen lo suficiente para comer a diario. En España esta situación alcanza a 2,35 millones de personas. No deja de sorprender que una gran cantidad de personas que sin estar en el umbral de la pobreza, incluso en los países desarrollados, se vean obligadas a reducir la cantidad y calidad de los alimentos que consumen a diario por el aumento de sus precios.

A modo de conclusión: La economía mundial está sufriendo una crisis de sostenibilidad en la que las limitaciones de los recursos y las presiones medioambientales junto con la especulación financiera están causando alzas de los precios e inestabilidad ecológica. La liberalización y desregulación total de los mercados junto con la promoción del comercio internacional de los productos agrícolas sin ningún tipo de cortapisas ha llevado a que cada vez la posibilidad de influir en los precios mundiales de los alimentos esté en menos manos, que, no son otras que poderosas entidades financieras y algunas multinacionales de la industria agroalimentaria y la distribución, que anteponen sus intereses particulares a las necesidades colectivas.
Estas entidades, muchas veces más poderosas que los Estados, además de fijar precios, determinan quien, qué y como se produce, excluyendo cualquier capacidad de negociación a los pequeños y medianos agricultores. Reconocen, junto a los políticos neoliberales, que el hambre es un problema terrible, trágico e injusto, pero al mismo tiempo sostienen que cualquier intervención en el mercado es un “pecado”. Cada vez esta más claro que, como que declaró recientemente al diario El País el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Schutter, el hambre es un problema político. Es una cuestión de justicia social y políticas de redistribución, y ello, pensamos que como dice Ziegler (18), es consecuencia de que el Estado Nacional y las organizaciones internacionales, que son teóricamente los que tienen a cargo el bienestar público y la justicia social, han perdido toda su soberanía.
En última estancia, como dice Marc Dufumier (24) (ingeniero agrónomo y docente-investigador francés), lo que necesitamos quizá sean nuevas modalidades de gobernanza mundial, más democráticas, menos tolerantes en relación con los intereses de las grandes empresas agroindustriales y comerciales, menos crédulas respecto de las virtudes de las “fuerzas del mercado”, más conformes con el derecho de cada uno a una alimentación correcta y más respetuosa con el medio ambiente que van a heredar las generaciones futuras.
Esto probablemente implica la transformación previa de las reglas del “capitalismo realmente existente”, que nos ha llevado a una cultura del derroche, basada en el crecimiento sin límites, en el individualismo, en la obsesión por el beneficio, en el afán de lucro y en la codicia, que no podía desembocar en otra cosa que en la crisis económica actual (quizá mejor dicho en la crisis de valores actual), representada mejor que nada por determinada oligarquía y el capital financiero globalizado. Sin embargo, hay esperanza, pues se va imponiendo la idea de que: “el hambre es un producto de los hombres, y puede ser vencido por los hombres”. El desarrollo económico necesita volverse rápidamente sostenible adoptando las tecnologías y los estilos de vida que reduzcan las peligrosas presiones a los ecosistemas de la Tierra. No nos olvidemos de algo muy importante: hacen falta 1,5 planetas para poder mantener el ritmo actual de consumo¡ advierte Lester Brown. El crecimiento “ilimitado” es imposible.

La crisis alimentaria en España
         La crisis económica ha causado y causa en España, como no podía ser de otra forma, verdaderos estragos. Los servicios y prestaciones públicas de atención a la pobreza y de exclusión social se han visto desbordados y superados a partir del año 2007, viéndose obligados a derivar a los demandantes de ayuda hacía organizaciones y asociaciones de voluntariado. Las necesidades básicas más demandadas son, por orden de prioridad, las relativas a alimentación, vivienda y empleo. Las entidades que en nuestro país prestan ayuda alimentaria son principalmente tres: Federación Española de Bancos de Alimentos, Cáritas y Cruz Roja, todas sin ánimo de lucro. Estas entidades, que en 2008 cifraban en más de un millón y medio las personas que sufrían hambre en España, han advertido que la demanda de alimentos por causa de la crisis aumentó en un 50 % en 2009. Con la crisis, la tasa de pobreza está aumentando y con ello las demandas de ayudas de alimentos, pero conviene no olvidar que la pobreza es un problema estructural en España y que en la época de bonanza (1994 – 2007) se mantuvo estable en torno a un 20 %. Si antes de la crisis los usuarios de ayudas eran, en su gran mayoría, inmigrantes, pensionistas o personas en riesgo de exclusión social, ahora son también familias enteras de clases medias, que no pueden cubrir los gastos mínimos de alimentación. Estos “nuevos pobres” representan alrededor del 40 % de los atendidos. Según la Cruz Roja las personas que en España no puede permitirse una comida con carne y pescado tres veces por semana alcanzó el 26,2 % en el año 2010.
Realmente preocupante es el informe presentado en 2011 por FEDAIA (Federación de Entidades de Atención y de Educación a la Infancia y la Adolescencia) en representación de las organizaciones sociales de ayudas alimentarias (Banco de alimentos, Cáritas, Cruz Roja, etc.) por el que da a conocer que el 25 % de los niños españoles menores de 16 años sufren malnutrición agudizada y que el 17% de los niños que viven bajo el umbral de la pobreza sufre obesidad infantil, el doble que los menores sin dificultades económicas, enfermedad que se deriva de una alimentación que carece de frutas y verduras. Y según datos del último informe de Naciones Unidas en España, son más de 2,2 millones de menores los que viven en familias que no pueden cubrir los gastos mínimos de alimentación. Como señala Ziegler (25), es algo muy grave porque la desnutrición en la edad adulta no deja secuelas permanentes, pero en la infancia produce problemas en el desarrollo, en particular en el desarrollo neuronal del cerebro. “Podemos estar generando una generación de españoles débiles”.
         De acuerdo con el informe de 2010 del Observatorio del Derecho a la Alimentación y la Nutrición, los efectos de la crisis alimentaría se verían agravados en España al no disponer de un eficiente sistema de protección social, al abandono de la actividad agraria, cuyos sistemas con gran dependencia de insumos externos, altos costes energéticos y ambientales, no son, en general, sostenibles, y sí muy vulnerables ante los ataques especulativos de los mercados, lo que facilita el encarecimiento de los precios de los alimentos al consumidor. Continua el informe diciendo que a esta situación no sería ajena la PAC (Política Agraria Comunitaria de UE), que si bien en un principio (años ochenta) se orientaba a incrementar la productividad agraria, a garantizar el suministro de alimentos a precios asequibles y asegurar un nivel de vida equitativo a la población agraria, esta política fue siendo paulatinamente abandonada para orientar la producción hacia el “mercado”, de lo que, como es natural, se beneficia la distribución alimentaria y la agroindustria. Si hacemos caso a Jean Ziegler (25), el que fue Relator Especial de ONU para el Derecho a la Alimentación entre 2000 y 2008, “el hambre en España, después de todo, esta provocada por los mismos mecanismos que en Mali, en Honduras o Blangadesh: la deuda, la especulación, el dominio de las multinacionales….”.

Cambios en los hábitos de consumo: Dejando aparte los problemas alimentarios agravados por la pobreza, la crisis está promoviendo también importantes cambios alimenticios en la generalidad de los españoles. Según Intermon Oxfan, casi la mitad de los españoles han cambiado sus hábitos alimentarios con la crisis. Según datos del CIS fue el 41,2 % de los ciudadanos los que han cambiado las pautas para ahorrar en alimentación. Para Intermon Oxfan, los que han cambiado los hábitos alimenticios por motivos económicos en 2010 son el 33 %.
El año 2010 fue el primero año de la última década en que se redujo el volumen de la cesta de la compra. Datos del último boletín del Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino indican que los hogares españoles en su conjunto gastaron en el año 2010 un 2,3 % menos que el año precedente, pero la caída del consumo no fue igual en todos los productos. Se consume menos huevos y carne, excepto de pollo, siendo la carne de vacuno la que más cae, seguida de la ovino/caprina y la de cerdo, mientras que aumenta el de preparados como la carne picada y la casquería. Se reduce el consumo de pescado fresco, aunque avanza algo el congelado y en conserva. En cuanto a la fruta también pierde terreno, pero aumenta el de hortalizas y verduras. En general los españoles se inclinan cada vez más por los productos congelados. El consumo de leche esterilizada también disminuye, pero no el de derivados lácteos como yogures y que-so, que aumentan como las pastas y el arroz. Disminuye el con-sumo de patatas frescas pero aumenta el de congeladas y por primera vez en 50 años aumentó, en el año 2009, el consumo de legumbres (alubias, lentejas y garbanzos), que en el año anterior había llegado a ser menos de la mitad que en los años 60 y 70, cuando las leguminosas constituían uno de los productos base de la alimentación diaria de los españoles. La crisis también obliga a que los consumidores aprovechen mejor los alimentos que por mucho tiempo han sido rechazados, como por ejemplo la casquería, que parece que se vuelve a consumir. Se está volviendo a alimentos que hace poco no se consumían al considerar que estaban fuera de nuestro estatus. Otro efecto colateral es que determinadas capas de la población se están viendo obligadas a abandonar “las fantasías gastronómicas”.
No cabe duda de que los hábitos de los consumidores españoles cambian con la crisis y con ellos la mesa de los españoles. Son entonces los problemas económicos, independientemente de la bondad de una u otra dieta, los que están condicionando los hábitos alimenticios. Parecería que la crisis podría mejorar la dieta, como parece indicar el aumento del consumo de legumbres, y adquirir así unos hábitos de consumo alimenticio más saludables que ayudasen a la lucha contra el sobrepeso y la obesidad. Sin embargo, la realidad puede ser otra muy distinta, pues aunque la crisis actual puede llevar a consumir más legumbres, pasta, patatas, pescados más baratos y saludables (como la sardina y otros pescados azules), hay otros que por precio relativo no facilita que aumente significativamente su inclusión en la dieta. Sería el caso de las frutas y verduras, que tendrían que resultar mucho más baratas para que realmente se impusiera una comida más sana. En este mismo sentido no parece que mejore la dieta. El hecho de que el consumo de comida rápida esté aumentando con la crisis, así como el hecho de que en algunos casos resulte más barato comer en restaurantes de comida rápida así lo demuestra.
La realidad es que, en general, las empresas de alimentos preparados no han subido los precios de sus productos a pesar de que en muchos casos si lo hicieron los de las materias primas. Al tiempo que muchas de las grandes compañías de comida rápida aprovecharon la situación para lanzar campañas publicitarias para presentarla como una alternativa contra la crisis económica. En consecuencia, no parece que la crisis, al modificar los hábitos alimentarios de parte de la población, vaya a mejorar la dieta, sino que muy probablemente la esté empeorando
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(1) La comida como cultura. Máximo Montanari. Editorial Trea S. L. 2006.

(2) Alimentación y cultura. Perspectivas antropológicas. J. Contreras y M. Gracia. Editorial Ariel S. A. Barcelona. 2005.

(3) La crisis del capitalismo global: la sociedad abierta en peligro. George Soros. Editorial Plaza y Janes. Mexico. Barcelona.1999. Citado por Rebato Ochoa (4)

(4) Las nuevas culturas alimentarias: globalización vs. étnicidad. Esther M. Rebato Ochoa. Osasunaz, 10: 135-147. 2009.

(5) La evolución de la cultura. Luigi Luca Cavalli Sforza. Anagrama. Barcelona. 2007. Citado por E. M. Rebato (4)

(6) Globalización, identidad social y hábitos alimentarios. F. Entrena Duran. Rev. Ciencias Sociales 119: 27-38. 2008.

(7) Sobrepeso y obesidad crean ya tantos problemas como el Hambre. Se anuncia comida basura y al mismo tiempo se sufragan campañas en contra. L. Abellán. El País, 6 de marzo de 2012.

(8) Food Choices and Diet Costs: an Economic Analysis, Journal of Nutrition. Vol. 135, núm. 4, pp. 900-904. Drewnowski, A. y Darmon, N. (2005). Citado por Emilio Luque (9)

(9) En Alimentación, consumo y salud. Cecilia Díaz Méndez y Cristóbal Gómez. Estudios Sociales nº 24. Fundación La Caixa. 2008. Capitulo V: La obesidad, más allá del consumidor: raíces estructurales de los entornos alimentarios. Emilio Luque. UNED.

(10) Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial. Raj Patel. Los libros del Lince. Barcelona, 2008.

(11) Food Politics: How the Food Industry Influences Nutrition and Health. The University of California Press. M. Nestle. 2002. Citado por E. Luque (9).

(12) Expertos de Oxford defienden una tasa para la comida insana del 20%. Emilio de Benito. El País, 22 de mayo de 2012.

(13) El Ministerio de Sanidad descarta aplicar un gravamen a la comida basura. La Voz de Galicia, 29 de mayo de 2012. Madrid/EFE

(14) La McDonalización de la sociedad: Un análisis de la racionalización en la vida cotidiana. George Ritzer. 1996. Editorial Ariel, S. A. Barcelona

(15)Theorizing/ResistingMcDonaldization:A Multiperspectivist Approach. Kellner.
www.uta.edu/huma/illuminations/kell30.htm 

(16) La macdonalización de las costumbres. Claude Fischler. En Historia de la Alimentación. Trea. 2004

(17) La gran crisis alimentaria de 2011. Lester Brown. Publicado en Foreing Police, 10/01/2011. Disponible en Internet.

(18) Destrucción masiva: Geopolítica del hambre. Jean Ziegler. Ed. Peninsula. Barcelona. 2012.

(19) El estado de la inseguridad alimentaria. Los precios elevados de los alimentos y la seguridad alimentaria: amenazas y oportunidades. Roma, FAO, 2008

(20) Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945. Joseph Fontana. Ed. Pasado y Presente S.L. Barcelona. 2011.

(21) Los porqués del hambre. Esther Vivas. El País, 30 de julio de 2011.

(22) Otra crisis alimentaria y al “Dios mercado” no hay quien le tosa. Vicent Boix. Febrero de 2011. Disponible en Internet.

(23) En Introducción a la crisis alimentaria global. Precios en aumento: Cuando los árboles no dejan ver el bosque. Ferran García, Marta G. Rivera-ferre y Miquel Ortega-Cerdá. Barcelona 2008.

(24) Marc Dufumier. Citado por Joseph Fontana (20).

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