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LA COCINA MEDIEVAL CRISTIANA.
Unos siete años después de la
ocupación de la Península Ibérica por las tropas árabes de Tarik, esto es, en
el 718, los musulmanes fueron rechazados en Covadonga por Don Pelayo. Comienza
así lo que se ha llamado la Reconquista, que durará hasta 1492 cuando los Reyes
Católicos toman el Reino de Granada. La Reconquista al principio fue muy lenta;
desde Oviedo se pasó al reino de León, para luego ir surgiendo Aragón,
Castilla, Navarra y Portugal. De este modo, a finales de la Edad Media la
Península Ibérica estaba ocupada por cinco reinos, los cuatro cristianos
citados más el reino de Granada. El territorio peninsular ocupado por
cristianos, musulmanes y sefarditas quedaba así dividido por fronteras difusas e
inestables, entre las que con más o menos intensidad se producían intercambios
culturales, entre ellos de costumbres culinarias. La gastronomía cristiana, que
venía de la romana y visigoda, se vería influenciada por las otras dos cocinas.
Qué duda cabe que estos intercambios afectaron a las costumbres culinarias de
las tres culturas. Surge así una diferencia importante con las cocinas
cristianas europeas de la época, cuyo único contacto con el exterior era
mediante las cruzadas.
Sin
embargo, conviene recordar que estas culturas surgen de tres religiones
diferentes, en la que cada una impone normas dietéticas a unas poblaciones
profundamente religiosas. En el caso de los cristianos la Iglesia les imponía
el ayuno y la abstinencia. En la Cuaresma se imponía el ayuno, que sólo
permitía comer a ciertas horas, y la abstinencia, que prohibía comer productos
animales como carne, huevos, leche o grasas animales, de modo que el consumo de
carne estaba prohibido durante casi una tercera parte del año. En un principio
el ayuno era de pan, legumbres secas y agua y se hacía una sola comida, luego
las normas se fueron suavizando y cada época tuvo las suyas. Las consecuencias
de estas imposiciones religiosas fueron sustituir, durante muchos días al año y
por supuesto en Cuaresma, la carne por el pescado, la leche animal por las de
almendras y las grasas animales por las vegetales, lo que hizo surgir una
importante cocina a base de pescados en salazón (bacalao, arenques, etc.) y de
sabrosos potajes de verduras.
Otra
vía de influencia religiosa en la Edad Media se ejerció a través de los
monasterios e indirectamente por las peregrinaciones. Cuando Sancho III unifica
el Reino de Navarra, abre el paso a la Ruta Jacobea, convirtiéndose este camino
en un trasiego de personas de toda Europa. En la Edad Media Europa se llena de
monasterios, en los que además de espiritualidad se ejercía un importante arte
culinario y gastronómico. En este sentido las órdenes monásticas actuarían como
verdaderas “multinacionales”. Este es el caso de las órdenes monásticas
francesas de Cluny y del Císter, que además de aclimatar distintas variedades
francesas de viña y contribuir a mejorar la elaboración de vinos, introdujeron
la cocina francesa de entonces en España, principalmente a lo largo del camino
de Santiago. Y aquí nos podemos preguntar, como hace Eslava Galán (1), si estas
influencias no fueron mutuas: “¿El cassoulet del Languedoc tiene
su origen en la fabada asturiana, o es al contrario? Y las filloas gallegas
¿proceden de las crepes francesas? ¿El queso de Cabrales o el Tresviso se
inspiró en el Roquefort, o al revés?".
También
conviene recordar que en la Edad Media la sociedad estaba fuertemente
jerarquizada, de modo que cada estamento tenía una misión clara en esta vida.
La nobleza militar era la encargada de la guerra y la defensa; la del clero era
servir de intermediario entre los seres humanos y el poder divino y,
finalmente, estaba el pueblo, los campesinos, que eran los que se encargaban de
producir los alimentos para dar de comer a todos. Por fuerza, esta rígida y
fuerte estratificación social tenía que marcar el tipo de alimentación de cada
grupo, y consecuentemente la gastronomía, si es que a la de las clases más
bajas se le podía llamar así. Pero no es hasta los siglos XII o XIII cuando la
comida comienza a ser considerada como símbolo de poder y prestigio. La comida
más que un alimento era una muestra de poder (1): “Hasta el siglo XIII, los
reinos cristianos habían vivido sin otra obsesión que adquirir tierras. En el
siglo XIII, después de las grandes conquistas territoriales, los reyes y
magnates se aficionan a la suntuosidad y a la exhibición de poder. El banquete
es el modo de exhibir la riqueza”.
La
realeza y la nobleza basaban la alimentación en la carne, cuya mayor parte
procedía de la caza que ellos mismos practicaban, al tiempo que disponían de
los mejores pescados para los días que no estaba permitido comer carne. En
cualquier caso, el pescado nunca alcanzó el prestigio de la carne. Todo lo
comían con abundancia de especias y espectacularmente presentado en los
banquetes, también era espectacular la ostentación y la cantidad de comida
derrochada. Bueyes asados y rellenos de aves y picadillos se presentaban
enteros en la mesa como en los tiempos de Roma. Las aves, a menudo, las
presentaban revestidas de su propia piel o de su plumaje, rellenas con otros
animales más pequeños. En los sofritos se utilizaba manteca de cerdo. El aceite
de oliva era algo santo y sólo lo usaba en crudo o en la cocina cuaresmal (1).
Estos
excesos no debieron de gustar a Alfonso X el Sabio, rey de Castilla entre 1252
y 1284, a juzgar por lo que escribe en las Partidas: “…los perlados deben
ser mesurados en el comer, e en el beber”, y añade que “el comer demás es
vedado a todo ome, e mayormente al Perlado, porque la castidad no se puede bien
guardar con muchos comeres e grandes vicios y que non conviene que aquellos que
han de predicar la pobreza, e la cuyta que sufrió nuestro Señor, que la fagan
con las fazes bermejas, comiendo e beviendo mucho”.
El
Alto Clero disfrutaba de una gastronomía muy parecida a la de la nobleza, pero
no el clero secular o el de los conventos y monasterios, que aunque su dieta
era mucho mejor que la del campesinado, se alimentaba básicamente de lo que
producían las tierras, propias y arrendadas, de los diezmos y de la caridad de
los vecinos. Para la conservación de los alimentos en los monasterios y
conventos echaban mano del secado, el ahumado, la salazón y la fermentación,
siendo lo más usual el secado y la salazón, sobre todo para el pescado. Como la
nobleza, gustaban de los platos agridulces y de la elaboración de mermeladas
para acompañar a las carnes. En realidad consumían poca carne, no porque no
pudieran adquirirla, sino por imposiciones de la religión, especialmente en
tiempos de Cuaresma, aunque no era raro que buscasen resquicios “legales” para
poder consumirla habitualmente.
En
el escalón social más bajo se encontraban los campesinos, que basaban su
alimentación en los productos de la tierra: cereales, legumbres y verduras,
aunque dependiendo de su nivel económico también disponían de animales
domésticos que les permitían obtener leche (queso) y huevos. No era raro que
criasen un cerdo, cuya carne conservaban para que les durase todo el año. El
pan, base de la alimentación campesina, era habitualmente de centeno, cebada,
alforfón, mijo o avena, era negro y con abundante salvado. Para aquellos que ni
siquiera podían disponer de pan, existían las gachas, las más populares eran
las de avena o sémola, aunque también las hacían con cebada. Al comienzo de la
Reconquista, en las zonas más pobres del norte peninsular, se consumían gachas
de alforfón. El pan blanco de harina de trigo refinada quedaba para el consumo
de las clases altas. El bosque, mientras fue libre, también ayudaba a la
alimentación campesina. De lo poco que tenían, una parte había que entregarla
al señor o al abad del monasterio. No debemos olvidar que una de las
finalidades de la Reconquista era ganar pastos para las ovejas y cambiar el
alforfón, propio de tierras malas o demasiado altas, por el trigo, es decir,
las gachas negras y ásperas por el pan blanco y suave (1). A medida que
avanzaba la Reconquista se fue creando una nueva clase social, la de los
hombres libres, que aprovechando la oferta que hacían los reyes, ocupaban las
nuevas tierras conquistadas. Estos hombres de frontera cultivaban la tierra,
cazaban piezas menores en tierras comunales, criaban gallinas y su propio cerdo
y, a veces, hasta ovejas y vacas, sin la obligación de entregar parte de sus
cosechas al señor o al abad. De lo que no se libraban era de la guerra, de sus
saqueos y razias ni, por supuesto, de las malas cosechas.
En
la cocina de las clases más poderosas dominaba la carne, tanto de caza (jabalí,
ciervos, oso, etc.) como de animales domésticos (ovino, caprino y en menor
proporción vacuno). Las aves, además de gallinas, capones y pollos, incluían
cisnes, a veces, cigüeñas y en menor cantidad, gansos y patos. La caza menor
como liebres, conejos, perdices, codornices, alondras y otras, las compartían
con las clases más bajas. El cerdo, sobre todo salado, era más bien comida de
campesinos, que no le hacían ascos a los despojos como hígados, patas, orejas,
tripas, tocino, etc. Tampoco se lo hacían a nutrias, tejones, culebras o
lagartos; en algunas recetas se citan el erizo y la ardilla.
El
pescado se tomaba principalmente como alimento alternativo a la carne los días
de Cuaresma. Los pescados frescos, así como moluscos (ostras, mejillones,
almejas, berberechos, vieiras, etc.), o algún crustáceo, se consumían en las
zonas costeras. Las preferencias eran por los pescados grandes, con pocas
espinas. Los mamíferos marinos, como las ballenas y las marsopas, eran
considerados como pescados a ingerir en los días de fasto. Los pescados de agua
dulce más comunes eran, entre otros, las truchas, sábalos, lampreas, percas,
carpas o luciopercas. Sin embargo, a pesar de la amplia variedad de pescado
fresco de que disponían, la forma más habitual de consumirlo era en escabeche,
ahumado y, sobre todo, en salazón. Así, el bacalao y el arenque en salazón eran
los ingredientes más habituales en los platos de pescado.
Además
de los cereales y del pan, al que ya hemos hecho alusión, las legumbres,
verduras, hortalizas y frutas también formaban parte de la dieta medieval,
dependiendo de las posibilidades económicas de cada uno. Los campesinos, como
ya vimos, basaban su alimentación en cereales, legumbres y verduras. Los granos
de cereal, tanto en pan como en harina, eran muy empleados como espesantes de
cocidos y estofados. Las legumbres como garbanzos, habas o guisantes formaban
una parte importante de la dieta. Muchos vegetales como las coles, las
remolachas, las cebollas, el ajo y zanahoria se consideraban como material
alimenticio primario. Los libros de cocina de los periodos tardíos de la Edad
Media contienen pocas recetas con ingredientes de verdura, y se incluye
ocasionalmente en los potajes. La forma más básica de preparación es en forma
de sopas o estofados. Las legumbres, al no ser muy panificables, generalmente
se molían en forma de harina y se disolvían en potajes.
Las
frutas frescas eran muchas y variadas. Entre ellas se podían encontrar moras,
higos, uvas, cerezas, ciruelas, sandías, melocotones, manzanas, melones,
naranjas, limones, aceitunas, peras, membrillos, granadas, etc. Los frutos
secos eran menos variados: almendras, avellanas, castañas, nueces, piñones y
pistachos. También disponían de fruta en conserva y como mermelada. Las
manzanas asadas, o hervidas con salsa, completaban muchos platos. Se solía
emplear algún tipo de fruta como edulcorante, ya que la miel y sobre todo el
azúcar eran muy caros. En cualquier caso, las frutas, como las hortalizas, sólo
aparecían en las mesas cristianas cuando la cosecha de cereales había sido
escasa.
La
leche quedaba para los bebés y las personas enfermas o mayores. Se consumía
únicamente el suero, la mantequilla y sobre todo queso, que junto con el pan y
el vino, estaba presente en todas las mesas, tanto de ricos como de pobres.
El
vino era la bebida más popular y a la vez más prestigiosa y considerada la más
sana. La calidad dependía de la cosecha y de la elaboración, básicamente del
número de la “prensada”. De la primera prensada salían los mejores vinos, que
consumían las clases más poderosas. Los de segunda y tercera prensada eran de
peor calidad y tenían menos graduación alcohólica, que eran los que bebía la
gente común. El vino se bebía solo, mezclado con agua o aromatizado con
especias y hierbas. Por ejemplo, no era raro que en invierno, al considerar que
el vino frío era dañino, le añadían agua caliente y si era de poca graduación
lo calentaban. El vino de mala calidad o que estuviese a punto de estropearse
se hervía, se especiaba, según gustos, y se le añadía azúcar para quitarle el
agrio. Pero la costumbre de especiar los vinos no solo se hacía con los de mala
calidad y por la gente corriente, sino que era una práctica recomendada por los
médicos. Para su elaboración se solía partir de vino tinto ordinario al que se
le añadían especias como jengibre, cardamomo, pimienta, granos del paraíso,
nuez moscada molida, clavos y azúcar. El Hipocrás o Ypocrás era un vino, o más
bien un tónico medicinal, que se comenzó a elaborar a principios del siglo
XIII, con una mezcla vino blanco y tinto al que se le añadía miel o azúcar y
especias como nuez moscada, jengibre, pimienta negra, canela o clavo, y luego
se hervía. Los más pobres y los religiosos ascetas a veces tomaban el vino ya
casi en la frontera de lo que podría ser vinagre. Otras bebidas alcohólicas que
gozaban de cierto aprecio en la Edad Media, aunque no al nivel del vino, eran
la cerveza, el hidromiel, la sidra y la perada (como la sidra pero de peras).
La sidra, más bien bebida de las clases populares, se elaboraba principalmente
en Asturias, Cantabria, País Vasco y Galicia.
Pero,
¿cuáles eran los platos preferidos, a los que, en general, sólo podían aspirar
los poderosos y cuáles los menospreciados? Una idea de la situación nos la
puede dar el Arcipreste de Hita en el Libro de Buen Amor (1330) al describir la
batalla de don Carnal con doña Cuaresma (1): “La penitencia impuesta a don
Carnal consiste en comer potaje de garbanzos, sin más, los domingos; los lunes
potaje de altramuces, guisantes o habichuelas; los martes formigas
(gachas), los miércoles, espinacas; los jueves, lentejas, los viernes, nada,
ayuno total y los sábados, habas cocidas”…“Como puede deducirse los pobres
comen mucho pan ensopado en caldo y mucho ajo y perejil, amén de muchos potajes
de lentejas y garbanzos sazonados con ajo, vinagre, laurel y otras hierbas,
hojas, bayas baratas y algo de canela y azafrán. Lo más socorrido son los formigos
en sus distintas variedades y que han subsistido en forma de migas de pastor y
gachas”. “Para las clases poderosas las verduras y hortalizas eran comida de
pobres, de las que solo se salvaban los ajos y las cebollas, y no siempre”.
Los
siervos se alimentaban habitualmente de gachas elaboradas con cereales, frutos
secos y pan, así como con legumbres, alguna verdura y, ocasionalmente, con algo
de carne, huevos y pescado. Su culinaria se reducía a los potajes de legumbres
que aumentaban con verduras. De vez en cuando se complementaban con productos
grasos del cerdo, con embutidos, queso o cecinas. Las ollas, pucheros o cocidos
y caldos eran elaborados con garbanzos, lentejas, habas, guisantes, algo de
verdura, huevos, un poco de carne, si había, y que sazonaban con bulbos, hojas
e hierbas aromáticas: perejil, laurel, hinojo, mejorana, menta, albahaca,
comino, matalaúva, linuelo, cáñamo, ajonjolí, alhucema, cilantro verde y seco,
mostaza, eneldo, estragón, alcaravea, cebolla y, sobre todo, ajo. A veces
utilizaban agraz y los que podían sazonaban con especias, como canela, azafrán,
jengibre o pimienta, pero estos eran productos caros, que no estaban al alcance
de cualquiera. De estas ollas y pucheros salían unas sopas muy apreciadas, en
las que gustaba mojar rebanadas de pan untadas con ajo. La sopa eran trozos de
pan remojados en una salsa a base de vino, leche o cualquier otra sustancia
líquida. El mondongo incluía nabos, tocino, coles y grasa de cerdo.
Un
plato típico era la llamada “sopa dorada”, que de alguna forma recuerda a las
torrijas. Consistía en hacer tostar unas rebanadas de pan, agregarles una salsa
a base de azúcar, vino blanco, yemas de huevo y agua de rosas; una vez bien
empapadas, se freían y se agregaba de nuevo agua de rosas; espolvoreándolas con
azúcar y azafrán (2). El azúcar, muy apreciado en la cocina de la nobleza, era
un producto caro, por lo que los edulcorantes de las clases populares eran la
miel, las frutas secas y los mostos de uva (una especie de sirope).
Aunque
a veces se piensa que la cocina medieval de la nobleza era poco refinada y
sencilla, no era así. Los platos que iban a las mesas de la alta nobleza eran
obras de arte que necesitaban mucho tiempo y gente para su preparación, así
como de la búsqueda constante de colores, sabores y combinaciones, como el
apreciadísimo agridulce y el toque azucarado. Endulzaban con azúcar y rara vez
lo hacían con miel. Esta exuberancia y derroche mostrado en los banquetes
terminó arrastrando a la naciente y enriquecida burguesía ciudadana.
Simplificando
podríamos decir que en la Baja Edad Media, la gastronomía entre ricos y pobres
se distinguía en que los ricos comían asados y salsas mientras que los segundos
comían cocidos, guisados y sopas. La cocina de nobleza se caracterizaba, además
de por el gusto por la carne, por los sabores agridulces y picantes y sobre
todo por el uso desmesurado de hierbas y especias. No solo gustaba lo agridulce
sino que se consideraba muy sano, a juzgar por lo que escribe Alfonso Chirino (1365-1429),
médico de cámara de Enrique III de Castilla (1390-1406): “Miel y vinagre es
conveniente a toda vianda donde cupiere, sea carne o pescado o otra cualquier”.
En
la cocina en general y en las salsas en particular, además del agridulce,
entraban con generosidad las más variadas especias, que seguían produciendo un
importante comercio con la India, siendo las más empleadas la pimienta negra,
la nuez moscada, el clavo y la canela, además del azafrán, que también se
utilizaba como colorante. Era corriente completar las condimentaciones con
hierbas aromáticas, muchas de las cuales ya hemos citado anteriormente. El anís
se empleaba como un saborizante de pescados y de carne de pollo, y sus semillas
cubiertas de azúcar para servir carnes confitadas al final de las comidas.
Los
ingredientes más comunes eran el agraz, el vino y el vinagre, que mezclados
convenientemente daban lugar a los característicos sabores agridulces de la
época. Abundaban las salsas ácidas que preparaban con vinagre aromatizado, con
perejil y jengibre, con agraz, con pámpanos tiernos, con zumo de limón, con
granada ácida, con lima, e incluso con agua de rosas, vinagre y azúcar. En este
líquido se diluían los espesantes: hígado y yema de huevo cocido, almendras tostadas,
picatostes y harina, trabajados en el mortero y algo de azafrán para colorear
(1). Una de las salsas más valoradas y que aparece en el Llibre de Sent Soví
fue la “salsa de Paguó”. Se hacía con un sofrito de cebolla y tocino,
con carne de conejo y gallinas picadas, mezclado con leche de almendra (caldo
de carnes infusionando con almendras crudas machacadas y colado), y llevaba
también un picadillo de hígados fritos y almendras, especias, miel o azúcar y
un toque agrio, con diversas opciones –limón o naranja, granada o vinagre–, y
especias: ‘nous d’eixarch’, clavo, canela y jengibre. Otras salsas de la
época eran la ‘salsa de congra’, ‘salsa blancha’, ‘salsa salvatgina’,
‘salsa granada’ o la de ‘mostaça’.
En
los platos que requerían la presencia de leche, como salsas, sopas o estofados,
se usaba profusamente la leche de almendras, en sus dos variantes de dulces y
de amargas. La leche de almendras era un fondo de cocción para carnes en salsa,
resultante de poner en remojo almendras peladas y, una vez hinchadas, majadas
hasta obtener una especie de leche. Otra salsa, ésta de origen sefardí, que
servía para elaborar y acompañar platos era el almodrote, que se preparaba
emulsionando aceite, queso rallado y ajo, a lo que acompañaba algún que otro
ingrediente según la región y los gustos. Su uso principal era acompañar platos
de carne. Las mayoría de las veces la nobleza y las clases más poderosas
preferían las carnes asadas, o a veces cocidas, sin más aditamento que las
salsas.
La
carne raramente era consumida muy fresca. Lo normal era ponerla en adobo,
salarla o acecinarla. La carne de caza y la de aves era preparada bastante
pasada con el fin de ablandarla y aumentar su sabor. Con el mismo fin de
ablandar la carne, a veces, antes de asarla, la cocían ligeramente, lo que a su
vez les servía para obtener un caldo que aprovechaban como fondo para elaborar
otros platos, como las sopas dulces a base de caldo de gallina, capón o
carnero, canela y azúcar. Casi todos los platos de carne se endulzaban y no era
raro espolvorear con azúcar los asados o endulzar los potajes, como es el caso
del janete, un potaje de carnero o cabrito en adobo con tocino y cebolla
y la consabida salsa agridulce, en la que entran peras cocidas en miel,
higadillos de ave, pan tostado, vinagre, perejil, azúcar y especias (1). Del
mismo modo muchos pescados, una vez desalados, los preparaban con una salsa de
vinagre, perejil, mosta y miel; no había potaje o guiso que no se endulzara con
azúcar (1): “La “pomada” es un guiso de manzanas con tocino, carne de gallina,
almendras, jengibre, agua de rosas, azafrán, canela y azúcar. Si se hace con
higos verdes y negros, es “higate”; si con membrillos, es “membrillate”; si con
calabazas, calabacinate…” “El guisado de trigo, con sus variantes de avena (avenate)
y cebada (ordiate) era cereal majado y cocido adobado con leche de
almendras, azúcar y canela”.
El
Llibre de Sent Soví (anónimo, 1324, aunque es posible que sea de antes,
tan pronto como 1024) es imprescindible para conocer la culinaria medieval. En
este escrito en catalán para las cocinas de las casas más refinadas de la
sociedad medieval, aparecen más de doscientas veinte recetas, entre ellas la de
la ya comentada “salsa de Paguó”, donde se encuentran descripciones de sopas,
salsas, especias empleadas, y composiciones culinarias diversas. En sus recetas
surgen sabores que recuerdan a los de la antigua Grecia y Roma junto con otros
que proceden de las cocinas árabe y judía, como pueden ser las menciones a la
berenjena, la alcachofa, el espárrago, el arroz, el azúcar, la canela o el
azafrán. Entre las recetas destacan las de carnes, pescados y verduras y dentro
de estos, los productos más destacados son cordero, cabrito, conejo, cerdo y
aves como las perdices y capones, sin olvidar la merluza, la lechuga y los
guisantes. Una cuarta parte de sus recetas son de pescado, todos del mar
mediterráneo (merluza, calamar, congrio, sardinas o atún, entre otros), ya que
los únicos productos que utiliza son mediterráneos, con la excepción de las
especias que son importadas, aunque no el azafrán o las finas hierbas. En
general, los guisados empiezan con un sofrito de cebolla y tocino y acaban
siempre con una ‘picada’, muy elaborada y especial para cada receta. Las
“picadas” se hacían con fruta seca, especias y hierbas aromáticas, con el
añadido de un toque agrio y otro dulce. Las almendras, los piñones o las
nueces, resultaban ideales para hacer “picadas”.
En
el Llibre de Sent Soví, aparece el popularísimo “menjar blanc”, que
luego con pocas variaciones y como dulce se extendió por toda Europa y América.
Todas las recetas del manjar blanco llevaban como componentes fijos leche de
almendras y algún espesante como el almidón de arroz. En la cocina medieval
esta comida se preparaba con pechuga de pollo machacada o deshilachada, almidón
de arroz, azúcar, leche de almendras y otros ingredientes. También se hacía con
otras carnes como capón o ternera. En la Edad Media también había otra
elaboración del manjar blanco a base de miel y almendras, que se tomaba como
postre. Aunque en menor proporción el Llibre de Sent Soví también
contiene algunas recetas para postres, entre los que aparecen los de queso,
pasteles, galletas, así como dulce de membrillo y nueces confitadas. Para
endulzar se usaba básicamente la miel y el azúcar. Los dulces de cuaresma se
hacen con leche de almendras y azúcar o miel.
Había
diversas maneras de servir los platos. Aunque el servicio principal era siempre
el asado, se empezaba con las frutas frescas y las ensaladas, para seguir con
los caldos, guisados de carne con salsa o potajes, llegando así a los asados
(con sus salsas), para finalizar con los pasteles, dulces o frutos secos.
Rupert de Nola, en su Llibre de Coch, de finales de la Edad Media, aconseja
primero la fruta, luego potaje, seguido de asado y del segundo potaje, después
lo cocido y finalmente los dulces de sartén.
Merece
la pena detenernos un poco en el maestro Rupert de Nola, un catalán que posiblemente
fue cocinero de Alfonso V el Magnanimo, rey de Aragón y Nápoles y de Fernando I
de Nápoles, que escribió en 1477 el Llibre de doctrina per a ben servir de
tallar i del art de coch, considerado de gran valor para conocer la
gastronomía catalana y europea de la Edad Media y del Renacimiento. La mayoría
de sus recetas se refieren a la cocina catalana de la época, algunas
procedentes del Llibre de Sent Sovi, que conocía, pero también de la
cocina occitana e italiana, cosa no de extrañar porque en esa época la corona
de Aragón se extendía hacia esas zonas. Sin embargo, lo mismo que en el Llibre
de Sent Soví, no aparecen recetas castellanas, pero sí alguna de la cocina
árabe, como la alburnia, una especie de pan de higos con agua de rosas. Como
novedad respecto al Llibre de Sent Soví aparecen las dos primeras
recetas de arroces, el arros ab brou de carn y el arròs en cassola al
forn, que podrían ser los predecesores de los actuales arroces a la cazuela
y arroz y costra.
En
realidad, las diferencias entre el Llibre de Coch y el Sent Soví
no son importantes. Quizá la más destacable sea que Rupert de Nola empieza a
proponer la leche de oveja, además de la de cabra; y sobre todo en que hay algo
menos de especias en su cocina que en la del Sent Soví. El Llibre del
Coch terminó por convertirse en "el libro de cocina de la España del
Renacimiento".
Referencias.
(1) Juan Eslava Galan.Tumb
Ollas y hambrientos. Plaza y Janés Ed. 1999.
(2) Hernan Real. "Entre
mitos y leyendas"...Musica medieval y Gasronomía medieval.
http://entremitosy
leyendas.webs.com/comidasymusicamedieval.htm
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