viernes, 8 de junio de 2018



7.- EDAD CONTEMPORÁNEA
SIGLOS XIX Y XX

Edad contemporánea: Evolución del consumo de alimentos en los siglos XIX y XX. La industria alimentaria, las conservas y la llegada de los productos de ultramar. Cambio en los hábitos de consumo alimentario: Los restaurantes, restauración colectiva, el self service y la comida rápida. Las condiciones alimentarias populares y la salud. El modelo alimentario americano.

LA EDAD CONTEMPORÁNEA
En la Edad Contemporánea se dan y entrelazan tres revoluciones, que comienzan a principios del siglo XIX y continúan hasta finales del siglo XX. La primera es la agrícola (que acabó produciéndose en toda Europa), la segunda, la industrial (que transformó el sistema económico y acabó con la agricultura de subsistencia frente a una agricultura totalmente enfocada al mercado) y la tercera la de los transportes (ferrocarril, barco de vapor, etc.). Estas revoluciones modificaron profundamente los hábitos alimentarios en occidente y, lo que es más importante, terminaron con las hambrunas cíclicas en Europa.
          En la agricultura, como vimos, se produce el triunfo de la economía de mercado sobre la economía de subsistencia. En este contesto la mejora de la agricultura, con el empleo de nuevos métodos de cultivo, la utilización de abonos y nuevas variedades más productivas, permitió hacer frente al aumento demográfico del siglo XIX, prácticamente general en toda Europa, y lo que es más importante, acabó con las hambrunas que periódicamente asolaban Europa. También contribuyó a mejorar la alimentación de los europeos, aunque esta mejora fue muy variable de unos países a otros. No hay que olvidar que, en general, en la primera mitad del siglo XIX, como había ocurrido en el XVIII, el nivel de vida y la calidad alimentaria había bajado entre la población obrera y entre los pequeños campesinos. Como ejemplo valga el hecho de que el consumo de carne en los países más avanzados de Europa comienza a subir a partir de 1850, pero a veces se olvida que no había dejado de caer hasta ese momento. Realmente la mejora de la alimentación en Europa no se produce hasta la segunda mitad del siglo XIX; pero todavía en algunos países, como por ejemplo en España, no se puede hablar de mejora real hasta el siglo siguiente. En este sentido conviene recordar que la adopción de la patata o el maíz se debieron a que la pobreza de los campesinos y obreros agrícolas no les permitía comprar pan. Las características nutritivas de estos cultivos sería una razón importante pero secundaria. De lo que no cabe duda es que esta gente vivió al margen del progreso agrícola e industrial del siglo XIX.
Con la revolución industrial aparecen alimentos nuevos, como la leche condensada, en polvo o el chocolate en tabletas, y muchos productos alimentarios dejan de ser elaborarlos por los artesanos para serlo por la industria; como por el ejemplo, la harina, el aceite, el vino, el vinagre, etc., y lo mismo ocurre con los que se elaboraban en las casas artesanalmente: la mantequilla, los quesos, las mermeladas, las conservas de frutas o de carne o pescado, pasan a ser fabricados por la industria alimentaria. Mención aparte merecería el impacto que causó en los hábitos alimentarios las conservas y la industria del frío, que comenzó a desarrollarse a finales del siglo XIX y que culminó con la comercialización y consumo de toda clase de productos congelados, que hoy son totalmente aceptados por los consumidores. Del mismo modo, la restauración pasa de alguna manera a formar parte de la industria de la comida, pues los restaurantes asumen una nueva función, que es la de dar de comer a diario a una masa importante de la población que ya no come en casa, por razones, entre otras, de horarios de trabajo, sin olvidar la proliferación de comedores de empresa, fabricas, colegios, etc.
La revolución en los transportes, especialmente la aparición de los barcos frigoríficos, acercó a los consumidores europeos los productos de ultramar, muchos de los cuales eran desconocidos y ahora son corrientes en cualquier mercado europeo. Destacaríamos por su impacto en los modos alimentarios la presencia masi-va de oleaginosas tropicales a partir del siglo XIX. Asimismo irrumpieron aceites como el de palma y palmito que fueron seguidos por el cacahuete, el de sésamo y finalmente el de algodón. El aceite de cacahuete para frituras fue muy bien aceptado en Europa e incluso le hace la competencia al aceite de oliva en la alimentación. Con muchas de estas grasas se fabrican margarinas que terminan primando sobre la mantequilla y las grasas animales. A finales de siglo comienzan a decaer las grasas de oleaginosas tropicales sustituidas, en Europa, primero por la colza y luego por el girasol o la soja. Otra consecuencia, no menos importante, de la mejora en el transporte, es la presencia en los mercados europeos de fruta colonial (plátanos y luego piña), que comienza en el siglo XIX y ya es corriente en el XX, junto con la disponibilidad, durante todo el año, de frutas y verduras producidas fuera de temporada en otras latitudes, y que merced al transporte aéreo son ya corrientes en cualquier mercado de Europa.
 La tendencia ideológica por la que la gastronomía se alejaba e ignoraba a la dietética, que había comenzado en el siglo XVI y continuado en los siglos XVIII y XIX, fue abandonada en el XX por una nueva dietética, que no sólo trata de determinar la elección de alimentos que se deben consumir, sino también la manera de cocinarlos y comerlos. De acuerdo con los nuevos consejos dietéticos, se observa un aumento del consumo de frutas y verduras, al tiempo que se advierte del peligro del excesivo consumo de carne y grasas. Se reduce la harina en las salsas y el azúcar en la pastelería, al tiempo que aumenta la presencia de alimentos crudos en las comidas y se reducen los tiempos de cocción. Todo ello en línea con las advertencias médicas de las relaciones existentes entre el consumo excesivo de determinados alimentos y las enfermedades cardiovasculares y otras muchas, como la diabetes, así como del peligro de la obesidad. Sin olvidar el culto al cuerpo y a la delgadez que rige en el mundo actual.
  En conjunción con estas advertencias médicas y las alarmas provocadas en los medios por problemas de contaminaciones alimentarias o la imagen negativa que tienen los productos cultivados de acuerdo con las técnicas modernas (miedo a los abonos químicos, a los insecticidas, etc.), provocados la mayoría de las veces por ignorancia, o por falta de confianza en los controles alimentarios de estos productos, que a veces son mayores y más exigentes que en los llamados ecológicos, han surgido en las últimas décadas grupos de consumidores obsesionados por el riesgo de ingerir alimentos tóxicos, que van imponiendo un discurso que a veces raya con el fundamentalismo alimentario. Pero como dice Flandrin (1), es curioso que en una época en que parece que la industria, el turismo y los medios de comunicación favorecen una especie de globalización de los gustos, surja un interés desconocido por las cocinas nacionales o regionales y se ensalcen los modelos campesinos de alimentación. Para él, estas actitudes aparentemente paradójicas no son sino reacciones ante la racionalización y la unificación de los alimentos y de las formas de comer, así como el deterioro de la calidad de los alimentos diarios. Tampoco hay que olvidar que el siglo XIX es el momento en que los estados-nación se van formando y unificando culturalmente.

Evolución de los consumos alimentarios en los siglos XIX y XX
Como es lógico, todos estos cambios afectaron a la composición de la dieta en los países europeos. El consumo de cereales alcanzó el máximo en el último cuarto del siglo XIX y luego ya comenzó a disminuir, siendo hoy bastante menor que en el siglo XVIII. El trigo se fue generalizando a costa de la caída del consumo de los llamados cereales menores, aunque en los países del norte de Europa, tradicionalmente consumidores de centeno, como Alemania, el avance del trigo va más lento y todavía a mediados del siglo XX el consumo de centeno se mantiene próximo al del trigo. En otros, como el norte de Italia o de España, el consumo de maíz era importante, hasta el punto de que al ser consumido prácticamente sólo era el responsable de las epidemias de pelagra. El arroz fue el único cereal que tuvo un importante y rápido desarrollo entre 1850 y 1900.
El consumo de legumbres, también disminuyó en el siglo XX en toda Europa. No obstante, el nivel del consumo y la cronología de su declive varían de un país a otro.
Fuesen de origen animal o vegetal, el consumo de todas las materias grasas experimentó un aumento considerable durante los siglos XIX y XX, aunque como con otros alimentos con importantes diferencias entre países.
La carne, cuyo consumo había disminuido desde la Edad Media en toda Europa pudo prolongarse hasta avanzado el siglo XIX e incluso hasta el XX, como podría ser el caso de países del sur, como Grecia o España, que en los años 50 del siglo XX, tenían consumos de 11 y 14 kg por persona y año, respectiva-mente. Pero no cabe duda que en los países europeos, estudiados en su conjunto, la ración media de carne aumentó en el transcurso de los siglos XIX y XX, aunque con consumos muy desiguales entre ellos. Entre los grandes consumidores de carne, dejando aparte los Estados Unidos y a numerosos países de América del Sur, estarían la mayoría de los países de la Europa no mediterránea, cuyo consumo en el primer tercio del siglo XX estaría entre 100 y 200 gramos por persona y día, y entre los poco consumidores, en los que la ración diaria no supera los 50 gramos, se encontrarían los de las regiones mediterráneas: Italia, Grecia, Portugal y España. Aún así, las diferencias entre países son muy grandes, por ejemplo los ingleses, grandes consumidores a principios del siglo XX, superaban a los franceses en 13 kg (61 frente a 48 kg).
En los siglos XIX y XX, la proporción de las diferentes carnes que conforman la dieta también evolucionó, pero de diferente manera según los países. En general se observa un aumento del bovino, ovino y caprino y un descenso del consumo de cerdo, con la excepción de Alemania, donde el cordero pierde terreno frente a las demás carnes, que aumentan. En cuanto a la evolución del consumo de aves es muy parecido en toda Europa. Al final del siglo XIX y principios del XX disminuye ligeramente, para mantenerse en el periodo de entreguerras y dispararse el consumo después de la segunda guerra mundial.
En los siglos XIX y XX el consumo de huevos, así como su tamaño, también aumentó, aunque no de forma homogénea en todos los países europeos, de modo que el consumo en los países mediterráneos como Grecia, España o Portugal sería mucho más bajo (entre 2 y 4 veces) que en los países más al norte de Europa. No hay que olvidar que durante este periodo es cuando se pasa de la producción doméstica de aves y huevos a la producción de forma más o menos industrial en granjas especializadas.
Aunque había zonas más o menos aptas para la producción de leche, donde los productos lácteos constituían una parte importante de la alimentación de los campesinos, es sólo a partir de finales del siglo XVIII cuando se observa una tendencia general al aumento del consumo. Al mismo tiempo, se fueron produciendo profundos cambios en la imagen que los consumidores tenían de la leche y los productos lácteos. Por ejemplo, la leche dejó de ser un alimento exclusivo para recién nacidos y pasó a ser un alimento también de adultos. En el último cuarto del siglo XIX aparecen, en Alemania y luego se extienden por otros países europeos, dependiendo de su grado de desarrollo, las lecherías modernas en las afueras de las ciudades que proporcionan leche fresca de buena calidad a todas las categorías sociales. Con la leche y los productos lácteos ocurrió lo mismo que con otros muchos alimentos, ya que, aunque el incremento del consumo fue general, no siguió la misma tendencia en todos los países europeos. Según datos del primer tercio del siglo XX, y que pensamos sería válidos para hoy, se pueden distinguir los países gran consumidores: los nórdicos y de centro y norte Europa e Irlanda, y los poco consumidores como Grecia, España, Italia o Portugal. Los países medios serían Francia, Gran Bretaña o Bélgica.
Por lo que se refiere al pescado, que en la Edad Moderna representaba muy poco en la ración alimentaria, su consumo crece considerablemente en casi todas partes, en especial después de la mitad del siglo XIX y sería consecuencia del desarrollo del ferrocarril. En cualquier caso el consumo en los países europeos, dependiendo de su situación geográfica, es muy desigual, siendo más alto en los países nórdicos y en los del mediterráneo (España y Portugal).
El consumo de frutas y verduras parece que aumenta desde el último tercio del siglo XIX y la actualidad. Las diferencias en el consumo entre países son muy grandes. Los mayores consumidores pertenecen, en general, a regiones mediterráneas. Los países considerados como grandes consumidores de frutas y verduras son en su mayoría países meridionales, mientras que los menos consumidores pertenecen más bien a la Europa del norte y del Este. Podríamos concluir que las poblaciones siguen ancladas en sus hábitos alimentarios, los del este y del norte comen en invierno más choucrute y más patatas que verdura fresca. Estas diferencias de tradiciones parecen menos acentuadas en el caso de la fruta, cuyo consumo evoluciona de forma similar en el transcurso del siglo XX y alcanza niveles análogos.
La patata implantada en las distintas regiones de Europa en la época moderna, no se convierte en alimento básico hasta el siglo XVII, primero en Irlanda, después en Inglaterra y en los países bajos, y no antes del siglo XVIII en los demás países. Goza de mejor acogida en los países pobres que en las ricas zonas de cereales. Sin embargo, la patata nunca perdió su imagen de alimento de pobres. Su ausencia en los menús de fiesta confirma este estatus. No obstante, la patata fue lo que permitió, sobre todo en Europa central y septentrional, el desarrollo demográfico de los siglos XVIII y XIX.
El azúcar, que se implantó en la dieta de las élites en los siglos XVI, XVII y XVIII, no se extiende a la alimentación popular hasta los siglos XIX y XX, con excepción de los ingleses que ya la había introducido en el siglo XVIII. A finales del siglo XIX, la melaza, subproducto barato de la fabricación de azúcar, tiene un gran éxito entre los pobres. Luego con el aumento de los salarios, termina el periodo de la melaza y el azúcar penetra en todos los hogares.
El vino y la cerveza experimentaron un limitado incremento e incluso pasaron, en todos los países, por periodos de estancamiento o de declive en estos dos siglos, sobre todo cuando se trata de las bebidas dominantes, el vino en los países tradicionalmente consumidores de vino y la cerveza en los países consumidores de cerveza. Conviene recordar que un vaso de vino en el siglo XX contiene más alcohol que en el siglo XVIII, tanto más cuanto que el vino que solía tener unos cinco o seis grados según los lugares, se cortaba con abundante agua. El aumento del grado alcohólico del vino creó un nuevo peligro de alcoholismo. La reacción ante el incremento del grado de alcohol en los vinos fue el auge de la cerveza, ya que al ser mucho menos alcohólica que el vino se la prefiere cuando se bebe para saciar la sed. Pero quizá lo que caracterizó al siglo XX fue la subida espectacular que experimentaron las bebidas industriales: sodas y otros productos azucarados, zumos de todo tipo de frutas, aguas minerales, etc.
Otras de las novedades y características del siglo XIX, desde el punto de vista alimentario, es la invasión de los mercados europeos por productos exóticos. Los cítricos, los plátanos y la piña pasaron a convertirse, en unas pocas décadas, de productos de lujo en frutas de consumo generalizado.
A pesar de algunas diferencias en la estructura de la ración alimentaria que, por lo general, remiten a las tradiciones, y a pesar de los respectivos avances o retrocesos, la evolución del consumo alimentario revela, en la mayoría de los países europeos, unas tendencias similares. En una primera fase, que suele culminar al final del siglo XIX, el aumento de la ración calórica basada en cereales, patatas y otras féculas; más tarde, en una segunda etapa, la disminución de la proporción de féculas a favor de las carnes y de las grasas, que aportan calorías más caras, y el aumento de la proporción de productos lácteos y de las frutas y verduras frescas.

La industria alimentaria, las conservas y la llegada de los productos de ultramar
Cuando se piensa en la industria alimentaria, que comienza en el siglo XIX y llega hasta nuestros días, no suele pensarse que comenzó con dos productos que formaron la base de la alimentación occidental desde la antigüedad: el pan y el vino.
Los tres procesos básicos en la elaboración de pan: molido, amasado y cocción, sufrieron profundos cambios en el siglo XIX. La molienda que se hacía en molinos tradicionales movidos por la fuerza del agua de los ríos, cascadas o el viento, se hace ahora en molinos industriales, provistos de rodillos de hierro en lugar de muelas de piedra, que ya no utilizan la energía natural sino que utilizan, primero el vapor, y luego las energías fósiles o la eléctrica. Todas estas innovaciones en el molido de cereales, comenzadas en la primera mitad del siglo XIX, condujeron a la mejora del rendimiento y calidad de las harinas. Esto no quiere decir que todavía, en muchos sitios y durante mucho tiempo, no se continuara moliendo en molinos tradicionales con muelas de piedra.
El amasado, quizá la parte más dura de la elaboración del pan, la realizaban tradicionalmente el gremio de panaderos en las ciudades, y en el campo eran las mujeres las que amasaban y cocían el pan para la familia, que realizarían cada semana o cada mes. Precisamente, por su dureza, es una de las primeras operaciones que, junto con la cocción, se intentó mecanizar. Sin embargo, habría que esperar al primer tercio del siglo XX para disponer de amasadoras realmente competitivas y aptas para todo tipo de harinas. Tampoco fueron menores las innovaciones en el proceso de cocción, que desde la antigüedad se venía haciendo en hornos artesanos o domésticos, en los que el combustible se introducía en el horno, mientras que ahora este combustible se sustituye por una corriente de aire caliente.
Durante siglos el principal problema del vino era la dificultad de conservarlo. Lo normal era que después de un año aparecieran problemas de acidificación que lo hacían imbebible. Para resolver este problema surge, en el siglo XIX, un nuevo concepto de la producción vinícola a la que se aplican los nuevos conocimientos científicos. Se comienza por separar las producciones vitícolas y enológicas. Mientras que la primera sigue siendo de competencia rural, la enológica se transforma, en el siglo XIX, en actividad industrial aparte en las bodegas. La mecanización, el empleo de la química y la posibilidad de regulación térmica del local le dan a la producción vinícola una connotación industrial. Se cuida la clasificación y selección de las uvas. Aparecen las pisadoras-despalilladoras y las prensas movidas por vapor. El trasiego del vino también se simplifica gracias al empleo de bombas que aceleran el trasvase del líquido de una cuba a otra. Durante esta fase, para estabilizar el vino y evitar la acetificación, se añade en la proporción adecuada bisulfito de sodio. La pasteurización, que comienza a aplicarse a mediados del siglo XIX, también impide la acetificación. Con todo ello se consigue mejorar la calidad de los vinos, acentuando las características de cada uno de ellos, y garantizar la conservación, el transporte y la comercialización
Otra novedad del siglo XIX, como ya dijimos, es la aparición en los mercados de productos exóticos. Los cítricos ya se consumen en la Europa no mediterránea desde el siglo XVI. Pero su precio fue siempre elevado hasta que los avances en los transportes las ponen al alcance de los consumidores europeos. A principios del siglo XX las naranjas y las mandarinas todavía eran un lujo. La demanda aumenta rápidamente después de la primera guerra mundial. A este aumento contribuye no sólo el agradable sabor de los cítricos, sino también y de modo importante la consideración positiva de su valor alimenticio. Las naranjas, mandarinas, clementinas o pomelos, ya sean frescos, en zumo, en pastelería, en helados o como mermeladas son parte importante de la alimentación de los europeos durante todo el año.
 El plátano llegó a los mercados norteamericanos y europeos en el último cuarto del siglo XIX, expandiéndose y generalizándose su consumo. A finales del siglo XIX llegaron los primeros plátanos de Canarias a Londres, pero todavía, dado su delicadeza, hubo que resolver muchos problemas de transporte antes de que su consumo llegase a ser realmente popular. Es a partir de los años 50 del siglo pasado cuando realmente su consumo se populariza en Europa.
La piña, aunque se conocía en España desde el siglo XVI y se cultivó en Europa hasta finales del siglo XIX, era únicamente consumida por la alta sociedad porque era demasiado cara. La generalización del consumo de piña no se produjo con la fruta fresca, sino con la conserva, y ya desde principios del siglo XX estaba implanta sólidamente en Europa. Las dificultades y la delicadeza necesaria en el transporte fue quizá la causa del retraso del consumo y su popularización en Europa. El éxito de las “piñas de avión”, recolectadas en su punto, se explicaría por su calidad, que mejora a las transportadas por mar, aunque su precio casi las duplica. El zumo de piña aparece como complemento natural de la conserva, aunque su consumo nunca llegó a la popularidad del de los cítricos.
Pero lo que caracterizaría y diferenciaría a los últimos tiempos es la disponibilidad, durante todo el año, de productos frescos de todo tipo traídos de ultramar. No hay ninguna fruta o verdura producida en los países tropicales que no pueda llegar hoy en día a nuestros mercados, aunque los precios todavía sean elevados. Esta nueva situación es muy bien valorada por los consumidores, que acogen muy favorablemente poder disponer, en pleno invierno, de verduras y frutas “de temporada”. Prolongar la temporada todo el año de judías verdes, pimientos, calabacines, uvas, peras, fresas, etc., ya no es una utopía. Aunque, como es lógico, se vendan más caros que sus homólogos europeos de temporada la gente, de cierto poder adquisitivo, no duda en comprarlos.
A pesar del aumento de la productividad agrícola, que en el siglo XIX se produce con mayor o menor intensidad en toda Europa, la producción de alimentos no era suficiente para hacer frente a las necesidades crecientes de las poblaciones urbanas. Sin embargo, a finales del siglo XIX existía en determinados países de América una gran producción de productos alimenticios, a precios muy ventajosos, como cereales y carne, entre otros, con grandes posibilidades de ponerlas en los mercados europeos, siempre que se dispusiera de adecuados métodos de conservación y transportes. Como no podía ser de otra forma la respuesta a esta situación fue el gran desarrollo de la industria alimentaria del frío y de las conservas. El objetivo que se fijaron estas industrias fue bajar los precios para hacer accesibles a las clases populares alimentos como carnes o pescados, que hasta ahora estaban destinados a las clases superiores. De modo que en la segunda mitad del siglo XIX, las industrias habían puesto a disposición de los mercados europeos todo tipo de conservas de carne, pescado, fruta y verduras, entradas y postres.
La industria conservera, que ya había iniciado Nicolas Appert en 1804, ofrecía carne. En el método desarrollado por Appert, una vez cocida la carne se introducía en latas de hojalata (antes se habían utilizado frascos de cristal) junto con el jugo de cocción, y se soldaban las tapas para cerrarlas herméticamente. Luego los recipientes se sumergían en calderas de agua hirviendo durante un tiempo que variaba según el tamaño. Posteriormente se comienza a utilizar el autoclave con lo que la temperatura a la que se sometían los recipientes se podía elevar por encima de los 100 ºC. Por este sistema se producía un poco de todo: verduras, frutas, carnes y, más tarde, lácteos (nata, suero) y, menos frecuentemente, pescado. Estas conservas despiertan gran interés pero todavía son caras y no están al alcance de todo el mundo.
Pero por lo que se refiere a las conservas de verduras, ya desde mediados del siglo XIX comienza Alemania a exportar a precios más asequibles conservas de espárragos y guisantes principalmente, e Italia irrumpe en el mercado con sus conservas de tomate. De modo que en las primeras décadas del siglo XX, las ventas de conservas de espárragos, judías verdes, pepinos, espárragos, etc., eran ya de lo más habituales.
La conservación de productos animales y de hortalizas fue paralela a la de la industria de la leche en conserva. Es probable que una de las causas que más contribuyó al aumento del consumo de leche y productos lácteos fue la industria de la conserva. La refrigeración por agua, después del ordeño y, la posterior pasterización, permitió resolver muchos problemas de distribución de la leche fresca, que no se olvide que su peligrosidad, desde el punto de vista higiénico y sanitario por riesgos de infección bacteriana, era una de las causas que frenaban el consumo. En este contexto surge la leche condensada, que se conserva más tiempo y ofrece mejores garantías de higiene. Antes de final del siglo XIX, la leche condensada invade el mercado internacional. Es en 1867 cuando Nestlé, lanza al mercado una leche maternizada (harina láctea) destinada a la alimentación de los niños.
Al final del siglo XIX ya se podían aplicar las técnicas de conservación a casi cualquier alimento: no sólo a la carne y al pescado, sino también a la leche y sus derivados, a las verduras (en particular espárragos, tomates, judías verdes, corazones de alcachofas y coliflor) y a las leguminosas (sobre todo guisantes y judías). Los industriales tratan de que las conservas lleguen a todo el mundo. Un caldo, un pescado y una fruta exótica para todos, esa es la meta. La sardina es el patrónde esta nueva era.
El primer frigorífico se patenta en EEUU en 1851 y veinte años más tarde se construyen maquinas frigoríficas de conservación de carne y en 1876, se instalan por primera vez en un carguero, para el transporte de carne desde Sur América a Europa. A partir de este viaje el desarrollo de las cadenas de frío es muy rápido y las cámaras frigoríficas europeas se llenan de piezas de carne de vacuno americano. En Europa se comienzan a instalar en los servicios colectivos como mataderos municipales y en todas las industrias alimentarias, y a partir de mediados del siglo XX los hogares se empiezan a llenar de frigoríficos y luego de congeladores domésticos, que de alguna forma revolucionan el concepto de alimentación. A pesar de que en los comienzos de la industria conservera y del frío se observaron ciertas reticencias por parte de la población a consumir productos en conserva o congelados, los modos de vida del siglo XX jugaran a favor de este sector y hoy es impensable la alimentación sin utilizar productos congelados o en conserva.
En resumen, como consecuencia de todos estos procesos surge en Europa una nueva situación alimentaria. Antes en la Europa templada, los productos frescos, la verdura y la fruta sólo eran complemento de un régimen alimenticio basado en los ce-reales, los tubérculos y las legumbres. Y hasta mediados del siglo XIX, el consumo de frutas y de verduras se limitaba esencialmente a las producciones locales y el calendario de los cocineros se ajustaba al del hortelano. Sin embargo, a partir de principios del siglo XIX los avances de los transportes, las técnicas de conservación y la industria del frío, consiguen que para gran número de consumidores los alimentos de temporada, especialmente frutas y verduras, dejen de existir y puedan incluirlos en la dieta de todo el año.

Cambios en los hábitos de consumo alimentario
En los países industrializados a finales del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX, se producen profundos cambios en los hábitos y costumbres alimentarias, consecuencia de la aparición de las cadenas de distribución, del extraordinario desarrollo de la agroindustria, de la restauración colectiva institucional o de la comida rápida o “fast-food”.
La gran distribución no hizo su aparición de forma masiva en Europa hasta los años sesenta del siglo XX, cuando los supermercados empiezan a multiplicarse. Sin embargo, en Estados Unidos la industria alimentaria ya era la industria más importante del país a finales del siglo XIX alcanzando la distribución posteriormente un gran desarrollo. Tanto la industria agroalimentaria como la gran distribución, actividades muy interrelacionadas entre sí, contribuyeron a modificar profundamente la alimentación en los países industrializados.
La alimentación, por la acción de la distribución y con el complemento de la industrialización de la producción agroalimentaria, que no para de desarrollarse, se convierte en un verdadero mercado de consumo de masas. Los productos ahora están muy transformados y se distribuyen mediante redes comerciales que constantemente perfeccionan su potencia y su complejidad. Suelen ser productos de marca, a veces de la propia distribuidora, que requieren considerables inversiones publicitarias que oriente a su consumo. Los productos de la agricultura se seleccionan según su apariencia y su duración de vida, consecuentemente, entre otras cosas, la fruta llega, en general, al supermercado con un nivel de madurez insuficiente. La agricultura utiliza cada vez más variedades que sean capaces de soportar el largo proceso de la distribución y que presenten un aspecto apetecible y excelente. Pero no nos olvidemos que esto no es sólo responsabilidad de la gran distribución, sino también los consumidores, que en su gran mayoría, compran por el aspecto y sobre todo por la publicidad. Desde la fruta hasta los productos lácteos: quesos, yogures, leche, etc., los alimentos cotidianos sufren profundas transformaciones. El pan ya no tiene las características de antaño, que tanto gustaba. Continuamente están apareciendo productos derivados. El caso más representativo es el de los quesos y productos lácteos en general. Sin embargo, en este caso, gracias a la tecnología, que por ejemplo en el caso de los quesos permite la utilización de leche cruda, ha permitido, en muchos casos, mejorar la calidad del producto. A cambio de todo esto, la gran distribución y gracias a la economía de escala, ofrece precios muy ventajosos.
Por otra parte, en las sociedades más modernas el tiempo de que se dispone para las labores domésticas es cada vez menor, y entre estas labores que necesitan disponer de tiempo está la cocina. Por ello, los productos alimentarios que se les ofrece a los consumidores en los supermercados, a partir de los años sesenta del pasado siglo, se orientan en este sentido de ahorro de tiempo. Así, una parte importante y cada vez mayor de la elaboración culinaria, tanto de los hogares como de los restaurantes, pasa de las cocinas a la industria alimentaria. Estos productos, que representan la primera parte del proceso de cocinado, se utilizan cada vez más por todo el mundo; restaurantes, empresas de marketing, restauración institucional, consumidores domésticos, etc. aunque muchas veces sean aceptados con reticencias. Primero fueron las conservas industriales de todo tipo, luego los productos congelados ya elaborados o semielaborados, las sopas instantáneas seguidas por salsas, fumet de pescado, etc. y más recientemente platos semicocidos o cocidos a baja temperatura y envasados al vacío, que únicamente requieren una mínima preparación para ser consumidos y que se pueden conservar en las casas entre una o tres semanas, dependiendo de los ingredientes.

Los restaurantes: Una de las características de los modos de vida actuales son los restaurantes a los que la gente acude a comer sentado en una mesa, eligiendo el menú y el vino, de entre varios que se les ofrece en una “carta”. Por el servicio se paga un determinado precio. Es en el siglo XIX cuando la cocina se hace pública y se abren los grandes restaurantes, como algo distinto a las posadas, tabernas y casas de comida, y a donde acude la burguesía parisina a disfrutar de una cocina, que hasta entonces, estaba prácticamente relegada a palacio.
Sin embargo, comer fuera de casa tiene una larga historia. Las tabernas existían ya en el año 1700 A.C. y se sabe de la existencia de comedores públicos en Egipto en el año 512 años A.C. En Roma, había multitud de bares en las calles que servían además de pan, queso y frutas, comidas calientes. La Edad Media fue la época de las tabernas o posadas, y ya en los siglo XI y XII existían casas de comidas en París, Londres y en algunos otros lugares, donde se podían adquirir platos ya preparados. En los lugares de venta de bebidas alcohólicas se ofrecían platos sencillos y baratos, nunca platos elaborados, preparados in situ o traídos de una fonda o una tienda de alimentos, además del vino, la cerveza o el aguardiente, que eran sus principales objetos de comercio. Para degustar platos realmente cocinados, había que recurrir a fondas de calidad y más especialmente a los asadores o a las casas de comidas de encargo.
El origen de los restaurantes tal y como se les conoce actualmente no es muy antiguo, pues todavía en el siglo XVIII, en los sitios donde se servía comida, sólo se podía comer a una hora fija y había que someterse a lo que sirviera el establecimiento. Sin embargo, hay una excepción en Europa que es Londres, donde en el siglo XVIII, existían las llamadas taverns, que no tenían nada que ver con las tabernas o figones del resto de Europa. La clientela la formaban los “lores” del parlamento, cuyas residencias principales estaban fuera de Londres, así como aristócratas y gente de la alta burguesía. Eran locales perfectamente acondicionados, en los que no solía escasear el lujo, y en los que se servían platos elaborados de alta calidad y buenos quesos. Las comidas solían finalizar con vinos franceses tipo clarete, españoles tipo jerez o portugueses tipo oporto, vinos a los que eran muy aficionados las elites británicas. Podría pensarse que son un anticipo de los actuales restaurantes, pero la realidad es que nadie duda de que la patria de lo que hoy se entiende por restaurantes es Francia. Los restaurantes fueron poco a poco sustituyendo a todas las anteriores modalidades, que de alguna forma suministraban comida al público.
El primer restaurante propiamente dicho lo abre en París en 1765 Monsieur Boulanger, quien pone en la puerta como reclamo la frase bíblica: Venid a mí todos aquellos cuyos estómagos clamen angustiados que yo los restauraré. En un principio era una simple tienda donde servía consomés y caldos y se preparaban platos sencillos como manos de cordero. Este establecimiento, a diferencia de los figones, posadas o tabernas, sólo admitía a gente que fuera a comer. Por ello fue denunciado por el gremio de comidas preparadas, que ostentaba el monopolio de esta actividad, pero fue absuelto por un juez del parlamento de París, lo que le dio gran popularidad. Esto junto con la Revolución, que se avecinaba, es el principio de la desaparición de los gremios y el inicio de una nueva profesión, el cocinero de restaurante. Boulanger amplió el menú sin pérdida de tiempo y así nació un nuevo negocio. Su éxito fue inmediato y numerosos restaurantes fueron abiertos. Eran atendidos por camareros y mayordomos que habían abandonado sus empleos. Sirven platos refinados por raciones, no ya en mesas comunes, sino en pequeñas mesas cubiertas con manteles, mesas individuales o reservadas para un grupo de clientes. Los restaurantes más acreditados, como el Champs d'odiso de Boulanger, cobraba unos precios lo suficientemente altos como para convertirse en lugares exclusivos en el que las damas de la sociedad acudían para mostrar su distinción.
Después de la Revolución Francesa de 1789, la aristocracia arruinada no pudo mantener su numerosa servidumbre, y muchos sirvientes desocupados fundaron o se incorporaron a este nuevo tipo de casa de comidas que surgía en gran número. Así es como la Revolución permitió que la alta cocina saliera del entorno de la corte. La palabra restaurante se popularizo y los chef de más reputación que hasta entonces solo habían trabajado para familias privadas abrieron también sus propios negocios o fueron con-tratados por un nuevo grupo de pequeños empresarios: los restauradores.
En otros países, el restaurante, tal como lo conocemos hoy, data de las últimas décadas del siglo XIX, cuando pequeños establecimientos con este nombre comenzaron a competir con los hoteles ofreciendo abundantes comidas, elegantemente servidas y a precios razonables. La palabra restaurante llegó a Estados Unidos en 1794, llevada por el refugiado francés de la revolución Jean Baptiste Gilbert Paypalt, quien fundó lo que sería el primer restaurante francés en Estados Unidos llamado Julien's Restorator. En él se servían trufas, fondues de queso y sopas. El restaurante que generalmente se considera como el primero de Estados Unidos es el Delmonico, fundado en la ciudad de Nueva York en 1827. En Londres el primer restaurante se abrió en 1873. En España y otros países de habla castellana, también se propagó el nombre de “restaurante”, como un tipo de establecimiento que se dedicaba en especial a servir comidas. Durante todo este tiempo la palabra restaurante se fue imponiendo por toda Europa. A finales del siglo XX, se puede leer en los mejores establecimientos del mundo.
Después de 1850, gran parte de la buena cocina también se encontraba en los barcos de pasajeros de lujo y en los restaurantes, de primera clase, de los trenes. El servicio de los coches restaurante era de lo más elegante y caro, tanto para los pasajeros como para los ferrocarriles.
Durante el siglo XIX, el nivel de los establecimientos de restauración, en los que se podía comer, va mejorando considerablemente. Las tabernas desaparecen, los cafés se transforman en salones de te, los merenderos se transforman en verdaderos restaurantes que sirven a sus clientes en mesas con mantel y bonitas vajillas. En los figones y casas de comida se sirven, por un precio módico, platos caseros cuidadosamente preparados. Esta forma de restaurante se desarrolla en las ciudades de provincias para las clases medias. En cuanto al refinamiento de las antiguas casas aristocráticas, se mantiene en los restaurantes de lujo. Las cartas de esos establecimientos son tan largas como los menús de las grandes ocasiones del Antiguo Régimen. La suntuosidad de los menús en estos establecimientos subsiste hasta principios del siglo XX, pero a partir de 1918, al final de la primera Guerra Mundial, se inicia un proceso de democratización de la cocina francesa, al tiempo que cambia el gusto de los comensales, se buscan “cosas que han de tener el gusto que le es propio” y las encuentran en la cocina regional, pero sin abandonar totalmente el gusto por la alta cocina. El progreso el arte culinario de los restaurantes continua y el paso siguiente será no sólo esmerarse en la cocina sino también en la manera de servir la comida al cliente.
El negocio comercial de los restaurantes prosperó, más si cabe, después de la segunda guerra mundial ya que, muchas personas con posibilidades económicas van adquiriendo el hábito de comer fuera de casa. Con el automóvil y el turismo surge un gusto por lo regional, que nuevos restaurantes se apresuran a ofrecer, incluyendo en sus cartas sencillos platos regionales o populares, a lo que hasta ahora no se habían atrevido los grandes chefs, sin olvidar los platos más elaborados o refinados que mantienen su prestigio. Los platos tradicionales son más o menos modificados y modernizados, pero procurando mantener su esencia, para hacerlos más atractivos a los clientes. El vino adquiere una gran importancia, buscándose el más apropiado para cada plato y el marco geográfico de donde proceden.
Pero junto a esta cocina, que mantiene en general un alto nivel, tanto por lo que se refiere a la alta cocina como restauración popular, y que es muy bien acogida por el público, va surgiendo otra con cada vez mayor tendencia al estereotipo, a la insipidez y a la asepsia. Este tipo de comida surge, básicamente, en Estados Unidos en los años veinte del siglo XX, cuando la población ya disponía de suficientes automóviles como para ofrecerle un nuevo tipo de restaurantes, con grandes aparcamientos y servicios al automovilista. Este tipo de restaurante prácticamente ha desaparecido, pero han sido sustituidos por los restaurantes de comida rápida, que a partir de los años sesenta se convirtieron en el fenómeno más grande del negocio de los restaurantes. Es el comienzo de lo que podríamos denominar la macdonalización y la generalización del fast food, que se va extendiendo inexorablemente por todo el mundo.

La restauración colectiva, el self service y la comida rápida: A lo largo del siglo XX el número de comidas que se hacen fuera de casa aumenta con regularidad y se realizan en restaurantes de “self service”, en restaurantes de “menú” y en comedores colectivos, dando lugar al nacimiento de lo que se conoce como restauración colectiva institucional, que caracteriza esta época; se trata de comedores de empresas públicas y privadas, administraciones, guarderías, colegios, hospitales, residencias de la tercera edad, cárceles, cuarteles, etc., a estos hay que añadir el nacimiento del catering: la producción o preparación de comidas hechas para aviones, para trenes, congresos, etc.; y cada vez más para comedores de empresa y colegios. Estas comidas tienen que ser correctamente planificadas y calculadas en sabor y valor nutritivo para una gran diversidad de individuos.
En estos nuevos conceptos y sistemas de restauración el primero que aparece es el de self service o línea de autoservicio. Por la formula el cliente va escogiendo los platos que guste de entre la oferta que se le ofrece y los coloca en una bandeja que arrastra sobre un soporte, siguiendo la trayectoria de la línea. Finalmente llega a caja, donde paga el importe de la oferta escogida. Este sistema cada vez se aplica más en áreas de servicio de autopistas, en la restauración institucional, en restaurantes de hoteles o en restaurantes de estilo tradicional que desean dar un estilo más impersonal y más rápido a sus clientes.
Los establecimientos de comida rápida o fast-food se pueden considerar una forma del self service. El cliente solicita el pedido en el mostrador, abona su importe y en un tiempo reducido se le entrega la comida, que puede ser consumida tanto dentro como fuera del local. La mayoría de estos locales son establecimientos en franquicia. Se caracterizan por la gran rapidez en el servicio y porque tienen una oferta reducida, que suele limitarse a hamburguesas, bocadillos, ensaladas, pizzas, helados y otros platos de fácil preparación y consumo, que requieren una manipulación mínima, ya que llegan al establecimiento en porciones listos para cocinar o semipreparados. Las líneas de producción están totalmente racionalizadas para conseguir la máxima eficacia con el mínimo de personal. El servicio va a cargo del cliente y la vajilla, que es de un solo uso, es a base de cartón y plástico.
El fast-food de inspiración americana no llega a Europa occidental hasta finales de los años sesenta, principios de los ochenta. Pero la palabra fast-food no evoca hoy en Europa esa mezcla de comida cosmopolita y heteróclita, que era en un principio la consideración que tenía en Estados Unidos. Ya a finales del siglo XIX y principios del XX, muchos periodistas europeos describieron en sus crónicas, con evidente sorpresa, la existencia, en los barrios de negocios de las ciudades americanas, de restaurantes donde se podía comer en pocos minutos alimentos frescos y apetecibles. Sorprendía que los americanos además de tener un feroz apetito quisieran comer lo más deprisa posible, especial-mente los businessmen de Chicago o New York.
En los años treinta-cuarenta del pasado siglo surgieron en EEUU los primeros drive-through, que permitían servir comidas sin que el cliente tuviese necesidad de salir del coche, al tiempo que la hamburguesa se iba haciendo extraordinariamente popa-lar. En 1937, Dick y Mac McDonald abrieron el primer drive-inres-taurant en California, ofreciendo perritos calientes, hasta que en 1948 optan por las hamburguesas renovando completamente el negocio. Introducen el concepto de costos mínimos y máxima rapidez, el self-service, suprimen los cubiertos y platos que sustituyen por bolsas de papel y cajas de cartón, cuidando extraordinariamente la limpieza e higiene. A estas innovaciones les sigue la producción en cadena y procedimientos estandarizados con personal reducido, con lo que consiguen atender pedidos en pocos segundos. Surge así el fast-food moderno, que pronto trata de ser imitado; como hace la Kentucky Fried Chicken, cadena de co-mida a base de pollo frito, que se desarrolla a partir de la década de los cincuenta en EEUU, y posteriormente pasa a Europa. La siguiente, después de la hamburguesa y el pollo frito, es la pizza, que populariza la cadena Pizza Hut, que surge a finales de los años cincuenta del siglo XX en Wichita (Kansas) y consigue, poco después, en los años sesenta, que la pizza sea más conocida en América, que en Italia del norte, a pesar de que el origen de la pizza esté en Nápoles. El éxito de la pizza como fast-food es tal, que compite con la hamburguesa en todo el mundo y que, como veremos, no tiene los enemigos encarnizados de ésta última.
Los restaurantes de comida rápida o fast-food no tardaron de pasar de EEUU, no sólo a Europa sino a todo el mundo, donde al principio encontraron mayor o menor resistencia por parte del público, especialmente por lo que se refiere a las hamburguesas de McDonald.
Las primeras protestas se producen en los años setenta en Suecia, donde se acusa a las multinacionales americanas del fast-food de pretender que la población, especialmente la juventud, consuma “alimentos de plástico” en contra de la alimentación tradicional sueca. Del mismo modo, McDonald tuvo serios problemas en Francia, donde la población es muy celosa de su gastronomía, pero sin embargo, como en todo el mundo, los franceses terminaron aceptando la hamburguesa. Mucho más tarde, cuando McDonald pretendía abrir un restaurante en Roma, se produjeron multitudinarias protestas en defensa de la tradición culinaria frente a la americanización, que llevaron a que en 1984 se creara el movimiento Slow Food, que se opone a la estandarización del gusto y promueve la difusión de una nueva filosofía del gusto que combina placer y conocimiento. Este nuevo movimiento opera en todos los continentes por la salvaguardia de las tradiciones gastronómicas regionales, con sus productos y métodos de cultivo.
En general, los grupos opositores a la comida rápida la acusan de que se hace a menudo con los ingredientes formulados para alcanzar un cierto sabor o consistencia o para preservar su frescura y que la utilización de añadidos y las técnicas de procesado alteran su forma original y reducen su valor alimenticio. Amén del alto contenido en grasas, azúcares y calorías de algunos de sus productos, siendo especial motivo de rechazo las hamburguesas. Aunque el rechazo a la comida rápida es más o menos general, la realidad es que la hamburguesa se presenta, en cualquier medio, como el mayor de todos los males que amenaza a la población, en especial a los jóvenes, ya sea por razones nutricionales o simbólicas: grasas saturadas, exceso de calorías, pérdida de identidad, etc. Sin embargo, es curioso observar cómo las mismas críticas que se dirigen y oponen a la hamburguesa en general y a McDonald`s en particular, no se dirigen con tanta virulencia contra otras formas de fast-food, como, por ejemplo, contra las pizzas, que hasta ahora se han librado de la mayoría de estas críticas. Sin embargo, como dice Claude Fischler (2) la pizza despliega sobre el planeta un imperio actualmente más importante que el de la hamburguesa, del que no son ajenas las cadenas de distribución. Las pizzas se pueden comprar en todas partes; supermercados, tiendas de ultramarinos, panaderías. Se pueden encargar a domicilio, o consumirlas en todo tipo de restaurantes y en cualquier lugar. Y todo a pesar de las capas de queso rico en grasas saturadas con las que se recargan las pizzas americanizadas. Pero como continua el mismo autor (2): La gran incógnita del “fast-food” es su éxito generalizado, a pesar de to-das las aparentes campañas ciudadanas en contra. Sin duda el éxito planetario del “fast-food”, se debe a ciertos “universales” alimentarios. El “fast-food” no es sólo funcional y el cliente no lo consume sólo por razones de comodidad, precio y tiempo. De hecho, el repertorio de sabores y texturas que ofrece tiene que ver con una especie de mínimo común múltiplo de preferencias: lo blando –los panecillos tiernos de las hamburguesas-, la carne picada, las salsas suaves y los ketchups- dulces-salados remiten a sensaciones infantiles, regresiones y transgresiones.

Las condiciones alimentarias populares y la salud
        Aunque las condiciones generales de la alimentación mejoraron en este periodo, no lo hicieron de forma clara hasta mediados del siglo XX, pues no se deben olvidar las grandes hambrunas que asolaron muchos países occidentales a lo largo del siglo XIX e incluso, en algunos casos, en el siglo XX, como tampoco las graves enfermedades carenciales, consecuencia de una alimentación monótona y no equilibrada. Sin embargo, lo que no se puede negar es que se produjo una cierta reducción de los índices de mortalidad, aunque posiblemente esto se debería tanto, por no decir más, a una mejora en la higiene alimentaria que a una alimentación más regular o a una mejor nutrición.
          Entre las hambrunas, que durante más o menos tiempo asolaron a distintos países europeos, ocupa un lugar preferencial la que sufrió Irlanda en los años 1845-1846, consecuencia de la enfermedad de la patata que arruinó la producción. Hasta ese momento la población, aunque mal, podía vivir, como ocurría en Holanda con la misma patata o en otros países del sur de Europa con el maíz o en los anglosajones con la introducción de la margarina. Sin embargo, la alimentación monótona y desequilibrada llevaba a enfermedades carenciales, lo mismo que la hipo-nutrición era la vía de entrada de múltiples enfermedades infecciosas. Los principales males que afectaban a los grupos humanos con hiponutrición y avitaminosis eran el escorbuto, la disentería, el tifus petequial y el cólera. Como es lógico, los tipos de avitaminosis y con ello las enfermedades derivadas dependían de la base del consumo alimentario, pues, por ejemplo, el escorbuto no se presentaría en una alimentación a base de patatas, pues proporcionan al organismo una buena cantidad de vitamina C. Otras carencias como la de vitamina B7, esencialmente aportada por la patata y la leche, suponía un importante aumento de las enfermedades mentales. Sin olvidar que la insuficiencia de verduras, frutas, mantequilla, grasas y leche, podían llevar a la carencia de vitaminas A, D y E y producir oftalmia, anemia y raquitismo.
La pelagra, con sus graves consecuencias de diarreas, dermitis o demencia, es un caso típico de enfermedad carencial que todavía en el siglo XIX, e incluso más tarde, tuvo serias repercusiones en algunas regiones del sur de Europa, donde el maíz era la base de la alimentación, pues como la patata, el maíz permite vivir, pero tiene graves carencias nutritivas, como que es el déficit en proteínas, vitaminas y sales minerales. La enfermedad se presenta cuando la dieta no provee de suficiente vitamina B3 (niacina o vitamina PP) o triptófano (aminoácido esencial), de manera que para evitarla se hace necesario la ingesta diaria de cantidades adecuadas de leche, carne o pescado, vegetales frescos o cereales integrales. Por ejemplo, en el norte y centro de Italia, donde la polenta de maíz era la base de la alimentación y se elaboraba sin sal ni ningún condimento y en cuyo proceso entra la ebullición, que destruye la poca vitamina PP que tiene el maíz, la pelagra hizo estragos en el siglo XIX. La población, ya sanitariamente en precario por culpa de una preocupante subalimentación, fue llenando los manicomios de pelagrosos afectados por trastornos nerviosos y psicosis.
En pleno siglo XIX, incluso en países desarrollados para la época, como Inglaterra o Francia, existían todavía importantes bolsas de desnutrición, donde las enfermedades carenciales e infecciosas hacían igualmente estragos, por lo que no pueden sor-prender las graves epidemias de tifus o cólera que se produjeron en el siglo XIX. Basta para ello recordar las novelas de Charles Dickens. En las regiones industriales no era extraño encontrar jóvenes deformados por el raquitismo. Incluso, aunque pueda sorprender, al final del siglo XIX en Nueva York casi el 30% de sus habitantes no disponía de alimentos suficientes para garantizar unas condiciones mínimas aceptables de salud física.
Los pobres y hambrientos son, en efecto, los que más fácilmente contraen las enfermedades y las propagan en sus desplazamientos en busca de comida, pero, sin embargo, la abundancia no es suficiente para proteger de los riesgos de infección. Las enfermedades, y especialmente las que son de tipo infeccioso, se propagan fácilmente a través de los alimentos, igualmente entre los ricos que entre los pobres, cuando faltan las normas de higiene alimentaria. Por eso, hasta que se fueron imponiendo normas higiénicas adecuadas, las diferencias en los índices de mortalidad y las esperanzas de vida entre los que comían y los que pasaban hambre eran realmente pequeñas. Las diferencias en la esperanza de vida entre las diferentes clases sociales, y en especial entre los que están bien alimentados y los que no, sur-gen cuando las condiciones de higiene alimentaria son las adecuadas. La esperanza de vida aumenta cuando a una buena alimentación se une unas buenas condiciones de higiene.
No es hasta el siglo XX cuando todos los países europeos emprenden, más o menos conscientemente, un cambio radical de sus consumos alimentarios. Sin embargo, hay que esperar al final de la segunda guerra mundial, y especialmente a partir de los años cincuenta, para que realmente comience la sustitución de las proteínas y glúcidos de origen vegetal por proteínas y glúcidos de origen animal, y, aunque la intensidad del cambio no es igual en todos los países, es relativamente rápida, de modo que, en poco más de dos décadas, se produce un aumento espectacular del consumo de carne, posiblemente excesivo, junto, aunque de forma más moderada, al de leche, quesos, tomates, verduras y cítricos. Simultáneamente se registra una reducción muy significativa del consumo de maíz y de arroz, y un aumento casi imperceptible del trigo.
Paradójicamente esta nueva situación de mejora higiénica y de abundancia alimentaria relativa, que permitió eliminar muchas de las enfermedades infecciosas o carenciales antes comentadas, trajo nuevos problemas a los países occidentales, de modo que según los especialistas el problema de las enfermedades cardiovasculares y cancerígenas ha ido aumentando a medida que lo hacía el bienestar alimentario. Así, según Paolo Sorcinelli (3) al final del siglo XIX, las causas principales de muerte eran de modo decreciente: la gastroenteritis y la colitis, la bronquitis, la neumonía, la tuberculosis, enfermedades infantiles y enfermedades del sistema circulatorio, mientras que en el tercer tercio del siglo XX ya eran las enfermedades cardiocirculatorias, seguidas por las lesiones vasculares del sistema nervioso central, los tumores, la neumonía y las enfermedades infantiles. Los expertos achacan este cambio, que pone a la cabeza entre las causas de fallecimiento a las enfermedades cardiovasculares, a las modificaciones de los hábitos alimentarios.
Y así se llega al final del siglo XX, en que la situación general alimentaria en el mundo Occidental, le permite al sociólogo francés Claude Fischler (4) decir: ya no son ni el miedo a las privaciones ni la obsesión por el aprovisionamiento los que preocupan sino la abundancia, es decir, la doble “inquietud” que causa el miedo a los excesos y a los venenos de la modernidad y el problema de la elección de los alimentos.
No cabe duda, por lo que se puede observar, que hasta ahora Claude Fischler tiene razón cuando se refiere al mundo “rico”, donde mucha gente se enfrenta a problemas de obesidad sometiéndose a duras dietas, cuando no a intervenciones quirúrgicas, al tiempo que se observa una cierta “obsesión” por la “calidad” de la alimentación. No obstante, esto no nos puede hacer olvidar que existe otro mundo en que la gente se muere por falta de alimentos o que sufre graves carencias de todo tipo: calorías, proteínas, vitaminas, etc. Pero la pregunta hoy es: ¿se mantendrá en occidente esa “abundancia” al alcance de la mayoría de la p-blación después de la crisis económica-financiera desencadenada en 2008?

El modelo alimentario americano
Es muy interesante seguir, con más o menos detalle, los movimientos alimentarios surgidos en EEUU a lo largo del siglo XIX y que desembocan en el XX, porque tarde o temprano terminan por influir, y de alguna forma determinar, los modelos alimentarios posteriores de todo el mundo occidental
Dos movimientos van a surgir en el siglo XIX que son el origen del pensamiento alimentario actual. El primero que apare-ce en los años treinta, mezcla preceptos morales con consejos alimentarios seudocientíficos, mientras que el segundo que surge a finales de siglo es una reacción burguesa al excesivo consumo, que practicaban principalmente y de forma ostentosa las clases más adineradas.
La primera “reforma” alimentaria aspira a la pureza moral evitando el consumo de determinados alimentos que considera nocivos. El principal defensor fue el pastor presbiteriano Silvestre Graham que, en su obra Lectures on the Science of Human Life, escribe sobre la dieta más apropiada para el control de las pasiones naturales y establece qué alimentos no deben tomarse para evitar la excitación del sistema nervioso central que debilitan “la fuerza vital” y dejan al cuerpo a merced de las enfermedades. Además de la actividad sexual se debe evitar la carne, el alcohol y las especias. Graham pensaba que la dieta y el sexo estaban íntimamente relacionados, y ciertos alimentos (carne, condimentos, especias, alcohol, té y café) estimulaban las pasiones sexuales. Por ello, una de las mejores maneras de controlar el deseo sexual era adoptar una dieta vegetariana y abandonar los condimentos, las especias, el alcohol, el té y el café. Para él, e insistía en ello, el vegetarianismo y la castidad no sólo eran preceptos morales y religiosos, sino que también se basaban en verdades fisiológicas científicas. El intervalo de tiempo entre comidas había de ser de seis horas. La mantequilla era objetable como alimento y debía ser usada muy moderadamente. La leche fresca y los huevos no eran proscritos, pero eran desaprobados. Y el queso sólo se permitía el no grasoso y el no curado.
El segundo movimiento comienza a observarse hacía los años 1890, y promueve la moderación. Este movimiento se basa en los nuevos conocimientos científicos de que la energía de los alimentos se mide en calorías y que sus principios nutritivos los forman las proteínas, los hidratos de carbono y las grasas. No dejaba de ser, como la primera “reforma”, un movimiento moralizante, especialmente de las clases medias y que en el fondo, como el primero, iba dirigido a la clase obrera. Se pensaba que educando y enseñando a esa gente los conceptos de la “Nueva Nutrición” gastarían menos en alimentación. Si los principios nutritivos son los mismos en todos los alimentos; esto es, que desde el punto de vista de la química lo mismo da una proteína de la carne que de una leguminosa, comprarían los más baratos, igual de nutritivos y saludables, con lo que les quedaría más dinero para mejorar sus condiciones generales de vida. Los moralistas de este movimiento creían que con ese dinero “sobrante” la clase obrera, formada mayoritariamente por inmigrantes, podía mejorar las condiciones que la industrialización y el urbanismo les habían provocado. Desaparecerían las harapientas familias obreras que se hacinaban en viviendas insalubres y sin calefacción, el alcoholismo, el trabajo infantil y la prostitución. Pero la realidad era que esta gente había emigrado de sus países de origen para comer carne y no judías, por lo que no les hicieron mucho caso, cuando no se reían de ellos.
Sin embargo, las ideas de la “Nueva Nutrición” y la moderación van poco a poco calando en las clases medias americanas y ya a principio del siglo XX los excesos alimentarios son claramente rechazados. Igual que el primer movimiento tuvo un gran defensor en el Reverendo Graham, éste lo tiene en John H. Kellog, muy conocido por ser el creador de los famosos corn flakes, y que lo mismo que su antecesor basaba su régimen en el vegetarianismo. ¡Llegaba a tratar la hipertensión con la ingestión exclusiva de uvas! ¡Realmente parece una “dieta milagro” de hoy! Kellog, como Graham, advertía que el peligro estaba en que la absorción de determinados alimentos (carne, especias o alcohol) podía excitar el sistema nervioso, al tiempo que insistía muy seriamente contra los peligros de la masturbación. Pronto se unió a su campaña un excéntrico multimillonario, Fletcher, que, entre otras teorías, establecía que la masticación insistente (recomendaba hacerlo hasta 200 veces) de los alimentos en la boca era imprescindible para evitar la autointoxicación que producía el exceso de bacterias del colon, que como Kellog, opinaba que era el origen de numerosas enfermedades.
Durante la primera guerra mundial estas ideas de moderación y abnegación eran ya aceptadas por la generalidad de la población, cuando el gobierno lanzó una campaña publicitaría para convencer a los americanos de la bondad de la “Nueva Nutrición” y moderar el consumo, especialmente de algunos alimentos como la carne de vacuno o el trigo. La salud de los americanos no se resentiría por comer menos, sino todo lo contrario. Pronto, los americanos de clase media y alta estarán dispuestos, en sus opciones alimentarias, a anteponer las preocupaciones de salud a las gastronómicas.
En medio de este ambiente se descubren, en 1917, las pri-meras vitaminas; lo que terminará provocando lo que podríamos llamar “la vitaminomanía”. Ya en los años veinte es una industria potente con gastos masivos en promoción y publicidad. Sirva de ejemplo como una importante empresa publicitaba unos pastelillos rebosantes de vitamina B (5): “liberaba al organismo de desechos tóxicos, era una fuente de energía y curaba la indigestión, el estreñimiento, el acné, los granos, reafirmaba los vientres fláccidosy evitaba la subalimentación sanguínea”. Mientras, la industria lechera aprovecha para cambiar la imagen de la leche irradiándola con vitamina D. La leche deja de ser un alimento para niños y pasa a ser un “alimento perfecto” para todas las edades, fuente de casi todos los nutrientes necesarios para la salud. Se resucita la idea de Grahan de que la harina blanca es una harina desnaturalizada carente de nutrientes, que provocaba graves carencias de vitaminas que afectaban a toda la población.
Es poco antes de la segunda guerra mundial cuando surge, entre el pueblo norteamericano, la inquietud y la preocupación por las posibles consecuencias de las carencias de vitamina B1 o tiamina. El paroxismo llega cuando de unos experimentos realizados en la Clínica Mayo con dietas para adolescentes bajas en tiamina, se concluye que esa carencia hacía a los muchachos huraños y poco cooperativos, de modo que la bautizaron como “vitamina de la moral” y concluyendo que un pueblo alimentado con pan blanco corría el riesgo de debilitarse y ser más vulnerable ante un ataque enemigo (5). Parece que el público fue sobre todo sensible a la idea de que las vitaminas eran garantía de energía y del “tono vital” de Graham. La industria farmacéutica no tarda en ofrecer al público sus píldoras milagro.
A partir de 1941 y durante varios años, la gran antropóloga Margaret Mead (1904-1978), que consideraba que todos los problemas de salud de la nación se debían al sobrepeso, y que los “modos de comer” eran indicadores de solidaridad, de cambio en los sistemas socioeconómicos e indicadores de status, se hizo cargo de la Secretaria general del Comité sobre los Hábitos Alimentarios de la Academia de las Ciencias de los Estados Unidos, desde donde trató de impulsar los conocimientos básicos de la nutrición a fin de posibilitar la modificación de la dieta y dar una pauta a seguir en el racionamiento de los alimentos. Todo ello tuvo lugar en el marco de una política de preparación para la guerra, dando la pauta a seguir ante un posible racionamiento.
Después de la segunda guerra mundial la situación cambia radicalmente. En el plano alimentario la “comodidad” pasa ser prioritaria. Aparece lo que los fabricantes de la industria alimentaria llaman el “listo para servir”. Los hogares y los supermercados se ven inundados de productos industriales semielaborados que exigen una preparación mínima antes de ser consumidos.
Sin embargo, esta situación sólo dura hasta el final de los años sesenta, que es cuando se agudiza la inquietud por el uso intensivo de pesticidas y abonos en la agricultura, así como ante el uso de antibióticos y otros productos químicos utilizados como conservantes u otros aditivos, que, según la opinión dominante, ponen en cuestión la calidad nutritiva y la seguridad alimentaria de estos productos. A todo ello no es ajena la aparición del libro de Rachel Carson, Silent Spring (Primavera Silenciosa), publicado en 1962, que advierte de los efectos perjudiciales de los pesticidas en el medio ambiente y culpa a la industria química de la creciente contaminación. Es quizá algo exagerada en algunos aspectos, pero en otros muchos no le falta razón, y desde luego no se puede negar el gran impacto que causó en el público, y que para bien o para mal, según cada cual, es responsable de las ideas mayoritarias de culpar a la industria en general y la alimentaria en particular, de las consecuencias negativas en el medio ambiente y en la alimentación. De alguna forma este espíritu desembocó en la “moda” de los alimentos “biológicos” o “naturales”. Otra vez hay como una mezcla de moralidad, salud y romanticismo que había caracterizado la primera “Reforma alimentaria”.
Ahora, igual que antes la reacción de la industria no se hace esperar, pero en vez de llenar los supermercados de pro-ductos semielaborados, como antes, lo hace invadiéndolos de productos “naturales”, “camperos”, “frescos”, “directamente del productor”, “la naturaleza en su plato”, “sin aditivos ni conservantes”, etc. Si bien las críticas continuaron, la industria también siguió vendiendo, pero ya se anunciaba una nueva reforma alimentaria: la “Negative Nutrition” o “Nutrición Negativa”.
Esta nueva tendencia, a diferencia de la Nueva Nutrición que recomendaba consumir alimentos de las cinco grandes categorías (proteínas, hidratos de carbono, grasas, vitaminas y sales minerales), establecía que si bien había que consumir suficientes sustancias nutritivas, advertía al mismo tiempo del peligro de ciertas categorías de alimentos. Especialmente fueron objeto de rechazo el azúcar y aquellos que contribuyeran al aumento del colesterol. Al consumo de azúcar, que fue considerado casi una droga, se le achacaba ser la causa de múltiples enfermedades: cardiacas, canceres, diabetes, problemas de piel, esquizofrenia y todo tipo de trastornos físicos o mentales. Por su parte, al colesterol, desde los años setenta, se le consideraba causante de promover enfermedades cardiacas. El éxito de este movimiento, especialmente entre las clases medias, fue de tal magnitud, que a finales de los años setenta la política alimentaria se situó en los primeros puestos de las preocupaciones nacionales.
 La consecuencia fue un retroceso en el consumo de carne y productos lácteos completos, pero que se compensó con el consumo de otras grasas, patatas fritas o galletas saladas. Lo que, a pesar del fomento de la práctica del deporte, se tradujo en que el peso de los norteamericanos no disminuyó en los últimos cuarenta o cincuenta años. La realidad es que se observa un fenómeno inverso. Al tiempo que, curiosamente, los gustos alimentarios vuelven a constituir un signo de distinción social, exactamente como a final del siglo XIX.
Igual que había ocurrido anteriormente, los industriales gravemente amenazados en sus ventas por esta nueva doctrina parecieron unirse a la causa inundando de nuevo los supermercados con nuevas oleadas de productos “light”, “bajos en calorías”, 0% de materias grasas”, “sin colesterol”, “sin sal”, publicitados como productos “buenos para el corazón”, “buenos para la salud”, etc., con la diferencia que esta vez, ante la agresividad de las campañas, tuvo que intervenir el gobierno ordenando la publicidad de estos productos.
_______________________________
(1) Los siglos XIX y XX. Jean-Louis Flandrin. 2004

(2) La “macdonalización” de las costumbre”. Claude Fischler. 2004

(3) Alimentación y salud. Paolo Sorcinelli. 2004

(4) El Omnivoro. Claude Fischler. Anagrama. 1995

(5) Dietética frente a gastronomía: tradiciones culinarias, sanidad y salud en los modelos de vida americanos. Harvey A. Levenstein. 2004.


No hay comentarios:

Publicar un comentario