7.- EDAD CONTEMPORÁNEA
SIGLOS XIX Y XX
Edad
contemporánea: Evolución del consumo de alimentos en los siglos XIX y XX. La
industria alimentaria, las conservas y la llegada de los productos de ultramar. Cambio en los hábitos de consumo
alimentario: Los restaurantes, restauración colectiva, el self service y la comida rápida. Las condiciones alimentarias populares y la
salud. El modelo alimentario americano.
LA EDAD CONTEMPORÁNEA
En la
Edad Contemporánea se dan y entrelazan tres revoluciones, que comienzan a
principios del siglo XIX y continúan hasta finales del siglo XX. La primera es
la agrícola (que acabó produciéndose en toda Europa), la segunda, la industrial
(que transformó el sistema económico y acabó con la agricultura de subsistencia
frente a una agricultura totalmente enfocada al mercado) y la tercera la de los
transportes (ferrocarril, barco de vapor, etc.). Estas revoluciones modificaron
profundamente los hábitos alimentarios en occidente y, lo que es más
importante, terminaron con las hambrunas cíclicas en Europa.
En la agricultura, como vimos, se produce
el triunfo de la economía de mercado sobre la economía de subsistencia. En este
contesto la mejora de la agricultura, con el empleo de nuevos métodos de
cultivo, la utilización de abonos y nuevas variedades más productivas, permitió
hacer frente al aumento demográfico del siglo XIX, prácticamente general en
toda Europa, y lo que es más importante, acabó con las hambrunas que
periódicamente asolaban Europa. También contribuyó a mejorar la alimentación de
los europeos, aunque esta mejora fue muy variable de unos países a otros. No
hay que olvidar que, en general, en la primera mitad del siglo XIX, como había
ocurrido en el XVIII, el nivel de vida y la calidad alimentaria había bajado
entre la población obrera y entre los pequeños campesinos. Como ejemplo valga
el hecho de que el consumo de carne en los países más avanzados de Europa
comienza a subir a partir de 1850, pero a veces se olvida que no había dejado de
caer hasta ese momento. Realmente la mejora de la alimentación en Europa no se
produce hasta la segunda mitad del siglo XIX; pero todavía en algunos países,
como por ejemplo en España, no se puede hablar de mejora real hasta el siglo
siguiente. En este sentido conviene recordar que la adopción de la patata o el
maíz se debieron a que la pobreza de los campesinos y obreros agrícolas no les
permitía comprar pan. Las características nutritivas de estos cultivos sería
una razón importante pero secundaria. De lo que no cabe duda es que esta gente
vivió al margen del progreso agrícola e industrial del siglo XIX.
Con la
revolución industrial aparecen alimentos nuevos, como la leche condensada, en
polvo o el chocolate en tabletas, y muchos productos alimentarios dejan de ser
elaborarlos por los artesanos para serlo por la industria; como por el ejemplo,
la harina, el aceite, el vino, el vinagre, etc., y lo mismo ocurre con los que
se elaboraban en las casas artesanalmente: la mantequilla, los quesos, las
mermeladas, las conservas de frutas o de carne o pescado, pasan a ser fabricados
por la industria alimentaria. Mención aparte merecería el impacto que causó en
los hábitos alimentarios las conservas y la industria del frío, que comenzó a
desarrollarse a finales del siglo XIX y que culminó con la comercialización y
consumo de toda clase de productos congelados, que hoy son totalmente aceptados
por los consumidores. Del mismo modo, la restauración pasa de alguna manera a
formar parte de la industria de la comida, pues los restaurantes asumen una
nueva función, que es la de dar de comer a diario a una masa importante de la
población que ya no come en casa, por razones, entre otras, de horarios de
trabajo, sin olvidar la proliferación de comedores de empresa, fabricas,
colegios, etc.
La
revolución en los transportes, especialmente la aparición de los barcos frigoríficos,
acercó a los consumidores europeos los productos de ultramar, muchos de los
cuales eran desconocidos y ahora son corrientes en cualquier mercado europeo.
Destacaríamos por su impacto en los modos alimentarios la presencia masi-va de
oleaginosas tropicales a partir del siglo XIX. Asimismo irrumpieron aceites
como el de palma y palmito que fueron seguidos por el cacahuete, el de sésamo y
finalmente el de algodón. El aceite de
cacahuete para frituras fue muy bien aceptado en Europa e incluso le hace la
competencia al aceite de oliva en la alimentación. Con muchas de estas grasas
se fabrican margarinas que terminan primando sobre la mantequilla y las grasas
animales. A finales de siglo comienzan a decaer las grasas de oleaginosas
tropicales sustituidas, en Europa, primero por la colza y luego por el girasol
o la soja. Otra consecuencia, no menos importante, de la mejora en el
transporte, es la presencia en los mercados europeos de fruta colonial
(plátanos y luego piña), que comienza en el siglo XIX y ya es corriente en el
XX, junto con la disponibilidad, durante todo el año, de frutas y verduras
producidas fuera de temporada en otras latitudes, y que merced al transporte
aéreo son ya corrientes en cualquier mercado de Europa.
La tendencia ideológica por la que la
gastronomía se alejaba e ignoraba a la dietética, que había comenzado en el
siglo XVI y continuado en los siglos XVIII y XIX, fue abandonada en el XX por
una nueva dietética, que no sólo trata de determinar la elección de alimentos
que se deben consumir, sino también la manera de cocinarlos y comerlos. De
acuerdo con los nuevos consejos dietéticos, se observa un aumento del consumo
de frutas y verduras, al tiempo que se advierte del peligro del excesivo
consumo de carne y grasas. Se reduce la harina en las salsas y el azúcar en la
pastelería, al tiempo que aumenta la presencia de alimentos crudos en las
comidas y se reducen los tiempos de cocción. Todo ello en línea con las
advertencias médicas de las relaciones existentes entre el consumo excesivo de
determinados alimentos y las enfermedades cardiovasculares y otras muchas, como
la diabetes, así como del peligro de la obesidad. Sin olvidar el culto al
cuerpo y a la delgadez que rige en el mundo actual.
En conjunción con estas advertencias médicas
y las alarmas provocadas en los medios por problemas de contaminaciones
alimentarias o la imagen negativa que tienen los productos cultivados de
acuerdo con las técnicas modernas (miedo a los abonos químicos, a los
insecticidas, etc.), provocados la mayoría de las veces por ignorancia, o por
falta de confianza en los controles alimentarios de estos productos, que a
veces son mayores y más exigentes que en los llamados ecológicos, han surgido
en las últimas décadas grupos de consumidores obsesionados por el riesgo de
ingerir alimentos tóxicos, que van imponiendo un discurso que a veces raya con
el fundamentalismo alimentario. Pero como dice Flandrin (1), es
curioso que en una época en que parece que la industria, el turismo y los
medios de comunicación favorecen una especie de globalización de los gustos,
surja un interés desconocido por las cocinas nacionales o regionales y se
ensalcen los modelos campesinos de alimentación. Para él, estas
actitudes aparentemente paradójicas no son sino reacciones ante la
racionalización y la unificación de los alimentos y de las formas de comer, así
como el deterioro de la calidad de los alimentos diarios. Tampoco hay que
olvidar que el siglo XIX es el momento en que los estados-nación se van
formando y unificando culturalmente.
Evolución de los consumos
alimentarios en los siglos XIX y XX
Como
es lógico, todos estos cambios afectaron a la composición de la dieta en los
países europeos. El consumo de cereales alcanzó el máximo en el último cuarto
del siglo XIX y luego ya comenzó a disminuir, siendo hoy bastante menor que en
el siglo XVIII. El trigo se fue generalizando a costa de la caída del consumo
de los llamados cereales menores, aunque en los países del norte de Europa,
tradicionalmente consumidores de centeno, como Alemania, el avance del trigo va
más lento y todavía a mediados del siglo XX el consumo de centeno se mantiene
próximo al del trigo. En otros, como el norte de Italia o de España, el consumo
de maíz era importante, hasta el punto de que al ser consumido prácticamente
sólo era el responsable de las epidemias de pelagra. El arroz fue el único
cereal que tuvo un importante y rápido desarrollo entre 1850 y 1900.
El
consumo de legumbres, también disminuyó en el siglo XX en toda Europa. No
obstante, el nivel del consumo y la cronología de su declive varían de un país
a otro.
Fuesen
de origen animal o vegetal, el consumo de todas las materias grasas experimentó
un aumento considerable durante los siglos XIX y XX, aunque como con otros
alimentos con importantes diferencias entre países.
La
carne, cuyo consumo había disminuido desde la Edad Media en toda Europa pudo
prolongarse hasta avanzado el siglo XIX e incluso hasta el XX, como podría ser
el caso de países del sur, como Grecia o España, que en los años 50 del siglo
XX, tenían consumos de 11 y 14 kg por persona y año, respectiva-mente. Pero no
cabe duda que en los países europeos, estudiados en su conjunto, la ración media
de carne aumentó en el transcurso de los siglos XIX y XX, aunque con consumos muy
desiguales entre ellos. Entre los grandes consumidores de carne, dejando aparte
los Estados Unidos y a numerosos países de América del Sur, estarían la mayoría
de los países de la Europa no mediterránea, cuyo consumo en el primer tercio
del siglo XX estaría entre 100 y 200 gramos por persona y día, y entre los poco
consumidores, en los que la ración diaria no supera los 50 gramos, se
encontrarían los de las regiones mediterráneas: Italia, Grecia, Portugal y
España. Aún así, las diferencias entre países son muy grandes, por ejemplo los
ingleses, grandes consumidores a principios del siglo XX, superaban a los
franceses en 13 kg (61 frente a 48 kg).
En los
siglos XIX y XX, la proporción de las diferentes carnes que conforman la dieta
también evolucionó, pero de diferente manera según los países. En general se
observa un aumento del bovino, ovino y caprino y un descenso del consumo de
cerdo, con la excepción de Alemania, donde el cordero pierde terreno frente a
las demás carnes, que aumentan. En cuanto a la evolución del consumo de aves es
muy parecido en toda Europa. Al final del siglo XIX y principios del XX
disminuye ligeramente, para mantenerse en el periodo de entreguerras y
dispararse el consumo después de la segunda guerra mundial.
En los
siglos XIX y XX el consumo de huevos, así como su tamaño, también aumentó,
aunque no de forma homogénea en todos los países europeos, de modo que el
consumo en los países mediterráneos como Grecia, España o Portugal sería mucho
más bajo (entre 2 y 4 veces) que en los países más al norte de Europa. No hay
que olvidar que durante este periodo es cuando se pasa de la producción doméstica
de aves y huevos a la producción de forma más o menos industrial en granjas
especializadas.
Aunque
había zonas más o menos aptas para la producción de leche, donde los productos
lácteos constituían una parte importante de la alimentación de los campesinos,
es sólo a partir de finales del siglo XVIII cuando se observa una tendencia
general al aumento del consumo. Al mismo tiempo, se fueron produciendo
profundos cambios en la imagen que los consumidores tenían de la leche y los
productos lácteos. Por ejemplo, la leche dejó de ser un alimento exclusivo para
recién nacidos y pasó a ser un alimento también de adultos. En el último cuarto
del siglo XIX aparecen, en Alemania y luego se extienden por otros países
europeos, dependiendo de su grado de desarrollo, las lecherías modernas en las
afueras de las ciudades que proporcionan leche fresca de buena calidad a todas
las categorías sociales. Con la leche y los productos lácteos ocurrió lo mismo
que con otros muchos alimentos, ya que, aunque el incremento del consumo fue
general, no siguió la misma tendencia en todos los países europeos. Según datos
del primer tercio del siglo XX, y que pensamos sería válidos para hoy, se
pueden distinguir los países gran consumidores: los nórdicos y de centro y
norte Europa e Irlanda, y los poco consumidores como Grecia, España, Italia o
Portugal. Los países medios serían Francia, Gran Bretaña o Bélgica.
Por lo
que se refiere al pescado, que en la Edad Moderna representaba muy poco en la
ración alimentaria, su consumo crece considerablemente en casi todas partes, en
especial después de la mitad del siglo XIX y sería consecuencia del desarrollo
del ferrocarril. En cualquier caso el consumo en los países europeos,
dependiendo de su situación geográfica, es muy desigual, siendo más alto en los
países nórdicos y en los del mediterráneo (España y Portugal).
El
consumo de frutas y verduras parece que aumenta desde el último tercio del
siglo XIX y la actualidad. Las diferencias en el consumo entre países son muy
grandes. Los mayores consumidores pertenecen, en general, a regiones
mediterráneas. Los países considerados como grandes consumidores de frutas y
verduras son en su mayoría países meridionales, mientras que los menos
consumidores pertenecen más bien a la Europa del norte y del Este. Podríamos
concluir que las poblaciones siguen ancladas en sus hábitos alimentarios, los del
este y del norte comen en invierno más choucrute y más patatas que
verdura fresca. Estas diferencias de tradiciones parecen menos acentuadas en el
caso de la fruta, cuyo consumo evoluciona de forma similar en el transcurso del
siglo XX y alcanza niveles análogos.
La
patata implantada en las distintas regiones de Europa en la época moderna, no
se convierte en alimento básico hasta el siglo XVII, primero en Irlanda,
después en Inglaterra y en los países bajos, y no antes del siglo XVIII en los
demás países. Goza de mejor acogida en los países pobres que en las ricas zonas
de cereales. Sin embargo, la patata nunca perdió su imagen de alimento de
pobres. Su ausencia en los menús de fiesta confirma este estatus. No obstante,
la patata fue lo que permitió, sobre todo en Europa central y septentrional, el
desarrollo demográfico de los siglos XVIII y XIX.
El
azúcar, que se implantó en la dieta de las élites en los siglos XVI, XVII y
XVIII, no se extiende a la alimentación popular hasta los siglos XIX y XX, con
excepción de los ingleses que ya la había introducido en el siglo XVIII. A
finales del siglo XIX, la melaza, subproducto barato de la fabricación de
azúcar, tiene un gran éxito entre los pobres. Luego con el aumento de los
salarios, termina el periodo de la melaza y el azúcar penetra en todos los
hogares.
El
vino y la cerveza experimentaron un limitado incremento e incluso pasaron, en
todos los países, por periodos de estancamiento o de declive en estos dos
siglos, sobre todo cuando se trata de las bebidas dominantes, el vino en los
países tradicionalmente consumidores de vino y la cerveza en los países consumidores
de cerveza. Conviene recordar que un vaso de vino en el siglo XX contiene más
alcohol que en el siglo XVIII, tanto más cuanto que el vino que solía tener
unos cinco o seis grados según los lugares, se cortaba con abundante agua. El
aumento del grado alcohólico del vino creó un nuevo peligro de alcoholismo. La
reacción ante el incremento del grado de alcohol en los vinos fue el auge de la
cerveza, ya que al ser mucho menos alcohólica que el vino se la prefiere cuando
se bebe para saciar la sed. Pero quizá lo que caracterizó al siglo XX fue la
subida espectacular que experimentaron las bebidas industriales: sodas y otros
productos azucarados, zumos de todo tipo de frutas, aguas minerales, etc.
Otras
de las novedades y características del siglo XIX, desde el punto de vista
alimentario, es la invasión de los mercados europeos por productos exóticos.
Los cítricos, los plátanos y la piña pasaron a convertirse, en unas pocas
décadas, de productos de lujo en frutas de consumo generalizado.
A
pesar de algunas diferencias en la estructura de la ración alimentaria que, por
lo general, remiten a las tradiciones, y a pesar de los respectivos avances o
retrocesos, la evolución del consumo alimentario revela, en la mayoría de los
países europeos, unas tendencias similares. En una primera fase, que suele
culminar al final del siglo XIX, el aumento de la ración calórica basada en
cereales, patatas y otras féculas; más tarde, en una segunda etapa, la
disminución de la proporción de féculas a favor de las carnes y de las grasas,
que aportan calorías más caras, y el aumento de la proporción de productos
lácteos y de las frutas y verduras frescas.
La industria alimentaria, las
conservas y la llegada de los productos de ultramar
Cuando se piensa en la
industria alimentaria, que comienza en el siglo XIX y llega hasta nuestros
días, no suele pensarse que comenzó con dos productos que formaron la base de la
alimentación occidental desde la antigüedad: el pan y el vino.
Los
tres procesos básicos en la elaboración de pan: molido, amasado y cocción,
sufrieron profundos cambios en el siglo XIX. La molienda que se hacía en
molinos tradicionales movidos por la fuerza del agua de los ríos, cascadas o el
viento, se hace ahora en molinos industriales, provistos de rodillos de hierro
en lugar de muelas de piedra, que ya no utilizan la energía natural sino que utilizan,
primero el vapor, y luego las energías fósiles o la eléctrica. Todas estas
innovaciones en el molido de cereales, comenzadas en la primera mitad del siglo
XIX, condujeron a la mejora del rendimiento y calidad de las harinas. Esto no
quiere decir que todavía, en muchos sitios y durante mucho tiempo, no se continuara
moliendo en molinos tradicionales con muelas de piedra.
El
amasado, quizá la parte más dura de la elaboración del pan, la realizaban
tradicionalmente el gremio de panaderos en las ciudades, y en el campo eran las
mujeres las que amasaban y cocían el pan para la familia, que realizarían cada
semana o cada mes. Precisamente, por su dureza, es una de las primeras operaciones
que, junto con la cocción, se intentó mecanizar. Sin embargo, habría que
esperar al primer tercio del siglo XX para disponer de amasadoras realmente
competitivas y aptas para todo tipo de harinas. Tampoco fueron menores las
innovaciones en el proceso de cocción, que desde la antigüedad se venía
haciendo en hornos artesanos o domésticos, en los que el combustible se
introducía en el horno, mientras que ahora este combustible se sustituye por
una corriente de aire caliente.
Durante
siglos el principal problema del vino era la dificultad de conservarlo. Lo
normal era que después de un año aparecieran problemas de acidificación que lo
hacían imbebible. Para resolver este problema surge, en el siglo XIX, un nuevo
concepto de la producción vinícola a la que se aplican los nuevos conocimientos
científicos. Se comienza por separar las producciones vitícolas y enológicas.
Mientras que la primera sigue siendo de competencia rural, la enológica se
transforma, en el siglo XIX, en actividad industrial aparte en las bodegas. La
mecanización, el empleo de la química y la posibilidad de regulación térmica
del local le dan a la producción vinícola una connotación industrial. Se cuida
la clasificación y selección de las uvas. Aparecen las
pisadoras-despalilladoras y las prensas movidas por vapor. El trasiego del
vino también se simplifica gracias al empleo de bombas que aceleran el trasvase
del líquido de una cuba a otra. Durante esta fase, para estabilizar el vino y
evitar la acetificación, se añade en la proporción adecuada bisulfito de sodio.
La pasteurización, que comienza a aplicarse a mediados del siglo XIX, también
impide la acetificación. Con todo ello se consigue mejorar la calidad de los
vinos, acentuando las características de cada uno de ellos, y garantizar la
conservación, el transporte y la comercialización
Otra
novedad del siglo XIX, como ya dijimos, es la aparición en los mercados de
productos exóticos. Los cítricos ya se consumen en la Europa no mediterránea
desde el siglo XVI. Pero su precio fue siempre elevado hasta que los avances en
los transportes las ponen al alcance de los consumidores europeos. A principios
del siglo XX las naranjas y las mandarinas todavía eran un lujo. La demanda
aumenta rápidamente después de la primera guerra mundial. A este aumento
contribuye no sólo el agradable sabor de los cítricos, sino también y de modo
importante la consideración positiva de su valor alimenticio. Las naranjas,
mandarinas, clementinas o pomelos, ya sean frescos, en zumo, en pastelería, en
helados o como mermeladas son parte importante de la alimentación de los
europeos durante todo el año.
El plátano llegó a los mercados
norteamericanos y europeos en el último cuarto del siglo XIX, expandiéndose y
generalizándose su consumo. A finales del siglo XIX llegaron los primeros
plátanos de Canarias a Londres, pero todavía, dado su delicadeza, hubo que
resolver muchos problemas de transporte antes de que su consumo llegase a ser
realmente popular. Es a partir de los años 50 del siglo pasado cuando realmente
su consumo se populariza en Europa.
La
piña, aunque se conocía en España desde el siglo XVI y se cultivó en Europa
hasta finales del siglo XIX, era únicamente consumida por la alta sociedad
porque era demasiado cara. La generalización del consumo de piña no se produjo
con la fruta fresca, sino con la conserva, y ya desde principios del siglo XX
estaba implanta sólidamente en Europa. Las dificultades y la delicadeza
necesaria en el transporte fue quizá la causa del retraso del consumo y su
popularización en Europa. El éxito de las “piñas de avión”, recolectadas
en su punto, se explicaría por su calidad, que mejora a las transportadas por
mar, aunque su precio casi las duplica. El zumo de piña aparece como
complemento natural de la conserva, aunque su consumo nunca llegó a la
popularidad del de los cítricos.
Pero
lo que caracterizaría y diferenciaría a los últimos tiempos es la
disponibilidad, durante todo el año, de productos frescos de todo tipo traídos
de ultramar. No hay ninguna fruta o verdura producida en los países tropicales
que no pueda llegar hoy en día a nuestros mercados, aunque los precios todavía
sean elevados. Esta nueva situación es muy bien valorada por los consumidores,
que acogen muy favorablemente poder disponer, en pleno invierno, de verduras y
frutas “de temporada”. Prolongar la temporada todo el año de judías verdes,
pimientos, calabacines, uvas, peras, fresas, etc., ya no es una utopía. Aunque,
como es lógico, se vendan más caros que sus homólogos europeos de temporada la
gente, de cierto poder adquisitivo, no duda en comprarlos.
A
pesar del aumento de la productividad agrícola, que en el siglo XIX se produce
con mayor o menor intensidad en toda Europa, la producción de alimentos no era
suficiente para hacer frente a las necesidades crecientes de las poblaciones
urbanas. Sin embargo, a finales del siglo XIX existía en determinados países de
América una gran producción de productos alimenticios, a precios muy
ventajosos, como cereales y carne, entre otros, con grandes posibilidades de
ponerlas en los mercados europeos, siempre que se dispusiera de adecuados
métodos de conservación y transportes. Como no podía ser de otra forma la
respuesta a esta situación fue el gran desarrollo de la industria alimentaria
del frío y de las conservas. El objetivo que se fijaron estas industrias fue
bajar los precios para hacer accesibles a las clases populares alimentos como
carnes o pescados, que hasta ahora estaban destinados a las clases superiores.
De modo que en la segunda mitad del siglo XIX, las industrias habían puesto a
disposición de los mercados europeos todo tipo de conservas de carne, pescado,
fruta y verduras, entradas y postres.
La
industria conservera, que ya había iniciado Nicolas Appert en 1804, ofrecía
carne. En el método desarrollado por Appert, una vez cocida la carne se
introducía en latas de hojalata (antes se habían utilizado frascos de cristal)
junto con el jugo de cocción, y se soldaban las tapas para cerrarlas
herméticamente. Luego los recipientes se sumergían en calderas de agua
hirviendo durante un tiempo que variaba según el tamaño. Posteriormente se
comienza a utilizar el autoclave con lo que la temperatura a la que se sometían
los recipientes se podía elevar por encima de los 100 ºC. Por este sistema se
producía un poco de todo: verduras, frutas, carnes y, más tarde, lácteos (nata,
suero) y, menos frecuentemente, pescado. Estas conservas despiertan gran
interés pero todavía son caras y no están al alcance de todo el mundo.
Pero
por lo que se refiere a las conservas de verduras, ya desde mediados del siglo
XIX comienza Alemania a exportar a precios más asequibles conservas de
espárragos y guisantes principalmente, e Italia irrumpe en el mercado con sus
conservas de tomate. De modo que en las primeras décadas del siglo XX, las
ventas de conservas de espárragos, judías verdes, pepinos, espárragos, etc.,
eran ya de lo más habituales.
La
conservación de productos animales y de hortalizas fue paralela a la de la
industria de la leche en conserva. Es probable que una de las causas que más contribuyó
al aumento del consumo de leche y productos lácteos fue la industria de la
conserva. La refrigeración por agua, después del ordeño y, la posterior pasterización,
permitió resolver muchos problemas de distribución de la leche fresca, que no
se olvide que su peligrosidad, desde el punto de vista higiénico y sanitario
por riesgos de infección bacteriana, era una de las causas que frenaban el
consumo. En este contexto surge la leche condensada, que se conserva más tiempo
y ofrece mejores garantías de higiene. Antes de final del siglo XIX, la leche
condensada invade el mercado internacional. Es en 1867 cuando Nestlé, lanza al
mercado una leche maternizada (harina láctea) destinada a la alimentación de
los niños.
Al
final del siglo XIX ya se podían aplicar las técnicas de conservación a casi
cualquier alimento: no sólo a la carne y al pescado, sino también a la leche y
sus derivados, a las verduras (en particular espárragos, tomates, judías
verdes, corazones de alcachofas y coliflor) y a las leguminosas (sobre todo
guisantes y judías). Los industriales tratan de que las conservas lleguen a
todo el mundo. Un caldo, un pescado y una fruta exótica para todos, esa es la
meta. La sardina es el “patrón” de esta nueva era.
El
primer frigorífico se patenta en EEUU en 1851 y veinte años más tarde se
construyen maquinas frigoríficas de conservación de carne y en 1876, se instalan
por primera vez en un carguero, para el transporte de carne desde Sur América a
Europa. A partir de este viaje el desarrollo de las cadenas de frío es muy
rápido y las cámaras frigoríficas europeas se llenan de piezas de carne de
vacuno americano. En Europa se comienzan a instalar en los servicios colectivos
como mataderos municipales y en todas las industrias alimentarias, y a partir
de mediados del siglo XX los hogares se empiezan a llenar de frigoríficos y
luego de congeladores domésticos, que de alguna forma revolucionan el concepto
de alimentación. A pesar de que en los comienzos de la industria conservera y
del frío se observaron ciertas reticencias por parte de la población a consumir
productos en conserva o congelados, los modos de
vida del siglo XX jugaran a favor de este sector y hoy es impensable la
alimentación sin utilizar productos congelados o en conserva.
En
resumen, como consecuencia de todos estos procesos surge en Europa una nueva
situación alimentaria. Antes en la Europa templada, los productos frescos, la
verdura y la fruta sólo eran complemento de un régimen alimenticio basado en
los ce-reales, los tubérculos y las legumbres. Y hasta mediados del siglo XIX,
el consumo de frutas y de verduras se limitaba esencialmente a las producciones
locales y el calendario de los cocineros se ajustaba al del hortelano. Sin
embargo, a partir de principios del siglo XIX los avances de los transportes,
las técnicas de conservación y la industria del frío, consiguen que para gran
número de consumidores los alimentos de temporada, especialmente frutas y
verduras, dejen de existir y puedan incluirlos en la dieta de todo el año.
Cambios en los hábitos de
consumo alimentario
En los
países industrializados a finales del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX, se
producen profundos cambios en los hábitos y costumbres alimentarias,
consecuencia de la aparición de las cadenas de distribución, del extraordinario
desarrollo de la agroindustria, de la restauración colectiva institucional o de
la comida rápida o “fast-food”.
La
gran distribución no hizo su aparición de forma masiva en Europa hasta los años
sesenta del siglo XX, cuando los supermercados empiezan a multiplicarse. Sin
embargo, en Estados Unidos la industria alimentaria ya era la industria más
importante del país a finales del siglo XIX alcanzando la distribución posteriormente
un gran desarrollo. Tanto la industria agroalimentaria como la gran
distribución, actividades muy interrelacionadas entre sí, contribuyeron a
modificar profundamente la alimentación en los países industrializados.
La
alimentación, por la acción de la distribución y con el complemento de la
industrialización de la producción agroalimentaria, que no para de
desarrollarse, se convierte en un verdadero mercado de consumo de masas. Los
productos ahora están muy transformados y se distribuyen mediante redes
comerciales que constantemente perfeccionan su potencia y su complejidad. Suelen
ser productos de marca, a veces de la propia distribuidora, que requieren
considerables inversiones publicitarias que oriente a su consumo. Los productos
de la agricultura se seleccionan según su apariencia y su duración de vida,
consecuentemente, entre otras cosas, la fruta llega, en general, al
supermercado con un nivel de madurez insuficiente. La agricultura utiliza cada
vez más variedades que sean capaces de soportar el largo proceso de la
distribución y que presenten un aspecto apetecible y excelente. Pero no nos
olvidemos que esto no es sólo responsabilidad de la gran distribución, sino
también los consumidores, que en su gran mayoría, compran por el aspecto y
sobre todo por la publicidad. Desde la fruta hasta los productos lácteos:
quesos, yogures, leche, etc., los alimentos cotidianos sufren profundas
transformaciones. El pan ya no tiene las características de antaño, que tanto
gustaba. Continuamente están apareciendo productos derivados. El caso más
representativo es el de los quesos y productos lácteos en general. Sin embargo,
en este caso, gracias a la tecnología, que por ejemplo en el caso de los quesos
permite la utilización de leche cruda, ha permitido, en muchos casos, mejorar
la calidad del producto. A cambio de todo esto, la gran distribución y gracias
a la economía de escala, ofrece precios muy ventajosos.
Por
otra parte, en las sociedades más modernas el tiempo de que se dispone para las
labores domésticas es cada vez menor, y entre estas labores que necesitan
disponer de tiempo está la cocina. Por ello, los productos alimentarios que se
les ofrece a los consumidores en los supermercados, a partir de los años
sesenta del pasado siglo, se orientan en este sentido de ahorro de tiempo. Así,
una parte importante y cada vez mayor de la elaboración culinaria, tanto de los
hogares como de los restaurantes, pasa de las cocinas a la industria
alimentaria. Estos productos, que representan la primera parte del proceso de
cocinado, se utilizan cada vez más por todo el mundo; restaurantes, empresas de
marketing, restauración institucional, consumidores domésticos, etc. aunque
muchas veces sean aceptados con reticencias. Primero fueron las conservas
industriales de todo tipo, luego los productos congelados ya elaborados o
semielaborados, las sopas instantáneas seguidas por salsas, fumet de pescado,
etc. y más recientemente platos semicocidos o cocidos a baja temperatura y
envasados al vacío, que únicamente requieren una mínima preparación para ser
consumidos y que se pueden conservar en las casas entre una o tres semanas,
dependiendo de los ingredientes.
Los restaurantes: Una de
las características de los modos de vida actuales son los restaurantes a los
que la gente acude a comer sentado en una mesa, eligiendo el menú y el vino, de
entre varios que se les ofrece en una “carta”. Por el servicio se paga un
determinado precio. Es en el siglo XIX cuando la cocina se hace pública y se
abren los grandes restaurantes, como algo distinto a las posadas, tabernas y
casas de comida, y a donde acude la burguesía parisina a disfrutar de una cocina,
que hasta entonces, estaba prácticamente relegada a palacio.
Sin
embargo, comer fuera de casa tiene una larga historia. Las tabernas existían ya
en el año 1700 A.C. y se sabe de la existencia de comedores públicos en Egipto
en el año 512 años A.C. En Roma, había multitud de bares en las calles que
servían además de pan, queso y frutas, comidas calientes. La Edad Media fue la
época de las tabernas o posadas, y ya en los siglo XI y XII existían casas de
comidas en París, Londres y en algunos otros lugares, donde se podían adquirir
platos ya preparados. En los lugares de venta de bebidas alcohólicas se
ofrecían platos sencillos y baratos, nunca platos elaborados, preparados in
situ o traídos de una fonda o una tienda de alimentos, además del vino, la
cerveza o el aguardiente, que eran sus principales objetos de comercio. Para
degustar platos realmente cocinados, había que recurrir a fondas de calidad y
más especialmente a los asadores o a las casas de comidas de encargo.
El origen de los restaurantes tal y como se les conoce
actualmente no es muy antiguo, pues todavía en el siglo XVIII, en los sitios
donde se servía comida, sólo se podía comer a una hora fija y había que
someterse a lo que sirviera el establecimiento. Sin embargo, hay una excepción
en Europa que es Londres, donde en el siglo XVIII, existían las llamadas taverns,
que no tenían nada que ver con las tabernas o figones del resto de Europa. La
clientela la formaban los “lores” del parlamento, cuyas residencias
principales estaban fuera de Londres, así como aristócratas y gente de la alta
burguesía. Eran locales perfectamente acondicionados, en los que no solía
escasear el lujo, y en los que se servían platos elaborados de alta calidad y
buenos quesos. Las comidas solían finalizar con vinos franceses tipo clarete,
españoles tipo jerez o portugueses tipo oporto, vinos a los que eran muy aficionados
las elites británicas. Podría pensarse que son un anticipo de los actuales
restaurantes, pero la realidad es que nadie duda de que la patria de lo que hoy
se entiende por restaurantes es Francia. Los restaurantes fueron poco a poco
sustituyendo a todas las anteriores modalidades, que de alguna forma suministraban
comida al público.
El
primer restaurante propiamente dicho lo abre en París en 1765 Monsieur
Boulanger, quien pone en la puerta como reclamo la frase bíblica: Venid a mí
todos aquellos cuyos estómagos clamen angustiados que yo los restauraré. En
un principio era una simple tienda donde servía consomés y caldos y se
preparaban platos sencillos como manos de cordero. Este establecimiento, a
diferencia de los figones, posadas o tabernas, sólo admitía a gente que fuera a
comer. Por ello fue denunciado por el gremio de comidas preparadas, que ostentaba
el monopolio de esta actividad, pero fue absuelto por un juez del parlamento de
París, lo que le dio gran popularidad. Esto junto con la Revolución, que se
avecinaba, es el principio de la desaparición de los gremios y el inicio de una
nueva profesión, el cocinero de restaurante. Boulanger amplió el menú sin
pérdida de tiempo y así nació un nuevo
negocio. Su éxito fue inmediato y numerosos restaurantes fueron abiertos. Eran
atendidos por camareros y mayordomos que habían abandonado sus empleos. Sirven
platos refinados por raciones, no ya en mesas comunes, sino en pequeñas mesas
cubiertas con manteles, mesas individuales o reservadas para un grupo de
clientes. Los restaurantes más acreditados, como el Champs d'odiso de
Boulanger, cobraba unos precios lo suficientemente altos como para convertirse
en lugares exclusivos en el que las damas de la sociedad acudían para mostrar
su distinción.
Después
de la Revolución Francesa de 1789, la aristocracia arruinada no pudo mantener
su numerosa servidumbre, y muchos sirvientes desocupados fundaron o se
incorporaron a este nuevo tipo de casa de comidas que surgía en gran número.
Así es como la Revolución permitió que la alta cocina saliera del entorno de la
corte. La palabra restaurante se popularizo y los chef de más reputación
que hasta entonces solo habían trabajado para familias privadas abrieron
también sus propios negocios o fueron con-tratados por un nuevo grupo de
pequeños empresarios: los restauradores.
En
otros países, el restaurante, tal como lo conocemos hoy, data de las últimas
décadas del siglo XIX, cuando pequeños establecimientos con este nombre
comenzaron a competir con los hoteles ofreciendo abundantes comidas,
elegantemente servidas y a precios razonables. La palabra restaurante llegó a
Estados Unidos en 1794, llevada por el refugiado francés de la revolución Jean
Baptiste Gilbert Paypalt, quien fundó lo que sería el primer restaurante
francés en Estados Unidos llamado Julien's Restorator. En él se servían trufas,
fondues de queso y sopas. El restaurante que generalmente se considera
como el primero de Estados Unidos es el Delmonico, fundado en la ciudad de
Nueva York en 1827. En Londres el primer restaurante se abrió en 1873. En
España y otros países de habla castellana, también se propagó el nombre de
“restaurante”, como un tipo de establecimiento que se dedicaba en especial a
servir comidas. Durante todo este tiempo la palabra restaurante se fue
imponiendo por toda Europa. A finales del siglo XX, se puede leer en los
mejores establecimientos del mundo.
Después
de 1850, gran parte de la buena cocina también se encontraba en los barcos de
pasajeros de lujo y en los restaurantes, de primera clase, de los trenes. El
servicio de los coches restaurante era de lo más elegante y caro, tanto para
los pasajeros como para los ferrocarriles.
Durante
el siglo XIX, el nivel de los establecimientos de restauración, en los que se
podía comer, va mejorando considerablemente. Las tabernas desaparecen, los
cafés se transforman en salones de te, los merenderos se transforman en
verdaderos restaurantes que sirven a sus clientes en mesas con mantel y bonitas
vajillas. En los figones y casas de comida se sirven, por un precio módico,
platos caseros cuidadosamente preparados. Esta forma de restaurante se desarrolla
en las ciudades de provincias para las clases medias. En cuanto al refinamiento
de las antiguas casas aristocráticas, se mantiene en los restaurantes de lujo.
Las cartas de esos establecimientos son tan largas como los menús de las
grandes ocasiones del Antiguo Régimen. La suntuosidad de los menús en estos
establecimientos subsiste hasta principios del siglo XX, pero a partir de 1918,
al final de la primera Guerra Mundial, se inicia un proceso de democratización
de la cocina francesa, al tiempo que cambia el gusto de los comensales, se
buscan “cosas que han de tener el gusto que le es propio” y las encuentran en
la cocina regional, pero sin abandonar totalmente el gusto por la alta cocina. El progreso el arte culinario de los restaurantes continua
y el paso siguiente será no sólo esmerarse en la cocina sino también en la
manera de servir la comida al cliente.
El negocio comercial de los restaurantes prosperó, más si cabe,
después de la segunda guerra mundial ya que, muchas personas con posibilidades
económicas van adquiriendo el hábito de comer fuera de casa. Con el automóvil y el turismo surge un gusto por lo
regional, que nuevos restaurantes se apresuran a ofrecer, incluyendo en sus
cartas sencillos platos regionales o populares, a lo que hasta ahora no se
habían atrevido los grandes chefs, sin olvidar los platos más elaborados
o refinados que mantienen su prestigio. Los platos tradicionales son más o
menos modificados y modernizados, pero procurando mantener su esencia, para
hacerlos más atractivos a los clientes. El vino adquiere una gran importancia,
buscándose el más apropiado para cada plato y el marco geográfico de donde
proceden.
Pero junto a esta cocina, que mantiene en general un alto nivel,
tanto por lo que se refiere a la alta cocina como restauración popular, y que
es muy bien acogida por el público, va surgiendo otra con cada vez mayor
tendencia al estereotipo, a la insipidez y a la asepsia. Este tipo de comida
surge, básicamente, en Estados Unidos en los años veinte del siglo XX, cuando
la población ya disponía de suficientes automóviles como para ofrecerle un
nuevo tipo de restaurantes, con grandes aparcamientos y servicios al
automovilista. Este tipo de restaurante prácticamente ha desaparecido, pero han
sido sustituidos por los restaurantes de comida rápida, que a partir de los
años sesenta se convirtieron en el fenómeno más grande del negocio de
los restaurantes. Es el comienzo de lo que podríamos
denominar la macdonalización y la generalización del fast food,
que se va extendiendo inexorablemente por todo el mundo.
La restauración
colectiva, el self service y la comida rápida: A lo
largo del siglo XX el número de comidas que se hacen fuera de casa aumenta con
regularidad y se realizan en restaurantes de “self service”, en restaurantes de
“menú” y en comedores colectivos, dando lugar al nacimiento de lo que se conoce
como restauración colectiva institucional, que caracteriza esta época; se trata
de comedores de empresas públicas y privadas, administraciones, guarderías,
colegios, hospitales, residencias de la tercera edad, cárceles, cuarteles,
etc., a estos hay que añadir el nacimiento del catering: la producción o
preparación de comidas hechas para aviones, para trenes, congresos, etc.; y
cada vez más para comedores de empresa y colegios. Estas comidas tienen que ser
correctamente planificadas y calculadas en sabor y valor nutritivo para una
gran diversidad de individuos.
En
estos nuevos conceptos y sistemas de restauración el primero que aparece es el
de self service o línea de autoservicio. Por la formula el cliente va
escogiendo los platos que guste de entre la oferta que se le ofrece y los
coloca en una bandeja que arrastra sobre un soporte, siguiendo la trayectoria
de la línea. Finalmente llega a caja, donde paga el importe de la oferta escogida.
Este sistema cada vez se aplica más en áreas de servicio de autopistas, en la
restauración institucional, en restaurantes de hoteles o en restaurantes de
estilo tradicional que desean dar un estilo más impersonal y más rápido a sus
clientes.
Los
establecimientos de comida rápida o fast-food se pueden considerar una
forma del self service. El cliente solicita el pedido en el mostrador,
abona su importe y en un tiempo reducido se le entrega la comida, que puede ser
consumida tanto dentro como fuera del local. La mayoría de estos locales son
establecimientos en franquicia. Se caracterizan por la gran rapidez en el
servicio y porque tienen una oferta reducida, que suele limitarse a
hamburguesas, bocadillos, ensaladas, pizzas, helados y otros platos de fácil
preparación y consumo, que requieren una manipulación mínima, ya que llegan al
establecimiento en porciones listos para cocinar o semipreparados. Las líneas
de producción están totalmente racionalizadas para conseguir la máxima eficacia
con el mínimo de personal. El servicio va a cargo del cliente y la vajilla, que
es de un solo uso, es a base de cartón y plástico.
El fast-food
de inspiración americana no llega a Europa occidental hasta finales de los años
sesenta, principios de los ochenta. Pero la palabra fast-food no evoca
hoy en Europa esa mezcla de comida cosmopolita y heteróclita, que era en un
principio la consideración que tenía en Estados Unidos. Ya a finales del siglo
XIX y principios del XX, muchos periodistas europeos describieron en sus
crónicas, con evidente sorpresa, la existencia, en los barrios de negocios de
las ciudades americanas, de restaurantes donde se podía comer en pocos minutos
alimentos frescos y apetecibles. Sorprendía que los americanos además de tener
un feroz apetito quisieran comer lo más deprisa posible, especial-mente los businessmen
de Chicago o New York.
En los
años treinta-cuarenta del pasado siglo surgieron en EEUU los primeros drive-through,
que permitían servir comidas sin que el cliente tuviese necesidad de salir del
coche, al tiempo que la hamburguesa se iba haciendo extraordinariamente
popa-lar. En 1937, Dick y Mac McDonald abrieron el primer drive-inres-taurant
en California, ofreciendo perritos calientes, hasta que en 1948 optan por las
hamburguesas renovando completamente el negocio. Introducen el concepto de
costos mínimos y máxima rapidez, el self-service, suprimen los cubiertos
y platos que sustituyen por bolsas de papel y cajas de cartón, cuidando
extraordinariamente la limpieza e higiene. A estas innovaciones les sigue la
producción en cadena y procedimientos estandarizados con personal reducido, con
lo que consiguen atender pedidos en pocos segundos. Surge así el fast-food
moderno, que pronto trata de ser imitado; como hace la Kentucky Fried Chicken,
cadena de co-mida a base de pollo frito, que se desarrolla a partir de la
década de los cincuenta en EEUU, y posteriormente pasa a Europa. La siguiente,
después de la hamburguesa y el pollo frito, es la pizza, que populariza la
cadena Pizza Hut, que surge a finales de los años cincuenta del siglo XX
en Wichita (Kansas) y consigue, poco después, en los años sesenta, que la pizza
sea más conocida en América, que en Italia del norte, a pesar de que el origen
de la pizza esté en Nápoles. El éxito de la pizza como fast-food es tal,
que compite con la hamburguesa en todo el mundo y que, como veremos, no tiene
los enemigos encarnizados de ésta última.
Los
restaurantes de comida rápida o fast-food no tardaron de pasar de EEUU,
no sólo a Europa sino a todo el mundo, donde al principio encontraron mayor o
menor resistencia por parte del público, especialmente por lo que se refiere a
las hamburguesas de McDonald.
Las
primeras protestas se producen en los años setenta en Suecia, donde se acusa a
las multinacionales americanas del fast-food de pretender que la
población, especialmente la juventud, consuma “alimentos de plástico” en contra
de la alimentación tradicional sueca. Del mismo modo, McDonald tuvo serios
problemas en Francia, donde la población es muy celosa de su gastronomía, pero
sin embargo, como en todo el mundo, los franceses terminaron aceptando la
hamburguesa. Mucho más tarde, cuando McDonald pretendía abrir un restaurante en
Roma, se produjeron multitudinarias protestas en defensa de la tradición
culinaria frente a la americanización, que llevaron a que en 1984 se creara el
movimiento Slow Food, que se opone a la estandarización del gusto y
promueve la difusión de una nueva filosofía del gusto que combina placer y
conocimiento. Este nuevo movimiento opera en todos los continentes por la salvaguardia
de las tradiciones gastronómicas regionales, con sus productos y métodos de
cultivo.
En
general, los grupos opositores a la comida rápida la acusan de que se hace a
menudo con los ingredientes formulados para alcanzar un cierto sabor o
consistencia o para preservar su frescura y que la utilización de añadidos y
las técnicas de procesado alteran su forma original y reducen su valor
alimenticio. Amén del alto contenido en grasas, azúcares y calorías de algunos
de sus productos, siendo especial motivo de rechazo las hamburguesas. Aunque el
rechazo a la comida rápida es más o menos general, la realidad es que la hamburguesa
se presenta, en cualquier medio, como el mayor de todos los males que amenaza a
la población, en especial a los jóvenes, ya sea por razones nutricionales o
simbólicas: grasas saturadas, exceso de calorías, pérdida de identidad, etc.
Sin embargo, es curioso observar cómo las mismas críticas que se dirigen y
oponen a la hamburguesa en general y a McDonald`s en particular, no se dirigen
con tanta virulencia contra otras formas de fast-food, como, por
ejemplo, contra las pizzas, que hasta ahora se han librado de la mayoría de
estas críticas. Sin embargo, como dice Claude Fischler (2) la
pizza despliega sobre el planeta un imperio actualmente más importante que el
de la hamburguesa, del que no son ajenas las cadenas de distribución. Las
pizzas se pueden comprar en todas partes; supermercados, tiendas de
ultramarinos, panaderías. Se pueden encargar a domicilio, o consumirlas en todo
tipo de restaurantes y en cualquier lugar. Y todo a pesar de las capas de queso
rico en grasas saturadas con las que se recargan las pizzas americanizadas.
Pero como continua el mismo autor (2): La gran incógnita del
“fast-food” es su éxito generalizado, a pesar de to-das las aparentes campañas
ciudadanas en contra. Sin duda el éxito planetario del “fast-food”, se debe a
ciertos “universales” alimentarios. El “fast-food” no es sólo funcional y el
cliente no lo consume sólo por razones de comodidad, precio y tiempo. De hecho,
el repertorio de sabores y texturas que ofrece tiene que ver con una especie de
mínimo común múltiplo de preferencias: lo blando –los panecillos tiernos de las
hamburguesas-, la carne picada, las salsas suaves y los ketchups-
dulces-salados remiten a sensaciones infantiles, regresiones y transgresiones.
Las condiciones alimentarias
populares y la salud
Aunque las condiciones generales de la
alimentación mejoraron en este periodo, no lo hicieron de forma clara hasta
mediados del siglo XX, pues no se deben olvidar las grandes hambrunas que
asolaron muchos países occidentales a lo largo del siglo XIX e incluso, en
algunos casos, en el siglo XX, como tampoco las graves enfermedades
carenciales, consecuencia de una alimentación monótona y no equilibrada. Sin
embargo, lo que no se puede negar es que se produjo una cierta reducción de los
índices de mortalidad, aunque posiblemente esto se debería tanto, por no decir
más, a una mejora en la higiene alimentaria que a una alimentación más regular
o a una mejor nutrición.
Entre las hambrunas, que durante más
o menos tiempo asolaron a distintos países europeos, ocupa un lugar
preferencial la que sufrió Irlanda en los años 1845-1846, consecuencia de la
enfermedad de la patata que arruinó la producción. Hasta ese momento la
población, aunque mal, podía vivir, como ocurría en Holanda con la misma patata
o en otros países del sur de Europa con el maíz o en los anglosajones con la
introducción de la margarina. Sin embargo, la alimentación monótona y desequilibrada
llevaba a enfermedades carenciales, lo mismo que la hipo-nutrición era la vía
de entrada de múltiples enfermedades infecciosas. Los principales males que
afectaban a los grupos humanos con hiponutrición y avitaminosis eran el
escorbuto, la disentería, el tifus petequial y el cólera. Como es lógico, los
tipos de avitaminosis y con ello las enfermedades derivadas dependían de la
base del consumo alimentario, pues, por ejemplo, el escorbuto no se presentaría
en una alimentación a base de patatas, pues proporcionan al organismo una buena
cantidad de vitamina C. Otras carencias como la de vitamina B7, esencialmente
aportada por la patata y la leche, suponía un importante aumento de las enfermedades
mentales. Sin olvidar que la insuficiencia de verduras, frutas, mantequilla,
grasas y leche, podían llevar a la carencia de vitaminas A, D y E y producir
oftalmia, anemia y raquitismo.
La
pelagra, con sus graves consecuencias de diarreas, dermitis o demencia, es un
caso típico de enfermedad carencial que todavía en el siglo XIX, e incluso más
tarde, tuvo serias repercusiones en algunas regiones del sur de Europa, donde
el maíz era la base de la alimentación, pues como la patata, el maíz permite
vivir, pero tiene graves carencias nutritivas, como que es el déficit en
proteínas, vitaminas y sales minerales. La enfermedad se presenta cuando la
dieta no provee de suficiente vitamina B3 (niacina o vitamina PP) o triptófano
(aminoácido esencial), de manera que para evitarla se hace necesario la ingesta
diaria de cantidades adecuadas de leche, carne o pescado, vegetales frescos o
cereales integrales. Por ejemplo, en el norte y centro de Italia, donde la polenta
de maíz era la base de la alimentación y se elaboraba sin sal ni ningún
condimento y en cuyo proceso entra la ebullición, que destruye la poca vitamina
PP que tiene el maíz, la pelagra hizo estragos en el siglo XIX. La población,
ya sanitariamente en precario por culpa de una preocupante subalimentación, fue
llenando los manicomios de pelagrosos afectados por trastornos nerviosos y
psicosis.
En
pleno siglo XIX, incluso en países desarrollados para la época, como Inglaterra
o Francia, existían todavía importantes bolsas de desnutrición, donde las
enfermedades carenciales e infecciosas hacían igualmente estragos, por lo que
no pueden sor-prender las graves epidemias de tifus o cólera que se produjeron
en el siglo XIX. Basta para ello recordar las novelas de Charles Dickens. En
las regiones industriales no era extraño encontrar jóvenes deformados por el
raquitismo. Incluso, aunque pueda sorprender, al final del siglo XIX en Nueva
York casi el 30% de sus habitantes no disponía de alimentos suficientes para
garantizar unas condiciones mínimas aceptables de salud física.
Los
pobres y hambrientos son, en efecto, los que más fácilmente contraen las
enfermedades y las propagan en sus desplazamientos en busca de comida, pero,
sin embargo, la abundancia no es suficiente para proteger de los riesgos de
infección. Las enfermedades, y especialmente las que son de tipo infeccioso, se
propagan fácilmente a través de los alimentos, igualmente entre los
ricos que entre los pobres, cuando faltan las normas de higiene alimentaria.
Por eso, hasta que se fueron imponiendo normas higiénicas adecuadas, las
diferencias en los índices de mortalidad y las esperanzas de vida entre los que
comían y los que pasaban hambre eran realmente pequeñas. Las diferencias en la
esperanza de vida entre las diferentes clases sociales, y en especial entre los
que están bien alimentados y los que no, sur-gen cuando las condiciones de
higiene alimentaria son las adecuadas. La esperanza de vida aumenta cuando a
una buena alimentación se une unas buenas condiciones de higiene.
No es
hasta el siglo XX cuando todos los países europeos emprenden, más o menos
conscientemente, un cambio radical de sus consumos alimentarios. Sin embargo,
hay que esperar al final de la segunda guerra mundial, y especialmente a partir
de los años cincuenta, para que realmente comience la sustitución de las
proteínas y glúcidos de origen vegetal por proteínas y glúcidos de origen
animal, y, aunque la intensidad del cambio no es igual en todos los países, es
relativamente rápida, de modo que, en poco más de dos décadas, se produce un
aumento espectacular del consumo de carne, posiblemente excesivo, junto, aunque
de forma más moderada, al de leche, quesos, tomates, verduras y cítricos.
Simultáneamente se registra una reducción muy significativa del consumo de maíz
y de arroz, y un aumento casi imperceptible del trigo.
Paradójicamente
esta nueva situación de mejora higiénica y de abundancia alimentaria relativa,
que permitió eliminar muchas de las enfermedades infecciosas o carenciales
antes comentadas, trajo nuevos problemas a los países occidentales, de modo que
según los especialistas el problema de las enfermedades cardiovasculares y
cancerígenas ha ido aumentando a medida que lo hacía el bienestar alimentario.
Así, según Paolo Sorcinelli (3) al final del siglo XIX, las causas
principales de muerte eran de modo decreciente: la gastroenteritis y la colitis,
la bronquitis, la neumonía, la tuberculosis, enfermedades infantiles y
enfermedades del sistema circulatorio, mientras que en el tercer tercio del
siglo XX ya eran las enfermedades cardiocirculatorias, seguidas por las
lesiones vasculares del sistema nervioso central, los tumores, la neumonía y
las enfermedades infantiles. Los expertos achacan este cambio, que pone a la
cabeza entre las causas de fallecimiento a las enfermedades cardiovasculares, a
las modificaciones de los hábitos alimentarios.
Y así
se llega al final del siglo XX, en que la situación general alimentaria en el
mundo Occidental, le permite al sociólogo francés Claude Fischler (4)
decir: ya no son ni el miedo a las privaciones ni la obsesión por el
aprovisionamiento los que preocupan sino la abundancia, es decir, la doble
“inquietud” que causa el miedo a los excesos y a los venenos de la modernidad y
el problema de la elección de los alimentos.
No
cabe duda, por lo que se puede observar, que hasta ahora Claude Fischler tiene
razón cuando se refiere al mundo “rico”, donde mucha gente se enfrenta a
problemas de obesidad sometiéndose a duras dietas, cuando no a intervenciones
quirúrgicas, al tiempo que se observa una cierta “obsesión” por la “calidad” de
la alimentación. No obstante, esto no nos puede hacer olvidar que existe otro
mundo en que la gente se muere por falta de alimentos o que sufre graves
carencias de todo tipo: calorías, proteínas, vitaminas, etc. Pero la pregunta
hoy es: ¿se mantendrá en occidente esa “abundancia” al alcance de la mayoría de
la p-blación después de la crisis económica-financiera desencadenada en 2008?
El modelo alimentario
americano
Es muy
interesante seguir, con más o menos detalle, los movimientos alimentarios
surgidos en EEUU a lo largo del siglo XIX y que desembocan en el XX, porque
tarde o temprano terminan por influir, y de alguna forma determinar, los
modelos alimentarios posteriores de todo el mundo occidental
Dos
movimientos van a surgir en el siglo XIX que son el origen del pensamiento
alimentario actual. El primero que apare-ce en los años treinta, mezcla
preceptos morales con consejos alimentarios seudocientíficos, mientras que el
segundo que surge a finales de siglo es una reacción burguesa al excesivo
consumo, que practicaban principalmente y de forma ostentosa las clases más
adineradas.
La
primera “reforma” alimentaria aspira a la pureza moral evitando el consumo de
determinados alimentos que considera nocivos. El principal defensor fue el
pastor presbiteriano Silvestre Graham que, en su obra Lectures on the
Science of Human Life, escribe sobre la dieta más apropiada para el control
de las pasiones naturales y establece qué alimentos no deben tomarse para
evitar la excitación del sistema nervioso central que debilitan “la fuerza
vital” y dejan al cuerpo a merced de las enfermedades. Además de la actividad
sexual se debe evitar la carne, el alcohol y las especias. Graham pensaba que
la dieta y el sexo estaban íntimamente relacionados, y ciertos alimentos
(carne, condimentos, especias, alcohol, té y café) estimulaban las pasiones
sexuales. Por ello, una de las mejores maneras de controlar el deseo sexual era
adoptar una dieta vegetariana y abandonar los condimentos, las especias, el
alcohol, el té y el café. Para él, e insistía en ello, el vegetarianismo y la
castidad no sólo eran preceptos morales y religiosos, sino que también se
basaban en verdades fisiológicas científicas. El intervalo de tiempo entre
comidas había de ser de seis horas. La mantequilla era objetable como alimento
y debía ser usada muy moderadamente. La leche fresca y los huevos no eran
proscritos, pero eran desaprobados. Y el queso sólo se permitía el no grasoso y
el no curado.
El
segundo movimiento comienza a observarse hacía los años 1890, y promueve la
moderación. Este movimiento se basa en los nuevos conocimientos científicos de
que la energía de los alimentos se mide en calorías y que sus principios
nutritivos los forman las proteínas, los hidratos de carbono y las grasas. No
dejaba de ser, como la primera “reforma”, un movimiento moralizante,
especialmente de las clases medias y que en el fondo, como el primero, iba dirigido
a la clase obrera. Se pensaba que educando y enseñando a esa gente los
conceptos de la “Nueva Nutrición” gastarían menos en alimentación. Si los
principios nutritivos son los mismos en todos los alimentos; esto es, que desde
el punto de vista de la química lo mismo da una proteína de la carne que de una
leguminosa, comprarían los más baratos, igual de nutritivos y saludables, con
lo que les quedaría más dinero para mejorar sus condiciones generales de vida.
Los moralistas de este movimiento creían que con ese dinero “sobrante” la clase
obrera, formada mayoritariamente por inmigrantes, podía mejorar las condiciones
que la industrialización y el urbanismo les habían provocado. Desaparecerían
las harapientas familias obreras que se hacinaban en viviendas insalubres y sin
calefacción, el alcoholismo, el trabajo infantil y la prostitución. Pero la
realidad era que esta gente había emigrado de sus países de origen para comer
carne y no judías, por lo que no les hicieron mucho caso, cuando no se reían de
ellos.
Sin
embargo, las ideas de la “Nueva Nutrición” y la moderación van poco a poco
calando en las clases medias americanas y ya a principio del siglo XX los
excesos alimentarios son claramente rechazados. Igual que el primer movimiento
tuvo un gran defensor en el Reverendo Graham, éste lo tiene en John H. Kellog,
muy conocido por ser el creador de los famosos corn flakes, y que lo
mismo que su antecesor basaba su régimen en el vegetarianismo. ¡Llegaba a
tratar la hipertensión con la ingestión exclusiva de uvas! ¡Realmente parece
una “dieta milagro” de hoy! Kellog, como Graham, advertía que el peligro estaba
en que la absorción de determinados alimentos (carne, especias o alcohol) podía
excitar el sistema nervioso, al tiempo que insistía muy seriamente contra los
peligros de la masturbación. Pronto se unió a su campaña un excéntrico
multimillonario, Fletcher, que, entre otras teorías, establecía que la masticación
insistente (recomendaba hacerlo hasta 200 veces) de los alimentos en la boca
era imprescindible para evitar la autointoxicación que producía el exceso de
bacterias del colon, que como Kellog, opinaba que era el origen de numerosas
enfermedades.
Durante
la primera guerra mundial estas ideas de moderación y abnegación eran ya
aceptadas por la generalidad de la población, cuando el gobierno lanzó una
campaña publicitaría para convencer a los americanos de la bondad de la “Nueva
Nutrición” y moderar el consumo, especialmente de algunos alimentos como la
carne de vacuno o el trigo. La salud de los americanos no se resentiría por
comer menos, sino todo lo contrario. Pronto, los americanos de clase media y
alta estarán dispuestos, en sus opciones alimentarias, a anteponer las
preocupaciones de salud a las gastronómicas.
En
medio de este ambiente se descubren, en 1917, las pri-meras vitaminas; lo que
terminará provocando lo que podríamos llamar “la vitaminomanía”. Ya en los años
veinte es una industria potente con gastos masivos en promoción y publicidad.
Sirva de ejemplo como una importante empresa publicitaba unos pastelillos
rebosantes de vitamina B (5): “liberaba al organismo de desechos
tóxicos”, era una fuente de energía y curaba la indigestión, el
estreñimiento, el acné, los granos, reafirmaba los “vientres fláccidos”
y evitaba la “subalimentación sanguínea”. Mientras, la industria
lechera aprovecha para cambiar la imagen de la leche irradiándola con vitamina
D. La leche deja de ser un alimento para niños y pasa a ser un “alimento
perfecto” para todas las edades, fuente de casi todos los nutrientes necesarios
para la salud. Se resucita la idea de Grahan de que la harina blanca es una
harina desnaturalizada carente de nutrientes, que provocaba graves carencias de
vitaminas que afectaban a toda la población.
Es
poco antes de la segunda guerra mundial cuando surge, entre el pueblo
norteamericano, la inquietud y la preocupación por las posibles consecuencias
de las carencias de vitamina B1 o tiamina. El paroxismo llega cuando de unos
experimentos realizados en la Clínica Mayo con dietas para adolescentes bajas
en tiamina, se concluye que esa carencia hacía a los muchachos huraños y poco
cooperativos, de modo que la bautizaron como “vitamina de la moral” y
concluyendo que un pueblo alimentado con pan blanco corría el riesgo de
debilitarse y ser más vulnerable ante un ataque enemigo (5). Parece
que el público fue sobre todo sensible a la idea de que las vitaminas eran
garantía de energía y del “tono vital” de Graham. La industria farmacéutica no
tarda en ofrecer al público sus píldoras milagro.
A partir
de 1941 y durante varios años, la gran antropóloga Margaret Mead (1904-1978),
que consideraba que todos los problemas de salud de la nación se debían al
sobrepeso, y que los “modos de comer” eran indicadores de solidaridad, de
cambio en los sistemas socioeconómicos e indicadores de status, se hizo cargo
de la Secretaria general del Comité sobre los Hábitos Alimentarios de la
Academia de las Ciencias de los Estados Unidos, desde donde trató de impulsar
los conocimientos básicos de la nutrición a fin de posibilitar la modificación
de la dieta y dar una pauta a seguir en el racionamiento de los alimentos. Todo
ello tuvo lugar en el marco de una política de preparación para la guerra,
dando la pauta a seguir ante un posible racionamiento.
Después
de la segunda guerra mundial la situación cambia radicalmente. En el plano
alimentario la “comodidad” pasa ser prioritaria. Aparece lo que los fabricantes
de la industria alimentaria llaman el “listo para servir”. Los hogares y los
supermercados se ven inundados de productos industriales semielaborados que
exigen una preparación mínima antes de ser consumidos.
Sin
embargo, esta situación sólo dura hasta el final de los años sesenta, que es
cuando se agudiza la inquietud por el uso intensivo de pesticidas y abonos en
la agricultura, así como ante el uso de antibióticos y otros productos químicos
utilizados como conservantes u otros aditivos, que, según la opinión dominante,
ponen en cuestión la calidad nutritiva y la seguridad alimentaria de estos
productos. A todo ello no es ajena la aparición del libro de Rachel Carson, Silent
Spring (Primavera Silenciosa), publicado en 1962, que advierte de los
efectos perjudiciales de los pesticidas en el medio ambiente y culpa a la
industria química de la creciente contaminación. Es quizá algo exagerada en
algunos aspectos, pero en otros muchos no le falta razón, y desde luego no se
puede negar el gran impacto que causó en el público, y que para bien o para
mal, según cada cual, es responsable de las ideas mayoritarias de culpar a la
industria en general y la alimentaria en particular, de las consecuencias
negativas en el medio ambiente y en la alimentación. De alguna forma este
espíritu desembocó en la “moda” de los alimentos “biológicos” o “naturales”.
Otra vez hay como una mezcla de moralidad, salud y romanticismo que había
caracterizado la primera “Reforma alimentaria”.
Ahora,
igual que antes la reacción de la industria no se hace esperar, pero en vez de
llenar los supermercados de pro-ductos semielaborados, como antes, lo hace
invadiéndolos de productos “naturales”, “camperos”, “frescos”, “directamente
del productor”, “la naturaleza en su plato”, “sin aditivos ni conservantes”,
etc. Si bien las críticas continuaron, la industria también siguió vendiendo,
pero ya se anunciaba una nueva reforma alimentaria: la “Negative Nutrition” o
“Nutrición Negativa”.
Esta
nueva tendencia, a diferencia de la Nueva Nutrición que recomendaba
consumir alimentos de las cinco grandes categorías (proteínas, hidratos de
carbono, grasas, vitaminas y sales minerales), establecía que si bien había que
consumir suficientes sustancias nutritivas, advertía al mismo tiempo del
peligro de ciertas categorías de alimentos. Especialmente fueron objeto de
rechazo el azúcar y aquellos que contribuyeran al aumento del colesterol. Al
consumo de azúcar, que fue considerado casi una droga, se le achacaba ser la
causa de múltiples enfermedades: cardiacas, canceres, diabetes, problemas de
piel, esquizofrenia y todo tipo de trastornos físicos o mentales. Por su parte,
al colesterol, desde los años setenta, se le consideraba causante de promover
enfermedades cardiacas. El éxito de este movimiento, especialmente entre las
clases medias, fue de tal magnitud, que a finales de los años setenta la
política alimentaria se situó en los primeros puestos de las preocupaciones
nacionales.
La consecuencia fue un retroceso en el consumo
de carne y productos lácteos completos, pero que se compensó con el consumo de
otras grasas, patatas fritas o galletas saladas. Lo que, a pesar del fomento de
la práctica del deporte, se tradujo en que el peso de los norteamericanos no
disminuyó en los últimos cuarenta o cincuenta años. La realidad es que se observa
un fenómeno inverso. Al tiempo que, curiosamente, los gustos alimentarios vuelven
a constituir un signo de distinción social, exactamente como a final del siglo
XIX.
Igual
que había ocurrido anteriormente, los industriales gravemente amenazados en sus
ventas por esta nueva doctrina parecieron unirse a la causa inundando de nuevo
los supermercados con nuevas oleadas de productos “light”, “bajos en calorías”,
0% de materias grasas”, “sin colesterol”, “sin sal”, publicitados como
productos “buenos para el corazón”, “buenos para la salud”, etc., con la
diferencia que esta vez, ante la agresividad de las campañas, tuvo que
intervenir el gobierno ordenando la publicidad de estos productos.
_______________________________
(1) Los siglos XIX y XX.
Jean-Louis Flandrin. 2004
(2) La “macdonalización” de
las costumbre”. Claude Fischler. 2004
(3) Alimentación y salud.
Paolo Sorcinelli. 2004
(4) El Omnivoro. Claude
Fischler. Anagrama. 1995
(5) Dietética frente a
gastronomía: tradiciones culinarias, sanidad y salud en los modelos de vida
americanos. Harvey A. Levenstein. 2004.
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