lunes, 2 de abril de 2018

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LA COCINA DEL SIGLO XIX



Fondas, mesones y restaurantes. Los viajeros románticos y la cocina.


La cocina del siglo XIX.
Aunque el siglo se inicia en España con las guerras napoleónicas, seguidas después por las guerras carlistas, y continua durante los dos primeros tercios del siglo con fuertes convulsiones sociales que asolan al país, no parece que estos hechos afectasen a los gustos culinarios, en los que continúa la influencia francesa y algo menos la italiana. No existió en España una revolución, como en Francia, que impidiera a la aristocracia continuar disfrutando de una gastronomía que imitaba a la francesa. Ni obligó, como en Francia, a los cocineros de los palacios a instalar restaurantes donde la alta burguesía, que gustaba de la gastronomía, disfrutara del placer de la comida. Al final del siglo XVIII lo castizo era la moda entre la aristocracia; sólo cuarenta años después lo fino era renegar de lo castizo y comportarse a la francesa. La cocina francesa había desplazado a la italiana en la estimación de las clases altas.
  Esto fue así a pesar de que las guerras napoleónicas desataron reacciones patrióticas, muchas veces antifrancesas, e incipientes valores nacionalistas que como es lógico llegaron a la gastronomía. Todo el siglo XIX es una controversia entre los partidarios de la cocina a la francesa y lo defensores de una cocina nacional española, o mejor dicho de la cocina de las regiones de España entre los que se distinguieron D. Mariano Pardo Figueroa, el doctor Thebussem, y D. José Castro Serrano. Pero como dicen Luján y Perucho (1) ¿Qué podíamos oponer los españoles? No, ciertamente nuestra cocina culta, la impresa en los recetarios, la de Montiño o Nola, que resultaba anacrónica y malsana. “Contra la cocina francesa solo se podía oponer, si es que había verdadera necesidad de oponerse, nuestra cocina popular, humilde y desdeñada, pero fragante, que se había refugiado en las regiones”.
  Puede sorprender, pero en el periodo de la Restauración es para Luján y Bettonica (2) cuando más y mejor comió el español, el pudiente por supuesto, el de las clases aristocráticas y medias altas, porque a los demás les costa-ba bastante conseguir su alimento diario, practicando una forzada sobriedad, que algunos autores moralizantes llamaron ¿la sobriedad española? En las casas opulentas por las mesas pasaban no menos de cinco o seis platos y otros tantos postres: entremeses, consomés y sopas, platos de verdura, de huevos, de pescado, platos de carne y otro de volatería (2). Es la época en que en las revistas de la clase alta surgen secciones gastronómicas dirigidas a los gourmets, entre pedantes y advenedizos, que pontifican sobre viandas, manjares, recetas y vinos. Cuando la realidad era que la cocina de esos años o era imitación de la francesa o degeneración de las tradicionales regionales.
  Pero ¿cómo eran y qué revelan algunos de los platos que prestigiados gastrónomos de la época, como el doctor Thebussem, consideraban básicos según algunos de los recetarios más conocidos de la época? (3) “Tomemos el Manual del cocinero (1828), de autor anónimo, el famoso Practicón (1894), de Ángel Muro, y El arte culinario (1900), de Adolfo Solichón, y repasemos algunas recetas. Los pescados, por ejemplo, se solían cocer en caldos cortos en los que se mezclaban en unos, agua, leche, hierbas aromáticas y vino blanco o vinagre, en otros vino tinto y perejil. Frecuentemente se rellenaban con pescado, se rebozaban en pan rallado y queso de Parma y se freían en manteca de vaca -el aceite no era muy utilizado por los buenos cocineros- y se podían servir, por añadidura, con salsa de tomate. Pero no eran más ligeras las pre-paraciones de muchos platos de carne, en los cuales se repite el ciclo de adobarlos con hierbas aromáticas, limón y vinagre; cocerlos después y rebozarlos con miga de pan y presentarlos envueltos, una vez fritos, por ejemplo, en lon-chas de tocino. Estaban también de moda entremeses tales como las «chartreuses» o «cartujas»: platos confeccionados a base de verduras como la remolacha, los nabos y los espárragos, a los que se añadían quenefas rellenas de trufas, setas y filetes de pollo para, a continuación y una vez pintados con clara de huevo, cocerlos -eso sí, por poco tiempo- y servirlos con una salsa semiglaseada. Y aún podían tomar postres tan pesados como la «Babá à la d'Alambert», un «bavarois» de pesadísima pasta ligada con abundantes huevos, manteca fina, harina y un cuarterón de pasas de Corinto y de Esmirna a la que se almibaraba con ron, regándose a continuación con kirsch o cognac y glaseándose con mermelada caliente de albaricoque”.
   Mientras tanto los pobres y las clases populares formadas por campesinos, obreros, artesanos, trabajadores por cuenta propia y el escalón más bajo de los funcionarios: los “covachuelistas”, que vendrían a ser la versión de aquellos hidalgos pobres del Siglo de Oro que tenían que fingir que comían. Ninguno de estos grupos nadaba en la abundancia y cada uno de ellos se las arreglaba para comer a su manera y como podía. Los pobres pasaban hambre y en general se alimentaban de gachas, poleás y legumbres y, sobre todo, de la caridad. Por encima de estos estaban los que se alimentaban con las sobras halladas en las basuras de las casas ricas o de las piltrafas de carne y sebo sobrantes de las carnicerías, posiblemente organizados, con esto y algu-na legumbre y verdura que apañaran, harían una rudimentaria olla podrida.
    La comida de muchas familias obreras durante los peores tiempos de la Restauración no pasaría de “un sopicaldo con algunos garbanzos y el sabor que alcanzara a darle un grumo de manteca rancia y un hueso” (4) o aún peor: borona mojada en tocino previamente derretido en la sartén, o bien migas de pan o harina de trigo con ajo, tocino o aceite, acompañadas, cuando se podía, con un arenque. En los periodos de calor no faltaba el gazpacho: algunas legumbres, agua, pan, aceite, sal y vinagre. La comida de la gente humilde, tanto del campo como de la ciudad, era pobre y monótona basada en el pan, más o menos negro, y legumbres sazonadas con algo de aceite, apenas prueban la carne ni el vino que era caro. El postre se reducía a frutos secos, avellanas, nueces, castañas y más raramente fruta fresca, cuando la cosecha maduraba de golpe y caían los precios. Esta cultura del hambre se compensaba con las comilonas de las fiestas: el patrón, nochebuena, las bodas e incluso los funerales, “en las que en un día podían comer lo que no hacían en un año”.
  En las ciudades los artesanos y los trabajadores por cuenta propia también tenían sus dificultades para comer como posiblemente les gustaría. Mesonero Romanos describe el menú de un madrileño modesto (4): “Desayuna chocolate con un panecillo; a las once, otro bollo mojado en vino; a las tres, almuerza un cocido de garbanzos; a las seis, si es verano, limonada o batido de leche; a las diez, cena frugal y a la cama.” Entre las clases populares madrileñas, según indica Martínez de Velasco en la Ilustración (5), los platos favoritos serían, además de la sopa, la sopa de ajo, el aladroque (anchoas), el escabeche en ensalada, las judías blancas estofadas, las lentejas, los garbanzos, las judías verdes con salchicha, las rajas de pescado, las calderetas y el batallón. El batallón es un estofado modesto…“con media libra de carne, dos onzas de aceite, ajos y cebollas, pimentón y cuatro libras de patatas dan de comer a diez personas y todavía sobra para el aguador. Si es abstinencia, en lugar de carne se pone bacalao cercano a la raspa, el más barato vulgarmente llamado de perro”. Así que si quitando el cocido, el potaje y los trocitos de carne de tercera del batallón, por lo que se refiere a la carne al pueblo sólo le queda para incluir en su cocina casquería y despojos.
    Se puede pensar en la existencia de dos cocinas: una la cocina francesa, o mejor imitación de la cocina francesa, de las clases más pudientes, la gente con pretensiones elegantes o la burguesía adinerada y otra, la cocina popular muy distante de cualquier refinamiento y cuya única finalidad era cubrir las necesidades del sustento diario de las familias. Fuera de esto, según los escritores de la época, sólo había pesadez, falta de armonía, platos abigarrados y sobre todo el abuso de técnicas francesas que ocultaban los ingredientes nacionales. Las clases pudientes despreciaban los alimentos baratos, mostrando preferencia por la carne, entremeses, dulces, entre ellos el arroz con leche que era el postre favorito de Isabel II, en menús de cinco o más platos y otros tantos postres. La necesidad de beber frío por parte de las clases acomodadas, y sobre todo en la capital, hace que se elaboren bebidas con hielo picado, tal y como pueden ser los sorbetes o los helados. El refresco más elegante era el agraz, esto es zumo de uva verde con agua y azúcar, además se bebía horchata, y cerveza, las más de las veces rebajada con limonada fría, siendo la bebida popular el agua azucarada, conocida en la época como azucarillo, que se vendía en puestos instalados en los paseos.
    Entre los primeros que criticaron el lamentable estado de la gastronomía española destaca Mariano José de Larra, quien en 1833 en el artículo La fonda Nueva escribe (4): “¿Quiere usted que le diga lo que nos darán en cualquier fonda a la que vayamos? ...una sopa que llaman de hierbas y que no podría acertar a tener nombre más alusivo; estofado de vaca a la italiana que es cosa nueva, ternera mechada, que es cosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; fritos de sesos y manos de carnero, hechos aquellos y estos a fuerza de pan; una polla que se dejaron otros ayer y unos postres que nos dejaremos nosotros para mañana.” Pero ya antes, en 1828, en otro articulo titulado “Correspondencia del duende” (3), criticaba el “tecnicismo gastronómico galo-hispano que nos impide poner a los manjares nombres españoles” y se quejaba de la tendencia a desvirtuar el sabor de los alimentos, al tiempo que se dolía de que no hubiese “fondas en las que se pudiera degustar decorosamente platos que no fuesen estofado a la italiana, ternera mechada, frito de sesos, manos de carnero, pollo duro y postres hechos la víspera.”, ni en general, “fondas decentes donde comer a gusto y con finura.”
   La opinión del general O´Donnel; en realidad de Galdos, autor que se informaba bien antes de escribir, no era tampoco muy satisfactoria (4): “Fuera de unas pocas casas, hasta las familias más ricas no saben salir del cocido indigesto, y de los estofados, pepitorias y fritangas. Y en la manera de comer guardan la tradición: se atrancan y no comen realmente; no saben lo que es la variedad, la composición artística de las viandas para producir sabores especiales y excitantes; no han llegado a penetrar la filosofía del condimento … En el beber tragan líquidos sin apreciar el rico bouquet de cada uno, sin distinguir los innumerables acentos que forman el lenguaje de los vinos.”
    A diferencia de lo que ocurría en Francia, donde se estaba iniciando una gran reforma de la cocina, en España la cocina cortesana continuaba fiel a los métodos de los siglos anteriores, que eran los de la cocina francesa. La mayoría de los libros de cocina que se publican eran traducciones de libros franceses, por lo que las posibles aportaciones culinarias españolas o las adaptaciones a los usos y costumbres españolas brillaban por su ausencia. En este sentido cabe destacar por la gran influencia que ejerció en la gastronomía española de las élites del siglo XIX, el Libro de la cocina, obra del cocinero francés Jules Gouffé, jefe de cocina del Jockey Club de París, en el que aparecen todas las novedades gastronómicas de la época así como una revisión critica de la culinaria preexistente. El libro fue editado en España en 1885.
    Con la excepción de algún recetario catalán hay que esperar casi a finales de siglo para que aparezcan libros de cocina españoles dignos de mención. Posiblemente la razón de que sean las publicaciones de recetarios catalanes las que dominen hasta prácticamente el último tercio del siglo XIX, no sea otra que la consecuencia del desarrollo temprano, en relación a otras ciudades, de la burguesía barcelonesa, con sus nuevas maneras de entender y disfrutar la gastronomía. Está sería la razón última que explica la aparición, por esta época, de prestigiosos restaurantes en Barcelona, donde los profesionales de la hostelería ponen en práctica los grandes principios de la cocina.
    Hasta la aparición de La cocinera catalana, o sea, reglas útiles, fáciles, seguras y económicas para cocinar bien; escogidas de los autores que mejor han escrito sobre esta materia, anónimo publicado en 1835 en catalán, todos los libros de cocina se dirigían a la nobleza o a los cocineros profesionales. El mérito de este recetario es que intenta que la cocina catalana llegue al gran publico. Sus múltiples ediciones a lo largo del siglo XIX y principios del XX alcanzaron gran popularidad. Para Bueno y Ortega (3) “Las recetas muestran una predilección acusada por las carnes de cerdo, pollo, liebre o conejo, aun cuando no se olvida la caza o el cabrito. Con los peces se hacen sopas, albóndigas y arroz; en las salsas aparecen los típicos contrastes de dulce y salado, pero son casi sin excepción espesas y aromatizadas en demasía y se aconseja cómo condimentar los caracoles, la lamprea, el esturión e incluso las setas, aunque el primer tratado completo de la utilización de las setas en la cocina está escrito por un micófilo vasco y apareció publicado en el año 1897”.
    Así, bajo la influencia francesa y en menor intensidad de la italiana va languideciendo la cocina española y, como dice Carlos Delgado (6), “hay que esperar a 1888 para que D. Mariano Pardo de Figueroa (Dr. Thebussem) en su libro La mesa moderna. Cartas sobre el comedor y la cocina cambiadas entre el Dr. Thebussem y un cocinero de S.M. reivindique, con un indudable sentido cosmopolita, la cocina española, sentando el comienzo de nuestra recuperación gastronómica”. Se trata de un a serie de cartas en las que se recoge la polémica gastronómica que sobre una serie de asuntos mantenían el Dr. Thebussem y el escritor José Castro Serrano (que firmaba como “Un cocinero se Su Majestad”) y que constituye el intento más serio de sentar las bases de una cocina nacional. En él critican la imitación de la cocina francesa, la falta de buenos recetarios españoles y el olvido por la prensa de la gastronomía.
   Thebussem insiste en que no hay cocina nacional. Sólo tres platos serían nacionales: el arroz a la valenciana, el bacalao a la vizcaína y la olla podrida o cocido. Aun así, escribe: “El cocido, que parece ser el lazo de unión constitucional entre los antiguos reinos, carece aún hoy de una fórmula concreta y que obligue a todos. La olla podrida de Extremadura no es el puchero de Andalucía: ni una ni otro son el cocido de Castilla, ni en Cataluña, Galicia y las vascongadas pueden comerlo los transeúntes con el gusto de su misma tierra, que es a lo que aspira el nacional en su Patria.” El resto serían platos regionales, que es donde estaría la verdadera cocina en España, aconsejando por ello el respeto por las cocinas regionales. En general opina que debe moderarse el gran consumo de aceite, de azafrán, de orégano y el uso inmoderado de sal-sas. Es especialmente crítico con las salsas por la tendencia a que contengan demasiadas especias fuertes, que lo que hacen es que se pierdan los sabores originales del plato y cuya única finalidad es ocultar o encubrir productos o sabores recios. Concluye que “la tragedia de la cocina española es que las salsas, en lugar de complementar el manjar son una tapadera del motivo central del plato”. Por el contrario, hace una alabanza del frito, “que no disimula ninguno de los defectos de los alimentos”, lo que, aunque de forma indirecta, es una reivindicación del aceite de oliva. Esto podría sonar extraño en una época en que los fritos no gozaban de gran predicamento, ni fuera ni dentro de España. Su mala fama era en gran parte debido a la mala calidad de las grasas y del aceite de oliva, del que se desconocían sus buenas cualidades. Sorprendentemente para las mentes de hoy, despreciaba el marisco, del que decía: “ni es alimento, ni ocupa sitio en el estomago. Es un líquido cuasi sólido”.
  Para el Dr. Thebussem en España sólo eran conscientes de lo que comían y sus mesas no los ponían en ridículo, aunque por causas opuestas, los miembros de las clases más altas y más bajas, mientras que la clase me-dia, dice, ni come ni, salvo excepciones, sabe comer, y añadía que lo que la clase media califica de alta cocina son unos guisos incomibles. No cabe duda que la gran cocina francesa del siglo XIX fue seguida en España por una minoría de privilegiados de la declinante aristocracia viajera que acataba e imitaba fielmente el magisterio gastronómico de París. En realidad, lo que Pardo de Figueroa y Castro Serrano aborrecían no era la cocina francesa, que conocían bien, sino las imitaciones sin criterio, al tiempo que los conocimientos que tenían de las cocinas regionales no les permitía olvidar que en España se podía comer excelentemente bien. Para el cocinero de S.M. una buena comida no debe pasar de una «excelente sopa, una carne, un pescado, una cosa que no sea ni pescado ni carne, un dulce de cocina y un ave dorada al reloj».
    Tras Thebussem surgen a finales del siglo XIX otros estudiosos de la cocina española, con el objetivo común de ensalzarla y de recuperar su prestigio. De entre ellos destaca el escritor, ingeniero y cocinero Ángel Muro con su libro El practicón: tratado completo de cocina al alcance de todos y aprovechamiento de sobras, del que se hicieron 34 ediciones, la primera de 1894 (aunque puede ser de 1884) y la última de 1982. El libro, que se convirtió en un clásico de la cocina, fue extraordinariamente popular hasta el comienzo de la década de los años 30, ya en el siglo XX, aunque como hemos dicho se volvió a reeditar en 1982, pero ya más para bibliófilos y aficionados. Comprende, “en varias secciones todo lo que atañe a las primeras materias de la cocina, caldos, sopas, potajes, cocina de carne y de vigilia, entremeses, postres, pastelería, conservas, y lo que yo creo más importante, el arte de saber aprovechar las sobras… pues en la cocina no debe perderse una partícula de alimento”. Antes, en 1892, había publicado El diccionario general de cocina en dos volúmenes y entre 1892 y 1895, con periodicidad mensual, unas Conferencias Culinarias, imprescindibles para conocer la cocina de la época.
    Aunque el empeño de estos autores era la defensa de la cocina española y no olvidemos que Muro era amigo de la condesa de Pardo Bazan, destacada defensora de la cocina como parte de la cultura española e implacable crítica de los imitadores de la cocina francesa, y que Muro había escrito cosas como: “España… es el país que reúne mayores elementos para el mejor régimen alimenticio de todos sus habitantes. Si España no tiene la gloría de imponerse con su cocina a todas las demás naciones como le sucede a Francia, débelo a su sobriedad, que no sugiere a sus moradores otra idea que la de comer para vivir y no vivir para comer”. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes nos encontramos, como indica María Paz (7), con que: “Manuel Martínez Llopis, autor de una Historia de la gastronomía española publicada en 1981, critica la obra de Muro por acusar excesivamente la influencia francesa. De El Practicon dirá que es una obra “totalmente inspirada en la cocina francesa. En cuanto al Diccionario de cocina, señala que esta inspirado en Le grand dictionnaire de cuisine de Alejandro Dumas, afirmando que “es interesante por las anécdotas, artículos, poesía y datos que recoge, pero no cuenta para nada con la cocina española, tanto que podría decirse es una obra francesa, en la que su autor se muestra deslumbrado por el brillo y la originalidad de este, en algunos aspectos maravilloso, fin de siglo francés”.
    Para Eslava Galán (4): “Donde la cocina autóctona mantuvo cierta independencia fue en la dulcería que, refinada al contacto con lo italiano y lo francés, alcanza en estos años sus mayores cotas. En competencia con los mojicones, bizcochos, tocinillos de cielo, jaleas y otras empalagosas delicadezas, tradicionales en los obradores de los conventos de monjas, los obradores laicos de la Restauración producían enormes tartas o ramilletes de bizcocho guirlache, huevo hilado, dulces y bombones que había que transportar entre dos hombres. A los mazapanes de Toledo, presentados en forma de culebra enroscada, les hacían competencia las torres de mazapán que preparaban las confiterías madrileñas”. El otro producto que mantuvo su vigencia durante el siglo XIX, aunque siempre amenazado por el café, fue el chocolate.

Fondas, mesones y restaurantes.
      Como no podía ser de otra forma y a imitación de lo que estaba ocurriendo en Francia, en las primeras décadas del siglo comenzaron abrirse, especialmente en Barcelona y Madrid, restaurantes más o menos lujosos que conviven con fondas, figones, tascas, tabernas, posadas y ventas, a las que acudían las gentes de menor poder adquisitivo. Las fondas, cuyo término comienza ahora a generalizarse, es donde hay comedores y se hace comida para llevar, mientras que en las posadas y ventas, además de comida, había alojamiento para los viajeros. Las posadas se ubicaban en los pueblos y ciudades mientras que las ventas estaban en los caminos. A estos establecimientos de comidas cada vez va más gente, especialmente en las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, a donde van llegando numerosos emigrantes procedentes de distintas zonas de España, lo que además de impulsar la cocina facilitó la divulgación de los principales platos regionales. En el caso concreto de Madrid, que a la llegada de emigrantes se une su condición de capital, se van abriendo fondas y tascas por gentes de todas las regiones de España donde, sin renunciar el cocido y a los callos, se guisan los platos más característicos de todas las cocinas regionales, en especial los más populares y humildes. No faltaban los locales que además de las comidas propias ofrecían adaptaciones de la cocina francesa.
    Este sería el caso de la Fonda Española de Perote y Lopresti, que describe Pérez Galdos en Montes de Oca: “En los cuarenta andaba el siglo cuando se inauguró (calle de la Abada, número tantos) el comedor o comedero público de Perote y Lopresti, con el rótulo de Fonda Española. No digamos, extremando el elogio, que fue el primer establecimiento montado en Madrid según el moderno estilo francés… Es forzoso reconocer que si nuestros antiguos bodegones y hosterías mantenían la tradición del comer castizo, bien sazonado y substancioso, los italianos, maestros en esta como en otras artes, introdujeron las buenas formas de servicio y un poco de aseo… No fue tampoco reforma baladí el sustituir la lista verbal, recitada por el mozo, con la lista escrita… Lo que principalmente constituye el mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la regla económica de servir buen número de pla-tos por un módico estipendio… pues con tal sistema adaptaban su industria a la pobreza nacional, y establecían relaciones seguras con un público casi totalmente compuesto de empleados y militares de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de familias que empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días señalados o conmemorativos”. En la “Fonda Española” se podía disfrutar de chuletas a la papillote, y bisteques con guarnición de patatas “sopladas”, asados un poquito crudos (comme il faut) y pavas de Périgueux, pasteles de Périgord, timbales de macarrón y hasta croquetas a la manera de Genieys. De postre no faltan los flanes y los bizcochos borrachos con nata y fruta escarchada. Todo ello generosamente regado con vino de Burdeos y seguido de café negro sotana, espeso y amargo, nada de chocolate (4).
   Si bien en las ventas la comida seguía siendo en general mala y mal condimentada y las raciones más bien escasas; en las ciudades, dependiendo de las posibilidades del mercado local, desde finales del siglo XIX, había excelentes casas de comida al margen de los restaurantes, más o menos afrancesados, donde se podía disfrutar de “costillas asadas, huevos con salsa de tomate, caldereta de cordero, lomo de orza, conejo con ajos y hierbas, porciones de truchas fluviales con tocino y pollo frito al aceite” y “para los más modestos sigue habiendo los clásicos mesones donde sirven como almuerzo huevos fritos y uno o dos platos y de postre pasas y almendras. También se puede encontrar un buen besugo y después del postre sirven café” (4).
   Gozaron de justa fama en Madrid locales como el mesón de “Paredes” o el del “Tío Lucas” o restaurantes, que sin ser populares tampoco eran de lujo como el conocido “Botín”, que ya se había abierto en 1725, y que representaban el punto medio entre los restaurantes de lujo y las tabernas, y desde 1870 “La Bola”, donde desde hace 140 años se elabora un muy afamado cocido madrileño. Otras casas de comidas fueron “Casa Alberto” abierta en 1827 y “casa Labra” en 1860, famosa por sus platos de bacalao, ya fuese en croquetas o como soldaditos de Pavía o “Casa Ciriaco” que abrió en 1887 y todavía hoy su gallina en pepitoria sigue atrayendo a muchos comensales.
   En estos establecimientos de cocina popular no podían faltar platos como el cocido o los callos a la madrileña y pronto se hicieron famosos otros como las judías del Tío Lucas, que Ángel Muro en sus Conferencias culinarias, nos da la receta del propio Tío Lucas (2): “Se mete en una olla de barro, una livra de tozino muy partio, con Azeite paque se reajogue bien i sechan cuatro livras diluvias con cebollas, agos, perejil, comino, laurel, sal, pimentón i arrima la oya al fogon que cuescacuatro oras.” Para los callos daremos la receta de Adolfo Solichon (8), pues aunque su Arte Culinario es probablemente de 1900, fue discípulo de “Casa Lhardy”, fundada en 1839, que ofrecía los callos más afamados de Madrid: “Una vez limpios y partidos en pedazos cuadrados, se pondrán a cocer en una olla de barro con una cebolla, una zanahoria, chorizos extremeños, dos morcillas, dos o tres manos de vaca en pedazos, un buen trozo de jamón, una cabeza de ajos, un poco de pimiento picante y sal, y se cubre todo con mitad de caldo y mitad de agua. Se dejarán cocer a fuego lento unas ocho horas hasta que estén. Una vez cocidos se hace rehogar en una cacerola con manteca de cerdo un poco de cebolla picada muy fina y unos pedazos de jamón. Añádase un poco de harina y si se quiere, una avellanas machacadas. Desliese con salsa de tomate y con caldo donde han cocido los callos, y entonces se echaran éstos en esa salsa, donde se les dejará cocer durante una media hora. Al servirse se cortan las morcillas, los chorizos, las manos de vaca y el jamón en pedazos regulares, que se colocaran en la fuente alrededor de los callos. Las legumbres se tiran, pues no se sirven”.
    Otras muchas ciudades gozaron desde finales del siglo XIX de excelentes casa de comidas. En Barcelona, que ya desde 1840 contaba con una guía de fondas y casas de comidas, alcanzaron fama locales como el ”Beco del Recó”, por su liebre guisada, el “Sable” por el estofado de toro y el bacalla a la llauna, o el “Can Soler”, por su sencilla cocina de pescado. Sin olvidar las tabernas donde el llomillo amb mon-getes, eran excelentes.
   En Bilbao contaban con el “El Amparo”, que compaginaba la alta cocina francesa e internacional con la popular vasca. “El Amparo” comenzó en 1886 como txakoli o taberna, en el que guisaba fenomenalmente Felipa de Eguilior, para irse transformándose paulatinamente en restaurante de la mano de sus hijas; Vicenta, Ursula y Sira que se habían instruido en Francia y cuyas recetas se publicaron por primera vez en El Amparo. Sus platos favoritos, en 1930, cuando ya el restaurante había cerrado en 1918. El Amparo como merendero primero, como casa de comidas después, y como gran restaurante afrancesado ya en el siglo XX, fue el gran templo de la gastronomía vizcaína.
     En el barrio de Arantzazu en Oñate (Guipúzcoa) abrió sus puertas, en 1898 como hostal que servía comida tradicional vasca el “Zelai Zabal” que terminó transformándose en prestigioso restaurante. En general en el país vasco y en particular en Guipúzcoa, la cocina contaba con una extraordinaria e inapreciable ayuda para su desarrollo que eran las sociedades gastronómicas.
    En Segovia abrieron en el siglo XIX: “Casa Duque” en1880 y el “Mesón de Candido” en 1886, que con sus asados castellanos se terminaron convirtiendo en parada obligatoria para todos los viajeros que visitan la ciudad.
   A Coruña (9) contaban desde 1780 con “La Marina”, donde se podía ver como preparaban las viandas: caldo gallego, merluza, callos, carne asada, cabrito, lacón con grelos, filloas y siempre algún marisco: nécoras, cigalas, centollas, vieiras, etc. Otra casa de comidas muy popular entre los coruñeses era “Casa Naveiro” o “Viuda de Naviero”, fundado en 1890, con sus largas mesas de madera, a la orilla de la cocina y en la que los comensales se iban sentando según llegaran, aunque no fuesen juntos, y lugar desde el que se maravillaban viendo funcionar el fogón. Disponía también de dos comedores convencionales, de mesas separadas. En “Naveiro” era muy apreciado el caldiño, la merluza, el rodaballo a la gallega, callos, lacón con grelos, cocido, empanada; conejo de monte, perdiz, lamprea y el marisco.
   No faltaron las replicas de los grandes restaurantes franceses y solo seis años después de las quejas de Larra, añorando la ausencia de buenos restaurantes en España, abrió sus puertas en 1839 “Llardy”, el que durante muchas décadas se considero como el mejor y más elegante restaurante de Madrid y donde se comía a la europea, aunque posiblemente para satisfacer los nuevos gustos de su adinerada y aristocrática clientela pronto incorporó a su carta platos populares, de modo que, curiosamente, con el paso del tiempo sus más famosas especialidades eran los callos y sobre todo el cocido de tres vuelcos y por supuesto la sopa. Aunque de los callos hay que decir como del cocido que cada región tiene los suyos; hay callos, además de a la madrileña, que son los de Llardy, a la riojana, a la catalana, a la vasca, o callos con gar-banzos como es el caso de Galicia o Andalucía.
    En cualquier caso “Llardy”, que fue el lugar de reunión de la las clases adineradas de la corte durante finales del siglo XIX y al que alguna vez asistió Isabel II, era ante un restaurante de cocina europea, donde se servían “los mejores embutidos extranjeros, las mantequillas finas, la pasta italiana más selecta, los foie gras y los coñacs más reputados, los vinos franceses más exquisitos. Su pastelería es única y su volauvent, sus platos de caza, hacen de este restaurante uno de los primeros de Europa” (2). Otros grandes restaurantes madrileños, que rivalizaron con “Llardy” fueron “Fornos”, que estaba abierto día y noche y que terminó siendo tan famoso o más que “Llardy”, y los restaurantes de algunos hoteles como el Ingles, el Imperial, el Paris y el “Ritz”.
   Los restaurantes barceloneses abiertos en el siglo XIX, en general mejores que los de Madrid, pronto alcanzaron fama mundial. El mejor, abierto en 1861, resulto ser el “Grand Restaurant de France”, más tarde conocido por “Justin”, donde la cocina francesa alcanzó un refinamiento insólito para disfrute de la alta sociedad. Junto al “Justin” estaban, según Lujan y Bettonica (2), el Continental, el Hotel Falcó, el Martin, el Suizo, “Maison Dorée”, “Les Set Portes” que fueron algunos de los más conocidos y cimentaron la fama de Barcelona como lugar de buen comer. De estos, el considerado como el mejor fue el Restaurante del Café Continental, donde además de las “becases sur canapé”, la “tête de veau”, el “lenguado Marguery” o el “cassoulet”, era muy apreciada la “escudella catalana” y sobre todo su carne de buey, con la que competía el filete con patatas “souffées” del Suizo, que había abierto como Café en 1861, pero ya era un gran restaurante en 1866. La clientela del Suizo era quizá menos elegante que la del “Maison Dorée”, conocido como “Can Marten”, restaurante afrancesado, caracterizado porque en los primeros años ofrecía un cubierto de cuatro entradas, realmente pantagruélico.
    En las Navidades de 1838, se inauguró un café que disponía de siete puertas pero que no tenía rotulo, por lo que un periodista lo denomino “Les Set Portes”. A finales del siglo XIX ofrece comidas, destacando entre ellas un plato de arroz de origen barcelonés: el “arroz o paella Parellada”; en realidad el origen de este arroz no esta en el “Set Portes” sino en el Suizo y surge cuando Don Julio Parellada, un dandy y gastrónomo adinerado barcelonés, pidió al camarero un arroz especial que aportase todos sus tropezones sin huesos ni espinas. Se elaboró el plato y se fue repitiendo la petición. Cada vez que pedía el plato el camarero lo encargaba a la cocina como “un arroz Parellada”, que otros clientes también fueron pidiendo con lo cual terminó incorporado a la minuta del Suizo (2). Luego fue pasando a otros restaurantes, entre ellos al “Set Portes”. Finalizaremos el recorrido de los restaurantes barceloneses con el “Lyon d`Or”, que sin pertenecer a la élite de los míticos si alcanzó un nivel respetable. A este restaurante asistían no sólo las clases adineradas sino también lo que entonces se llamaba menestralía o burguesía de la época (2). Finalmente decir que fue cuando, como consecuencia del prestigio de los restaurantes, el barcelonés conoció la carne de buey que podía adquirirla de gran calidad en la Carnicería Modelo de la Rambla.

Los viajeros románticos y la cocina. Los viajeros ilustrados del siglo XVIII con su carácter cientifista y racionalista dejan, en el XIX, paso a los románticos, que ahora son básicamente literatos que buscan lo exótico; algo diametralmente diferente a lo de sus países de origen sean tradiciones, costumbres, viviendas, monumentos, alimentos o la forma de condimentarlos. Viajan para conocer, para ver y para experimentar y sentir sensaciones. Para ellos, España era lejana, remota y exótica y dada su sensibilidad romántica acabo subyugándoles. Pero una cosa era lo que vieron y otra lo que esperaban ver. De ello que muchas veces exagerasen lo visto e ignorasen lo que no les parecía pintoresco y sobrevalorando lo que les parecía exótico. Conscientes de esa tendencia a la exageración, a las situaciones limite que el romanticismo provocaba es como hay que interpretar las opiniones que de la España romántica nos dejaron, y que muchas aún perduran en la imagen que se tiene de España.
   La realidad es que las opiniones negativas no cambian mucho, más bien podría afirmarse lo contrario, acentuándose si cabe la valoración negativa. Salvo alguna excepción los cronistas extranjeros, en especial los franceses, mostraban una gran desconsideración y desprecio por la cocina española, a la que se le seguía achacando los excesos en el uso del ajo y el aceite. Estos viajeros tomaban por representativa la comida que encontraban en las fondas -sin duda no muy sofisticada- que presentaban como ruda y que criticaban sin piedad, considerando que abusaba del ajo y del aceite y que era tosca, grasienta y excesivamente picante. Las características de la cocina española que más solía espantar a los paladares extranjeros eran (10): “la tendencia a chamuscar las carnes, la omnipresencia del ajo, el sabor insidioso de la pi-mienta, el abuso del azafrán y, en general, la manía de condimentar con sabores muy fuertes cualquier plato. Nada, sin embargo, era comparable, a la sensación nauseabunda que despertaban los fritos. Téngase en cuenta a este respecto que se trataba de un aceite sin refinar: una de las anécdotas recurrentes de los viajeros románticos era que el aceite para aliñar la ensalada se cogía... de la lámpara”. Y concretamente entre los franceses se produce un rechazo y desprecio hacia los garbanzos, lo que sorprende, pues en el siglo anterior no fueron objeto de atención por parte de los viajeros extranjeros, destacando en este aspecto Dumas y Théophile Gautier. El primero escribe que “En España no hay más que un plato para todo el mundo: el puchero” que incluye los garbanzos que describe como “peligrosos balines que han de consumirse de uno en uno” y el segundo indica: “El garbanzo es un guisante con pretensiones de alubia, a la que imita bastante bien. Es una legumbre muy caprichosa, tanto física como moralmente; es duro como una bala de fusil y si se le añade una gota de agua fría durante la cocción, aprovecha esta coyuntura para no cocer. Finalmente produce en el estomago el mismo ruido que la alubia en el intestino, pero mucho más rápidamente.” Gautier también se refirió a los garbanzos en su vientre “como granos de plomo sobre un pandero”.
    Theophile Gautier, poeta, dramaturgo, periodista y critico literario francés, que había visitado España en 1840, finalizada la Primera Guerra Carlista, como buen romántico, utilizó en sus libros de viajes la técnica de la exageración hasta la parodia, para trasladar a sus numerosos lectores esa imagen que estaban esperando, la de un país pintoresco e insólito. Aparte de múltiples menciones a almuerzos infectos y cenas nauseabundas, cuando se trataba de hacer una síntesis, el francés no podía ser más claro (10): “La cocina no es el lado brillante de España, y los establecimientos de comidas no han mejorado mucho desde Don Quijote… El gazpacho merece una descripción particular, y vamos a dar la receta, que hubiese puesto los pelos de punta al difunto Brillat-Savarin. Se echa agua en una sopera; a esté agua se le añade un chorro de vinagre, unas cabezas de ajo, cebollas cortadas en cuatro partes, unas rajas de pepino, trozos de pimiento, una pizca de sal, y se corta pan que se deja empapar en esta agradable mezcla, y se sirve frío. En Francia, unos perros un poco bien criados rehusarían comprometer su hocico en semejante mezcolanza”. “Es el plato favorito de los andaluces y las mujeres más bonitas recomiendan para la noche grandes escudillas de este infernal potaje”.
    Poco después de Gautier recorrió España, en 1846, cuando estaba en la cúspide de la fama, el novelista Alejandro Dumas. A él le debemos muchas de las “gracias” sobre la comida española como, la ya comentada, de que los garbanzos hay que comerlos uno a uno, que las aceitunas aliñadas resultan tan ásperas en la boca que uno creería estar mascando un correoso trozo de cuero, o que en España el asador lo hallaréis en todos los diccionarios, más no en cocina alguna. Ayudaba a esta mala imagen el hecho de que las carnes, por lo general de mala calidad, se estofaran con abundante aceite en lugar de asarlas. Para Dumas las gentes de España sustituyen la calidad por la cantidad. Así en 1840 observa (4): “La sobriedad de los españoles es un camelo. Para cuando se comen el puchero, el español medio ya ha tomado su chocolate a las seis de la mañana, un par de huevos fritos a las once, a las seis de la tarde volverá a tomar chocolate, que completará con bizcochos y helados, y a las once de la noche cenará con un guisado tan de institución como el puchero en una casa ordenada. Este guisado se compone de carne de vaca o de ternera que pone al fuego hasta la hora de la comida… ésta es la comida corriente en Castilla… en Galicia el yantar varia, y lo que encuentra el viajero no es el puchero; es el caldo. Y en vez de ese chocolate espeso propio de las dos Castillas hallaréis un chocolate claro.” Parece que en sus recorridos por España sólo vio comer a una parte de los españoles, o por lo menos sólo refleja, en el mejor de los casos, como comen los que “pueden”, los pudientes o aquellos que podríamos decir que disfrutaban de “un mediano pasar”. Desde luego Dumas no se entusiasmaba con la comida española, pues sus opiniones expresadas en Impresiones de un viaje de 1869, son muy claras (7): “Reco-miendo que antes de ir a España se vaya a Italia; es una buena transición entre Francia y España. En Italia se come mal, y los buenos hosteleros dicen: “Monsieur, tengo un cocinero francés”. En España, donde se come abomina-blemente, el hostelero le diría: “Monsieur, nuestro cocinero es italiano”.
   De 1830 a 1833, el inglés Richard Ford vivió en Sevilla, desde donde recorrió toda España. Era un caballero liberal, que había viajado por todo el continente, no ocultaba su convicción de que pertenecía a la generación más culta y al pueblo más ilustrado que jamás había existido. Sin embargo, esto no le impidió ver y anotar sin perjuicios sus experiencias, a diferencia de lo que habían hecho la mayoría de los viajeros que en el siglo XIX nos habían visitado, que no era otra cosa que recoger experiencias y visiones ajenas y mostrar sus repulsas por la comida que les servían. Cuando Ford regresó a Inglaterra, y se estableció en Exeter en una mansión de estilo español (una torre mudejar), se puede decir que estaba completamente hispanizado.
   Ford se había sentido a sus anchas en España recorriendo calles y caminos y disfrutado de los toscos hostales, los caminos, los modales y muchas veces de la comida, que le gustaba así como los cacharros que utilizaban, las ollas y los pucheros, e incluso, a diferencia de los franceses, se reconcilió con los garbanzos, a los que llamaba la patata de España, aunque tampoco ahorró criticas; muchas posadas estaban sucias y eran incomodas, si un viajero quería ser bien tratado, tenía que sobornar a su anfitrión -más habla el dinero que palabras de caballero-. Cataluña, escribe Ford en su “Manual para viajeros por España”, de 1845, no es lugar apropiado para hombre de placeres… gusto o literatura… el vicio se nutre en esta tierra… Los valencianos son vengativos, huraños, volubles y traidores. En Murcia, la clase alta vegeta… la baja es supersticiosa, litigiosa y vengativa. Jerez es una ciudad perdida mal conservada. Málaga… basta un día. Tiene pocos atractivos aparte del clima, las almendras, las pasas y el vino dulce. Y así sigue con Madrid, que es una ciudad de segunda categoría poco hospitalaria… con pinta de convento y aspecto abandonado… y los pueblos extremeños llenos de criaderos de cerdos que “deberían tomar el nombre de coaliciones de ciudades cerdícolas”. Sin embargo, estos comentarios sobre los pueblos extremeños, no le impidieron considerar al jamón de Montánchez como uno de sus grandes descubrimientos; tanto fué así que lo llevó a Inglaterra (junto con el amontillado de Jerez) y descubrir la variedad de las cocinas regionales, lo que le hace expresar que difícilmente se puede hablar de cocina española y que nada es tan difícil como hacer comprender a un cocinero español la cocina francesa, de ahí que “la ruina de los cocineros españoles es el afán de imitar a los extranjeros”. El pensamiento de Ford, en lo relativo a la culinaria española, se puede resumir como (10): “La cocina española tiene una cosa buena: la materia prima, ya sea vegetal o animal. Todo lo que viene después, por lo general, son las distintas maneras de estropear dicho producto hasta conseguir que llegue a la mesa en un estado incomestible o, por lo menos, bastante peor de lo que era en origen”. En este sentido, argumenta, que “los dos vinos peninsulares que merecen la pena, el jerez y el oporto, son los únicos que no son elaborados por los naturales, sino por extranjeros”. No obstante Ford, huye de generalizaciones abusivas y, aunque sostiene que ser buen cocinero es “cosa rara en España”, admite que determinados platos regionales son excelentes y que España es “el país más romántico, alegre y peculiar de toda Europa”.
    Poco antes había visitado Andalucía, en 1830, el joven Disraeli, judío convertido al anglicanismo que llegaría a Primer ministro del Reino Unido, al que le sorprendió que los españoles comieran el tomate de todas las maneras imaginables, aunque parece que no le disgustaba, pues además de reunir varias recetas para hacer olla podrida, también se hizo con la de la salsa de tomate. Peor opinión tenía Mrs Byrne -esposa desde 1842 de William Pitt Byrne propietario de The Morning Post- a juzgar por lo que cuenta en 1866 en “Cosas de España”: el pan aún era pasable pero el ajo y el aceite le revolvían el estomago. El vino estaba normalmente estropeado a causa de las “pieles de cabra manchadas de negra pez”. El Valdepeñas, del que se habla en Inglaterra, es peor aquí que el regaliz de té y el Málaga sabe a medicina.
    Para finalizar con el repaso de las opiniones que de la cocina española nos dejaron los viajeros decimonónicos, elegiremos uno de los menos conocido como tal, aunque no como autor de cuentos infantiles:el danés Hans Christian Andersen, al que parece que de la España de 1860 le gustaba todo, excepto los toros, los altos precios de los hospedajes, el frío del otoño castellano o el desconocimiento que había en España de su persona y su obra. En su simpático recuento de lo que significa viajar por España hace pocas referencias a la gastronomía española. Únicamente algunos comentarios como: …al llegar a Barcelona, donde comimos excelentemente, se sentía uno como en su propia casa… después de abandonar Barcelona, el Paris español, en Valencia vimos cestos de caracolillos comunes, de esos que habíamos comido el día anterior en la sopa y pudimos comer unas “uvas grandes como ciruelas y melones que se derretían en la lengua como nieve y degustar un vino fuerte y sabroso”. En Orihuela… he visto los monumentales edificios de la villa, su grandioso Cuartel de Caballería, el Palacio del Arzobispo y la Catedral; mas no guardo el menor recuerdo de todo ello. En cambio la taberna donde comimos aquel día no la olvidaré jamás. El patio, las habitaciones, la cocina,… en ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga… al llegar a Cádiz fuimos a la Fonda de París, un excelente hotel en todos los sentidos. Su impresión de la España que conoció en el siglo XIX que queda bien reflejada cuando al finalizar el viaje indica: “Me hallaba de tan buen humor como al volver de una fiesta en la que me había sentido tan feliz y me lo había pasado estupendamente. Y ahora, a casita, donde el cora-zón de leales amigos latía por mí y compartía mis penas y alegrías”.
    Para entender las consideraciones gastronómicas que los visitantes hacen de nuestra cocina no hay que olvidar, como ya señalamos, que el objetivo principal y casi único de sus visitas era el encuentro de un país distinto y exótico, que colmara su sed de aventuras; por ello nadie viene a España, hasta la segunda mitad del siglo XX, atraído por su gastronomía.

Referencias.
(1) Nestos Lujan y Juan Perucho. El libro de la cocina española. Gastronomía y historia. Tusquets Editores, S. A. Barcelona. 2003.(2) Néstor Lujan y Luigi Bettonica. Teoria y anécdota de la gastronomía. Salvat, 1974.

(2) Nestor Luján y Luigi Bettonica. Teoria y anécdota de la gastronomía. Savat, 1974.

(3) Pilar bueno y R. Ortega. La evolución del gusto culinario en España durante los siglos XIX y XX. Gastronomía aficionados
www.revistadelibros.com/.../de-la-fonda-nueva-a-la-nueva-cocina-la-evo...

(4) Juan Eslava Galan. Tumba Ollas y hambrientos. Plaza y Janés Ed. S.A. 1999.
 
(5) Citado por Juan esteva Galan (4)
 
(6) Carlos Delgado. Prologo para "Cien recetas magistrales. Diez grandes chefs de la cocina española. Alianza Editorial S. A. Madrid, 1991.
 
(7) Mª Paz Moreno. De la pagina al plato. El libro de la cocina de España. Ed. TREA. 2012.
 
(8) Adolfo Solichon. Arte culinario. tratado práctico y completo de cocina, pastelería y repostería, según la escuela moderna francesa y española. 2ª Ed. Aumentada Madrid. Adrían Romo, Editor, 1906. De la presente edición del 2010. Ed. MAXTOR. Valladolid.
 
(9) Jorge Victor Sueiro. Comer en Galicia. ARNAO Ediciones S.A. 1989.
 
(10) R. Nuñéz Florencio. La comida española y la mirada extranjera. Revista de Humanidades 2007.
www.fundacionpfizer.org/.../ars_medica_jun_2007_vol06_num_1_020




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