lunes, 2 de abril de 2018


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LA COCINA MEDIEVAL CRISTIANA.




     Unos siete años después de la ocupación de la Península Ibérica por las tropas árabes de Tarik, esto es, en el 718, los musulmanes fueron rechazados en Covadonga por Don Pelayo. Comienza así lo que se ha llamado la Reconquista, que durará hasta 1492 cuando los Reyes Católicos toman el Reino de Granada. La Reconquista al principio fue muy lenta; desde Oviedo se pasó al reino de León, para luego ir surgiendo Aragón, Castilla, Navarra y Portugal. De este modo, a finales de la Edad Media la Península Ibérica estaba ocupada por cinco reinos, los cuatro cristianos citados más el reino de Granada. El territorio peninsular ocupado por cristianos, musulmanes y sefarditas quedaba así dividido por fronteras difusas e inestables, entre las que con más o menos intensidad se producían intercambios culturales, entre ellos de costumbres culinarias. La gastronomía cristiana, que venía de la romana y visigoda, se vería influenciada por las otras dos cocinas. Qué duda cabe que estos intercambios afectaron a las costumbres culinarias de las tres culturas. Surge así una diferencia importante con las cocinas cristianas europeas de la época, cuyo único contacto con el exterior era mediante las cruzadas.
         Sin embargo, conviene recordar que estas culturas surgen de tres religiones diferentes, en la que cada una impone normas dietéticas a unas poblaciones profundamente religiosas. En el caso de los cristianos la Iglesia les imponía el ayuno y la abstinencia. En la Cuaresma se imponía el ayuno, que sólo permitía comer a ciertas horas, y la abstinencia, que prohibía comer productos animales como carne, huevos, leche o grasas animales, de modo que el consumo de carne estaba prohibido durante casi una tercera parte del año. En un principio el ayuno era de pan, legumbres secas y agua y se hacía una sola comida, luego las normas se fueron suavizando y cada época tuvo las suyas. Las consecuencias de estas imposiciones religiosas fueron sustituir, durante muchos días al año y por supuesto en Cuaresma, la carne por el pescado, la leche animal por las de almendras y las grasas animales por las vegetales, lo que hizo surgir una importante cocina a base de pescados en salazón (bacalao, arenques, etc.) y de sabrosos potajes de verduras.
         Otra vía de influencia religiosa en la Edad Media se ejerció a través de los monasterios e indirectamente por las peregrinaciones. Cuando Sancho III unifica el Reino de Navarra, abre el paso a la Ruta Jacobea, convirtiéndose este camino en un trasiego de personas de toda Europa. En la Edad Media Europa se llena de monasterios, en los que además de espiritualidad se ejercía un importante arte culinario y gastronómico. En este sentido las órdenes monásticas actuarían como verdaderas “multinacionales”. Este es el caso de las órdenes monásticas francesas de Cluny y del Císter, que además de aclimatar distintas variedades francesas de viña y contribuir a mejorar la elaboración de vinos, introdujeron la cocina francesa de entonces en España, principalmente a lo largo del camino de Santiago. Y aquí nos podemos preguntar, como hace Eslava Galán (1), si estas influencias no fueron mutuas: “¿El cassoulet del Languedoc tiene su origen en la fabada asturiana, o es al contrario? Y las filloas gallegas ¿proceden de las crepes francesas? ¿El queso de Cabrales o el Tresviso se inspiró en el Roquefort, o al revés?".
         También conviene recordar que en la Edad Media la sociedad estaba fuertemente jerarquizada, de modo que cada estamento tenía una misión clara en esta vida. La nobleza militar era la encargada de la guerra y la defensa; la del clero era servir de intermediario entre los seres humanos y el poder divino y, finalmente, estaba el pueblo, los campesinos, que eran los que se encargaban de producir los alimentos para dar de comer a todos. Por fuerza, esta rígida y fuerte estratificación social tenía que marcar el tipo de alimentación de cada grupo, y consecuentemente la gastronomía, si es que a la de las clases más bajas se le podía llamar así. Pero no es hasta los siglos XII o XIII cuando la comida comienza a ser considerada como símbolo de poder y prestigio. La comida más que un alimento era una muestra de poder (1): “Hasta el siglo XIII, los reinos cristianos habían vivido sin otra obsesión que adquirir tierras. En el siglo XIII, después de las grandes conquistas territoriales, los reyes y magnates se aficionan a la suntuosidad y a la exhibición de poder. El banquete es el modo de exhibir la riqueza”.
         La realeza y la nobleza basaban la alimentación en la carne, cuya mayor parte procedía de la caza que ellos mismos practicaban, al tiempo que disponían de los mejores pescados para los días que no estaba permitido comer carne. En cualquier caso, el pescado nunca alcanzó el prestigio de la carne. Todo lo comían con abundancia de especias y espectacularmente presentado en los banquetes, también era espectacular la ostentación y la cantidad de comida derrochada. Bueyes asados y rellenos de aves y picadillos se presentaban enteros en la mesa como en los tiempos de Roma. Las aves, a menudo, las presentaban revestidas de su propia piel o de su plumaje, rellenas con otros animales más pequeños. En los sofritos se utilizaba manteca de cerdo. El aceite de oliva era algo santo y sólo lo usaba en crudo o en la cocina cuaresmal (1).
         Estos excesos no debieron de gustar a Alfonso X el Sabio, rey de Castilla entre 1252 y 1284, a juzgar por lo que escribe en las Partidas: “…los perlados deben ser mesurados en el comer, e en el beber”, y añade que “el comer demás es vedado a todo ome, e mayormente al Perlado, porque la castidad no se puede bien guardar con muchos comeres e grandes vicios y que non conviene que aquellos que han de predicar la pobreza, e la cuyta que sufrió nuestro Señor, que la fagan con las fazes bermejas, comiendo e beviendo mucho”.
         El Alto Clero disfrutaba de una gastronomía muy parecida a la de la nobleza, pero no el clero secular o el de los conventos y monasterios, que aunque su dieta era mucho mejor que la del campesinado, se alimentaba básicamente de lo que producían las tierras, propias y arrendadas, de los diezmos y de la caridad de los vecinos. Para la conservación de los alimentos en los monasterios y conventos echaban mano del secado, el ahumado, la salazón y la fermentación, siendo lo más usual el secado y la salazón, sobre todo para el pescado. Como la nobleza, gustaban de los platos agridulces y de la elaboración de mermeladas para acompañar a las carnes. En realidad consumían poca carne, no porque no pudieran adquirirla, sino por imposiciones de la religión, especialmente en tiempos de Cuaresma, aunque no era raro que buscasen resquicios “legales” para poder consumirla habitualmente.
          En el escalón social más bajo se encontraban los campesinos, que basaban su alimentación en los productos de la tierra: cereales, legumbres y verduras, aunque dependiendo de su nivel económico también disponían de animales domésticos que les permitían obtener leche (queso) y huevos. No era raro que criasen un cerdo, cuya carne conservaban para que les durase todo el año. El pan, base de la alimentación campesina, era habitualmente de centeno, cebada, alforfón, mijo o avena, era negro y con abundante salvado. Para aquellos que ni siquiera podían disponer de pan, existían las gachas, las más populares eran las de avena o sémola, aunque también las hacían con cebada. Al comienzo de la Reconquista, en las zonas más pobres del norte peninsular, se consumían gachas de alforfón. El pan blanco de harina de trigo refinada quedaba para el consumo de las clases altas. El bosque, mientras fue libre, también ayudaba a la alimentación campesina. De lo poco que tenían, una parte había que entregarla al señor o al abad del monasterio. No debemos olvidar que una de las finalidades de la Reconquista era ganar pastos para las ovejas y cambiar el alforfón, propio de tierras malas o demasiado altas, por el trigo, es decir, las gachas negras y ásperas por el pan blanco y suave (1). A medida que avanzaba la Reconquista se fue creando una nueva clase social, la de los hombres libres, que aprovechando la oferta que hacían los reyes, ocupaban las nuevas tierras conquistadas. Estos hombres de frontera cultivaban la tierra, cazaban piezas menores en tierras comunales, criaban gallinas y su propio cerdo y, a veces, hasta ovejas y vacas, sin la obligación de entregar parte de sus cosechas al señor o al abad. De lo que no se libraban era de la guerra, de sus saqueos y razias ni, por supuesto, de las malas cosechas.
          En la cocina de las clases más poderosas dominaba la carne, tanto de caza (jabalí, ciervos, oso, etc.) como de animales domésticos (ovino, caprino y en menor proporción vacuno). Las aves, además de gallinas, capones y pollos, incluían cisnes, a veces, cigüeñas y en menor cantidad, gansos y patos. La caza menor como liebres, conejos, perdices, codornices, alondras y otras, las compartían con las clases más bajas. El cerdo, sobre todo salado, era más bien comida de campesinos, que no le hacían ascos a los despojos como hígados, patas, orejas, tripas, tocino, etc. Tampoco se lo hacían a nutrias, tejones, culebras o lagartos; en algunas recetas se citan el erizo y la ardilla.
         El pescado se tomaba principalmente como alimento alternativo a la carne los días de Cuaresma. Los pescados frescos, así como moluscos (ostras, mejillones, almejas, berberechos, vieiras, etc.), o algún crustáceo, se consumían en las zonas costeras. Las preferencias eran por los pescados grandes, con pocas espinas. Los mamíferos marinos, como las ballenas y las marsopas, eran considerados como pescados a ingerir en los días de fasto. Los pescados de agua dulce más comunes eran, entre otros, las truchas, sábalos, lampreas, percas, carpas o luciopercas. Sin embargo, a pesar de la amplia variedad de pescado fresco de que disponían, la forma más habitual de consumirlo era en escabeche, ahumado y, sobre todo, en salazón. Así, el bacalao y el arenque en salazón eran los ingredientes más habituales en los platos de pescado.
         Además de los cereales y del pan, al que ya hemos hecho alusión, las legumbres, verduras, hortalizas y frutas también formaban parte de la dieta medieval, dependiendo de las posibilidades económicas de cada uno. Los campesinos, como ya vimos, basaban su alimentación en cereales, legumbres y verduras. Los granos de cereal, tanto en pan como en harina, eran muy empleados como espesantes de cocidos y estofados. Las legumbres como garbanzos, habas o guisantes formaban una parte importante de la dieta. Muchos vegetales como las coles, las remolachas, las cebollas, el ajo y zanahoria se consideraban como material alimenticio primario. Los libros de cocina de los periodos tardíos de la Edad Media contienen pocas recetas con ingredientes de verdura, y se incluye ocasionalmente en los potajes. La forma más básica de preparación es en forma de sopas o estofados. Las legumbres, al no ser muy panificables, generalmente se molían en forma de harina y se disolvían en potajes.
         Las frutas frescas eran muchas y variadas. Entre ellas se podían encontrar moras, higos, uvas, cerezas, ciruelas, sandías, melocotones, manzanas, melones, naranjas, limones, aceitunas, peras, membrillos, granadas, etc. Los frutos secos eran menos variados: almendras, avellanas, castañas, nueces, piñones y pistachos. También disponían de fruta en conserva y como mermelada. Las manzanas asadas, o hervidas con salsa, completaban muchos platos. Se solía emplear algún tipo de fruta como edulcorante, ya que la miel y sobre todo el azúcar eran muy caros. En cualquier caso, las frutas, como las hortalizas, sólo aparecían en las mesas cristianas cuando la cosecha de cereales había sido escasa.
         La leche quedaba para los bebés y las personas enfermas o mayores. Se consumía únicamente el suero, la mantequilla y sobre todo queso, que junto con el pan y el vino, estaba presente en todas las mesas, tanto de ricos como de pobres.
         El vino era la bebida más popular y a la vez más prestigiosa y considerada la más sana. La calidad dependía de la cosecha y de la elaboración, básicamente del número de la “prensada”. De la primera prensada salían los mejores vinos, que consumían las clases más poderosas. Los de segunda y tercera prensada eran de peor calidad y tenían menos graduación alcohólica, que eran los que bebía la gente común. El vino se bebía solo, mezclado con agua o aromatizado con especias y hierbas. Por ejemplo, no era raro que en invierno, al considerar que el vino frío era dañino, le añadían agua caliente y si era de poca graduación lo calentaban. El vino de mala calidad o que estuviese a punto de estropearse se hervía, se especiaba, según gustos, y se le añadía azúcar para quitarle el agrio. Pero la costumbre de especiar los vinos no solo se hacía con los de mala calidad y por la gente corriente, sino que era una práctica recomendada por los médicos. Para su elaboración se solía partir de vino tinto ordinario al que se le añadían especias como jengibre, cardamomo, pimienta, granos del paraíso, nuez moscada molida, clavos y azúcar. El Hipocrás o Ypocrás era un vino, o más bien un tónico medicinal, que se comenzó a elaborar a principios del siglo XIII, con una mezcla vino blanco y tinto al que se le añadía miel o azúcar y especias como nuez moscada, jengibre, pimienta negra, canela o clavo, y luego se hervía. Los más pobres y los religiosos ascetas a veces tomaban el vino ya casi en la frontera de lo que podría ser vinagre. Otras bebidas alcohólicas que gozaban de cierto aprecio en la Edad Media, aunque no al nivel del vino, eran la cerveza, el hidromiel, la sidra y la perada (como la sidra pero de peras). La sidra, más bien bebida de las clases populares, se elaboraba principalmente en Asturias, Cantabria, País Vasco y Galicia.
         Pero, ¿cuáles eran los platos preferidos, a los que, en general, sólo podían aspirar los poderosos y cuáles los menospreciados? Una idea de la situación nos la puede dar el Arcipreste de Hita en el Libro de Buen Amor (1330) al describir la batalla de don Carnal con doña Cuaresma (1): “La penitencia impuesta a don Carnal consiste en comer potaje de garbanzos, sin más, los domingos; los lunes potaje de altramuces, guisantes o habichuelas; los martes formigas (gachas), los miércoles, espinacas; los jueves, lentejas, los viernes, nada, ayuno total y los sábados, habas cocidas”…“Como puede deducirse los pobres comen mucho pan ensopado en caldo y mucho ajo y perejil, amén de muchos potajes de lentejas y garbanzos sazonados con ajo, vinagre, laurel y otras hierbas, hojas, bayas baratas y algo de canela y azafrán. Lo más socorrido son los formigos en sus distintas variedades y que han subsistido en forma de migas de pastor y gachas”. “Para las clases poderosas las verduras y hortalizas eran comida de pobres, de las que solo se salvaban los ajos y las cebollas, y no siempre”.
         Los siervos se alimentaban habitualmente de gachas elaboradas con cereales, frutos secos y pan, así como con legumbres, alguna verdura y, ocasionalmente, con algo de carne, huevos y pescado. Su culinaria se reducía a los potajes de legumbres que aumentaban con verduras. De vez en cuando se complementaban con productos grasos del cerdo, con embutidos, queso o cecinas. Las ollas, pucheros o cocidos y caldos eran elaborados con garbanzos, lentejas, habas, guisantes, algo de verdura, huevos, un poco de carne, si había, y que sazonaban con bulbos, hojas e hierbas aromáticas: perejil, laurel, hinojo, mejorana, menta, albahaca, comino, matalaúva, linuelo, cáñamo, ajonjolí, alhucema, cilantro verde y seco, mostaza, eneldo, estragón, alcaravea, cebolla y, sobre todo, ajo. A veces utilizaban agraz y los que podían sazonaban con especias, como canela, azafrán, jengibre o pimienta, pero estos eran productos caros, que no estaban al alcance de cualquiera. De estas ollas y pucheros salían unas sopas muy apreciadas, en las que gustaba mojar rebanadas de pan untadas con ajo. La sopa eran trozos de pan remojados en una salsa a base de vino, leche o cualquier otra sustancia líquida. El mondongo incluía nabos, tocino, coles y grasa de cerdo.
          Un plato típico era la llamada “sopa dorada”, que de alguna forma recuerda a las torrijas. Consistía en hacer tostar unas rebanadas de pan, agregarles una salsa a base de azúcar, vino blanco, yemas de huevo y agua de rosas; una vez bien empapadas, se freían y se agregaba de nuevo agua de rosas; espolvoreándolas con azúcar y azafrán (2). El azúcar, muy apreciado en la cocina de la nobleza, era un producto caro, por lo que los edulcorantes de las clases populares eran la miel, las frutas secas y los mostos de uva (una especie de sirope).
         Aunque a veces se piensa que la cocina medieval de la nobleza era poco refinada y sencilla, no era así. Los platos que iban a las mesas de la alta nobleza eran obras de arte que necesitaban mucho tiempo y gente para su preparación, así como de la búsqueda constante de colores, sabores y combinaciones, como el apreciadísimo agridulce y el toque azucarado. Endulzaban con azúcar y rara vez lo hacían con miel. Esta exuberancia y derroche mostrado en los banquetes terminó arrastrando a la naciente y enriquecida burguesía ciudadana.
         Simplificando podríamos decir que en la Baja Edad Media, la gastronomía entre ricos y pobres se distinguía en que los ricos comían asados y salsas mientras que los segundos comían cocidos, guisados y sopas. La cocina de nobleza se caracterizaba, además de por el gusto por la carne, por los sabores agridulces y picantes y sobre todo por el uso desmesurado de hierbas y especias. No solo gustaba lo agridulce sino que se consideraba muy sano, a juzgar por lo que escribe Alfonso Chirino (1365-1429), médico de cámara de Enrique III de Castilla (1390-1406): “Miel y vinagre es conveniente a toda vianda donde cupiere, sea carne o pescado o otra cualquier”.
         En la cocina en general y en las salsas en particular, además del agridulce, entraban con generosidad las más variadas especias, que seguían produciendo un importante comercio con la India, siendo las más empleadas la pimienta negra, la nuez moscada, el clavo y la canela, además del azafrán, que también se utilizaba como colorante. Era corriente completar las condimentaciones con hierbas aromáticas, muchas de las cuales ya hemos citado anteriormente. El anís se empleaba como un saborizante de pescados y de carne de pollo, y sus semillas cubiertas de azúcar para servir carnes confitadas al final de las comidas.
          Los ingredientes más comunes eran el agraz, el vino y el vinagre, que mezclados convenientemente daban lugar a los característicos sabores agridulces de la época. Abundaban las salsas ácidas que preparaban con vinagre aromatizado, con perejil y jengibre, con agraz, con pámpanos tiernos, con zumo de limón, con granada ácida, con lima, e incluso con agua de rosas, vinagre y azúcar. En este líquido se diluían los espesantes: hígado y yema de huevo cocido, almendras tostadas, picatostes y harina, trabajados en el mortero y algo de azafrán para colorear (1). Una de las salsas más valoradas y que aparece en el Llibre de Sent Soví fue la “salsa de Paguó”. Se hacía con un sofrito de cebolla y tocino, con carne de conejo y gallinas picadas, mezclado con leche de almendra (caldo de carnes infusionando con almendras crudas machacadas y colado), y llevaba también un picadillo de hígados fritos y almendras, especias, miel o azúcar y un toque agrio, con diversas opciones –limón o naranja, granada o vinagre–, y especias: ‘nous d’eixarch’, clavo, canela y jengibre. Otras salsas de la época eran la ‘salsa de congra’, ‘salsa blancha’, ‘salsa salvatgina’, ‘salsa granada’ o la de ‘mostaça’.
         En los platos que requerían la presencia de leche, como salsas, sopas o estofados, se usaba profusamente la leche de almendras, en sus dos variantes de dulces y de amargas. La leche de almendras era un fondo de cocción para carnes en salsa, resultante de poner en remojo almendras peladas y, una vez hinchadas, majadas hasta obtener una especie de leche. Otra salsa, ésta de origen sefardí, que servía para elaborar y acompañar platos era el almodrote, que se preparaba emulsionando aceite, queso rallado y ajo, a lo que acompañaba algún que otro ingrediente según la región y los gustos. Su uso principal era acompañar platos de carne. Las mayoría de las veces la nobleza y las clases más poderosas preferían las carnes asadas, o a veces cocidas, sin más aditamento que las salsas.
          La carne raramente era consumida muy fresca. Lo normal era ponerla en adobo, salarla o acecinarla. La carne de caza y la de aves era preparada bastante pasada con el fin de ablandarla y aumentar su sabor. Con el mismo fin de ablandar la carne, a veces, antes de asarla, la cocían ligeramente, lo que a su vez les servía para obtener un caldo que aprovechaban como fondo para elaborar otros platos, como las sopas dulces a base de caldo de gallina, capón o carnero, canela y azúcar. Casi todos los platos de carne se endulzaban y no era raro espolvorear con azúcar los asados o endulzar los potajes, como es el caso del janete, un potaje de carnero o cabrito en adobo con tocino y cebolla y la consabida salsa agridulce, en la que entran peras cocidas en miel, higadillos de ave, pan tostado, vinagre, perejil, azúcar y especias (1). Del mismo modo muchos pescados, una vez desalados, los preparaban con una salsa de vinagre, perejil, mosta y miel; no había potaje o guiso que no se endulzara con azúcar (1): “La “pomada” es un guiso de manzanas con tocino, carne de gallina, almendras, jengibre, agua de rosas, azafrán, canela y azúcar. Si se hace con higos verdes y negros, es “higate”; si con membrillos, es “membrillate”; si con calabazas, calabacinate…” “El guisado de trigo, con sus variantes de avena (avenate) y cebada (ordiate) era cereal majado y cocido adobado con leche de almendras, azúcar y canela”.
        El Llibre de Sent Soví (anónimo, 1324, aunque es posible que sea de antes, tan pronto como 1024) es imprescindible para conocer la culinaria medieval. En este escrito en catalán para las cocinas de las casas más refinadas de la sociedad medieval, aparecen más de doscientas veinte recetas, entre ellas la de la ya comentada “salsa de Paguó”, donde se encuentran descripciones de sopas, salsas, especias empleadas, y composiciones culinarias diversas. En sus recetas surgen sabores que recuerdan a los de la antigua Grecia y Roma junto con otros que proceden de las cocinas árabe y judía, como pueden ser las menciones a la berenjena, la alcachofa, el espárrago, el arroz, el azúcar, la canela o el azafrán. Entre las recetas destacan las de carnes, pescados y verduras y dentro de estos, los productos más destacados son cordero, cabrito, conejo, cerdo y aves como las perdices y capones, sin olvidar la merluza, la lechuga y los guisantes. Una cuarta parte de sus recetas son de pescado, todos del mar mediterráneo (merluza, calamar, congrio, sardinas o atún, entre otros), ya que los únicos productos que utiliza son mediterráneos, con la excepción de las especias que son importadas, aunque no el azafrán o las finas hierbas. En general, los guisados empiezan con un sofrito de cebolla y tocino y acaban siempre con una ‘picada’, muy elaborada y especial para cada receta. Las “picadas” se hacían con fruta seca, especias y hierbas aromáticas, con el añadido de un toque agrio y otro dulce. Las almendras, los piñones o las nueces, resultaban ideales para hacer “picadas”.
        En el Llibre de Sent Soví, aparece el popularísimo “menjar blanc”, que luego con pocas variaciones y como dulce se extendió por toda Europa y América. Todas las recetas del manjar blanco llevaban como componentes fijos leche de almendras y algún espesante como el almidón de arroz. En la cocina medieval esta comida se preparaba con pechuga de pollo machacada o deshilachada, almidón de arroz, azúcar, leche de almendras y otros ingredientes. También se hacía con otras carnes como capón o ternera. En la Edad Media también había otra elaboración del manjar blanco a base de miel y almendras, que se tomaba como postre. Aunque en menor proporción el Llibre de Sent Soví también contiene algunas recetas para postres, entre los que aparecen los de queso, pasteles, galletas, así como dulce de membrillo y nueces confitadas. Para endulzar se usaba básicamente la miel y el azúcar. Los dulces de cuaresma se hacen con leche de almendras y azúcar o miel.
         Había diversas maneras de servir los platos. Aunque el servicio principal era siempre el asado, se empezaba con las frutas frescas y las ensaladas, para seguir con los caldos, guisados de carne con salsa o potajes, llegando así a los asados (con sus salsas), para finalizar con los pasteles, dulces o frutos secos. Rupert de Nola, en su Llibre de Coch, de finales de la Edad Media, aconseja primero la fruta, luego potaje, seguido de asado y del segundo potaje, después lo cocido y finalmente los dulces de sartén.
        Merece la pena detenernos un poco en el maestro Rupert de Nola, un catalán que posiblemente fue cocinero de Alfonso V el Magnanimo, rey de Aragón y Nápoles y de Fernando I de Nápoles, que escribió en 1477 el Llibre de doctrina per a ben servir de tallar i del art de coch, considerado de gran valor para conocer la gastronomía catalana y europea de la Edad Media y del Renacimiento. La mayoría de sus recetas se refieren a la cocina catalana de la época, algunas procedentes del Llibre de Sent Sovi, que conocía, pero también de la cocina occitana e italiana, cosa no de extrañar porque en esa época la corona de Aragón se extendía hacia esas zonas. Sin embargo, lo mismo que en el Llibre de Sent Soví, no aparecen recetas castellanas, pero sí alguna de la cocina árabe, como la alburnia, una especie de pan de higos con agua de rosas. Como novedad respecto al Llibre de Sent Soví aparecen las dos primeras recetas de arroces, el arros ab brou de carn y el arròs en cassola al forn, que podrían ser los predecesores de los actuales arroces a la cazuela y arroz y costra.
         En realidad, las diferencias entre el Llibre de Coch y el Sent Soví no son importantes. Quizá la más destacable sea que Rupert de Nola empieza a proponer la leche de oveja, además de la de cabra; y sobre todo en que hay algo menos de especias en su cocina que en la del Sent Soví. El Llibre del Coch terminó por convertirse en "el libro de cocina de la España del Renacimiento".

Referencias.
(1) Juan Eslava Galan.Tumb Ollas y hambrientos. Plaza y Janés Ed. 1999.

(2) Hernan Real. "Entre mitos y leyendas"...Musica medieval y Gasronomía medieval.
http://entremitosy leyendas.webs.com/comidasymusicamedieval.htm



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