viernes, 8 de junio de 2018


5.- FIN DE LA EDAD MEDIA
Y EL RENACIMIENTO

El final de la Edad Media: Clase, diversidad geográfica y comida. El Renacimiento: La sociedad renacentista y la alimentación, jerarquización de los alimentos. La alimentación en el Renacimiento. La introducción de los cultivos americanos. Dietética al final de la Edad Media y en el Renacimiento.


EL FINAL DE LA EDAD MEDIA
La alimentación popular continuó de forma más o menos parecida hasta la aparición de los productos venidos de América, que no llegarían hasta bien entrado el siglo XVI, y no se incorporaría plenamente a la dieta hasta dos siglos más tarde, aunque algunos como los pimientos, judías o maíz aparecen ya en España en dietas campesinas en el mismo siglo XVI.
Era una época de gran inseguridad donde los pobres campesinos estaban sometidos a continuas injusticias, extorsiones y robos. La pérdida de riqueza y poder por parte de los caballeros y los señores daba lugar a que regularmente despojaran a los labriegos de su comida, de sus animales, de su vino, etc.; ello quiere decir que la miseria estaba bastante generalizada y que en tales condiciones no sería de extrañar que los poderosos cometieran toda clase de abusos contra los pobres campesinos. La clase poderosa, intensificando sus abusos, fue acumulando cantidades crecientes de animales y alimentos duraderos, llegando al abuso notorio, al dispendio, a la ostentación y a la exageración en sus comidas. Los excedentes, así obtenidos, terminaban en el mercado para la venta a la naciente burguesía. La razón no sería otra que los señores y los monjes, pero especialmente los primeros, necesitaban dinero para adquirir costosos objetos de lujo que, precisamente, los mercados de las ciudades comenzaban a ofrecer. Mientras tanto la alimentación del campesinado iba a peor y con pocas posibilidades de mejorar.
Como dice Terrón (1), es fácilmente comprensible que después de siglos de servidumbre, opresión, explotación y extorsión los campesinos carecerían de todo interés en mejorar sus producciones, ¿para qué se iban a esforzar, para facilitar la vida a los señores, sus enemigos? Se limitarían, en general, a producir lo indispensable para pagar los tributos a los señores, los diezmos a la Iglesia y lo indispensable para vivir ellos y sus familias. Con casi total seguridad los campesinos cultivarían para sí mismos, aquello que los señores y los clérigos despreciaban.
En la fase anterior de la Edad Media los señores, los monasterios y los recaudadores de realengo recogían muchos de los tributos en especies, cereales, leguminosas, frutas, verduras, animales domésticos, tocino, embutidos, perniles, pieles, etc., en fin, todo aquello de primera necesidad y fácil de conservar. Ahora bien, tales artículos no se podían atesorar indefinidamente, porque terminaban deteriorándose además de ocupar el espacio necesario para almacenar la cosecha siguiente. Por ello, ahora los señores cada vez exigían más productos fácilmente conservables, que pudiesen enviar al mercado en el momento oportuno. Por una parte les exigían a los campesinos unos determinados productos y por otra les impedían probar nuevos cultivos. No cabe duda que esta presión sería mayor en las zonas más fértiles. Por el contrario, en las zonas más pobres, con dificultades para producir lo que más interesaba a los señores; trigo, cebada, vino, etc., sería en las que, por una parte, tendrían que suministrarles más animales domésticos en pago a su derecho a vivir, pero por otra, sería en las regiones donde los campesinos tuvieron más libertad e iniciativa para cambiar los cultivos. En España, este sería el caso de Galicia, Asturias, Cantabria o el País Vasco.
       La alimentación de la población, al ser el comercio interregional o internacional todavía incipiente, estaba basada en la producción agraria local, limitada por las condiciones de suelo y clima. Solamente en los puertos de mar y en algunas grandes ciudades (pocas) pudo ejercer alguna influencia el comercio de alimentos. Por tanto, refiriéndonos ahora al caso de España, los cultivos dominantes para la alimentación fueron, en las regiones secas, la cebada, como alimento de masas y el trigo para las clases más altas y como cultivos menores las habas, garbanzos, lentejas, guisantes, almortas, etc. En las regiones más húmedas, los cultivos dominantes, hasta la llegada de los nuevos cultivos americanos, fueron el mijo, el panizo y el sorgo. En las tierras más altas la escanda y en las tierras intermedias el centeno. Otros cultivos muy estimados por el pueblo eran las hortalizas, en especial, las berzas y los nabos en el Norte y Noroeste de la península. En las huertas próximas a las ciudades de Levante y del Este se cultivaban todas las verduras del mediterráneo y algunas de las introducidas por los árabes. A estos cultivos habría que añadir el muy difundido de la vid y el algo menos extendido del olivo. En Levante se cultivaba la naranja; los viajeros extranjeros se admiraban también de encontrar naranjas y limones en la parte sur de Galicia y Extremadura.

Clase, diversidad geográfica y comida
Los factores que determinan con más intensidad las características de la alimentación son, sobre todo, la clase social a la que se pertenece y la región donde se habita, esto es, la agricultura regional. Al final de la Edad Media había, igual que antes, tres clases, pero su composición era algo distinta. Primero estaba la nobleza y el alto clero; le seguían los caballeros, los monjes, los artesanos y los comerciantes de las ciudades y; finalmente, estaría la clase más numerosa formada por los campesinos siervos, semisiervos y trabajadores de las villas y ciudades. Al final de la Edad Media la imagen de la nobleza y la práctica del poder no era la misma que en los siglos anteriores. El noble no es sólo el guerrero, y la fuerza no es ya su atributo más significativo: se inventa la cortesía, se construye un modo nuevo de vivir y comportarse en sociedad. El signo de la nobleza ya no será solamente la capacidad de comer mucho, sino también la de saber distinguir lo bueno de lo malo.
La nobleza y el alto clero consumían grandes cantidades de carne, pescado (de mar y de río), dulces (miel) y algunas frutas exquisitas, a pesar de no estar muy bien consideradas por médicos y dietistas. Prácticamente todas las comidas estaban compuestas de carne de primera calidad: pollo, pato, pichones, ternera, cordero y toda clase de caza. Tenían en poco estima la carne de cerdo, que prácticamente toda era en salazón y curada. La de vaca la despreciaban y consideraban, de acuerdo con los médicos, que la carne de vaca de más de tres años era dañina y producía lepra. La leche la desdeñaban como muy peligrosa, que en verdad en aquella época podía serlo. El pan era siempre blanco y de trigo. Comían tanta carne que la gota no era una enfermedad rara entre ellos.
      El segundo estatus de la sociedad constituido por caballeros, clérigos de segundo nivel y la burguesía de las ciudades, formada por artesanos ricos, comerciantes y profesionales que empezaban a aparecer, practicaba una alimentación menos ostentosa y despilfarradora que la de la alta nobleza, pero que en cuanto podía trataba de imitarla. La diferencia principal de la alimentación entre una y otra clase era la cantidad de carne consumida, bastante menor en la segunda, en la que adquirían más importancia leguminosas como garbanzos, habas, lentejas, guisantes o almortas y también alguna verdura. El pan era al principio de cebada y luego ya de trigo.
Determinar la composición de las comidas de los campesinos pobres, de los artesanos o de los trabajadores de las villas y ciudades no es fácil, ya que escasean los documentos y solo se puede determinar de forma indirecta. Pero de lo que no cabe duda es que estaría muy condicionada por el clima. En nuestro país, según Terrón (1), habría básicamente tres zonas diferenciadas, en las que los cultivos dominantes determinarían la alimentación campesina. La primera vendría condicionada por los cultivos de secano, la segunda por los cultivos propios de la zona húmeda y la tercera correspondería a toda la costa mediterránea donde dominaban los cultivos de huerta y los frutales.
Durante siglos los campesinos de la España seca tuvieron como base de su alimentación la cebada, las verduras (berzas, cebollas, nabos, acelgas, etc.), las habas y más esporádicamente las leguminosas típicas mediterráneas, garbanzos, lentejas, etc. Poco más adelante añadirían algo de carne de algún animal viejo, grasa o tocino –lo que les dejaba el señor- y algo, pero poca, de carne de cerdo salada. Si tenían animales era para dar leche, algo de queso. La cebada la consumían en forma de pan, gachas y sopas. Un plato citado por los autores de la época era el “farro” elaborado con granos de cebada mondados y troceados y que según ellos equivalía al arroz, que era un alimento caro. Coexistían tres tipos diferentes de pan: pan cocido bajo el rescoldo (tortas con la superficie carbonizada por las brasas), pan cocido “bajo cobertura”, y el pan cocido en el horno. Los dos primeros serían los más consumidos por los campesinos pobres. Para la clase alta el pan de torta no solo era de mala calidad sino que provocaba enfermedades, idea que compartían los médicos de la época.
La cebada también fue fundamental en la alimentación del mundo mediterráneo, mientras que el mijo (el sorgo y el panizo) se consumiría en la zona atlántico-cantábrica, especialmente en la costa y en los valles. En las tierras más altas, con peor clima y suelo, se cultivaría el centeno y la escanda. A estos cultivos habría que añadir las berzas y los nabos. Otro cultivo que debió ser fundamental en la dieta campesina del Noroeste fue la faba o faba lova (vicia faba) utilizada en guisos, potajes o caldos. También se utilizarían molidas o troceadas para consumirlas en forma de gachas.
No es de extrañar la popularidad de las gachas entre los campesinos, porque las gachas ya sean de harina de cebada, centeno o mijo eran más nutritivas, baratas y daban la sensación de llenar por la cantidad de agua añadida y caliente; tenían además la ventaja de que se les podía añadir toda clase de verduras y de legumbres.
La castaña fue otro cultivo que tuvo extraordinaria importancia en la alimentación de la población campesina de la zona atlántico-cantábrica. Las consumían asadas o cocidas como complemento de potajes de verduras. También les servían para preparar un plato muy nutritivo consistente en cocerlas, pelarlas, y después freírlas con tocino. También hacían con ellas caldo y cocidas con leche les servía de desayuno. Sin embargo, las castañas nunca fueron apreciadas por las clases más altas de la sociedad, que únicamente las consumían confitadas.
Por último, en el litoral mediterráneo, los campesinos pobres basarían su alimentación en las gachas de cebada y sobre todo en las verduras, tan abundantes en todas las huertas. Tampoco faltarían las frutas, el trigo y el arroz, aunque este último de forma limitada porque era caro y además apreciado por la clase alta.

EL RENACIMIENTO
El Renacimiento, que abarca los siglos XV y XVI, fue un gran movimiento cultural, artístico y filosófico que surgió en Europa, y durante el cual se produjeron importantes avances tecnológicos y científicos y sobre todo los grandes descubrimientos geográficos. No olvidemos los avances en astronomía debidos a Nicolás Copérnico, Tycho Brahe o Johannes Kepler y por supuesto a Galileo. Es también la época de la imprenta. No cabe duda que este renacer cultural y el nuevo concepto que se tiene del mundo, tuvo por fuerza que afectar a la estructura de la sociedad. La sociedad feudal de la Edad Media, cuya vida cultural e intelectual estaba dominada por la Iglesia, se fue transformando y perdiendo poder político en favor de instituciones centralizadas, encabezadas por el Rey. Es la época en que surgen los Estados modernos. Sin embargo, a pesar de que el Renacimiento pretende no ser sólo un movimiento de renovación cultural, sino también social, económico y político, la realidad es que en el aspecto alimenticio constituía una monótona continuación de la Edad Media, agravándose, si acaso, la estratificación social.

La sociedad renacentista y la alimentación
Como en la Baja Edad Media, la sociedad se esforzaba por marcar muy claramente las diferencias sociales y entre sus signos de clase, el régimen alimentario no era baladí. Hasta ahora cada clase: nobleza, clero, campesinado y la naciente burguesía urbana, tenía su modelo alimentario específico, pero es que ahora una de las formas de demostrar la riqueza y el poder, dentro de las clases poderosas, es a través de la mesa. Las diferencias jerárquicas se respetaban escrupulosamente, como es fácil deducir de la descripción del banquete con que se agasajó a dos príncipes y su sequito a finales del siglo XVI en la ciudad de Florencia. Primero se sirvió a cada príncipe un plato con cinco aves diferentes –las aves era el alimento más noble que existía-. En otra mesa, cada uno de los nobles acompañantes recibió cuatro aves distintas. Los sirvientes de más alto rango, también recibieron cuatro aves cada uno, pero en otra sala aparte, y en una antesala, reservada para los treinta criados, estos debían compartir cinco platos con un ave cada uno. Los últimos, después de los caballos y las mulas, estaban los ciento cuarenta sirvientes de más bajo rango, que se alojaban en posadas. Como puede verse, el poder se manifestaba no sólo por lo que se comía, sino también a qué distancia del señor se comía.
Para la mayoría de las personas el mundo se organizaba según un principio jerárquico, que era aplicable a todos los seres vivos, fuesen hombres, animales o plantas y que de alguna manera se relacionaba con los cuatro elementos que componían el mundo: tierra, agua, aire y fuego. La tierra era el elemento más bajo, del que salían las plantas que eran los alimentos más bastos, mientras que las aves al estar relacionadas con el aire, era el alimento más noble. Consecuentemente con estas ideas, los alimentos se clasificaban de acuerdo a las capas sociales a que estaban destinados. Los de más calidad, finos y refinados correspondían a la nobleza, mientras que los de menor calidad y más ordinarios correspondían a las clases inferiores. Un noble del siglo XVI, escribía: “… nosotros comemos más perdiz y carnes delicadas que ellos y ello nos da una inteligencia y una sensibilidad más agudas que las de los que se alimentan con buey y cerdo(2). O bien un médico, también del siglo XVI señalaba: “las perdices sólo son nocivas para las gentes del campo (2).
No era raro encontrarse con médicos y dietistas que justificasen que las grandes cantidades de hortalizas que consumían los pobres eran consecuencia de unas necesidades fisiológicas determinadas. Las clases trabajadoras podían, evidentemente, consumir algo de carne, pero se consideraba que era mejor que comieran grandes cantidades de hortalizas. Por ello, no es de extrañar que los médicos justificasen que la capa superior de la sociedad consumiera los alimentos que pertenecían a los grados superiores del ámbito natural. Las dietas se prescribían de acuerdo con las variantes sociales.

Jerarquización de los alimentos: La clasificación de los alimentos, como vimos, se basaba en el medio en que se desarrollaban. Su nobleza aumentaba según su origen fuese la tierra, el agua o el aire. Cuanto más noble fuese un alimento más apropiado era para la nobleza, y viceversa, cuanto más basto fuese, mejor se adaptaba a las necesidades de las capas más bajas de la sociedad.
Los alimentos vegetales, de menor a mayor rango eran: los bulbos, las raíces, las hojas y finalmente las frutas, que eran las más apropiadas para la nobleza, por ser los más alejados de la tierra, y éstas eran tanto mejor cuanto más alejadas del suelo estuvieran. Con este criterio estaban de acuerdo los dietistas de la época, razón por lo que los melones y las fresas no gozaban de buena reputación. Así, por ejemplo, nos encontramos que entre los alimentos más innobles estarían las cebollas y los ajos, les seguirían en esta la escala las zanahorias o los nabos, algo más nobles serían las espinacas y las coles y finalmente entre los mejores, pero sin dejar de pertenecer al escalón más bajo de los alimentos, por proceder de la tierra, podrían estar las peras o las manzanas.
Por encima de los vegetales se encontrarían los alimentos procedentes del agua. Según los criterios de la época, más innobles serían los moluscos de concha, por vivir en lo más profundo de las aguas, les seguirían los crustáceos (camarones, langostas etc.) que se arrastran por el fondo del mar. A continuación estarían los peces, que nadan entre el fondo y la superficie del agua, y por fin los que nadan más cerca de la superficie del mar, que serían los más valorados. Los más humildes serían, entonces, los mejillones o las almejas y los más nobles los delfines o las ballenas. Los pescados ocuparían una situación intermedia.
El tercer nivel, el más alto de la escala alimentaria, lo ocuparían las aves por estar relacionadas con el aire. Las más nobles serían las que vuelan más alto y las más humildes las que viven en el agua. Entre estos extremos, esto es, entre los patos, ocas, becadas o cormoranes, y las de altos vuelos como las águilas o los halcones -que no se consideraban alimentos-, se encontraba el resto de las aves. El prestigio de los pollos y capones era muy alto, pues se consideraban animales puramente aéreos. La cúspide gastronómica estaba ocupada por las aves canoras, que despertaban verdaderas pasiones entre la nobleza de la Baja Edad Media y el Renacimiento.
Los habituales animales proveedores de carne; bovinos, ovinos, caprinos, suinos, etc., al no poder considerárseles ni terrestres ni aéreos, ocupaban un lugar intermedio entre los vegetales y las aves. Eran un manjar más noble que los vegetales aunque menos apreciado que las aves. La ternera era el más apreciado, aunque no llegaba al nivel de las aves, y el preferido por la nobleza. En el escalón más bajo estaba el cerdo, en especial el salado, que era el que consumía la población con me-nos recursos. El cordero, que era muy popular entre los comerciantes, seguía a la ternera en la apreciación. Según los médicos de la época, las aves convenían a las clases superiores, el cerdo y los animales ya viejos no útiles para el trabajo, suministraban la carne más apropiada para las clases trabajadoras, mientras que para los comerciantes les iba mejor las carnes más pesadas y ricas, como las de ternera o cordero.

La alimentación en el Renacimiento
Las clases populares se alimentaban básicamente de cereales; más cebada, centeno, avena y mijo que trigo. El ganado de que disponían los campesinos era poco, dada las dificultades que encontraban para su mantenimiento, por lo que el consumo de carne era esporádico. Lo más corriente era una sopa clara de verduras en la que flotaban trozos de pan. Al igual que en la Edad Media, la alimentación estaba basada en el pan y el vino, o en la cerveza en las regiones más al norte. Después de una subida generalizada de precios, imperativos económicos limitaban la elección de los alimentos, a lo que habría que sumar el hecho de que los excedentes de que dispondrían los campesinos eran muy limitados. La mayor parte de la producción iría a los mercados de las ciudades, después de pasar por las manos de la nobleza y los monasterios, que vía rentas es a donde iba destinada, en primer lugar, la mayor parte de la producción campesina.
El consumo de pan aumentaba según se bajaba en la escala social y, viceversa, la proporción de pan en la dieta disminuía al subir por la escala social. Esto es, cuanto más baja era la posición social de una persona, mayor era el porcentaje de sus ingresos que dedicaba a comprar pan, y por tanto menos le quedaba para la adquisición de otros productos, algunos de los cuales llegaban a ser, para ellos, inasequibles. Sin embargo, la parte de la renta dedicada a la compra de vino, el otro componente básico de la dieta, se mantenía más o menos estable. En realidad “lo que acompañaba al pan”, es decir, los alimentos que aportaban un poco de variedad a un régimen esencialmente compuesto por pan o sémola, era lo que distinguía los niveles de renta de las clases trabajadoras. Esta situación era más o menos generalizable a toda Europa. El lugar principal de las dietas lo ocupaban los cereales (trigo, cebada, centeno, avena, mijo) que se completaban con cantidades variables, aunque siempre importantes, de hortalizas (cebollas, ajo, puerros, coles, repollos, etc.), a las cuales se añadían, en proporción variable, pequeñas porciones de carne y queso.
Creemos que no es necesario aclarar que el pan que consumían las distintas clases sociales no era el mismo. El consumo cotidiano de pan blanco distinguía a los habitantes del campo y la ciudad. El pan de los campesinos solía elaborarse con mezcla de cereales, que según la zona podía incluir trigo, pero lo más corriente es que fuese de granos más baratos como cebada o centeno, que incluso para simplificar, los hervían y los consumían sin más elaboración. El pan que estaba peor considerado era el elaborado con salvado, conocido como “pan de la gente”, y que era el que los monasterios regalaban a los pobres. Esta discriminación no sólo era entre el campo y la ciudad, sino que era generalizable a todas las clases sociales. El pan de las clases altas se elaboraba exclusivamente con trigo muy tamizado que daba un pan muy blanco. Sirva como anécdota que en los barcos se servía pan blanco al dueño y a los oficiales, mientras que al resto de la tripulación se le suministraba galletas secas. La relación directa entre calidad alimentaria y rango social pasa de teórica a explicita.
La poca carne que consumían las clases más humildes formaría parte de guisos y potajes y los campesinos la obtendrían de algún animal ya no útil para el trabajo o de alguna gallina, ya vieja, que hubiese dejado de poner huevos, y sobre todo del cerdo, la mas de las veces salado, del que la grasa y el tocino eran extraordinariamente valorados. Precisamente el alto grado de sal de estos productos sería una de las razones, y no la menor, del elevado empleo de especias en la cocina, no por supuesto en las humildes. La carne para los asados o para la brasa exige, además de ser fresca, que sea de buena calidad, por lo que lo más probable es que se encontrase en las mesas de los burgueses de las ciudades o de los nobles, mientras que las vísceras, patas o manos se encontrarían más asiduamente en las mesas humildes. Pero esta no sería la única razón de encontrar la carne de calidad en las mesas más adineradas, ya que la idea de que la buena carne convenía sobre todo a las capas sociales altas, mientras que las de menos calidad era adecuada para satisfacer las necesidades de los miembros más modestos de la sociedad, era considerada como científica por los médicos que escribían los tratados sobre las dietas.
Estamos acostumbrados a la idea de que las frutas y las verduras son de temporada, pero nos olvidamos que la carne también lo era. Los cerdos se sacrificaban en Diciembre y la mayor parte se conservaba como embutidos o en sal, alargando así el consumo hasta primavera. Es precisamente este periodo de principio de primavera el más difícil desde el punto de vista alimentario. Los productos recogidos durante el verano y el otoño y que se han conservado, se van agotando y todavía es demasiado pronto para los nuevos cultivos. Los partos todavía están por llegar. La gente necesitaba conservar sus productos, no sólo los animales, sino también los vegetales. En general, para los granos de cereales y leguminosas no había mayor problema. Las frutas y verduras por algún tiempo se podían mantener en bodegas frescas, pero su duración era muy limitada por lo que había que recurrir a otro tipo de conserva. La fruta se conserva sobre todo seca o mediante la elaboración de mermeladas, pero este último sistema quedaría reservado para las clases más pudientes, dado el elevado precio que alcanzaban los edulcorantes. Las verduras tampoco era raro encontrarlas en conservas a base de salmuera o vinagre. Así se conservarían verduras del tipo de la coliflor, puerros, alcachofas o achicoria. Para la leche disponible el problema no sería mayor, pues siempre existía la posibilidad de hacer queso.
En los días (más de cien) en que la Iglesia prohibía el consumo de carne, el pescado se convertía en un alimento básico importante. El pescado fresco era caro y únicamente se lo podrían permitir la población que viviese cerca de un puerto o de la costa. El pescado fresco era un lujo, por lo que la mayoría lo consumían en salazón o ahumado. En los ríos y lagos se practicaba la pesca, pero al igual que en la Baja Edad Media, los derechos pesqueros quedaban restringidos a los grandes señores y monasterios, por lo que la mayor parte iría a parar al mercado o a las casas nobiliarias. Sin embargo, no hay que olvidar que las ostras, mejillones, cangrejos y otros bivalvos y crustáceos son generalmente considerados comida de pobres.
Condimentos como el agraz -zumo ácido de uva verde o imperfectamente madura-, junto con el vinagre, hierbas, flores y diversas especias, se utilizaban en la mayoría de las salsas, y servía para el decapado de hierbas, frutas y verduras, tales como cebollas o pepinillos. El condimento por excelencia y más popular desde siempre, la sal, sufrió un fuerte incremento de precio en el Renacimiento y fue reiteradamente sometido a impuestos, lo que poco a poco fue encareciendo las salazones, que eran básicas en la alimentación popular.
Lo que no parece tener duda es que el tipo de alimentación vendría muy marcado por la región y sus producciones. Si uno entraba en una despensa campesina de la España renacentista se encontraría con una mayor variedad de productos que si lo hacía en un país nórdico. No olvidemos que desde la época de los árabes se cultivaban, en muchas zonas del sur y del levante de la península, especies vegetales como sandías, berenjenas, espinacas, limones, limas, naranjas, almendros, dátiles, caña de azúcar, etc.
Imaginemos como podría ser una comida en una familia campesina acomodada en la España del Renacimiento (3): La familia se encontraría sentada alrededor de una mesa de madera rústica. El padre, presidiendo la mesa, corta un pedazo de la hogaza de pan, que pasa a cada uno de los miembros de la familia para que hagan lo propio. Cada uno va introduciendo su pan en la olla y se lo lleva a la boca y así va transcurriendo un ir y venir de las manos de la olla a la boca. En la olla habría casi de todo: lentejas, garbanzos, habas secas, arroz, fideos, nabos, re-pollo, tocino y algo de carne seca y para darle más sabor, ajos, cebollas, sal, vinagre o agraz, y alguna hierba aromática. Para aumentar la consistencia se le habría añadido pan y gachas viejas, algunos huevos y pedazos de queso. El tocino era funda-mental en la dieta campesina. Recordemos dos dichos populares de aquellos años: “Ni olla sin tocino, ni sermón sin agustino” y “Sin tocino la olla, el diablo se la coma”. Recordemos que la grasa de cerdo era la reina de las frituras. Curiosamente el aceite de oliva no era tan apreciado.
El menú del Hidalgo Don Quijote, Cervantes lo describe así: “Una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos (huevos con tocino) los sábados, algún palomino por añadidura los domingos”. De alguna forma nos está indicando que la carne de vaca era más barata que la de carnero y el aprecio por las aves al dejar los palominos para los domingos
La diferencia entre una casa señorial y el campo circundante y entre el campo en su totalidad y las ciudades era abrumadora. Los empleados de una casa noble podían comer carne todos los días; el ama de una casa burguesa próspera podría, además de comer carne, comprar alimentos vegetales caros, como espárragos o alcachofas, o utilizar productos impensables para la generalidad de la población, como el azúcar. Aunque en las fiestas la frugalidad de la comida rural podía cambiar, ya que cuando se festejaba algo, se procuraba que fuese a lo grande. En la mesa campesina aparecía, entonces, la carne asada como primer plato. Luego venía un guiso de olla y se terminaba con frutas, a pesar de la mala imagen que tenían entre los médicos. Todo se acompañaba con vino, terminándose con vino dulce o a veces con vino especiado y profusamente endulzado. Pero aun así, las diferencias eran enormes, y a veces difíciles de comprender. Sirva de ejemplo la comida, que a finales del siglo XV, ofrecieron como homenaje los comerciantes significados de la ciudad a un duque que les visitaba: “Los comerciantes se sentaron a la mesa entre el redoble de los tambores y los sones de los pífanos. Abrieron la comida los entremeses: una pequeña fuente con un pastel dorado de piñones y un plato con un dulce de leche para cada uno. Siguieron ocho fuentes de plata con pechugas de capón guarnecidas con gelatina y adornadas con blasones y divisas; la fuente destinada al huésped más distinguido tenía un surtidor en el centro, del que brotaba un fino chorro de agua de azahar. La primera parte de la comida constaba de doce platos de distintas clases de carne, caza y ternera, jamón, faisán, perdiz, capón y pollo presentados en diversas formas. Al final de esta primera parte colocaron delante del duque una gran fuente de plata de la que al levantarse la tapa, salieron volando numerosos pájaros. Sobre dos enormes fuentes se presentaron en la mesa dos pavos reales, haciendo abanico con la cola y sosteniendo en el pico sustancias perfumadas. La segunda parte de la comida la componían doce platos dulces de distintas clases: tortas, mazapanes y pasteles adornados, empapados en vino aderezado con azúcar, canela y otras especies. Al finalizar el banquete se presentó ante cada invitado una fuente de plata con agua perfumada para lavarse las manos”.
En muchas partes de Europa, ante estas escandalosas, frecuentes y exageradas ostentaciones de riqueza, se promulgaron leyes que procuraban poner trabas y sancionar la excesiva ostentación de riqueza.

La introducción de cultivos americanos
Conviene recordar que ésta es una época de transición, como lo era para las artes y las ciencias. Con el Renacimiento comienza lo que podríamos considerar como la sensibilidad moderna de la cocina. Y a partir del descubrimiento de América comienzan a llegar poco a poco nuevos alimentos que se van agregando y modificando la dieta.
A partir de la segunda mitad del siglo XVI comienzan a aparecer cultivos americanos traídos por los españoles, como el maíz, la judía, la patata, el pimiento o el tomate, cuya implantación se va extendiendo poco a poco. No cabe duda que en aquellas zonas, más o menos restringidas, donde se implantaron tempranamente contribuyeron a cambiar a mejor la dieta de los campesinos y trabajadores. Pero el verdadero impacto de los cultivos americanos en la alimentación europea no tiene lugar hasta los siglos XVIII y XIX.
Los nuevos cultivos además de aportar cantidad y calidad a la alimentación aportaron una cierta seguridad en el suministro, al ser cultivos de ciclo corto y abrir la posibilidad a nuevas alternativas. Entre las aves la primera en llegar fue el pavo, pero sin repercusión en la alimentación popular, al quedar relegado a la nobleza, que lo acogió con gran entusiasmo. Entre las primeras plantas llegadas a la península se encontraban el pimiento, la batata, el tomate, el maíz y la chumbera. La planta que se difundió más rápidamente, especialmente en Castilla, fue el pimiento, quizá porque se podía utilizar como hortaliza o como especie en forma de pimentón.
El tomate, que sin lugar a dudas se cultivaba y consumía en España en el siglo XVI, fue objeto de rechazo por botánicos alemanes ligados a las clases altas que lo consideraban peligroso, además de venenoso. Pero lo curioso es que esto ocurría en el siglo XVIII, cuando ya hacía dos siglos que se consumía en España como especia para las salsas o como ensalada.
       Otra planta destinada a ejercer una gran influencia y a mejorar la dieta popular fue la judía (alubia, habichuela, faba). Introducida durante el siglo XVI, posiblemente por el sur de España, se fue extendiendo hacía el Norte y ya en el siglo XVII aparece citada como de consumo corriente. Las judías más importantes se implantaron con relativa rapidez y sin sobresaltos, porque en todas partes ocuparon el lugar de la judía antigua y medieval, el fréjol. Sin embargo su consumo en verde fue mucho más tardío.
       Pero de todos los cultivos americanos los que realmente transformaron cuantitativa y cualitativamente la dieta popular fueron el maíz y la patata. Cuando estos productos fueron entrando en el mercado abarataron la alimentación de los pobres, precisamente por el desprecio que hacia ellos sentían las clases superiores. Sin embargo, como veremos, mientras que la patata todavía tardó en hacerse popular, el maíz, que había llegado a Andalucía, ya a finales del siglo XVI se cultivaba por toda España y Portugal, extendiéndose rápidamente hacia Italia, donde al igual que en España, en el siglo XVII era un alimento popular entre los campesinos, especialmente en el norte de ambos países. La hari-na de maíz era muy apropiada para hacer gachas y era lógico que se extendiera por su parecido con el mijo y el panizo.
De acuerdo con Terrón (1), lo lógico es pensar que la patata se cultivó en España desde comienzos de la segunda mitad del siglo XVI. Durante decenios debió de cultivarse a escala muy limitada en huertas como una hortaliza más y sólo para el consumo familiar; muy raramente debió llegar al mercado. Su propagación debió ser medio clandestina, no se debe olvidar la conspiración que reinó en torno a la patata hasta el siglo XVIII; parece como si en España todas las gentes que escribían se pusieran de acuerdo para no mencionar esa comida de campesinos pobres y de la gente más pobre todavía. Sin embargo, encontramos que en 1.782 G. Bowles, un irlandés afincado en España, escribe: Las patatas vinieron de América traídas por los españoles a Galicia, de donde se han propagado después por toda Europa y sirven de alimento muy saludable a millones de personas. Y en opinión de J. F. Peyron, un viajero por España en 1.772-1.773, la patata vino de América a Galicia y de aquí pasó a Irlanda y a toda Europa. Son muchos los autores que indican que a finales del siglo XVI, se cultivaba la patata en los Países Bajos, lo que no debe sorprender dadas las relaciones que estos países mantenían con España en el siglo XVI. B. Arago, escribe en 1.873: De Galicia, donde se cultivaron (las patatas) por mucho tiempo, pasaron a Italia a finales del siglo XVI con el nombre de taratouffli (trufa de la tierra) y de allí a Suiza, Alemania y demás naciones de Europa. Finalmente, son los propios franceses los que escriben: La patata (pomme de terre) es originaria de América del Sur, hizo su aparición en Europa hacía 1.534, y fue en España donde se empezó a cultivar. En Francia la patata empezó a consumirse como alimento a finales del siglo XVIII, gracias a los esfuerzos de Parmentier que propagó intensamente su cultivo. El consumo de patata no llegó a popularizarse por toda Europa hasta el siglo XVIII.
El cultivo de las plantas americanas tuvo por fuerza que ser lento, entre otras cosas porque solo interesaba a los campesinos pobres, por lo menos el maíz, las judías y las patatas. A los señores de la tierra y a los preceptores de los diezmos esos cultivos no les interesaban nada, por lo que no verían con buenos ojos su cultivo. Sin embargo, es posible que los labriegos, una vez pagadas las rentas en trigo, cebada, centeno, aceite, vino, gallinas, etc., estarían en libertad de utilizar algunas parcelas para el cultivo de estos nuevos productos, sin interés para los señores, pero que para ellos eran fundamentales para tener una modesta reserva de alimentos que les evitara el hambre.

Dietética al final de la edad media y en el renacimiento
Los fundamentos de la dietética siguen siendo en el Renacimiento los del mundo clásico de Hipócrates y Galeno, cuyas enseñanzas relativas al cuidado del cuerpo permanecieron vivas hasta pasado el siglo XVII. Como vimos, se basaban en que la naturaleza de todo ser vivo era el resultado de la combinación dos a dos de los cuatro factores: calor y frío, seco y húmedo. Que a su vez derivan de la combinación de los cuatro elementos que constituyen el universo: aire, agua, tierra y fuego. El hombre goza de buena salud cuando estos elementos se combinan de forma equilibrada. Si por cualquier causa uno de ellos prevalece sobre los demás el hombre enferma y es indispensable restaurar el equilibrio con las medidas adecuadas, como el control de la alimentación. Si una persona está afectada por una enfermedad que le hace demasiado “húmedo” debe consumir alimentos de naturaleza “seca” y viceversa. Si un alimento esta desequilibrado por “calor”, habrá que modificarlo hacía el “frío” o bien acompañarlo con ingredientes fríos. Por otra parte, se pensaba que mejorando el sabor se mejoraba la calidad dietética, porque si un alimento gusta a alguien es señal de que le conviene a su temperamento. Se digiere mejor lo que se come con gusto. Sobre esta base se asienta la idea típica de la cultura medieval y renacentista, de que la cocina es básicamente un medio que tiende no sólo a valorizar la naturaleza de los productos, sino también, a rectificarlos y a corregirlos y, por supuesto, a mejorar su sabor para hacerlos más agradables. No debe olvidarse que los sabores fueron un objetivo médico de primera importancia. Los médicos no consideraban que la función gastronómica fuera menos importante que la dietética, ya que mejorar el sabor aumentaba la calidad dietética.
Para los médicos de la época todos los alimentos, que debían de tener un poco de sabor dulce y ser moderadamente calientes, antes de ser digeridos sufrían un proceso de “cocción” en el estomago. El agente que cocía suavemente los alimentos en el estomago, considerado como una cacerola natural, era el calor animal. Las sustancias que sólo tenían sabores fríos (austero, acerbo, ácido) o calientes (amargo, salado, acre) no podían servir como alimentos, sólo como medicamentos o condimentos. Eran por tanto muy útiles para equilibrar el sabor o el temperamento de los alimentos demasiados fríos, demasiado calientes o insuficientemente dulces. En consecuencia, cualquier cocción o condimentación, esto es la cocina, tenía dos finalidades: hacer los alimentos más digestibles y más apetitosos, mejorando su sabor.
Desde este punto de vista, las especias con las que se sazonaba los alimentos equilibraban su posible frialdad y ayudaban a cocerlos, ya que se les consideraba a todas calientes, y a la mayoría, secas. En general, cualquier planta aromática era necesariamente caliente, pero las especias exóticas eran consideradas como más elaboradas, más sutiles y más seguras desde el punto de vista médico que las plantas aromáticas autóctonas. Desde la Baja Edad Media, los médicos venían recomendando el uso de especias en la condimentación de las carnes para hacerlas más digestivas. Probablemente, esta finalidad médica de las especies sería lo que las hizo tan importantes y objeto de un todavía más importante comercio, más que su uso culinario para disimular posibles sabores de alimentos o carnes en mal estado. No olvidemos que en la gastronomía medieval la carne se consumía el mismo día que se sacrificaba. Sin embargo, sí es posible que se utilizasen para suavizar el sabor de las carnes de salazón, por lo general excesivamente saladas.
Pero no todas las especias eran iguales. En el cuarto grado de calor y sequedad estaba la pimienta, en el tercero, estaban el clavo, la cúrcuma y el cardamomo, en el segundo estarían la canela, la nuez moscada, el comino, etc. A partir del tercer grado de calor, tanto los condimentos como los alimentos, se consideraban peligrosos. De acuerdo con este criterio la pimienta se comenzó sustituir, en las mesas más aristocráticas, por la pimienta larga considerada del tercer grado de calor. Incluso para rebajarle “el calor” se mezclaba con otras especias menos picantes. Sin embargo, este criterio no se aplicaba por igual a todas las clases sociales, así el ajo, en el cuarto grado de calor, se consideraba conveniente para los toscos estómagos de los campesinos.
La sal, el más corriente de los condimentos, se consideraba caliente y seca y su capacidad de absorción de las “humedades superfluas” es lo que preservaba de la descomposición a las carnes y pescados. Según las ideas de la época, servía para condimentar y darle buen sabor a la carne y al quitarle “cierta humedad acuosa e indigesta” hacía que mejorase su digestión. Según estas creencias, sin sal, la mayor parte de las carnes posiblemente se corromperían en nuestro organismo. Pero no todas los alimentos necesitarían la misma cantidad de sal. Por ejemplo, la carne de cerdo al ser tosca y húmeda necesitaría más sal que la de gallina o perdiz, que eran alimentos secos y delicados, y por tanto, necesitarían muy poca sal. Sin embargo, para las legumbres y hortalizas, al ser de naturaleza melancólica y terrestre, la sal por sí sola no sería suficiente para mejorar su sabor, por lo que convenía agregarles algo de grasa para suavizar su condición de terrestre y mejorar su digestión.
Los condimentos fríos, como el vinagre y el agraz, tampoco carecían de función dietética. Se aconsejaba incluirlos en muchas salsas para moderar, por su frialdad, el calor de las especies e impedían además, según los dietistas, la corrupción y contribuían a mejorar la digestión en los estómagos que estaban demasiado calientes.
Eran muchas las precauciones dietéticas que ponían en guardia contra la fruta, y no sólo contra la fruta verde, a pesar de lo cual el consumo era relativamente alto entre las clases más poderosas. Las recomendaciones para protegerse de sus peligros fueron seguidas escrupulosamente durante mucho tiempo y quizás costumbres, que hoy perduran entre nosotros, como tomar el melón con jamón o cocer las peras con vino son reminiscencias de la época. Las frutas no se debían comer a cualquier hora, las consideradas frías como las ciruelas, cerezas, melocotones, higos, y otras, como el melón, la más peligrosa de todas, debían de consumirse al principio de la comida. Otras como membrillos, peras, nísperos, castañas, entre otras, debían de consumirse al final de las comidas, pues impedían que los alimentos volviesen a la boca. En otras los médicos no eran tan estrictos, así las manzanas se podían servir indistintamente al principio o al final de las comidas, lo mismo que los agrios (naranjas, limones) o las ensaladas. Por otra parte, se recomendaba comer ciertas frutas con otros alimentos o condimentos, lo cual aparece reflejado en los libros de cocina, como cuando se indican cosas como (4): Es cosa loable usar, después del melón, queso o alguna carne muy condimentada, o sal, o azúcar, para evitar que se pudra o Las peras son buenas y útiles cocidas en buen vino tinto, mechadas con clavo, azúcar y canela y servidas con abundante mantequilla fresca, queso graso fundido y azúcar por encima y por fin las manzanas que son frías y húmedas es preferible comerlas cocidas y especiadas que crudas.
Según las creencias de la época, el queso se consideraba caliente y pesado, y especialmente el curado, difícil de digerir. En determinados casos, el queso podía facilitar la digestión de otros alimentos, como por ejemplo las peras, con las que se recomendaba asociarlo.
La cocción, igual que la condimentación, tenía entre sus finalidades hacer a los alimentos más sabrosos y digestibles. Siguiendo el criterio de que las carnes son más o menos secas o más o menos húmedas, las grasas (más húmedas) en principio debían asarse para secarlas, mientras que las magras y secas debían hervirse. La carne de buey o de vaca al ser seca siempre se hervía y como es fría debía acompañarse con una salsa caliente que la temple. El cerdo se salaba para sacarle la humedad.
     Para finalizar estos comentarios sobre la dietética medieval no nos podemos resistir a concluir con las reflexiones de Montanari (5): La relación entre placer y salud, que el imaginario contemporáneo tiende a menudo a percibir en términos conflictivos, ha sido concebida en las culturas premodernas como un nexo inseparable, en cuyo interior los dos elementos (el placer y la salud) se refuerzan entre sí. La idea de que el placer es saludable, que lo que gusta sienta bien, es una idea básica de la dietética antigua y medieval. Y las “reglas de la salud” son ante todo reglas alimenticias, entendidas no como restricción, sino de la construcción de una cultura gastronómica. En conjunto la ciencia dietética y el arte gastronómico caminaban en estrecha simbiosis, porque además hablaban el mismo idioma. Este mismo autor establece que; … incluso en el plano dietético, es decir, científico y no simbólico, la correspondencia es perfecta: la carne, que “nutre la carne” y refuerza el cuerpo, no conviene a quien ha hecho una elección de vida espiritual en perjuicio de las bajas exigencias corporales. Para ellos se elige la dieta “ligera”, que aleje lo más posible la sensación gástrica de corporeidad y favorezca el acercamiento al cielo: por eso las reglas monásticas, aun excluyendo la carne como norma, a menudo hacen una excepción con las aves, porque vuelan, son más “altas” y “ligeras”, más adecuadas para una dieta espiritual.
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(1) España, encrucijada de culturas alimentarias. E. Terrón, 1992.

(2) Alimentación y clases sociales a finales de la Edad Media y en el Renacimiento. A. F. Grico, 2004.

(3) Sentarse a una mesa campesina en la España del Renacimiento. Alejandro Maglione. Lanacion.com, 2009.

(4) Condimentación, cocina y dietética durante los siglos XIV, XV y XVI. Jean-Louis Flandrin, 2004.

(5) La comida como cultura. M. Montanari, 2006.

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