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EL SIGLO XX. LA RECUPERACIÓN
DE LA COCINA ESPAÑOLA.
La guerra y la postguerra. El desarrollo, la llegada del turismo y la nueva cocina. La consolidación y los riesgos de la nueva cocina.
La cocina y
la alimentación en el siglo XX.
Por lo que
se refiere a la alimentación y a la situación política el siglo XX no comenzó
muy bien para España. La grave situación económica, la crisis agraria, la
situación alimentaria, el desastre del 98 y los problemas militares en África,
crearon un ambiente político y cultural, que guiado por la Generación del 98,
exigía la regeneración del país, provocó una cierta exaltación del espíritu
nacional, y como no podía ser de otra forma llegó también al terreno gastronómico.
La neutralidad de España en la primera guerra mundial produjo una momentánea
recuperación económica, lo que junto a los avances en la conservación de
alimentos, la mejora en los transportes, y en la logística de abastecimiento,
debería haber producido, como ocurrió en Europa, nuevos retos culinarios. Sin
embargo no fue así, pues a pesar de todos estos avances, en las aldeas y zonas
rurales alejadas de las grandes urbes, la cocina no sufrió ningún cambio
apreciable y se siguió guisando más o menos como en el siglo XIX, mientras que
entre la burguesía de las grandes ciudades, donde comienzan a proliferar los
elegantes salones de té, se continuó cocinando a la francesa, aunque cada vez
es mayor la influencia anglosajona. Sin embargo, no se puede olvidar que fue en
este periodo cuando muchos platos locales se fueron difundiendo por todas
partes llevados principalmente por la inmigración interior; ello fue posible
gracias a la mejora en los transportes y a la de la conservación de alimentos.
Es precisamente al comienzo del siglo XX, cuando como consecuencia de una
incipiente popularización y creciente demanda, comienza en nuestro país la
elaboración de cerveza que poco a poco va desplazando a otras bebidas, que
siempre habían sido más habituales, como el vino. No cabe duda que las técnicas
de refrigeración, que trajeron al mercado nuevas bebidas refrigeradas,
contribuyeron a cambiar el gusto por estos productos.
No obstante, y a pesar de que el final del siglo XIX y la primera mitad del XX
fueron penosos, no sólo para alimentación si no para todo, es cuando realmente
cobra identidad la cocina de España, de sus regiones y nacionalidades, con sus
técnicas y platos merced a la labor de escritores especializados en gastronomía
capaces, no sólo de investigar en su historia y origen, sino también de alabar
sus platos, todo ello en un ambiente, que hoy parece propicio, pero que quizá
no lo fuera tanto. Si bien los nacionalismos estaban en auge con la defensa de
lo identitario y lo propio, y no cabe duda que la cocina es un factor étnico
innegable; tampoco se podía negar el prestigio de que gozaba la cocina francesa
o inglesa entre los miembros de las clases más acomodadas, y por qué negarlo,
un cierto desprecio por lo popular. Recordemos que a principio de siglo se
inauguran en Madrid dos grandes hoteles internacionales; el Ritz en 1910, y el
Palace en 1912, en los que se sirve cocina francesa y que en las cocinas del
palacio real o en las de la aristocracia los cocineros eran franceses. La reina
Victoria Eugenia, ya en el exilio, declaraba (1): “Nunca tuvimos cocina
española. Únicamente había gazpacho todos los días de verano. A mi me
encantaba: tenía sed después de las audiencias y me abalanzaba sobre el
gazpacho. Luego, una vez a la semana cocido; pero disponíamos siempre de un
cocinero francés.” No se puede negar que la cocina es, fue y será uno más de
los factores de identidad de clase.
En este ambiente fueron muchos los autores gastronómicos que en los primeros
años del siglo XX basaron sus obras en la defensa de lo que ellos consideraban
cocina popular española y en el rechazo de todo lo que sonara a influencia
francesa, a la vez que intensificaron la literatura divulgativa del arte de la
cocina, que comienza a verse como parte integrante de la cultura española.
Entre las características de la cocina que defienden estaría la valorización de
los productos de la tierra, los sabores naturales no enmascarados por
sofisticadas salsas y un cierto desmarque da las modas artificiales de los gustos
refinados, a la vez que persiste un cierto aire todavía conservador,
como puede ser, por ejemplo, el ajuste a los preceptos eclesiásticos de
Cuaresma.
Destaca en esta faceta Manuel Maria Puga y Parga, “Picadillo”, que fue
abogado y alcalde de A Coruña, quien además de publicar, entre otros, “El
pote aldeano” y “Vigilia reservada”, que justifica porque: “todo el
mundo cuando llega esta época en que los cocineros tienen que exprimir el
ingenio para servirles a los señoríos una comida sana y que además de sana sea
de vigilia, acude a mí en demanda de recetas que le sienten bien a los pescados
y mariscos, y en busca de combinaciones de platos para formar los menús en los
días en que la Iglesia tiene prohibido comer carne”. Publica en 1905 “La
cocina práctica”, una de las obras de cocina que alcanzó mayor difusión del
siglo XX. Aunque a los autores de la época se les achaca una cierta influencia
francesa (2) no creemos que este sea el caso de “Picadillo” y que
difícilmente él aceptaría, ya que el mismo escribe en el preludio de su libro:
“Mis propósitos, que Dios quiera ver realizados, se reducen a encerrar dentro
de un tomo las mil y una recetas caseras que andan en manos de las amas de
casa, y otras muchas que se me han ocurrido y que he experimentado antes de
darlas a la publicidad”, y sigue: “Por eso observareis que mi libro de cocina
carece en absoluto de tendencias. Yo no quiero que lo ayeáis adaptado a la
cocina Francesa, ni a la inglesa ni a la rusa”. Y en el prólogo a la primera
edición de este libro, escribe la condesa de Pardo Bazán: “La cocina de
Picadillo es clásica, tradicional; no a la antigua española, a la marinedina
(coruñesa) añeja; platos del tiempo de mi niñez, familiares; sabores amigos,
incluye “sino recetas populares de las cuatro provincias, de las cuatro mil
aldeas y casas…, de los cientos de conventos de monjitas… de los cien mil
pueblos”. La monotonía horrible de la cocina francesa vertida al castellano en
las fondas, está proscrita en la cátedra de Picadillo. Esto me ha puesto de
buenas con él”.
En esta línea de defensa de la cocina como parte de la cultura española habría
que destacar a la coruñesa doña Emilia Pardo Bazán, con sus libros “Cocina
española antigua” (1913), que entre otras cosas tiene el merito de haber
salvado del olvido un crecido numero de recetas a punto de desaparecer y “Cocina
española moderna” (1915), en los que por cierto aconseja, siempre que sea
posible, el aceite andaluz o la manteca de cerdo, en vez de la mantequilla y
donde aparece por primera vez la receta de la fabada asturiana. Doña Emilia,
que es la primera mujer que publica recetarios, escribe en el prólogo del
primero: “Cada época de la historia modificó el fogón, y cada pueblo come según
su alma, antes tal vez que con su estómago. Hay platos de nuestra cocina
nacional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma
o un sepulcro”. Ello sin olvidar lo interesante que puedan tener otras cocinas:
“Espero que en el tomo de La Cocina Moderna, se encuentre alguna demostración
de cómo los guisos franceses pueden adaptarse a nuestra índole. (…) No niego
que en la faena de adaptarlos no hayamos estropeado alguno; en cambio, a otros
(y citare por ejemplo las croquetas), las hemos mejorado un tercio y quinto.
Cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma
parte de su modo de ser peculiar. Bien está que sepamos guisar a la francesa, a
la italiana, y hasta a la rusa o a la china, pero la base de nuestra mesa, por
ley natural, tiene que reincidir en lo español”. Reconoce, que si bien es
innegable la existencia de corrientes a favor de la cocina francesa, y algo a
la inglesa y alemana, también se observa una reacción favorable a la nacional y
regional. “Hace 30 o 40 años se proscribían platos que hoy se admiten y salen a
plazas en mesas muy escogidas. Nadie se hubiese atrevido acaso, en otros
tiempos, a servir un plato de callos a la madrileña teniendo convidados, como
hoy se sirve en la casa del duque de Tamames”. Sin embargo, para ella, gran
defensora de la cocina popular y en especial de la gallega, hay platos que
aunque muy populares “no son muy admisibles”. Por ejemplo, de los percebes
dice, que “no admiten más aliño que cocerlos en agua salada, son un manjar
incivil, que no puede presentarse jamás cuando se tiene invitados”. El “pulpo
a las ferias” (pulpo a feira), parece que le gustaba algo más: “no puede
ser más ordinario este plato, pero es tan sano almorzar al aire libre y después
de fatigosa jornada, que parece excelente el pulpo”. El que parece que sí le
gustaba era “la calderada” (caldeirada o pescados a la gallega), que después de
describir como la preparaban los pescadores de Sanxenxo, la calificaba de
apetitosa: “He aquí (escribe) (4) cómo la guisaban, muchos años hace, en “Sanjenjo”,
los marineros de un balandro pesquero... El componente más usual eran las
cabezas de merluza, el congrio, el cuclillo o escacho, el múgil, algún pancho,
algunas doradas. Escogían pocos, no muy gordos, porque los gordos se vendían
mejor, lavados y destripados, y enteros o troceados si eran mayores, los ponían
a cocer en el caldero, bajo la llama, en agua de mar. Cuando todo estaba
cocido, quitaban la mitad de la salsa, y en una sartén hacían un refrito de ajo
y cebolla picada gorda, a la cual añadían pimentón, así que enfriaba un poco el
aceite, porque de otro modo se quema y pierde su hermoso color encarnado, que
es la gala del guiso. Este refrito lo añadían al pescado, en la misma
caldereta, incorporándolo a la salsa reducida a la mitad, como se dijo; lo dejaban
al fuego lento un cuarto de hora, y estaba lista la apetitosa calderada”.
De lo que creemos que no se puede disentir con doña Emilia es cuando exclama:
“Si hay que dar sentencia en el eterno pleito entre la cocina española y la
francesa, o, por mejor decir, la europea, opino que la comida es buena siempre
y cuando reúne las tres excelencias del Caballero del Verde Gabán: limpia,
abundante, sabrosa”. No cabe duda que la óptica nacionalista de Doña Emilia,
tan claramente defendida en su primer libro se modificaría levemente con el
paso de los años, pues en “La cocina Moderna Española”, acaba aceptando
ciertas influencias francesas. Otro interesante ejemplo de mujer intelectual
que se interesó por la gastronomía y la cocina de la época fue Carmen de Burgos
Segui (Colombine), que publicó tres libros de cocina: ¿Quiere usted
comer bien? Manual práctico de cocina en 1917, La cocina moderna
en 1918 y La cocina práctica en 1925. La enorme actividad de periodista,
articulista, publicista política, ensayista y novelista de esta mujer,
oscureció su actividad de escritora gastronómica. También realizó traducciones
de manuales franceses, lo que nos vuelve a recordar que la cocina francesa no
se olvidaba.
Los trabajos de investigación y divulgación de la cocina de las regiones de
España la continúan, en las primeras décadas del siglo XX una nueva generación
de gastrónomos y cocineros, quienes tratan de desarrollar una cocina accesible
a las nuevas clases urbanas incorporando una visión de modernidad, pero sobre
todo exigiendo respeto por las tradiciones gastronómicas regionales. De esta
generación nacionalista precursora de la nueva cocina española destacan nombres
como Dionisio Pérez, Ignasi Doménech y Puigcercós y Teodoro Bardaji Mas, además
de Mª Mestayer de Echagüe, Pedro Ballester, Julio Camba y algunos otros: ellos
tomaron como objetivo primordial la divulgación de esa nueva visión de la
tradición gastronómica española equiparándola a la categoría de cocina
elegante. Es un periodo en el que aparecen muchos recetarios y revistas
culinarias de publicación periódica, entre las que destacan: “El Gorro
Blanco”, “La Cocina Elegante” o “Unión del Arte Culinario”.
La primera, dirigida por Ignasi Doménech en sus dos épocas de Madrid (de 1906 a
1921) y Barcelona (de 1921 a 1945), fue quizá la más notable y en ella
colaboraron los más importantes cocineros de la época, lo que nos permite
disponer de una panorámica muy completa de las tendencias culinarias de la
primera mitad del pasado siglo (2).
Entre las obras de Dionisio Pérez, escritor, periodista, político y gastrónomo
(cuando trataba de gastronomía firmaba como Post-Thebussem), destaca la “Guía
del buen comer español” (1929), encargo del Patronato Nacional de Turismo
que lleva el revelador subtitulo de “Inventario y loa de la cocina clásica
de España y sus regiones”, donde hace un inventario y alabanza de la cocina
española clásica, “que se enriquece con la aportación de los diversos modos
regionales de guisar y aderezar y endulzar y conservar los productos naturales
de cada comarca” (3). La cocina española era, para él, la de las regiones de
las que levanta acta durante su recorrido por España (1): en Extremadura, la
caldereta de pastor y el pollo relleno de migas; en Andalucía, el gazpacho, el
menudo, los guisos marineros, el pescaíto frito, el ajoblanco con uvas, la
tortilla a la granadina; en Levante, la paella y el turrón; en Cataluña, la
escudilla, la tortilla de judías, el bacalao con salsa romesco; en Aragón, los
chilindrones y el conejo en salmorejo; en Navarra, los cochifritos, el bacalao
al ajoarriero; en el País Vasco, el bacalao al pilpil y a la vizcaína, el
besugo a la donostiarra, el marmitako, la purrusalda; en León, los botillos,
las empana-das y las migas canas; en Asturias, la fabada, los frixuelos, las
fayuelas; en Galicia, el marisco, las empanadas, el lacón con grelos, los
quesos; en Castilla la Vieja, el cordero asado, la sopa burgalesa, el arroz a
la zamorana; en La Mancha, los morteruelos, el pisto, las gachas; en las
Baleares, las sobrasadas, la caldereta de langosta; en Canarias, el gofio; en
Madrid, finalmente, los garbanzos, los churros, los mazapanes. Su entusiasmo
por la cocina española y su afán de liberarla de la influencia francesa le
lleva a escribir (1): “Este pueblo, al que se acusa de sobrio, de torpe
guisador, de hampón alimentado con migajas, de burlador de hambres, de villano
arto de ajos, fue el que enseño a comer a toda Europa y echó los cimientos de
la cocina moderna”, y que (3): ”el resurgimiento (de la cocina española) debe
basarse en el numerosísimo repertorio de sus platos regionales”. Su ideal era
que combinando el respeto a los modos de hacer de las cocinas regionales, se
adaptasen al gusto de un público cada vez más urbano. Esta idea de fusionar la
modernidad con la tradición es la que intentarían llevar a la práctica
cocineros profesionales como Bardají o Doménech.
Teodoro Bardají Mas fue como Dionisio Pérez, un gran defensor de la cocina
española cuando todavía en muchos ambientes la cocina francesa era la moda.
Ambos defendieron la nomenclatura española de los menús y el abandono de la
influencia francesa. Sus estudios rescataron del olvido platos de origen
español y que figuraban como franceses, de modo que en la prensa se comenzó a
escribir del hojaldre, los consumados, la mayonesa, etc. Teodoro Bardají, para
muchos el padre de la gastronomía moderna, fue además de cocinero y repostero
un gran escritor culinario con obras tan destacadas como el Índice culinario
(1915) o La cocina de ellas (1935).
El tercero, Ignasi Domènech i Puigcercós, sobre el que luego volveremos, fue
como escritor el más prolijo de los tres y el gran recopilador de recetas
españolas. Su primer libro, La gastronomía, aparece en 1899 y el último, Cocina
de recursos (deseo mi comida), en 1941. En el intervalo le dio tiempo para
publicar más de veinte obras, entre ellas de cocina vegetariana (La cocina
vegetariana moderna, 1918) o vasca (Cocina vasca, 1935), además de
colaborar con Teodoro Bardají en artículos culinarios, y editar diversas
revistas gastronómicas para profesionales. Sin embargo, sorprende de este autor
defensor de las cocinas regionales como se puede observar en su obra “Cocina
Vasca”, donde reniega de todo lo que sea recargar la materia prima que
desfigure su sabor natural, la publicación en el periodo de entreguerras de dos
libros que desde luego no parecen ir por este camino. En el primero “La
nueva cocina elegante española”, muestra una cocina recargada con
acumulación de ingredientes, mezcla de sabores, una cierta preferencia por
salsas barrocas que impiden apreciar el sabor natural de los productos y una
complicada preparación, que pudiendo corresponder a los gustos recargados de la
época, no concuerda con la pretensión, ya comentada, de respetar los modos de
hacer sencillos de las cocina regionales. En el otro “La mejor cocina de
Cuaresma (ayunos y abstinencias)”, para cuya impresión obtuvo licencia
eclesiástica, muestra una cocina recargada que “se conforma a las reglas que un
precestista jesuita establece para guardar la templanza en el comer” (3).
Y es que la fusión de lo regional con lo moderno no resultaba fácil en un mundo
dominado por una muy prestigiada cocina francesa que cuesta abandonar. De modo
que estos grandes cocineros: Doménech o Bardají, lo que en realidad intentan
es, conservando la cocina propia, popularizar la que para ellos era la cocina
por excelencia: la francesa. El resultado de este empeño no resulta difícil de
intuir a juzgar por lo que escribe el propio Bardají en su libro “Índice
culinario”, al referirse a la tortilla de patata, que la titula “Omellete
l´Espagnole”: “La presente receta de tortilla a la española la traduzco
tal y como la describe un libro de cocina francés. A los huevos para esta tortilla
se les incorpora, después de batidos, un salpicón compuesto de patatas,
pimientos, trufas, jamón, cebolla, todo cortado en cuadraditos y refrito en
aceite fino”.
Al hablar de
la recuperación de la cocina regional española no nos podemos olvidar de otros
importantes escritores culinarios como Pedro Ballester o José Sarrau. El
primero, jurista e intelectual menorquín, publicó “De Re Cibaria. Cocina,
pastelería y repostería menorquina”, que sin ser ajena a cierta influencia
francesa, trata del origen y evolución de ciertos platos de la isla, junto con
recetas y descripciones de productos típicos con la finalidad de rescatar,
depurar y transmitir la gastronomía de su región (3). El segúndo, director de
la Escuela de Gastronomía de Madrid, publicó en 1935 “Nuestra Cocina” en
el que da una abundante e importante recopilación de recetas españolas.
A estos autores les sigue, en su afán didáctico, otra figura de gran interés
que no podemos dejar de mencionar, María Mestayer de Echagüe, conocida por su
seudónimo de Marquesa de Parabere, que publica en 1933 su obra más conocida “La
cocina completa” que junto con “Confitería y repostería” (1930)
constituyen lo que se conoce como “Enciclopedia culinaria de la Marquesa de
Parabere”, en la que aparte del esfuerzo didáctico que hace (3), incluyendo
en cada capitulo una larga introducción con consejos precisos y advertencias
respecto a los riesgos que corre un principiante que pretende alterar los
tiempos o proporciones de las preparaciones; y es que como advierte, “la
elaboración y cocción de los postres es química”. Posiblemente es el primer
recetario que da indicaciones precisas de los tiempos de cocción, especialmente
para los pescados y verduras. Sigue en general las normas dominantes en la cocina
de la época, como de alguna forma lo expresa la propia autora en el preámbulo
de su libro “La cocina completa”: “He procurado también solucionar el
problema de los guisos caseros, exponiendo formulas sencillas, asequibles a
todos. Con miras más altas, he incluido también guisos de la cocina
cosmopolita, procurando, en cuanto ha sido factible, simplificarlos,
adaptándolos al gusto español sin alterarlos”.
Se lamentaba Dionisio Pérez, en su libro “Guía del buen comer español” que los
vascos hayan descuidado la divulgación de sus recetas; sin embargo, en 1930 y
1933 aparecieron dos libros de cocina vasca, hoy clásicos: “El Amparo y sus
platos clásicos” de las hermanas Azcaray Eguilor (ya comentado), que regían
el restaurante El Amparo de Bilbao y “La cocina de Nicolasa” de Nicolasa
Pradera, encargada de la cocina de Casa Nicolasa de San Sebastián. Ambos con
fuerte influencia francesa, se pueden considerar como una mezcla del gusto
francés y de la cocina tradicional vasca, lo que como ya se ha comentado no
siempre produce buenos resultados.
Pero no todo son loas a la culinaria española. En 1937 Julio Camba publica una
historia de la gastronomía de España que subtitula “Nueva fisiología del
gusto” en la que arreme contra la cocina francesa: “donde los condimentos
adjetivos predominan sobre los alimentos sustantivos, donde los man-jares
pierden su gusto en las salsas, donde lo accesorio usurpa el puesto de lo
principal y donde todo, en fin, es preparación”. Pero al tiempo, y después de
recordar la importante contribución que hizo España a la cocina europea al
aportar los productos americanos, también arremete contra la cocina española de
la que dice que esta “llena de ajo y preocupaciones religiosas. Aderezado con
ajo, todo sabe a ajo (...). Acostumbrado a su sabor, el español encuentra
insípidas todas las comidas que no lo contienen”. Igualmente arremete contra el
aceite: "allí donde la aceituna es buena, la carne suele ser abominable”.
Al bacalao, después de que el Dr. Thebussem afirmase que el bacalao a la
vizcaína era uno de los pocos platos que alcanzaban el nivel de nacional, lo
define como una momia pisciforme. Parece pues que a Camba no le gustaba
la cocina francesa pero tampoco sentía mucho aprecio por la cocina española,
aunque le gustaba la cocina inglesa. La única pega que le veía era que “en
Inglaterra sólo comen unos cuantos”.
De alguna forma todos ellos, no tanto Camba, en su labor pedagógica y en la
defensa de la cocina de las regiones, acercan al público al tema culinario,
insistiendo en que en los procesos culinarios se utilicen nombres españoles y
se eviten los galicismos, tan de moda en la época. Todos contribuyen a que
desde el comienzo de los años treinta se empiece a ver a la cocina como parte
integrante de la cultura española. Sin embargo, para conseguir una cocina como
se predicaba, de tratar la materia prima de forma natural, simplificar la
preparacion y presentacion, habrá que esperar muchos años para ver realizado
algo parecido a este propósito.
El relativo auge y el interés que en las primeras décadas del siglo XX parece
existir por la culinaria y la Gastronomía española, no quiere decir que
alcanzase por igual a todas las clases sociales. En un extremo estaría la alta
burguesía que disfrutaba de opíparas comidas, más o menos sofisticadas, muy
influenciadas por la cocina francesa por la que mostraban gran admiración, y en
el otro estarían los campesinos de la España deprimida que se mantenían fieles
a la dieta milenaria de sus ancestros: sopas de ajo o de leche; cocido o potaje
en el almuerzo o la cena o el sempiterno caldo en el rural gallego, que
Picadillo en 1905 nos describe así: “El verdadero caldo gallego no es lo que
nos describen muchos autores culinarios, ni lo que con tal nombre nos dan en
Madrid y en otros puntos, haciendo intervenir en el profusión de carnes e
infinidad de embutidos. El caldo gallego típico, el “enxebre”, el de verdad, se
reduce sencillamente a una mixtura de patatas, judías, verduras y unto de cerdo
rancio, y nada más. Sobran, por lo tanto, las carnes de ternera fresca, las
carnes de cerdo saladas, los chorizos, aunque sean de Lugo, los tan cacareados
“lacones”, y todo lo demás que la poesía culinaria ha hecho intervenir en
semejante plato, dándole, sí, un sabor mucho más agradable, pero quitándole lo
que tiene de típico y regional, convirtiendo el manjar en plato digno de ser
comido en vajilla de porcelana de Sevres, con cuchara de plata cincelada (…) La
preparación del caldo gallego se reduce a lo siguiente: En un pote grande se
ponen judías blancas y agua casi hasta el borde. Se coloca el pote al fuego, y
cuando hierve se le adiciona el “unto” en proporción, no a lo que el caldo
requiere, sino a lo que el bolsillo del comensal permite. A la hora y media de
estar cociendo se añaden las patatas finamente cortadas, y cuando estén cocidas
se les añaden las verduras lavadas, cortadas y escogidas, ha-ciendo hervir de
nuevo la mezcla destapada. Las verduras pueden ser nabos, nabizas, grelos, col
o una berza muy típica que entre nosotros es conocida como verdura gallega. No
hay decir que esto ha de llevar la sal necesaria”.
Los que tenían suerte comían algo de carne, aunque poca, en las bodas y las
fiestas del patrón. Las migas en sus variadas formas, los guisos a base de pan,
ajo y manteca, o toda clase de casquería no faltaban en esta cocina popular. En
las casas rurales más acomodadas disfrutarían de pucheros de garbanzos o
potajes de alubias o lentejas o de algún tipo de guiso de carne con patatas o
con arroz.
El contraste con los más pudientes parece claro a juzgar por los menús que para
el almuerzo nos indica Eslava Galán en su obra “Tumbaollas y hambrientos”
(1): “…entremeses, tortilla de espárragos, bistec con patatas y truchas en
salsa, solomillo de cerdo relleno, soufflé, quesos y frutas, vino, café
y licores. O el de un almuerzo que Alfonso XIII ofrece en 1923 a las
autoridades catalanas, en el Ritz de Barcelona: caviar blinis, consomé de ave,
hojaldres, huevos a la florentina; filetes de lenguado fritos, pulardas a la
cazuela, legumbres de invierno, ensaladas, pastel Chantilly, frutas y café. Los
vinos, franceses, de las mejores añadas”. La situación gastronómica de la
España de principios de siglo, queda muy bien reflejada en la descripción que
hacen el mismo Eslava Galan (1) de la visita, que por motivos profesionales,
hace a Madrid en 1906, el periodista francés Annick de Oliveira. A poco de
llegar dice: “estoy sentado en un aguaducho del paseo de Recoletos…se sirven
bebidas que combaten el calor y están deliciosas: agua de cebada, limonada y
horchata de chufas”. En otra ocasión observa: “Los españoles de cierta
educación profesan gran admiración hacía la cocina francesa y no pierden
ocasión de alardear de conocimientos citando, en detestable francés, guisos de
alta cocina francesa, que yo desconozco… Creo que son un poco palurdos, pero
bien intencionados”. “En Madrid existen algunos buenos restaurantes, que sirven
cocina francesa. Sin embargo yo prefiero probar las comidas del país y suelo
almorzar en figones o incluso en unas tabernas de obreros llamadas
tascas… donde sirven comidas honradas y bastante contundentes: callos,
escabeches, potajes, pistos, manos de cerdo…También almuerzo en otros cafés
frecuentados por periodistas y artistas: el de Fornos, el Pombo, el Suizo…”.
La guerra y la posguerra.
Los años
de guerra y de gran parte de la posguerra fueron años de escasez y hambre. A la
destrucción causada por la guerra se sumo el hecho de que, una vez derrotadas
las potencias del Eje (Alemania e Italia), los aliados intentaron aislar a la
España de Franco para provocar su caída, lo que hizo que las privaciones de la
larga posguerra se prolongara aún unos años más. En 1939, se estableció un
régimen de racionamiento para los productos alimenticios de primera necesidad.
Se dividió a la población en varios grupos: hombres adultos, mujeres adultas
(ración del 80% del hombre adulto), niños y niñas hasta catorce años (ración
del 60% del hombre adulto) y hombres y mujeres de más de sesenta años (ración
del 80% del hombre adulto). La asignación de cupos podía ser diferente también
en función del tipo de trabajo del cabeza de familia. En cualquier caso, las
asignaciones fijadas en las cartillas de racionamiento, que inicialmente eran
familiares, y que fueron sustituidas, en 1943 por cartillas individuales, no
alcanzaban a cubrir las necesidades alimenticias básicas por lo que el hambre y
la miseria se fue extendiendo por todo el país. Los productos racionados eran
(1): “carne, tocino, huevos, mantequilla, queso, bacalao, jureles, aceite,
arroz, garbanzos, alubias, lentejas, patatas, boniatos, pasta para sopa, puré,
azúcar, chocolate, turrón, café, galletas y pan. Eran de venta libre: leche,
pescado corriente, mariscos, fruta fresca, frutos secos, hortalizas, ensaladas,
condimentos, malta y achicoria. En 1940 la ración por persona y semana era de
300 gr de azúcar, un cuarto de litro de aceite, 400 gr de garbanzos y un huevo.
A veces se añadía a la ración 100 gr de carne; y otras dos huevos”. El racionamiento
perduró oficialmente hasta mayo de 1952, fecha en que desapareció para los
productos alimenticios. En esta situación no debe de extrañar que los pocos
libros de cocina o de recetas publicados lo fueran de recursos, con el fin de
orientar a la población acerca de cómo sobrevivir en tiempos de escasez y para
mantener la moral del ciudadano. Así, en Menjar en temps de guerra,
publicado por la Generalitat de Catalunya, se lee (5): “tener un poco de
hambre después de comer es sano, tener ganas de comer no mata a nadie”, al
tiempo que se da una lista de alimentos que se pueden sustituir si no los hay o
escasean.
Esta
situación excepcional de la culinaria es recogida magistralmente por
Ignasi Doménech en su libro Cocina de recursos. Deseo mi comida, escrito
en plena guerra civil, pero publicado en 1941. En él se recoge, desde el punto
de vista de un prestigioso cocinero y articulista -había trabajado para las
cocinas de aristócratas y de embajadores, así como en prestigiosos hoteles de
Madrid, Paris y Londres- las dificultades para comer y cómo se engañaba el
hambre en España durante este duro período de nuestra historia. Resulta
sorprendente cómo el libro pudo pasar la censura franquista y solo se
explica por la ambigua postura de alabanza al Régimen que a veces hace el
autor, aunque su denuncia como su ideología es clara, pues él mismo aclara que
su obra tiene como finalidad dejar constancia de las dificultades y estrecheces
de tan terrible época. Posiblemente también ayudó a que el libro se publicara,
el que para el Régimen franquista no fuese más que un libro de cocina.
“La Cocina de recursos” que aparece en el libro es realmente de recursos y hoy
puede parecer sorprendente por las recetas que contiene, que tratan de
sustituir pro-ductos, antes populares pero ahora escasos o inexistentes
(huevos, patatas, etc.), por otros que de alguna forma pudiesen llegar a tener
una consistencia más o menos parecida y pudiesen pasar inadvertidos. El ingenio
que muestra es realmente asombroso. Veamos: “Tortilla sin huevos”, “Calamares
fritos sin calamares”, “Chuletas de arroz”,… y todavía más, “Tortilla sin
huevos ni patatas”. Esta última es sencilla e ingeniosa (1): “Las patatas se
sustituyen por lascas de esa capa blanca y esponjosa que tienen las naranjas entre
la cáscara y los gajos. Se arranca esta capa con cuidado y cuando se tiene un
plato lleno se pone en remojo durante unas horas. Éstas serán las patatas. Para
conseguir el sucedáneo de huevo se ponen unas gotas de aceite, cuatro
cucharadas de harina, diez de agua, una de bicarbonato, una pizca de pimienta
molida, sal al gusto y una pizca de colorante artificial cuyo cometido es
suministrar el tono de la yema. Se bate todo hasta convertirlo en una crema
bastante líquida, similar a la de los huevos batidos. Ahora se le añaden las
peladuras de naranja bien escurridas, se mezcla y se hace en la sartén como una
tortilla de patata”. ¡A fin de cuentas de lo que se trataba era de llenar el
estomago!
El ambiente de escasez de la época se observa asimismo en los libros del
magistrado, periodista, político y gastrónomo alicantino José Guardiola Ortiz
que firma como “un cocinero de la retaguardia”: Platos de guerra I y II.
“Sesenta recetas prácticas acomodadas a las circunstancias para la conservación
y condimento de la sardina” y “Colección de valiosas recetas, sencillas,
prácticas y acomodadas a las actuales circunstancias”, publicados durante
la guerra y en los que expone “la manera práctica de aderezar las vituallas que
les depare la suerte, dándoles el condimento apropiado para hacerlos apetitosos
y nutritivos”. Lo mismo que Doménech, indica “cómo se pueden sustituir
artículos que dadas las circunstancias escasean”, como la leche o los huevos.
Guardiola justifica el que el primero esté dedicado a la sardina, diciendo: “…
de entre las contadas clases de pescado con que los mercados se abastecen, la
sardina es la que resulta más al alcance de la gente humilde”.
Hay
que decir que la situación de escasez durante la guerra no fue igual en todo el
territorio; si bien hubo escasez en todas partes, en algunas había excedentes
de determinados productos que, dada las dificultades generales y del transporte
en particular, los agricultores no podían vender. En esas zonas, aunque la
alimentación fuese monótona, por lo menos el hambre no causó tantos estragos.
Sin embargo, durante la posguerra la situación de penuria se extendió por igual
por todas partes. La penuria obligo a mucha gente a volver a una cocina que
hacía mucho que se había olvidado: a las gachas, las poleás, los guisos
de castañas, la bellota molida, los potajes de trigo, los altramuces, las
chufas, las gachas de harina de algarrobas, etc. y a estimular la imaginación “desarrollando
nuevos platos”, además de los ya ideados por Doménech, como la sopa de
pobres a la marsellesa, la tortilla de escarola, la salsa mahonesa falsa, el
pudin de pan de algarrobas, la sopa de pan rallado. Curiosamente algunos
alcanzaron cierta “Calidad” como las migas hechas con pan duro y
manteca, o un gazpacho, que recuerda al originario, a base de pan duro, aceite,
vinagre, agua y sal. El pan se alargaba con cualquier tipo de harina y con
abundante salvado, que daba un pan negro de muy baja calidad. Una de las
consecuencias más conocidas de las penurias fue la epidemia de latirismo, que
se produjo entre 1940 y 1943, consecuencia del consumo de gachas elaboradas con
harina de almortas.
Durante la larga posguerra la cocina de los pobres era de hambre o
subsistencia, además de legumbres y verduras hacía maravillas con la casquería,
morros, patas o huesos. En el mejor de los casos únicamente tenían acceso a la
carne de peor calidad y en poca cantidad, por lo que lo más habitual era
picarla, que además de ser más barata, permitía aumentar su volumen y alargarla,
como ocurre cuando se prepara en albóndigas, rollos de carne, etc., que al
añadirle pan y el resto de ingredientes (ajo, perejil y muchos otros según
casos) se puede llegar a duplicar su volumen. Por parte de la población
campesina no se hacían ascos al consumo de galápagos, culebras, lagartos,
mochuelos y toda tipo de pájaros, pues “todo lo que vuela a la cazuela” y por
supuesto la carne de burro, caracoles y ranas, aunque los dos últimos nunca fue
raros verlos en las mesas de los señores.
En
contraste con esta cocina, la de la clase acomodada no era tan austera a pesar
de las estrecheces, y podía desayunar “café-café” (llamado así para
diferenciarlo del sucedáneo elaborado con cebada o malta) y comer y cenar con
potajes, patatas guisadas, cocidos, etc.; no se desperdiciaba nada, se
aprovechaban todas las sobras y residuos con lo que se componían platos de lo
más imaginativos. Una familia rica se podía permitir comer tres platos; un
primero de sopa o potaje, un segundo de huevos, carne o pescado y finalizar con
un postre. Sin olvidarnos de una nueva clase de nuevos ricos, muchos surgidos a
la sombra del “estraperlo” y del régimen, que comían igual o mejor que
antes de la guerra, saltándose todo tipo de racionamientos. Este ambiente de
dificultades se refleja de alguna forma en el prestigio que alcanzó el jamón,
que como dice Eslava Galán (1), “llego a simbolizar el bienestar y el éxito y,
para los pobres, el sueño inalcanzable”. Los de más edad recordaran los tebeos
(ahora comics) de Carpanta (1): “la propia personificación del hambre y
el fracaso, (que) poblaba sus sueños imposibles de jamones y pollos asados”.
Con la firma del acuerdo Hispano-americano en 1952, terminó el bloqueo y
comenzaron a llegar diferentes productos alimentarios que realmente se
necesitaban y echaban en falta, entre estos, los de la “ayuda americana”:
queso, mantequilla y leche en polvo, entre otros. La mantequilla y el queso
Cheddar, eran de muy buena calidad, y aunque la situación mejoraba lentamente,
dio lugar a que, con cierta frecuencia, los pobres vendiesen o cambiasen por
aceite, azúcar o garbanzos, a las familias ricas, su “ración de queso y
mantequilla”. A medida que la economía se va recuperando y la presencia en
el mercado de alimentos básicos va aumentando y mejorando su calidad, el
espectro del hambre va desapareciendo entre los menesterosos, mientras que
entre la clase media la situación se va haciendo cada vez más desahogada.
Para el franquismo, en especial durante la extensa posguerra, la cocina
española es un signo de identidad nacional cerrada a las influencia externas.
Si bien se reconoce la existencia y diversidad de las cocinas regionales, se
explican como el origen de lo genuinamente español. El plato señalado como
típicamente español es el cocido, aunque se reconoce que tiene variantes según
las regiones pero la presencia del garbanzo lo hace genuinamente
español. La cocina se interpreta en un sentido nacional-católico. Se
ensalzan las reglas y normas católicas de la alimentación, se vigila el
cumplimiento del ayuno y abstinencia en Cuaresma, los viernes se insta a comer
pescado. Las publicaciones de la época y prácticamente hasta la década de los
sesenta pretenden ofrecer a las amas de casa una cocina sencilla, sobria y
económica. Son recetas generalmente españolas, aunque no falten ciertos
resabios de la cocina francesa. Al tiempo, van apareciendo libros dedicados a
las distintas cocinas regionales: catalana, riojana, asturiana, vasca, pero
dejando siempre claro que pertenecen a una única cocina, la española.
En este contexto hay que reconocer la ingente labor que, para revigorizar la
cocina española, hizo la Sección Femenina del Movimiento Nacional, por medio de
las Cátedras Ambulantes y que culmina en el año 1950, con la publicación del Manual
clásico de cocina. Recetario, y luego, en 1963, con Cocina regional
española: Recetario. El primero reúne los secretos de la cocina de todos
los tiempos: técnicas de cocina, ingredientes, cantidades por persona, menús
por estaciones, recetas distribuidas por tipos de alimentos. Incluye índices
completos para encontrar todas las informaciones. Y como dicen Bueno y Ortega
(3): “a las personas de cierta edad acaso les recuerde su niñez o su juventud:
los sofritos, el uso del pan rayado, los cuadraditos de caldo concentrado, las
conchas de pescado gratinado, la omnipresente besamel, el salmón enlatado, las
carnes mechadas… el tratamiento de algunos platos de verduras -con su precisión
de los tiempos de cocción- anuncian nuevos horizontes culinarios y ciertos
postres vuelven a enlazar con las antiguas cocinas regionales”. Es un Manual de
la cocina de siempre explicada de forma sencilla, accesible a cualquier nivel
de conocimiento, que sirvió de guía a miles de amas de casa españolas, dentro
del “ideal falangista de lo que debería ser las mujeres españolas: que
alimentasen correcta y sabrosamente a sus familias”. Fue sin lugar a dudas uno
de los libros de cocina que más repercusión tuvo en lo que podríamos llamar
cocina para todos y son pocos los profesionales y aficionados a la cocina,
entre los que me incluyo, que no lo hayan consultado. Como leí en algún sitio
(creo que a Vazquez Montalban) es uno de los pocos productos del franquismo que
pasará a la historia. El libro, que en realidad era de Ana María Herrera,
miembro de la Sección Femenina y profesora de cocina en la Escuela Hogar de un
instituto de Madrid, se ha editando durante cuarenta años por el Ministerio de
Cultura sin indicar la autoría de Ana Mª Herrera.
La vertiente nacionalista del ideario falangista de la Sección Femenina queda
claro en el segundo libro citado: Cocina regional española: Recetario,
que es un buen muestrario (660 recetas) de las diferentes cocinas de España, en
el que se reconoce que existen diferentes cocinas regionales con
características propias, pero al tiempo quiere dejar muy claro que la cocina
española solo es una y que siempre fue así. Para comprobarlo no hay más que echar
un vistazo a la introducción o prólogo de dicho libro que dice: “Hay una cocina
nacional que se remonta a la antigüedad y que está formada por los diferentes
modos de aderezar, guisar, conservar y endulzar los productos naturales de las
distintas regiones de España”. Para la Sección Femenina esta cocina,
genuinamente española, existe desde la más remota antigüedad, ya que escribe:
“… de la fusión de estas dos cocinas (la derivada de los celtas y la romana que
trajo Escipión) surgió una forma distinta (de cocinar)… que tuvo carácter
especialmente español”. Y refiriéndose al Llibre de Coch del Mestre
Robert de Nola, del siglo XVI escrito en catalán, al que ya nos referimos,
indica: “sus recetas son todas típicamente españolas, testimonia este libro la
originalidad y personalidad de nuestra cocina”. En este sentido no sorprende
que, en el apartado dedicado a Castilla la Nueva (hoy Comunidades de Castilla
la Mancha más Madrid) escriba: “La capital de España, abundantemente provista
de los productos de todas las regiones, encuentra todo cuanto pueda necesitar
la más exigente cocina. La cocina madrileña debiera ser por esto cocina
nacional…” ¡Quizá es que la Sección Femenina del Movimiento echaba en falta la
existencia de una autentica e indiscutible Cocina Nacional!
El desarrollo, la llegada del turismo y la Nueva
Cocina.
Así
llegamos a los años sesenta cuando además de la llegada masiva de turistas la
disponibilidad de alimentos, más abundantes y variados, se va generalizando. En
todas las casas hay neveras y poco a poco congeladores. Comienza a ser usual la
utilización de congelados, precocinados, conservas y semiconservas, caldos de
carne, pollo o pescado, etc. La industria agroalimentaria se hace omnipresente
en los hogares españoles. Comienza a comercializarse el yogur, una novedad para
la mayoría de los españoles, al principio sólo reservado para niños y enfermos.
Los pollos asados en establecimientos especializados se hacen populares; es la
época de las fondues, los patés y las tablas de quesos, los perritos
calientes (las hamburguesas aún tardarán en llegar). A finales de los años
sesenta, merced a la industria del congelado, se popularizan los langostinos
que se consumen tanto a la plancha como cocidos. En ninguna celebración podía
faltar el coctail de marisco con la consabida salsa rosa. Se popularizan platos
a base de pasta como los macarrones, los espaguetis o la ensaladilla rusa y se
introducen otros, como el italiano melón con jamón.
En las ciudades surge un nuevo tipo de establecimiento; la cafetería, como
alternativa a los antiguos cafés donde se podía pasar la tarde con un café y un
vaso de agua; ahora el café como los aperitivos se toman más deprisa. Aparecen
los sándwichs, las tortitas con nata, los platos combinados, llegan los refrescos
embotellados y sobre todo las bebidas de cola americanas, que van sustituyendo
a las granizadas, horchatas o al agua de cebada y que acaban con una incipiente
industria de refrescos, resistiendo sólo la humilde gaseosa y algo menos el
sifón.
Consecuencia del “boom turístico” fue el aumento espectacular de la
demanda de platos típicos regionales, que sufrieron a menudo modificaciones
para adaptarlos a los gustos de los turistas extranjeros, que fueron muy bien
recibidos, lo que a menudo originó la aparición de una cocina de “mesón” de
“taberna típica” o de “restaurantes de cocina regional”, en los que en muchos
casos no primaba la calidad y que no siempre representaban lo mejor de nuestra
cocina regional, ello dio lugar a una cocina barata hecha sin cuidado e
ignorante de las autenticas cocinas regionales. Esta cocina “folklórica y
degradada”, popularizó entre los visitantes extranjeros ciertos platos como
la paella, el gazpacho, el cocido o la sangría, las más de las veces
identificados con la cocina española, a la vez que hizo que alcanzasen fama
internacional. Comenzaron a surgir restaurantes que ofrecían menús turísticos,
que además de esta seudo cocina regional empezaron a incorporar en sus menús
extrañas interpretaciones de la “cocina internacional”.
Comienza un nuevo interés por la cocina al tiempo que una nueva preocupación.
Se creó una verdadera obsesión por la influencia de la alimentación en la
salud, que Julio Camba refleja muy bien cuando escribe (1): “la antigua cocina
estaba llena de preocupaciones religiosas, ahora la dietética, la medicina
preventiva y la obsesión por la salud se han convertido en una nueva religión
que admite múltiples confesiones y sectas: vegetarianos, crudívoros,
frugívoros, hipocalóricos. La gente vive obsesionada por el colesterol…”. Son
los años precursores de la cocina en la televisión. Programas como “Vamos a
la mesa”, presentado por Maruja Callaved, en 1967 o más tarde “Con las
manos en la masa” de Elena Santoja, que se emitió de 1984 a 1991. Ambos
fueron muy populares y tuvieron un gran seguimiento. El interés y la
popularidad de la cocina en la época quedó patente con el éxito de ventas del
libro “1.080 recetas de cocina”, publicado por Simone Ortega en 1972,
que ha servido de guía culinaria a aficionados y cocineros desde el último
tercio del siglo XX.
Pero es otra vez la influencia francesa la que va a revolucionar la
cocina española en los años 70 del siglo XX con el concepto de Nouvelle
Cuisine, de los críticos culinarios franceses Henri Gault y Christian
Millau, y puesta en práctica por una serie de chefs dirigidos por Paul Bocuse y
cuyo principal representante en España fue Juan Mari Arzac, que aplicó los
nuevos conceptos a la cocina vasca en su restaurante de San Sebastián. La nueva
cocina se basa en la creatividad y la imaginación, aligera las salsas, respeta
y potencia los sabores originarios. Muestra especial interés por las texturas
de los alimentos, respetándolos y potenciándolos. Utiliza todas las técnicas y
los avances científicos, incluso los congelados, para mejorar la cocina. En
general, se caracteriza por practicar la cocina de mercado, reducir los tiempos
de cocción de las aves, pescados, mariscos, pasta y de algunas hortalizas e
inclinación hacía las hierbas aromáticas. Renuncia a las marinadas y sobre todo
busca en la cocina y la gastronomía regional actualizando recetas tradicionales
y locales. El decálogo en el que se basaban sus formas de cocinar es:
- Rechazar la complicación inútil y descubrir la
estética de la simplicidad.
- Reducir el tiempo de cocción para casi todos los
mariscos, pescados, volatería y para ciertas legumbres verdes y para la pasta.
- Practicar la cocina de mercado; es decir, comprar
los productos frescos.
- Reducción de las cartas; subordinándolas a los
mejores géneros disponibles.
- Abandonar las marinadas y sobre todo el horrible faisandé.
- Rechazar las salsas demasiado ricas, demasiado
densas; aquellas terribles salsas que pesaban sobre el estómago y el
hígado y que servían muy a menudo para maquillar productos de poca calidad.
- Volver a la gastronomía regional, a las sabrosas
recetas del terruño, locales.
- Curiosidad hacia las técnicas del progreso; utilizar
las ventajas de la ciencia, incluso del congelado para mejorar la cocina.
- Búsqueda de una cocina dietética y saludable.
- Constante invención; la mezcla de nuevos gustos a
veces lleva a hallazgos de una calidad excepcional, deslumbrante.
En
esta cocina la cuidada presentación de los platos se muestra como la característica
más reconocible de esta corriente culinaria, la más innovadora del siglo XX.
Sin embargo, no todo en la llamada “nueva cocina” es tan nuevo como a veces se
quiere dar a entender, pues el afán de preservar los sabores naturales no era
nuevo, como no lo era la reivindicación de las cocinas regionales. La facilidad
y rapidez con que se propagó por nuestro país no es de extrañar ya que la
sencillez, la necesidad de mantener el sabor de los productos, el interés por
las cocinas regionales y la utilización de los productos de cada región de
acuerdo con su oferta estacional, venía gestándose desde los tiempos de
Post-Thebussem. Y más recientemente este interés se puede deducir de la lectura
de tres libros de cocina regional (3), escritos por prestigiados autores entre
finales de los sesenta y comienzos de los ochenta. Los primeros son el “Llibre
de cuina menorquina” y “Cocina de las islas Baleares” de Lluís
Ripoll, a los que sigue “A Cociña galega” de Álvaro Cunqueiro y el último sería
“Alimentos y guisos en la cocina vasca”, de José María Busca Isasi. En
todos se observa la aplicación práctica de los tres principios de la “nueva
cocina”. Alvaro Cunqueiro, lo resumía muy acertadamente en su libro “A
Cociña Galega”: se trataba, ni más ni menos, que de “mantener el sabor
natural de las cosas que entran en los platos, que por otro lado es lo propio
del arte culinario, que no es un arte de disfrazar”. En definitiva, esta “revolución”
consintió básicamente en la aplicación de nuevas técnicas a la esencia de la
cocina tradicional. De alguna forma las tendencias mostradas por La Nueva
Cocina de la búsqueda en las raíces de las cocinas regionales y tradicionales,
no hace sino confirmar la idea del Dr. Thebussem de que en España no hay cocina
nacional sino cocinas regionales: vasca, navarra, catalana, valenciana,
gallega, murciana, andaluza, etc. Cada una caracterizada a grandes rasgos por
el producto predominante (3): “entre vascos, catalanes, navarros y valencianos
priman el pescado, los mariscos, las verduras y en cierta medida la carne de
vacuno; en Extremadura, las carnes de cerdo ibérico, de cordero merino y unas
pocas verduras; en Andalucía el pescado, los jamones, embutidos y mariscos;
Galicia, mariscos y pescados, pero a todas las une el aceite de oliva, el buen vinagre
y las hierbas aromáticas”.
Consolidada ya la Nueva Cocina Vasca de la mano de Juan Mari Arzak y Pedro
Subijana, cuyo merito fue combinar la tradición culinaria autóctona con la
influencia francesa, encontró, después de una sabia y cierta evolución,
importantes continuadores capitaneados por Salaberria y Martín Berasategui, que
revisaron el decálogo de Gault y Millau cuestionando algunos vicios tomados por
la nueva corriente culinaria y proponiendo mejoras en la creación de los
platos, de modo que desde los años 90 la cocina vasca se mantiene como uno de
los referentes de la cocina española. Este movimiento renovador de la cocina
española pronto se va extendiendo por otros territorios, como es el caso del
iniciado en Asturias por Pedro Moran, con su Nueva Cocina Asturiana, o el
representado en Galicia por el Grupo Nove, integrado por cocineros como Pepe
Solla, Marcelo Tejedor o Xosé Torres Cannas y otros que tratan de realzar y
prestigiar una cocina gallega actualizada. Pero donde este movimiento coge más
fuerza quizá sea en Cataluña, donde partiendo muchas veces de lo local se
investiga en la tradición y se cultiva la creatividad.
En este mundo gastronómico popular no pueden faltar las tapas, que si bien son
una vieja tradición en España, hoy, dada la gran aceptación de que gozan entre
nuestros visitantes, y la fama que ha alcanzado allende nuestras fronteras,
poco menos que caracterizan un tipo de comida a la española. La irrupción de la
alta gastronomía en el mundo de los pintxos o tapas, ha dado gran
prestigio a la gastronomía española, más allá de nuestras fronteras, y no son
pocos los turistas que visitan España en busca de esta “cocina”.
La consolidación y los riesgos de la Cocina Española.
De lo que no cabe duda es que la cocina
española ha dado últimamente pasos de gigante como para ponerse, sino en la
vanguardia, por lo menos en situación de competir con las mejores y más
reconocidas cocinas del mundo, tanto por su creatividad como por su perfección
técnica. Incluso para algunos, a juzgar por los últimos éxitos de la crítica
gastronómica en importantes medios de comunicación mundiales, y en especial de
Estados Unidos, la alta cocina española está tomando ventaja a la francesa.
Detrás de este éxito de la cocina española, están una serie de profesionales
reconocidos que acumulan galardones y fama, entre los que destacaríamos a
Ferran Adría, Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Martín Berasategui, Carme
Ruscadella o Isaac Salabarria, entre otros. Algunos alcanzaron una extraordinaria
popularidad gracias a la televisión como es el caso de Karlos Arguiñano, por
cierto autor del libro 1069 recetas, en el que presenta una cocina sencilla,
asequible y muy interesante, o José Andrés, afincado en Estados Unidos, donde a
través de la televisión difunde la gastronomía española con gran éxito. Detrás
de estos maestros pioneros surgió otra generación de grandes cocineros que está
tomando el relevo, entre ellos destacan Andoni Luís Aduriz, Quique Dacosta,
Dani García y otros, que si se mantienen en la seriedad y el buen hacer auguran
un futuro prometedor a nuestra cocina en el mundo.
Esto se hizo posible -y parece que puede dar forma a la cocina española del
siglo XXI-, porque muchos de los grandes restaurantes, donde se había desarrollado
en los años 80 y principios de los 90 esta cocina creativa de raíces locales,
sin dejar de serlos, fueron formando centros de formación, como fue el caso de
Martín Bersategui en Lasarte, el Bulli de Ferran Adria o el de Arzak. Esta
tendencia fue continuando de modo que hoy podemos hablar de una escuela de
cocineros que han ido saliendo de Mugaritz, de El Cellar de Can Roca, del
Akelarre o del Raco de Can Fabes entre otros. Un nuevo movimiento esta
surgiendo entre estos grandes cocineros y la ciencia cuyos resultados no parece
fácil de prever, y que consiste en estudiar la posibilidad de utilizar mejor
los fundamentos de los procesos físicos y químicos que tienen lugar durante la
preparación y elaboración de los alimentos.
Hoy la nueva cocina es apreciada, se encuentra suficientemente prestigiada y en
general su oferta es buena y generalmente aceptada por el público. No obstante,
corre ciertos riesgos, precisamente por su éxito que le puede llevar a
excentricidades y abusos, porque, entre otras cosas, la buena cocina se ha
convertido en un negocio que no es sólo de los restaurantes, sino también de
proveedores, periódicos, revistas, guías de turismo y ocio, etc., lo que obliga
muchas veces, más de las que se debiera, a cambiar por cambiar o para ser más
precisos como dicen Bueno y Ortega (3) a “inventar por inventar”, esto es a
excesos para mantener el “espectáculo”… Por su parte “Las cocinas regionales
españolas corren un dilema no menos inquietante: desnaturalizarse en un
pretencioso intento de convertirse en nuevas cocinas o ceder a lo más fácil y
dejarse arrastrar por la uniformidad del gusto de la alimentación rápida,
la demanda turística, la perdida de sensibilidad de muchos de nuestros jóvenes
hacía la buena cocina tradicional”.
Sin olvidar que como dice Eslava Galán (1) tampoco es ajeno a ello: “El
adocenamiento y la prisa que impone la vida moderna unida a la escasa
preparación de los ciudadanos en materia alimetaria y su indiferencia por saber
lo que realmente come”. Hace unos cuantos años se comía pan, verduras, arroz,
garbanzos, patatas y se bebía vino y gaseosa. Hoy se come más carne, más grasa,
más salsas preparadas, conservas, salchichas, precocinados, bebidas de cola y
cerveza. Muchos frigoríficos están llenos de pan de molde, hamburguesas,
salchichas, botes de ketchup y mostaza, “chopped”, patés de lata, pizzas,
bollería industrial, cortezas, etc. de lo que la gente se sirve cuando tiene
hambre o no tiene ganas ni interés en cocinar”. Tampoco es ajena a esta situación
la “formación culinaria” que reciben los escolares y trabajadores en los
comedores de los colegios o empresas, donde la comida, que si bien
nutricionalmente suele ser adecuada, no se puede, en general, decir lo mismo de
su calidad gastronómica, especialmente si la suministra una empresa de catering.
Suelen ser comidas de sabor “neutro” para adaptarlas al gusto de la mayoría.
Esta gente corre el riesgo de terminar siendo adictos consumidores de perritos
calientes, hamburguesas, pollo frito deshuesado, todo con patatas fritas,
kethup y mostaza y a veces mayonesa de bote. En el extremo opuesto están los
esnobs que entienden de cocina y comen porquerías, pero más caras. Para
ellos, escribe Eslava Galán (1): “… crean los nuevos y avispados cocineros sus
pamplinas de menús cromáticos hipocalóricos, de bocaditos compuestos con
churretazos de salsa rara y dos ramitas de hierba, en medio de la desolación
del plato vacío con una brizna de pescado o una nuececita de carne, ikebana de
lo inesistente, puro diseño, camelo de lo camelado”.
No es de extrañar entonces que alguno de los grandes de la cocina, como el
gastrónomo y cocinero, ya desaparecido, Santi Santamaría, reconocido con tres
estrellas Michelin, fuera muy crítico con los excesos de las nuevas corrientes,
en concreto con la llamada cocina tecnoemocional o molecular, de la que
el máximo representante sería Ferran Adría (hoy ya retirado de la primera
línea), cocina a la que acusa de utilizar técnicas y productos, que según él,
serían más propios de la cocina industrial que de la de los grandes santuarios
gastronómicos. El resultado para él es que la cocina se transforma en un show
de teatro y empeora la alimentación de la gente. Son suyas frases como: “Los
actuales cocineros que se dicen moleculares, hacen platos que ni ellos mismos
comerían”, “… y “ahora condimentan con tecnología, este tipo de cocina
muy pretenciosa” o “La verdadera comida, es la que se defeca”. Decía
que no descansaría hasta que todas las personas sepan lo que en verdad están
comiendo. Quizá Santamaría fuese un poco exagerado, pero no le faltaría parte
de razón. En cualquier caso tampoco es de extrañar que le lloviesen críticas
por todas partes de quienes defienden los progresos tecnológicos en la cocina.
De lo que no cabe duda es que hemos alcanzado un gran nivel culinario, que no
solo va a ser difícil mejorarlo sino mantenerlo, pues como escriben Bueno y
Ortega (6) a la coquinaria española le acechan tres grandes peligros: “El
primero es intentar una falsa cocina de fusión simplemente a través de la
multiplicación de ingredientes o dejándose llevar por un falso exotismo
multiplicando sabores y texturas. El siguiente peligro consistiría en exhumar
recetas antiguas, que en principio pueden parecer autenticas pero que en
realidad son platos pesados. Por último, está la tentación vanguardista ligada
a la cocina del Mediterráneo: bien esta ensalzar el aceite como óleo
maravilloso para todo uso, los pescados a la plancha, las verduras braseadas o
las omnipresentes aceitunas, pero cuidado con no simplificar todo ello en un
simple Mediterranean touch para consumo de revistas y turistas
accidentales americanos”. Una vez demostrada la capacidad de la alta cocina
española, el reto ahora es consolidarla y mantenerla en el futuro y en esto
tendrán mucho que decir los cocineros y cocineras jóvenes. En cualquier caso
personalidades de la cocina como Juan Mari Arzack o Ferran Adría se muestran
muy optimistas sobre el futuro de la alta cocina española (6). En este
sentido no parece oportuno promocionar la cocina española ligando en exceso la
gastronomía con la salud, como hace Carme Ruscadella, desde su posición de
“multiestrellada Michelin”, quien ha emprendido una batalla en defensa de la
salud: “Nos interesa la gastronomía, que es el máximo placer en la mesa, pero
en paralelo trabajamos en la defensa de la salud que contiene la cocina”,
explica, al tiempo que “ofrece menús antiedad con asesoramiento médico” (7).
Francamente, para eso creo que ya están algunas clínicas dietéticas.
Medicalizar la comida, como creo que hoy se hace de forma obsesiva, no parece
que vaya a mejorar y prestigiar la gastronomía española. No me imagino a nadie
que pueda permitirse ir a un restaurante con tres estrellas Michelin que lo
haga pensando en mejorar su salud, para ello ¡bastante tiene con las
recomendaciones de su médico¡
Aunque los logros de la alta cocina sean motivo de orgullo y de prestigio
gastronómico, lo que realmente determina el nivel culinario de un país es el
día a día, que los restaurantes y bares populares que pueblan las ciudades y
pueblos de España representan. El nivel alcanzado en estos establecimientos es,
en general, más que aceptable, y es el que aprecian y difunden los turistas que
nos visitan y disfrutamos los españoles en los ratos de ocio. Hablando de
cocina sencilla, asequible y tradicional, no me resisto a citar el libro de
Ángela Landa, editado por primera vez en 1992: A fuego lento. Para mí
uno de los mejores libros de recetas publicado en los últimos tiempos. Recoge
una amplia selección de la cocina de siempre, clásica y a la vez popular. La
explicación de las 179 recetas (salados y dulces) es clara y sencilla, lo cual,
unido a la ausencia de ingredientes raros, permite realizar sin dificultad lo
mejor de nuestra tradición gastronómica. En unos momentos en los que ya se
están corrigiendo algunos excesos de la llamada nueva cocina, nada más oportuno
que este libro que muestra una forma de guisar fijada en nuestra memoria y que
muchas veces añoramos. Desde luego, yo no tardé en incluirlo, junto con La
cocina práctica de “Picadillo, ¿Quiere comer bien? de Carmen de
Burgo y Manual clásico de cocina. Recetario de la Sección Femenina del
Movimiento, entre mis libros de consulta favoritos.
Por último, y para finalizar este breve repaso de la gastronomía española,
indicar que en 1980 se crea, como asociación cultural, la Real Academia
Española de Gastronomía, que se adapta posteriormente a la Ley Orgánica de 22
de marzo de 2002, y en el año 2008, el gobierno de España declara la cocina y
la gastronomía de las nacionalidades y regiones de España como parte
fundamental del patrimonio cultural del país. El objetivo es el de “preservar,
actualizar y desarrollar” el patrimonio gastrocultural y que difunda los
aspectos más positivos de la alimentación, la cocina y la gastronomía en el
mundo.
El progreso y reconocimiento de nuestra cocina a nivel internacional se podría
medir, con todas las críticas que se quiera, por el numero de estrellas que nos
“otorga” la famosa guía francesa “Michelin”, fundada en 1920 y que desde 1926
aplica estrellas para designar a los mejores restaurantes y en el año 1931
aparece la clasificación de 1, 2 o 3 estrellas. Entre 1936 y 1938 la guía concedió
por primera vez una estrella a cinco establecimientos españolas (tres en
Barcelona y dos en Madrid). Los conflictos bélicos suspendieron su publicación
durante quince años, y desde 1952 hay que esperar a 1974 para que aparezcan dos
restaurantes españoles en la lista con una estrella: Zalacain y Arzak. Desde
entonces se han ido incorporando, de modo progresivo, numerosos restaurantes
hasta llegar a la edición para 2013 en la que aparecen 7 restaurantes con tres
estrellas, 17 con dos estrellas y 123 con una estrella. En total contamos con
147 restaurantes premiados con estrellas. Sin embargo, a pesar del alto nivel
alcanzado, España está en el sexto lugar del ranking mundial por restaurantes
premiados, por detrás de Japón, Francia (594), Italia (307), Alemania (255) y
Reino Unido (152), aunque a este último país le superaríamos en restaurantes
con tres estrellas (7 frente a 4). Las “Guías Michelin” para muchos pueden ser
injustas y dar lugar a fuertes controversias entre los críticos gastronómicos,
restauradores y público en general, pero no se puede negar que dada la gran
difusión que alcanzan tienen una gran repercusión en la opinión pública
mundial, en relación a la gastronomía de los distintos países, aunque al mismo
tiempo se reconozca que el criterio de los expertos o inspectores que las
realizan son siempre subjetivos.
Referencias.
(1) Juan Eslava Galán. Tumbaollas y hambrientos. Plaza
y Janés Editores, S.A. 1999.
(2) Isabel Moyano Andrés. La cocina escrita.
Biblioteca Nacional de España.
www.bne.es/es...ocina/.../cocina estudio 1.pdf
(3) Pilar Bueno y Raimundo Ortega. La evolución del
gusto culinario en España en los siglos XiX y XX
www.revistadelibros.com/.../de-la-fonda-a-la-nueva-cocina-la-evo...
(4) Condesa de Pardo Bazan. La cocina española
antigua. Biblioteca de la Mujer Nº 10 Cia Ibero-Americana de Publicaciones
(S.A.). Madrid, Buenos Aires.
(5) María Paz Moreno. De la pagina al plato. El libro
de cocina en España. Ed. Trea. 2012.
(6) Pilar Bueno y Raimundo Ortega. Un cuarto de siglo
de la cocina española.
www.revistadelibros.com/articulo imprimible.php?
(8) El País, Ruscadella apuesta por cocina buena y
saludable. Diciembre de 2012.
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