lunes, 2 de abril de 2018


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LA CULINARIA DEL RENACIMIENTO. LOS AUSTRIAS, EL SIGLO DE ORO.


     Como hemos visto, durante la época medieval coexistieron en la península las tres culturas con sus respectivas cocinas: cristiana, musulmana y judía. Después de la caída de Granada muchos de los vencidos se desplazaron hacia el Magreb, mientras que otros optaron por quedarse. Los que se quedaron, unos voluntariamente y otros obligados por la pragmática de los Reyes Católicos, terminaron convirtiéndose al catolicismo. Estos, junto con los judíos, que para evitar la expulsión se habían convertido al cristianismo formaban lo que se dio en llamar “conversos o cristianos nuevos”. Al principio se observaba un cierto respeto hacia las normas alimentarias de los “otros”, como parece deducirse de una receta de berenjenas que da Rupert de Nola (1): “…después de picarlas con el cuchillo, vayan a la olla y sean muy bien sofreídas con buen tocino o con aceite que sea dulce, porque los moros no comen tocino”.
           Pero pronto, una vez bien establecida la Inquisición, se estableció el fanatismo religioso y la intransigencia, y los conversos comenzaron a ser sospechosos de ser falsos cristianos. A los sospechosos se les vigilaba si no comían cerdo, no bebían vino y si guardaban el sábado. Si era así, se les delataba a la Inquisición. El consumo de tocino (en la época toda la carne de cerdo) pasó a ser garantía de cristiano viejo. La ingestión pública de cerdo era la mejor prueba de ortodoxia. Sin embargo, como dice Eslava Galán (1): “Paralelamente a este rechazo de los hábitos alimenticios de las otras religiones, se va produciendo un fenómeno de aculturación en los sectores donde la religión no era obstáculo. Muchas recetas de origen judío o musulmán ganaron tan sólido prestigio en las mesas cristianas que todavía continúan formando parte del acerbo gastronómico español”. Sería el caso de los dulces, la adafina judía (precursor de cocidos u ollas) o las albóndigas moriscas, entre otros muchos. La adafina con sus tres vuelcos, que constituyen otros tantos platos sucesivos: la sopa, la verdura y legumbres y la carne, era objeto de envidia de musulmanes y cristianos. Los cristianos la copiaron, pero añadiendo tocino y morcilla, con lo que perdía su carácter judío. Otros platos judíos, característicos de los sábados, que pasaron a la cocina cristiana fueron los de pescado relleno.
           Entre los platos moriscos incorporados a la culinaria cristiana no podemos olvidar las berenjenas con queso o las diversas tipos de albóndigas, que es una manera típicamente islámica de presentar la carne, o los escabeches: “salsa que se hace con aceite frito, vino o vinagre, hojas de laurel y otros ingredientes para conservar y hacer sabroso el pescado y otros manjares”, que procede seguramente de alguna vinagreta mudéjar (1), y que luego pasaron a toda la cultura occidental. Recetas para el escabeche aparecen en el siglo XV en el libro de Rupert de Nola. Igual que paso con la adafina judía, muchas recetas musulmanas se cristianizaron y “mejoraron” al añadir cerdo, sería el caso, por ejemplo, de los polvorones y mantecados en los que se sustituyó el aceite de oliva por la manteca de cerdo y en las albóndigas, en las que poco a poco fue entrando la carne de cerdo. “Cuando aparece la naranja como ingrediente de platos salados o la cáscara de naranja como adobo, es casi seguro que estamos ante un plato morisco” (1).
           Esta es a grandes rasgos la situación culinaria de la península cuando comienza a llegar de Italia, una nueva corriente cultural, que se conoce como el Renacimiento, que iba a cambiar la concepción del mundo y con ello, lógicamente el concepto de la gastronomía; la comida pasará a ser no sólo un medio de sustento, sino también un medio de goce y satisfacción, una sublimación del poder y un arte. Para los poderosos la comida pasa a ser una especie de religión, y para la sociedad un elemento de diferenciación muy acusado. Los banquetes medievales de los poderosos fueron superados muy ampliamente de modo que “la gastronomía renacentista se puede definir como la cocina del poder y el lujo, para distinguirla de la cocina del arrojo y la fuerza de los tiempos feudales” (2).
           Se suele aceptar que en Italia, el Renacimiento comienza con la caída de Constantinopla en 1453, y finaliza con el saco de Roma por las tropas de Carlos V y los mercenarios alemanes. En España comenzaría 50 años más tarde que en Italia, coincidiendo con el final del reinado de los Reyes Católicos y la llegada de su heredero Carlos I de España y V de Alemania y finalizaría con el Siglo de Oro. La llegada del Renacimiento coincide, por otra parte, con un gran momento de la cultura mediterránea y de la presencia e influencia de la corona de Aragón en Italia, de modo que cuando llega el emperador Carlos con su estilo de comer Borgoñona, que implanta en la corte española, a la vez que acepta y asume la cocina de influencia italiana, aragonesa y catalana, que recibe a través de los libros de Rupert de Nola y anteriormente de Sent Sovi.
             De Flandes también llegó con el emperador Carlos la cerveza, lo que impulsó su consumo que estaba prácticamente olvidado en España. Esto ocurrió después de que los maestros cerveceros flamencos, que vinieron con el Emperador, mejoraran las técnicas de elaboración y la calidad. Sin embargo, la reintroducción de la cerveza no fue fácil debido al rechazo con que la nobleza autóctona acogía todo lo flamenco, ¡quizá porque habían olvidado la caelia de los iberos! En cualquier caso, hasta principios del siglo XVII esta bebida no comenzó a popularizarse y a fabricarse industrialmente en España, cosa que comenzaron cerveceros flamencos y alsacianos.
           Con Carlos I la cocina española se universaliza adquiriendo personalidad propia, prestigio y cierto esplendor, que se extiende al reinado de Felipe II, bajo la batuta de su cocinero Marínez Montiño, que lo fue también de Felipe III y Felipe IV y parece que combatió el uso exagerado de especias, tan en boga en la cocina de la época. Se puede así considerar que el período de máximo esplendor de la gastronomía española, correspondería a los reinados de la casa de Austria, y más concretamente al siglo XVI y parte del XVII. Era una cocina compleja con profusión de grandes platos de carne que se alternaban con los de pescado, siempre en menor proporción, en la que se fueron mezclando las costumbres y los hábitos flamencos de la casa de Austria con la cultura española. La presentación de los platos, en lo que se ponía gran cuidado, adquirió una extraordinaria importancia, lo que muchas veces llevaba a la exageración. Es un momento en que los grandes cocineros comienzan a publicar sus recetas, en las que se aprecia el cuidado y la diversificación de las técnicas de cocina. Los escriben los cocineros de la corte, donde los platos se confeccionan con productos caros y recetas muy elaboradas, con el objeto, entre otros, de reflejar el poder de su señor.
            Libros de gran influencia en la época, aparte el ya citado Llibre del Coch (1529) de Rupert de Nola, son: Arte de Cozina, Pasteleria, Vizcocheria y Conserveria (1611) de Francisco Martínez Montiño y, Opera dell'arte del cucinare (1570) de Bartolomeo Scappi, cocinero que fue de los papas Pio IV y Pio V, y aunque no era español lo citamos por ser uno de los mejores y más influyente libro de la época que sentará las bases de la cocina moderna, clausurando con él la cocina medieval. Entre las innovaciones introducidas está la utilización de ingredientes traídos de América. En cualquier caso, todos ellos reflejan de alguna forma las particularidades gastronómicas de una minoría privilegiada, que no del pueblo. El de Montiño, con clara influencia portuguesa, es un claro ejemplo de recetario orientado a la aristocracia y a la nobleza cortesana, convertido en un clásico que durante dos siglos traspasó fronteras. Se considera a Montiño como uno de los creadores de la masa de hojaldre, de enorme popularidad en la pastelería española del momento. También es de destacar el libro de confitería de Miguel de Baeza: Los quatro libros del arte de la confitería, impreso en 1592, y que fue el primer libro de confitería publicado en castellano, en el que se destaca la utilización del azúcar sobre la miel.
             La cocina del Renacimiento en principio adopta los preceptos y las técnicas medievales, de modo que se podría decir que los grandes cocineros renacentistas son auténticos reformadores. Cuidan las cocciones, que todavía son largas, y corrigen muchas técnicas y métodos de preparación medievales, al tiempo que aumentan la riqueza y variedad de los ingredientes. Entre las técnicas novedosas estaría enharinar y empanar antes de freír, proteger los asados de aves con papel untado en manteca del calor excesivo del fuego o la cocción al baño maría, entre otras. A diferencia de la época medieval se modera el uso de carne de caza y aumenta el de los animales domésticos: carnero, cerdo, ternero, vaca, pollo, capón o pavo, el cual fue de los primeros productos americanos aceptados por la nobleza, aunque la caza, especialmente la menor: liebres, perdices, faisanes, etc., sigue teniendo sus partidarios. Con buenos pescados, donde era posible obtenerlos frescos, así como con pescados secos o ceciales, se elaboraban excelentes platos. En resumen, parece que la gran cocina del Renacimiento surge de la obra reformadora de la cocina medieval llevada acabo por los grandes cocineros de la época, más que de una ruptura completa con el pasado.
            Las características principales de la cocina renacentista, además de las cocciones largas, eran el uso de grasas animales, generalmente de cerdo, empleo de mucha cebolla, especias, aunque ahora sea de forma más atenuada, y hierbas para rehogar y aderezar, mezcla de gustos dulces y agrios, utilización abundante de la almendra seca o en forma de leche y aderezo final de muchos platos con canela y azúcar, lo que de alguna forma recuerda tiempos pasados. Otras herencias de la época medieval es el uso de las salsas ligeras, a base de fruta o de plantas aromáticas, en las que usan como adherentes o espesantes las migas del pan, pan tostado, harinas varias, almendras o huevos, a veces sazonadas con jugos ácidos y perfumados con mezclas de especias. La herencia medieval incluye todos los estofados, basicamente hervidos en agua para ablandarlos, las pastas rellenas, las tartas y los pasteles en capas, en los que encontramos carnes sin huesos. Se presentan todavía los animales “como vivos”, es decir, revestidos de sus plumajes o de sus pieles, decorados con oro o recubiertos de colores. Sin lugar a dudas, el punto más alto de la cocina elaborada se alcanzó, en la época renacentista. Lo que sería muy difícil, por no decir imposible en el Renacimiento, sería encontrar una cocina a base de verduras, legumbres, pocas proteínas animales, rica en pescado, aceite de oliva en abundancia, mucha fruta y poco queso (3).
            El dulce tenía muy buena fama como alimento saludable, energético y vigorizante, además de gozar de gran prestigio social (4): “resultaba insoslayable en toda comida que por cualquier causa tuviese carácter de celebración y nunca estaba ausente de las mesas de las clases privilegiadas. El endulzante más habitual era la miel, a la que fue ganando terreno el azúcar y que, según los recetarios de la época, se utilizaba en preparaciones a veces muy complejas y elaboradas”.
             Para tener una idea de primera mano de cuales eran los ingredientes preferidos y más utilizados por las cocinas nobles de la época, creemos que nada mejor que dejar que nos lo diga, el que fue gran cocinero de los Austrias, D. Francisco Martínez Montiño (5): “… respecto a las carnes, disfrutaba del puerco, el cabrito, la vaca, el jabalí, el venado y el conejo, aprovechando al máximo todas las partes del animal como los sesos, los lomos, la cabeza, los cuernos, los pechos y las piernas. De las aves, prefería el pavo, la perdiz, los pollos, la paloma, las chorchas, grullas, ánades, zarcetas, y cisones; de los peces y mariscos escogía la trucha, el atún, la lamprea, el besugo o las anguilas, así como los caracoles, los cangrejos, langostas y ostiones”. De verduras Montiño solía emplear: cebolla, nabos, zanahoria, también habas, alcachofas, berenjenas, calabaza, arvejas, y espinacas, lechuga, escarola, achicoria y berros como hortalizas. Por supuesto no se olvidaba “del arroz preparado en buñuelos, en cazuela, en grasa o a la portuguesa, además los garbanzos, los huevos, el pan y productos hechos de harina de trigo”. Entre los condimentos, muy importantes en la cocina de Montiño, no podían faltar: “tomillo real; sal, vino, vinagre, salvia, mejorana, canela, hisopillo, orégano, ajo, clavos, pimienta, mostaza, perejil, yerbas del jardín, nuez, jengibre, azúcar, azafrán, limón, miel y hierbabuena, además de otros menos usados”.
            Los huevos, muy consumidos aunque caros, se preparaban de múltiples formas como parece indicar Montiño: “huevos hilados, huevos mexidos; esponjados propios para frailes y gente ordinaria; de alforja; con cominos; en capirotada; huevos rellenos; crecidos; en escudilla; revueltos; arrellados; huevos dulces; huevos en puchero; sopa de huevos escalfados con leche o estrellados con leche”. Había platos que después de mucha elaboración se coronaban con huevos cuajados por encima. La capirotada, a la que hace referencia Montiño, era plato de lujo considerado exquisito (ajos, aceite, queso e hierbas, machacados y mezclados con una docena de huevos batidos, se vertía encima del asado de carne al final de la cocción de forma que quedaba cubierta a modo de capirote) (6).
             No obstante todo lo dicho acerca de la cocina del renacimiento, creemos que lo mejor para aproximarnos el gusto de la nobleza de la época, es conocer algunas de las propuestas de sus cocineros más reconocidos. Empecemos por la receta que propone el famosísimo Rupert de Nola de su “mirrauste” (3): “Tomar almendras tostadas majadas con un migajón de pan remojado con buen caldo que quede bien espeso y después vaya al fuego con una onza de canela, luego tomaras palominos y cuando estén medio asados se quitan del fuego y se cortan en pedazos que pondrás a cocer con la salsa antes hecha añadiéndole azúcar y gordura de la olla dentro de la salsa. Una vez cocido poner las tajadas de las aves con su salsa sobre un plato en forma de escudilla y encima poner azúcar y canela y así se hace el mirrauste perfecto”. De Montiño proponemos dos recetas, que según él gustaban mucho a S. M. el Rey (2). La primera se refiere a la elaboración de longaniza que suele comer bien el Rey mi señor: “Tomaras carne de dos solomos de puerco, que no tenga mucho gordo, y la cortarás con rebanadillas menúdas, y las echarás en adobo con agua y sal y un poquito de vinagre, y sazonarás en todas especias, salvo nuez, que no ha de llevar sino pimienta, clavo y jengibre, y le echarás unos pocos cominos de manera sepa bien a ellos, y en este adobo veinticuatro horas. Luego, henchirás longanizas y ponlas a enjugar. Estas no llevan ajos ni orégano, y si le quieres echar algún ajo.” La segunda es la de perdiz asada con aceite que tienen muy buen gusto, y S. M. la come ordinariamente de esta manera: “Pondrás a asar la perdiz que sea tierna, y tomarás un poco de aceite con dos tantos de agua y un poco de sal, y bátelo como huevos hasta que esté un poco blando, y luego ponlo junto al fuego e irás lardando la perdiz con las plumas, en lugar de manteca, y cuando esté asada, la has de servir con esta misma salsa que esté un poco salada.” De las variadas recetas de Montiño destacan la de huevos rellenos (5): “Estos huevos rellenos podrás hacer sacando las yemas, partiéndolos por medio y picarlos con un poco de verdura, y un poco de pan rallado, y sazonar con todas especias, canela y un  poco de azúcar y échale huevos crudos quanto esté un poco blando el relleno; luego rellena los huevos, rebózalos y fríelos, y luego sírvelos sobre torrijas, con azúcar, canela y zumo de limón”.
             El "manjar blanco" clásico de la cocina española del Siglo de Oro era una crema espesa en la que los principales ingredientes eran pechuga de gallina o capón, arroz, almendras y azúcar. Este potaje era tenido por una "comida de cuchara", siendo una exquisitez. Es por eso que en el archiconocido libro del mestre Rupert de Nola, Libre del Coch la receta de dicho plato aparece de modo privilegiado (7): “Ara menjar blanc; tomar una gallina, ocho onças de arroz media libra de agua rolada, una libra de azúcar fino, ocho libras de leche de cabra, sino lo viere cuatro libras de almendras blancas; después tomar la gallina que sea buena y gorda y matarla”. La receta explica el orden a seguir para introducir los alimentos en la olla según el momento de cocción recomendándose hacerlo a la leña para que cogiese el sabor de la brasa”.
             Finalmene, dentro de la pastelería, hay que citar la que para Montiño era lo más complicado de hacer (5), “Memoria de los Mostachones”, pues exigía un punto exacto de cocción y porque, estos son los que más gusto suelen dar a su Majestad por estar moderados en especias: “Tomarás cosa de medio celemin de harina floreada, y harás una presa sobre el tablero un poco larga, y le pondrás dentro una libra, y un cuarterón de azúcar molido, y cernido, y dos onzas de canela molida, y cernida, y siete onzas de agua clara y una de agua rosada: y con esto batirás el azúcar dentro de la presa, hasta que haga ampollitas; luego iras metiendo harina hasta que la masa esté encerada; luego quitarás la harina que sobráre a una parte del tablero, y sobaras un poco la masa, y harás tus mostachones de cosa de dos onzas cada uno un poquito largos, y cuécelos sobre papeles bien polvoreados de moyuelo, que es un cemite muy menudo, y muy áspero: y tendrás caliente el horno como para pan, y que esté reposado, y no los dexes cocer demasiado, porque se pondrán muy duros; y también si los sacas antes que se embeba la humedad, se quedarán muy blandos que en el cocer está el toque de que salgan buenos…la masa ha de quedar encerada y con esto saldrán bien”.
             Si queremos saber como eran los menús, por lo menos de los hogares adinerados Montiño nos sacará de dudas (2). “Para una comida del mes de mayo recomienda: “Perniles, con los principios. Capones de leche asados. Olla de carnero y aves, y jamones de tocino. Pasteles hojaldrados. Platillo de pollo con habas. Truchas cocidas. Jigotes de pierna de carnero. Torreznos asados y criadillas de carnero. Cazuela de natas. Platillos de artaletes de ternera y lechugas. Empanadillas de torreznos con masa dulce. Aves co alfilete frío, con huevos mejidos. Platos de alcachofas con jarrete de tocino.”
              La sociedad española del Renacimiento y del Siglo de Oro, era una sociedad de contrastes, posiblemente mayores que en La Edad Media, donde el estatus social marcaba la alimentación y los privilegios. La nobleza, no sólo disponía de los mejores alimentos, que consumía en exceso, sino que derrochaba lo que otros necesitaban. La cocina de los monasterios de la época no era menos fastuosa que la de la corte. Mientras, la inmensa mayoría de la población solo podía consumir lo básico. Las clases más humildes y los campesinos pobres se limitarían a consumir unas migas o sopa con tocino, un poco de pan con cebollas, ajos o queso y como cena una olla de berzas o nabos con un poco de cecina. Esto sin olvidar otro abundante sector de la sociedad, que no dejaría de ser reflejo de la miseria del momento, formado por gran cantidad de desarrapados, holgazanes, picaros que vivían de la limosna y de la sopas de los conventos. En la segunda mitad del siglo XVII la alimentación cortesana es cada vez más barroca, opulenta y refinada. Por otra parte el resto de los españoles sufren hambre y privaciones. Hidalgos pobres, artesanos y el pueblo padecían verdadera hambre. Y los casos de muerte por inanición eran muy frecuentes en todo el país.
              Hay más pobres y mendigos que nunca, muchos de ello hidalgos, para los que comer es menos importante que mostrar que se ha comido. Incluso algo tan cotidiano como la comida se ha convertido en un signo de elevación social. Este mundo ha quedado muy bien reflejado en la literatura del Siglo de Oro. Las más celebres obras de nuestra literatura (4): “el Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán o El Buscón de Quevedo evidencian una realidad social donde la falta de comida dio lugar a la aparición de un género, la novela picaresca, en el que el protagonista se mueve con el único propósito de conseguir comida…los grandes escritores de la época utilizan muchas veces la comida como gran protagonista de novelas y comedias, incluyendo recetas en sus textos, lo que corrobora su importancia en la vida cotidiana”.
              La aristocracia se lanza a la celebración de grandes banquetes, como nunca se habían hecho antes, mientras el resto de la sociedad pasa hambre. Los Austrias que siguieron a Carlos I fueron más moderados en la mesa, pero a medida que el país enfilaba la decadencia, los banquetes oficiales se hicieron más derrochones y pródigos. El duque de Lerma, primer ministro y valido de Felipe III ofreció a los reyes un banquete en el que se sirvieron hasta dos mil platos de cocina, sin contar los dulces secos ni las conservas. En estos banquetes no solo importaba la cantidad de platos y su preparación, sino también su presentación. Se colocaban grandes viandas de pan y empezaba la comida con las sopas, después huevos y pichones rellenos, morro, salchichas, picadillos y pollos en salsa; a continuación carne cocida, vaca, gallina, cordero: después los asados de ternera, carnero, cerdo, liebres, conejos y capones; como acompañamiento se servían aceitunas, pepinillos, alcaparras, melones, naranjas y limones. Después del asado se servían los pescados todos acompañados de hortalizas. Para finalizar, los postres constaban de la fruta del momento y dulces. La bebida más habitual era el vino que se servía en copas ya llenas. La costumbre que regía tradicionalmente en los banquetes era servir sucesivamente los distintos platos, pero ahora rige la costumbre borgoñona, que divide el banquete en un número variable de servicios o remesas de fuentes y ollas con distintos guisos que llegaban simultáneamente a la mesa para que cada comensal alcanzara lo que más le apeteciese. Antes de traer el nuevo servicio, los camareros retiraban las fuentes y ollas del anterior con los manjares sobrantes.
               Es ahora cuando irrumpe el chocolate, la gran aportación gastronómica de la época, que se transforma en la bebida preferida de las clases pudientes, prácticamente sin competencia desde la mitad del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII. Los españoles lo habían encontrado en Mexico, donde los aztecas lo tomaban amargo directamente del cacao. La idea española de añadirle azúcar, es lo que lo convirtió en una bebida dulzona y espesa muy bien aceptada por la aristocracia y el alto clero, que lo tomaban como desayuno y merienda, acompañado de dulces de hojaldre, pestiños o buñuelos y que tuvo una muy buena aceptación en el resto de Europa. Las reinas Ana y María Teresa de Austria lo llevaron a la corte francesa y de allí se difundió a los países del norte de Europa. Se tomaba incluso en los días de ayuno, y dada su consistencia y el gran prestigio que tenía como alimento contundente, se plantearon serías dudas entre los teólogos sobre si rompía o no el ayuno cuaresmal. Después de “sesudas discusiones” se decidió que el chocolate no rompía el ayuno, aunque no debió de quedar muy claro porque la polémica continuó hasta entrado el siglo XVIII.
               La otra bebida que irrumpió por esta época, poco después que el chocolate, fue el café, procedente de Arabia, y aunque enItalia, concretamente en Venecia se conoció pronto, su consumo no se desarrollara hasta el siglo XVII y en España no se populariza hasta el XVIII. Una receta de un médico de la época indica como preparar el café (2): “…haciéndose de parte de noche, se apartará de la lumbre a un lado, donde participe del calor con un poco de rescoldo, y dejarlo tapado hasta la mañana; que con aquel calor que cobró se va perfeccionando; y se hallará el polvo aposado abajo en la vasija, y la bebida clara; la cual, con tiento porque no se enturbie, se mandara a otra vasija. Y cuando la quieran tomar sacarán con tiento, de manera que no se revuelva y enturbie el cocimiento, y lo echaran en otro puchero, y lo harán calentar, y en él echaran una cuchara de azúcar molido como en el chocolate, y menearan con la cuchara de plata, y lo beberán a sorbos como el chocolate, lo más caliente que puedan, porque es más provechoso. En invierno se puede hacer para cuatro o seis días, y el verano para dos”.
              Durante el Renacimiento, consumir bebidas frías estaba al alcance de muy pocos, pero pronto, a principios del siglo XVII, se fueron popularizando merced al desarrollo de los “pozos de nevera” (pozos subterráneos donde se almacenaba la nieve transportada por mulas desde la sierra). La costumbre de gastar nieve se hizo muy popular en la Corte. El consumo de bebidas refrescantes y aromatizadas pronto se puso de moda. Surgen bebidas frías como el agua de canela, de guindas, de anís y jazmín, la limonada, la leche de almendras, la horchata, las aguas de cebada y avena, entre otras muchas bebidas refrescantes. El consumo de nieve en las ciudades creció enormemente como consecuencia de esta afición. Una bebida hoy olvidada, pero que fue muy popular en el Siglo de Oro, era la “aloja”, que se consumía en las manifestaciones populares como las representaciones teatrales, “que consistía en una mezcla de agua y miel aromatizada con especias a la que en el verano se le añadía hielo y se conocía como aloja de nieve” (4).
              En cualquier caso, las bebidas habituales eran el agua y el vino. Todas las clases sociales apreciaban el vino y lo utilizaban tanto para beber como para cocinar. El vino común era tinto y se consideraba tanto bebida como alimento, estimulándose su consumo siempre que fuese moderado. Lo usual era conservar el vino en pellejos, lo que le daba un cierto sabor a pez, o en tinajas de barro, pero en cualquier caso la conservación no era fácil porque se avinagraba con mucha facilidad, razón por lo que, como en épocas anteriores, disimulaban su sabor mezclándolo con miel y especias. Los trabajadores más pobres, si no tenían para vino, procuraban por lo menos beber “aguapié”, una especie de vino aguado resultado de exprimir el orujo de la vendimia después de regarlo con agua (1).
              El pan, más moreno que blanco, seguía siendo la base de la alimentación popular. Se consumía solo o untado con aceite y ajo o mojado en vino, al tiempo que formaba parte de muchos platos como guisos y sopas. Un trozo de pan con queso podía ser la ración diaria de un pobre, y ajos y cebollas, junto con vino malo y pan moreno, constituían la comida emblemática del villano pobre. El bacalao se consideraba comida de gente humilde, impropia de caballeros. Por si fuera poco se relacionaba con los moriscos, entre los que abundaba su consumo, como los de otros pescados baratos, como por ejemplo las sardinas o el abadejo. Algo parecido ocurría con las ensaladas crudas.
              La carne de las clases populares, que era muy poca, era fundamentalmente pollo o gallina, así como pajarillos y todo tipo de caza, a lo que añadían casquería de cerdo, que solían cocinar con fuertes salsas a base de vinagre y especias, debido las más de las veces a su mal estado. Los más pobres ni eso; tenían que conformarse a diario con legumbres, hortaliza, queso y aceitunas, reservando la poca carne disponible para las grandes celebraciones. Las verduras se consumían de acuerdo con las estaciones del año y variaban mucho de una región a otra. Curiosamente la fruta fresca no era muy valorada; lo contrario que ocurría con la seca: almendras, nueces, piñones, avellanas… eran muy apreciadas.
              Los humildes mataban el hambre con gachas y diversos majados de trigo o cebada hervidos con agua o leche, entre ellas las zahínas, las talvinas y los formigos. Y mucho ajo aromatizándolo todo. Los labradores se sustentan almorzando unas migas o sopas con un poco de tocino. A mediodía comen un pedazo de pan con cebollas, ajos o queso y así pasan hasta la noche en que tienen olla de berzas o nabos y un poco de cecina. Otros platos de pobres y suculentos de la cocina popular son el potaje de frangollo o trigo cocido, o el malcocinado de Valladolid (a base de despojos, miga de pan y legumbres). Los pobres más pobres se conformaban con la sopa boba o gallofa que se daba a las puertas de los conventos, esto es (1): “un sopicaldo que se obtiene cociendo a fuego muy lento mendrugos de pan duro, vino blanco y una nuez de manteca rancia, con añadidura de hojas de laurel y unas cucharadas de pimentón, amén de los huesos mondos y los despojos de aves que a mano hubiera, los tronchos de alguna col, limaduras de queso, un resto de morcilla enflorecida y seca y otros despojos semejantes. No tenía mucha sustancia pero calentaba el cuerpo y templaba el estomago”. Muy de tarde en tarde alcanzaba también alguna capirotada (1): “cierta manera de guisado que se hace de ajos, aceite, queso y huevos, yerbas y otras cosas, la cual se echa encima de otro guisado. Y porque lo recibe encima a modo de capirote se dice capirotada”. Entre labriegos y pastores eran corrientes los gazpachos o galianos, consistente en un guisado de conejo, liebre, perdiz, palomas torcaces, pollos, gallinas o la carne de que se dispusiera, rehogada en manteca de cerdo o aceite con ajos y cebollas que se ponía sobre tortas de pan sin fermentar.
              Muchos platos populares del siglo XVI, se pueden encontrar en La lozana andaluza de Francisco Delicado, editado en 1528; “fideos, empanadillas, alcuzcuz con garbanzos, arroz entero, seco, graso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde, pecho de carnero, miel, azafrán de Peñafiel, hojuelas, pestiños, rosquillas de alfajor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, xopaipas, hojaldres, hormigos torcidos con aceite, talvinas, olla reposada, cazuela de berenjenas, moisés en perfección, cazuela con su ajico y cominico, y saborico de vinagre. Rellenos, cuajarecos de cabrito, pepitorias y cabrito apedreado con limón ceutí y cazuela de pescado cecial con oruga, y cazuelas moriscas… Letuarios de arrope para en casa y con miel para presentar, como eran de membrillo, de cantuego, de uvas, de berenjenas, de nueces y de flor de nogal”.
             No obstante, lo más característico de la alimentación entre los españoles de la época eran las sopas y los cocidos. El empleo de las legumbres en estos cocidos empezaba a ser popular y de todos ellos era la olla podrida el más deseado y emblemático del siglo XVI. La composición de la olla podrida, a la que Calderón de la Barca llamaba “la princesa de todos los guisados”, dependía de la capacidad económica de cada casa, pudiendo ser tan rica o tan pobre como se quisiese o pudiese, de modo que según lo que contenía distinguía a ricos de pobres. Sería como un cocido de amplia variedad pues admitía todo lo que se echase: verduras, legumbres, carnes, hierbas aromáticas… que se consumía en “tres vuelcos”. El primeros sería la sopa, el segundo las verduras y legumbres, en las que no faltaban los garbanzos, y el tercero las carnes y el tocino, que eran la esencia y daban el prestigio a la olla. De ahí los refranes: “vaca y carnero, olla de caballero” u “olla sin carnero, olla de escudero”. O el comentario de Cervantes: “en la casa de Alonso Quijano es más de vaca que de carnero” (la vaca era más barata).
              El origen de la olla podrida, de lo que ya algo hemos comentado (1) estaría: “en el maridaje de dos ancestros, el uno humilde y el otro no tanto. El humilde es el puchero medieval, la sustanciosa sopa, una mezcolanza de legumbres, hortalizas y carne (cuando la había) que se mantenía todo el día en ebullición lenta, y al que se iban agregando los materiales disponibles sin solución de continuidad, sobre los restos de la comida anterior. El otro ancestro sería la famosa adafina judía, convenientemente cristianizada mediante adicción de cerdo”. Este maridaje, que sería la olla podrida, y que terminó siendo el plato diario de todos los hogares, la define Sebastián de Covarrubias en su diccionario Tesoro de la Lengua Castellana de 1611, como (2): “La que es muy grande y contiene en si varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pie de puerco, ajos, cebollas, etcétera. Púdose decir podrida en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshacerse, y por esta razón se puede decir podrida, como la fruta que se madura demasiado.” Mientras Martínez Montiño (2), como cocinero mayor del rey que era, describe una olla podrida más completa y “distinguida”: “Has de cocer la vianda de la olla podrida, cociendo la gallina, vaca, carnero, un pedazo de tocino magro y toda la demás volatería, como son palomas, perdices y zorzales; solomo de puerco, longaniza, salchichas, liebre y morcillas, todo esto ha de ser asado primero que se echen a cocer. En otra vasija ha de cocer cecina, lengua de vaca y de puerco, orejas y salchichones; del caldo de entrambas ollas echarás una vasija, cocerás allí las verduras, berzas, nabos, perejil y hierbabuena.” Por si fuera poco con los restos de la olla podrida, las carnes y otros avíos, picados y rehogados con cebolla, ajo y aceite de oliva, se preparaban otros muchos platos. El morteruelo, la ropavieja o el salpicón, eran algunos de ellos. Conviene no olvidar que frente a estas ollas se mantenían, entre los pobres, otras ollas o pucheros en las que la carne brillaba por su ausencia. Estas ollas eran poco más que un puñado de garbanzos partidos o habas, algo de verdura y una bolita de manteca rancia para darle sabor. La gran versatilidad de la olla podrida permitió la adaptación a los tiempos y las modas, razón por la que llegó hasta nosotros en la forma de la gran variedad de cocidos, que hoy hay.
           Pero volvamos a lo que Cervantes nos indica que comía un hidalgo como D. Quijote: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos”. De la olla y el salpicón, creemos que no son necesarias más explicaciones ¿pero que son los duelos y quebrantos? No se conocen referencias a este plato antes de que Cervantes se lo asignara como comida de los sábados a D. Quijote, por ello nada mejor para saber de que va la receta de este plato, que acudir a un cervantista como José López Navío, aunque algunos dudan de que la expresión duelos y quebrantos se refiriese a un plato como tal, ya que como hemos dicho no hay referencias a él anteriores a la expresión de Cervantes. Para López Navío (6), duelos y quebrantos es un plato que consiste en un revuelto de sesos, extremidades (pies y manos) y asadura (corazón, pulmón y menudillos) y especialmente despojos (tocino magro y gordo, pescuezo, cara y cola).
             El nombre de duelos y quebrantos podría hacer alusión al sentimiento de quebrantar la ley al comer carne en sábado, lo que no estaba permitido en los reinos de Castilla con Felipe II, aunque en algunas regiones sí se permitían los despojos, menudos y asaduras, y en donde escaseaba el aceite se podía cocinar con grasa de cerdo o tocino (6). Todo esto se podía tomar el sábado como día de semivigilia, lo mismo que los huevos, alimento de abstinencia común entre los católicos, excepto en España que por la Bula de la Santa Cruzada otorgaba a los españoles el privilegio de comer en Cuaresma huevos, leche y queso. Nada impediría por tanto que los sábados se cocinasen y se comiesen juntos estos productos. La expresión aludiría a los abusos en la guarda de abstinencia que se darían al principio poco a poco, sin duelo pero creando mala conciencia al quebrantar la ley (6). Para otros, aunque cada vez cuentan con menos apoyos, el origen de este plato estaría en la costumbre de los pastores de llevar a casa las reses que se les morían, con cuya carne hacían salazones y con los huesos y otros restos preparaban una olla. El nombre vendría de los “duelos y quebrantos” que el labrador sufriría durante su cocina-do. Sin embargo, ya en el tomo tercero de 1732 del Diccionario de Autoridades, se mencionan los duelos y quebrantos como “tortilla de huevos y sesos”, lo que apoyaría la idea de revuelto de huevo. Hay otra interpretación que dice que los duelos y quebrantos eran huevos con tocino, que en el Quijote aparecen como “Merced de Dios” que eran precisamente huevos fritos con tocino, cuya receta sale cuando amo y escudero van camino de Barcelona y paran en una venta en la que no tienen de nada ni siquiera merced de Dios (6).
             ¿Por qué se le asignaba a D. Quijote lentejas los viernes? Porque se decía que las lentejas, además de malas y melancólicas, producían pesadillas y turbaban el ingenio, lo que explicaría la locura de D. Quijote y porque los viernes eran días de ayuno y abstinencia de carne, por lo que las prepararían estofadas, con ajo, cebolla y alguna hierba, sin nada de carne, tocino o sofritos de grasa.
             En las ciudades importantes existía la costumbre, especialmente a partir del siglo XVII, de comer fuera de casa. Para ello existían ofertas para todos los bolsillos. Los figones, los más finos, eran para la clase acomodada y luego estaban los bodegones, más populares. Al famoso figón de Lepre, solía acudir como cliente Quevedo. En ellos había pasteles de carne, es decir, empanadas de carne picada, almendras y especias, además de manjar blanco, etc. Los bodegones fueron mejorando y ya en el segundo cuarto del siglo XVII ofrecían gran cantidad de guisos variados y de calidad, como se puede comprobar en los aranceles de la Sala de los Alcaldes de Casa y Corte (8) “que indicaban los precios y lo que se podía encontrar: carnero cocido, asado o estofado, y también sus despojos como lenguas, sesos, cabezas, tajadillas de hígado y livianos, picadillo, asadura guisada, callos, albondiguillas, pies y lengua de puerco, pan entero o en cuarterones, huevos adereçados, abadejo, salmón y pescado cecial, torreznillos fritos, tajadas de vaca, solomillo de puerco a la naranja, lomo adobado a la naranja, longaniza frita y tajadilla de adobado frita. Asimismo se regulaba el peso de las tajadas y el aderezo que debían tener los platos de pescado”.
             En estos locales no faltaba el jigote, plato de la Edad Media y que en el siglo XVII es hizo muy popular. Se preparaba con diferentes carnes, pero la más habitual era hacerlo con la de carnero, lo que no quiere decir que no hubiera jigotes de aves como pollos, capones o palomas e incluso de venado, liebre o conejo. Para su elaboración, antes de picar y desmenuzar la carne se freía o cocía, para luego condimentarla, lo que dependía del tipo de carne. En el caso de carnero, la condimentación podía ser su propio jugo, que se podía acompañar de zumo de limón, vino y especias. El gigote en el siglo XVII servía como acompañamiento o para rellenar pasteles y empanadas e incluso para hacer albondiguillas. También es digno de mención el carnero verde (1): “unas tajadas de carne de cordero sazonada con perejil, ajos, tocino, yema de huevo y especias, y salteada de diversas hierbas y verduras, de donde procede la denominación verde”.
            En el extremo más modesto de la “restauración” estaban los puestos ambulantes de comida y bebida, conocidos como “torreznillos” o bodegones de puntapié, denominados así, debido a que podían desmontarse de un puntapié en el caso de que los alcaldes, en su labor de inspección observaran algo ilegal. Eran lugares muy modestos donde se servían carnes hervidas, carnero, vaca, cerdo, tocino, callos, refrescos o alojas, buñuelos y pasteles. A veces muy pasados de pimienta para disimular el sabor de la carne pasada o casi podrida (1). No obstante también preparaban buenos callos, sin desmerecer de otros platos que hacían con los pies, las lenguas, los bofes, las asaduras, las pajarillas y la grosura y las humildes capirotadas: el conocido guisado de hierbas, ajo, huevo y lo que tuvieran a mano. Estos locales tenían una gran demanda, no sólo entre la gente modesta, pues no era extraño que también acudiese gente noble, no obstante era comida especialmente preparada para la gente de pocas posibilidades económicas.
              En el siglo XVI se va ha producir un hecho que va a revolucionar la gastronomía, no solo de España sino de toda Europa, y es la llegada de productos del Nuevo Mundo, como el tomate, la patata, los pimientos, el maíz, las judías, los cacahuetes, la vainilla, así como el cacao, del que ya hemos hablado, y numerosas frutas tropicales como la piña, el aguacate, el mango o la chirimoya. Sin olvidarnos del pavo. Los productos americanos van entrando poco a poco en la culinaria española, algunos ya en el siglo XVI, pero no será hasta el siglo XVIII cuando se extiendan y popularicen. Unos se incorporaron rápidamente, como el pimiento, el chocolate o las judías, mientras otros no lo hicieron hasta el siglo XVIII, como el tomate y la patata. El pavo pronto tuvo gran éxito entre las clases acomodadas. Los pavos de los recetarios romanos y medievales eran pavos reales.
              Aunque efectivamente los alimentos llegados del Nuevo Mundo tardaron en implantarse en las cocinas europeas, quizás no fue así en España, donde algunos se implantarían antes, como es el caso del tomate y la patata. A mediados del siglo XVI ya se ven tomates en España y en 1608 aparecen tomates en la lista de la compra del Hospital de sangre de Sevilla y en la comedia El mayor médico de Tirso de Molina (1), se menciona la ensalada de tomate y pepinos. En un recetario capuchino de Cadiz, de finales del siglo XVII aparecen algunas recetas de tomate. A finales del XVII el cultivo de tomates en grandes cantidades era frecuente, sobre todo en el sur de España. Sin embargo, la salsa de tomate no se menciona hasta mediados del siglo XVIII. La patata, que se supone que entro en la península por Galicia, comenzó a comerse ya en el siglo XVI, sustituyendo, en la cocina popular, a los nabos y las chirivías. Santa Teresa de Jesús, en una carta fechada en Ávila el año 1577, agradece a unas monjas sevillanas que le hayan enviado patatas (1). La asimilación de la patata por la cocina popular no fue un proceso fácil.
              Los pimientos, que llegaron en el siglo XVI, ya se consumían en el XVII, que fue cuando, después de secarlos al sol y molerlos, se transformaron en pimentón. Utilizado como un aliño más, se añadió al chorizo, que pasó de negro a rojo. El pimentón picante, también se hizo rápidamente un hueco como sucedáneo barato de la pimienta. Otra planta, que se implantó con relativa rapidez fue la judía (alubia, habichuela, faba). Introducida en el siglo XVI, ya en el XVII aparece citada como de consumo corriente ocupando el lugar de la judía antigua y medieval, el fréjol. Sin embargo su consumo en verde fue mucho más tardío.
              Para finalizar y aunque sea de forma anecdótica, no nos podemos olvidar del gato, que se consumía en la Edad Media y que se seguía consumiendo, las más de las veces para sustituir la carne, más apreciada de conejo, liebre o cabrito, pero que durante un tiempo se presentaba como un plato exquisito. En el Siglo de Oro se decía este refrán: “Véndese el gato por liebre, con su pebre”. Veamos la receta de gato asado que da Rupert de Nola en su Llibre de Coch de 1525: “Se coge un gato gordo y se le degüella. Se le corta la cabeza y se desecha, pues no es conveniente comerla. Se dice que el que comiere los sesos podría perder el juicio. A continuación se desuella, se abre y se limpia. Después se envuelve en un trapo de lino y se entierra donde debe permanecer un día y una noche. Al día siguiente se le saca y se pone a asar en un asador. Cuando esté dorado se unta con mucho ajo y aceite, y mientras se asa, se le azota con una rama verde. Una vez terminado de hacer se le vuelve a azotar fuertemente. A continuación se corta como si fuese conejo o cabrito, se coloca en un plato grande, y se recoge el aceite y el ajo, que se diluye en un buen caldo consistente -preparado previamente- se echa sobre la carne, y ya esta listo para servir”.

Referencias.
(1) Juan Eslava Galan. Tumb Ollas y hambrientos. Plaza  y Janés Ed. S.A. 1999.

(2) Néstor Lujan y Ligi Bettonica. Teoría y anécdota de la gastronomía. Salvat. 1974.

(3) Julio Valles Rojo. El Renacimiento y la cocina. 2012.
www.afuegolento.com/noticias/217/firmas/jvallesrojo/7240/

(4)  Isabel Moyano Andrés. La cocina escrita. Biblioteca Nacional de España.
www.bne.es/Micrositios/Cocida/documentos/cocina estidio 1.pdf

(5) Cecilia Restrepo Manrique. Reseña del libro "Arte de cocina: pastelería, bizcochería y conservería". Ed. Tusquets. Barcelona, 1982.
www.historiacocina.com/paises/articulos/montino.htp

(6) Elisabet Magro. Costumbres y gastronomía en el Siglo de Oro. Museo casa natal de Cervantes. C. de Madrid 2010.
www.museo.casa-natal-cervantes.org/files/423.pdf

(7) Ana Colomer Sánchez. Creatividad, gastronomía y danza. Tesis Doctoral. Facultad de Ciencias de la Comunicación. Univ. Rey Juan Carlos I. Madrid 2011.
eciencia.urjc.es/bitstream/10115/7885/.../ISDAA_Tesis_Colomer Ana.pd...

(8) blogs.elnortedecastilla.es/gastronomía/2008/10/31/
comer-fuera-casa/



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