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COCINA Y GASTRONOMÍA ROMANA.
Los romanos habían sido un pueblo muy
austero que basaba su alimentación, como en general todos los pueblos
mediterráneos, en el pan, el aceite y el vino. Su comida eran las gachas, las
legumbres y las verduras hervidas. Sin embargo, el gran poder, que con el
tiempo, llegó a alcanzar este pueblo lo cambió todo. El Imperio se extendía
desde el sur de Alemania hasta el Sahara, por todo el Mediterráneo, y desde las
Islas Británicas hasta Oriente Medio, por lo que hoy sería Siria, Jordania o
Turquía. La extensión y variedad de este basto Imperio hizo que a su capital
llegaran productos de todo el mundo conocido, dando lugar su elaboración a una
cocina, más o menos nueva, que al tiempo que recibía influencias de todo el
Imperio, influía a su vez, de modo muy importante en las cocinas de los pueblos
conquistados. Pero donde este gran Imperio aprendió el arte culinario, que
luego fue extendiendo por todo el mundo conocido, fue en Grecia; en este
sentido, como en otros, fue la cultura y la civilización helenística, la que
“realmente conquistó Roma".
Una a vez consolidado el Imperio, la sencillez de la cocina de cereales,
legumbres, hortalizas, huevos, leche de oveja y cabra y alguna que otra hierba,
fue sustituida por una gastronomía más complicada y espectacular, no solo en su
presentación sino también en los productos utilizados, mostrando una particular
avidez por probar todo lo que viniese de los lejanos territorios conquistados.
A los romanos, que del principio de frugalidad hacían virtud e ideología,
comenzó a gustarles las comidas opulentas, copiosas, especiadas, de modo que la
elaboración de la comida se va haciendo cada vez más laboriosa.
Pronto llegaron a Roma cocineros griegos para trabajar en las cocinas de las
familias más aristocráticas, a las que gustaban los sabores muy manipulados,
que apenas permitían reconocer el ingrediente base del plato. De ahí que los
condimentos fueran importantísimos: entre las hierbas y especias más usadas por
los cocineros estaban la pimienta, el comino, el ligústico (un tipo de apio),
el azafrán, el jengibre y la menta, además del ajo y la cebolla (1).
Pero este fue un proceso lento y, en cualquier caso, la variabilidad dentro del
Imperio era grande, de modo que las costumbres alimenticias y culinarias entre,
por decir, un ciudadano romano de Hispania y otro de la capital del Imperio o
de Siria, serían bastante distintas. No cabe duda de que la cocina romana
ejerció una fuerte influencia en la Hispania conquistada por Escipión, pero
igualmente hizo que llegaran a Roma productos de Hispania que influenciaron la
cocina del Imperio. Sabemos que el olivo y la vid ya se conocían en la
península a donde habían llegado con los fenicios y cartagineses, pero el consumo
de aceite y vino no se extendió y popularizó hasta la llegada de los romanos.
Algo parecido ocurrió con el ajo. De Hispania eran muy apreciádas las coles,
los cardos e incluso las cebollas. Las salazones, no solo las de pescado, sino
también los jamones de Pompaelo (Pamplona) y sobre todo el garum de las
factorías de las costas levantinas y andaluzas gozaban de gran prestigio. El garum,
salsa de pescado fermentado, no podía faltar en las cocinas y mesas romanas, y
es curioso que fuera cayendo en desusu coincidiendo con la decadencia del
Imperio.
Los primeros romanos eran muy frugales y comían solo para alimentarse. No
usaban el pan y los platos más comunes eran las gachas hechas con harina de
espelta, cebada o mijo y posteriormente con trigo. Se les denominaba puls
o pultes y se podían preparar con agua o leche y enriquecer con manteca
y legumbres, como lentejas, habas o garbanzos e incluso huevos. Las de cebada
se conocían por polenta. El palmentum, plato muy popular, era una papilla de mijo
o guisantes y luego de harina de trigo.
Sólo más tarde se impuso el pan, alimento básico y estrella de Roma, que hacían
de diferentes formas y harinas: centeno, avena, trigo, escanda, integral, etc.,
con sal o sin sal, tanto ácimo como fermentado con levadura, y cocido en horno,
ceniza o en molde. Entre los más conocidos citaremos el panis cibarius
que era de pobres, el panis plebeius, para la plebe, el panis
candidus y spongia, que era el mejor hecho con harina de escanda,
blanco y tierno, el ater era el peor, negro e indigesto y el panis
castrenses, era el que consumían los soldados en sus marchas. Cualquiera
que desempeñase un trabajo duro, solía comer placentae (hogazas de pan)
acompañado con queso y miel.
En la época imperial se elaboraban otros tipos de panes a los que se les
añadían frutos secos, queso, hierbas aromáticas o especias, sin olvidar el pan
dulce o buccellatum, endulzado con miel, que podría recordar al bizcocho
o los aderezados con manteca, aceite, vino, leche, etc. Además de otros que
exigían una mayor preparación: el panis furnacei o las labores de
pastelería, las spira o trenzas de hojaldre y miel, el erneum o el savillum.
Los pasteles, hechos de trigo y generalmente bañados en miel, tenían un papel
importante en la culinaria romana. La repostería tenía como base principal una
masa, con o sin miel, y era en muchos casos de una cierta sofisticación. En la
pastelería los elementos básicos eran: harina, huevos, leche, frutos secos y
miel.
En la cocina romana abundan los cereales, las legumbres y las hortalizas, así
como los pescados y otros productos del mar, mientras que el consumo de carne
era escaso con excepción del cerdo y la caza. Entre los cereales destaca el
trigo y entre las legumbres las lentejas, los garbanzos, los guisantes, las
habas, etc. Quizá las más populares fuesen las lentejas, de las que el ejército
hacía gran consumo. También los garbanzos y las habas, tanto verdes como secas
con las que se hacía harina, eran muy apreciados por la gente humilde, y se
preparaban, principalmente en forma de puré. No así las lentejas, que se
consumían con un sofrito muy parecido al actual, a base de aceite y especias.
Los garbanzos para las elites eran “comida de pobres”. Se conocen recetas en
las que los guisantes se mezclan con carne picada, o con sepia o huevo duro.
Columela cita como cultivos típicos de la Hispania romana el trigo y la escaña
(triticum monococcum) así como, la lenteja, el garbanzo, el guisante,
etc. de los que se hacía gran consumo.
De entre las verduras, eran muy alabadas las coles, que las querían grandes y
verdes, por lo que las cocían con nitro. La cebolla, los puerros y el ajo eran
imprescindibles en la cocina romana. Durante un tiempo fueron muy apreciados
los nabos, no así las zanahorias que desechaban, prefiriendo las chirivías. Las
lechugas y acelgas también eran muy aceptadas. Las primeras se introducían en
salmuera u oximiel (mezcla de vinagre con agua y miel) para conservarlas
y poder consumirlas durante todo el año y las segundas, se cocinaban como las
coles, pero con mostaza para darles más sabor. Otras verduras, más o menos
populares eran los berros, el brócoli, los cardos, considerados un lujo, siendo
famosos los de la Bética y las ortigas, de las que hacían gran consumo los
ejércitos romanos. La afición por las setas era grande, costumbre que los
romanos dejaron en gran parte de España. En general, las verduras se cocinaban
cocidas y aderezadas con garum o aceite y también se confitaban. Apicio,
el gran gastrónomo romano que vivió en la época del emperador Tiberio en el
siglo I d. C. nos dejo en su obra “De re coquinaria”, una receta de coles con
aceitunas (1): Poner en una cazuela las coles cocidas, añadir garum, aceite,
vino puro, comino, y espolvorear pimienta; echar por encima puerro, comino y
coliandro (cilantro) fresco. Mezclar con aceitunas verdes y dejar que
hierva todo junto.
Las uvas eran la fruta preferida, distinguiendo entre las uvas para mesa y las
uvas para vino. Luego estaban los higos, las manzanas, las peras, los
membrillos a las que habría que añadir los dátiles y las aceitunas. Muchas de
estas frutas las secaban como las uvas, los dátiles, los higos o las ciruelas.
Las manzanas y las peras las comían cocidas con vino, agua y varios aliños
como pimienta, garum y un añadido de huevos batidos. Los higos los
consumían, a modo de pan, preferentemente los pobres, pero tampoco faltaban en
las mesas de los ricos como guarnición para pescado y carne. Los romanos
fomentaron el cultivo de limoneros, cerezos, granados, melocotoneros, melones y
sandias. Entre los frutos secos destacaban, las castañas, las nueces, los
pistachos, las almendras y las avellanas, que se consumían frescas o secas,
tostadas y sin tostar. Los piñones eran los más valorados y consumidos. Los
frutos secos, junto con miel, huevos, leche, harina y queso, eran fundamentales
en la pastelería, que gustaba mucho a los romanos.
La
leche, aunque no la bebían, era un alimento básico para los romanos. Con leche
de oveja, cabra, vaca o camella, pero principalmente con la de cabra y oveja,
hacían requesón y quesos frescos y curados. Los quesos los elaboraban de
distintos sabores, aromatizándolos con hierbas, ajo, pimienta o ahumándolos con
diferentes tipos de leña. Los quesos curados se conservaban en salazón o en
vinagre, untados con harina de cebada y envueltos en hojas. Si se ponían muy
duros se ablandaban hirviéndolos o dejándolos en agua. Tanto la leche como el
queso, que era primordial en su dieta, se utilizaba como ingredientes en muchos
platos, tanto dulces como salados. Los huevos, muy importantes en la cocina
romana, a la vez que los consumían crudos, cocidos, fritos, en tortilla,
rellenos o al plato, los empleaban para elaborar salsas, dulces y pasteles. Los
romanos eran muy buenos consumidores de caracoles, que, incluso producían en
granjas.
La carne, que como ya vimos se comía poca, era plato de día de fiesta y estuvo
durante mucho tiempo ligada a ritos sacrifícales. Dentro de estas limitaciones
la de cerdo era la más consumida, tanto por la gente humilde como por ricos,
que apreciaban y pagaban altos precios por las mamas y la matriz de las cerdas.
Se consumían también carnes de ovino, caprino, así como de aves, caza y en
menor proporción de bovino, siendo el orden de preferencia: lechón, cabrito y
cordero. La carne de vacuno no era muy apreciada entre los romanos y únicamente
las reses más viejas se sacrificaban con fines alimenticios, que luego
cocinaban asadas o cocidas a fuego lento. Apicio nos da una receta para
preparar, con salsa de vino, el apreciado cochinillo o lechón (1): “Preparar
el cochinillo para asar al horno con un poco de aceite de oliva y mucha
pimienta. Cuando esté asado acompañar de una salsa elaborada con la siguiente
mezcla: vino hervido, caldo, cebolla picada, ajo, ruda y, si se quiere, otras
especias. Hervir y reducir. Después verter la salsa sobre el cochinillo junto
con unas yemas de huevos cocidas”. Esta receta es una de las 24 que, que
para el cochinillo, da Apicio en el libro De re coquinaria.
Los romanos no les hacían ascos a las vísceras y despojos y prueba de ello es
que en el citado libro de Apicio (2) se indican diferentes formas de preparar
hígado, riñones, tripas, callos, pies, manos, hocicos y ubres. Entre ellas,
esta la de un plato cotidiano a base de sesos (patina cuotidiana): “hágase
una pasta de sesos previamente cocidos y sazónese con pimienta, cominos,
extracto de especias, caldo, vino cocido, leche y huevos. Se cuece al baño
María o a fuego lento”, y otra para visceras en general: “Lavarlas en leche, y
luego colarlas. Romper dos huevos, y batirlos, echar unos granos de sal y una
cucharada de miel: mezclar bien y envolver las vísceras. Cocerlas con agua, y
cortar. Machacar pimienta, rociar con garum, vino de pasas y vino puro. Freír
las vísceras y echarles este enogarum”.
Dentro de las aves de corral, se inclinaban por los patos y ocas, además de por
las gallinas, capones y pollos, que eran muy consumidos, y preparaban estofados
con frutas. También se rellenaban de manera muy elaborada. Los patos y las
ocas, además de consumirlos por su carne, los engordaban con higos para hacer
crecer y engrasar sus hígados. Extraídos los hígados hiperatrofiados se
maceraban con leche y miel. Igualmente hacían una especie de foie gras con
hígado de cerdo que cebaban con vino, higos y miel.
Los romanos apreciaban mucho los productos de la caza, siendo, de entre las
aves, la que más les gustaba el faisán, sin despreciar las perdices,
codornices, pintadas, becadas, pavos reales, tordos, flamencos, grullas,
palomas o avestruces. Además del jabalí, que era la pieza que no podía faltar
en los mejores banquetes, no menospreciaban otras especies como gamos, ciervos,
cabras montesas, conejos o liebres. Algunas, incluso, las criaban en granjas,
después de cazarlas, como era el caso de lirón, extraordinariamente apreciado y
que cocinaban después cebarlos con bellotas e higos, hervido en salsa de leche
(3). La carne la conservaban principalmente en salazón, aunque también mediante
el ahumado, el secado al aire y en aceite o vinagre, lo mismo que otros muchos
alimentos. Las patas, saladas y ahumadas, eran muy apreciadas. Con la carne,
una vez aderezada con hierbas aromáticas y especias, hacían embutidos, como
butifarras o salchichas, crudos o cocidos, que conservaban secos o ahumados.
Los embutidos, que consumían con verdadera deleitación, los elaboraban con
distintas carnes e incluso con pescado, pero los de cerdo, con diferencia, eran
los más apreciados.
En la época imperial el consumo de pescado y productos marinos fue abundante y
variado. El pescado se consumía tanto fresco como en salazón. Consumían
prácticamente los mismos que hoy: caballas, doradas, boquerones, salmonetes,
lenguados, lubinas, rapes, rodaballos, merluzas, congrios, anguilas, gallos,
siendo muy apreciados el atún y la morena. También consumían esturiones,
ballenas y tiburones. Los más utilizados para salazón eran el atún, las
sardinas, las anchoa y la caballa, aunque no eran los únicos que se salaban. Les
encantaban las jibias, los calamares y el pulpo, así como las gambas, cigalas,
langostinos, galeras, langosta, erizos, mejillones, almejas, vieiras, ostras,
etc. Curiosamente las almejas y ostras, que eran en un principio postres,
pasaron posteriormente a ser entradas.
Los romanos disponían de criaderos de marisco y pescados, establecidos en los
límites costeros. Entre otros eran relativamente corrientes los viveros de
ostras y no era raro que las casas de los ricos dispusiesen de piscinas donde
engordaban peces para su propio consumo. Los pescados se degustaban cocidos y
los acompañaban de diferentes salsas que, con ligeras variaciones, se
preparaban con garum, menta, vinagre, aceite, miel y pimienta. Además,
ya se valían de métodos de cocción como el papillote, y de conservación como el
escabeche. En el recetario de Apicio se facilita una receta sencilla de pescado
en escabeche, frito y regado con vinagre caliente. Los peces de río más
demandados eran carpas, truchas, salmones y gobios.
El aceite y el vino, además de ser dos alimentos básicos, que producían en
abundancia e importaban de distintas partes del Imperio, formaban parte de su
cultura y, eran imprescindibles en la cocina y gastronomía romana. La
importancia y el interés que el aceite despertaba entre los romanos, lo indica
el hecho de que distinguían entre 21 variedades de olivas, con las que
elaboraban muchos tipos de aceite, siendo el mejor considerado el aceite virgen
o de almazara, al que seguía el de segunda prensada, conocido como cibarium.
Aunque el aceite de oliva era el condimento básico, también utilizaban la
manteca y el tocino, especialmente en aquellas partes del Imperio donde el
aceite era más desconocido, como en gran parte de la Europa Cisalpina.
Junto con el aceite, el otro elemento que no podía faltar en la cocina romana
era el vino, que les servía no solo como bebida sino también como ingrediente
de diversos platos. Todos los alimentos se regaban con vino abundante. El vino
se solía servir rebajado con agua (caliente, fría o helada) y saborizado con
especias y otros muchos productos. El vino únicamente se tomaba puro en los
actos religiosos. No hay que olvidar, que además de extraños sabores,
consecuencia de los métodos de elaboración y de conservación, los vinos romanos
tenían una muy alta graduación alcohólica. Existían muchos tipos y calidades de
vino, entre los que había una gran variedad de vinos medicinales. Las clases
más poderosas disfrutaban de los mejores vinos, envejecidos en ánforas, a veces
15 o 25 años (4), mientras que las clases bajas bebían los de peor calidad,
como el vulgar y ordinario deuterio.
Un vinos muy consumidos por la inmensa mayoría de la población eran el mulsum
una mezcla fresca de vino y miel, el conditum, una mezcla de vino, miel y
especies hechas a priori y ya maduradas. Apicio (2), en su libro “De re
caquinaria” nos da una receta específica para elaborar el conditum
paradoxum: “Poner en un recipiente de bronce miel y vino en la proporción 5
a 1. Cocerlo hasta que hierva y se evapore la mitad del líquido. Se hará a
fuego lento, con leña seca y removiendo con una espátula. Si empieza a hervir,
rociar con un poco de vino para que baje, o simplemente retirar del fuego.
Cuando haya comenzado a enfriarse, poner de nuevo al fuego. Esto se hará tres
veces. Al día siguiente sacar la espuma. A continuación, pimienta molida,
almáciga de lentisco, de hoja de nardo, azafrán, huesos tostados de dátiles, y
dátiles macerados en vino. Todo se rociará con vino en cantidad suficiente para
endulzar la mezcla. Cuando ya esté, echar vino dulce en cantidad suficiente
(2). Una vez realizado todo esto, introducir carbón”. El conditum
para-doxum acabó siendo un conjunto de mezclas romanas de diferentes tipos, de
esta forma se tiene el vina condita, la vina piperata, con pimienta negra
incluida en el vino. El passum, también muy apreciado, era un vino dulce
y fuerte elaborado a base de pasas. Otras recetas para saborizar el vino
contienen agua de mar, colofonia y brea. Lo común era que para endulzarlos se
utilizase miel. Los elaborados a base de frutas, es decir, los chupitos,
también los conocían, pero los tomaban en menor cantidad.
Los más pobres, los campesinos y los soldados bebían la posca, una mezcla de
vinagre con agua, muy popular entre las legiones romanas. A veces se utilizaba
vino avinagrado de poca calidad que se mezclaba con hierbas aromáticas, y, sí
se quería endulzar no era raro que se le añadiese miel. Otras bebidas eran el oximel,
la cerveza y el hidromiel. El oximel, muy popular, se obtenía mezclando vinagre
con agua y miel. La cerveza (cervisia), se consideraba una bebida vulgar y de
bárbaros. La costumbre de consumir hidromiel fue disminuyendo en la Roma
imperial, pero su consumo nunca desapareció.
Las técnicas para elaborar las recetas de la sofisticada cocina romana eran
básicamente el hervido, la brasa y el frito en aceita de oliva, además del
horno, técnicas que para finalizar los platos, completaban con multitud de
salsas, en las que no podían faltar las especias. Los alimentos generalmente
eran triturados para consumirlos en forma de puré, sopas o albóndigas. Los
platos hechos con picadillo, albóndigas o algo parecido a las croquetas de hoy,
eran abundantes en la cocina romana. Apicio (2) referencia hasta 16 tipos
diferentes de albóndigas a base de carne, pescado o marisco. Para endulzar
utilizaban miel, uvas pasas o dátiles. El vinagre, además de cómo conservante,
servía para aliñar platos y como parte de muchas salsas. La miel la empleaban
ampliamente en la preparación de platos de verduras y carnes, con lo que se
obtenían sabores agridulces. La sal, ingrediente indispensable, era cara y no
siempre disponible, por lo que, especialmente en el caso de los más pobres, la
sustituían a veces por garum.
Pero si algo caracterizaba a la cocina romana era el uso exagerado, y a veces
sin medida, de especias e hierbas, que daba como resultado una cocina muy
condimentada llena de olores y sabores exóticos. Una idea de la importancia que
tenían las especias en la cocina romana nos la da Apicio (2) en su: Lista de
especias indispensables para la casa, a fin de poder preparar todos los
condimentos (Brevis pimentorvm): Azafrán, pimienta, jengibre, laserpicio, hoja
nardo, bayas de mirto, costo, cariofilada, espiga india, addena, cardamomo y
espiga de nardo. Los condimentos necesarios o imprescindibles en cualquier
casa romana los completa Apicio (2) con los que él llama: 1) En grano:
Higos, ruda, bayas de ruda, bayas laurel, eneldo, apio, hinojo, ligústico,
jaramago, coliandro, comino, anís, perejil, alcaravea y ajonjolí. 2) Secas:
Raíz de benjuí, menta, nevada, salvia, ciprés, orégano, cebolla, enebro,
genciana, bayas de tomillo, coliandro, pelitre, cidro, zanahoria, cebolla de
Ascalonia, raíz de junco, eneldo, poleo, chufa, ajo, legumbres secas, mejorana,
helenio, laserpicio y cardamomo. 3) Licores: Miel, defrito, careno, vino
a la pimienta y vino de pasas. Frutos de almendras: Nueces, piñones, almendras
y avellanas. Y 4) Frutos secos: Ciruelas, dátiles, uva pasa, granadas.
Colocar en lugar fresco para que conserven su aroma y efecto.
Para la elaboración de los platos empleaban una media de ocho condimentos,
aunque no era extraño encontrase con 20, pero lo que no podía faltar era la
pimienta, el aceita y el garum (4). El garum, uno de los
ingredientes más apreciados de la cocina apiciana, aparece prácticamente en
todas sus recetas. El resultado como dicen Lujan y Perucho (5) sería una coc
ina fuerte y violenta que era la que gustaba a los romanos y es de suponer que
a los hispano romanos también. No cabe duda que muchos de las condimentaciones
y platos que propone Apicio, el gran representante de la cocina romana, no
serían hoy aceptados como propuesta culinaria y gastronómica. Pero como se pre-gunta
Cartaya Baños (3): “¿Queda algo, hoy, de toda esta cultura gastronómica, de
todo este saber culinario, de todo este refinamiento en la mesa? Y la respuesta
es sí: nuestra cocina actual, nuestra cultura actual, deben tanto a Roma que no
serían las mismas sin ella. Roma y su cocina sobreviven -tal vez
implícitamente- en nuestras mesas actuales”.
Referencias.
(1) María Francisca Fornieles
Medina. Como comían los rromanos. Temas para la educación. Revista digital para
profesores de la enseñanza. Nº 4- Septiembre de 2009.
(2) Marco Gavio Apicio. Cocina
romana. "De Re Coquinaria". Ed. Barbara Pastor Artigues. Editorial
Coloquio S.A. Tercera Edición 1987. Madrid.
(3) Juan Cartaza Baños.
Magirica: Cocina y gastronomía en la antigua Roma. Trastornos de la conducta
alimentaria 8 (2008) 800-813. Disponible en Internet.
(4) José Burón Alegre.
Gastronomía imperial de Roma. Posibilities@yahoo.es
(5) Néstor Luján y Juan
Perucho. El libro de la cocina española. Gastronomía e historia. Tusquets
Editores S.A. Barcelona. 2003.
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