lunes, 2 de abril de 2018



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LA COCINA DEL SIGLO XVIII. 

La influencia francesa e italiana. Visión de los viajeros extranjeros.


  
La influencia francesa e italiana en la cocina española.
       Tras la muerte de Carlos II, el último de los reyes de la casa de Austria, y finalizada la guerra de sucesión (1701-1713) accede al trono de España Felipe V, y con él se instala la dinastía borbónica en España. Con ello comienza la influencia francesa, que se refleja en la política, las costumbres y la gastronomía. La cocina como otras costumbres sufre una profunda transformación, introduciéndose poco a poco el modelo gastronómico francés, e indirectamente el Italiano. La cocina francesa, culta y elaborada, triunfaba en el mundo.
           Felipe V, que comía a la francesa, no sin provocar cierto escándalo en la nobleza establecida, llego rodeado de cortesanos y funcionarios franceses, entre los que no faltaban los cocineros. A juzgar por lo que nos cuenta el diplomático francés, duque de Saint-Simon, sobre una cena a la que fue invitado por el virrey de Navarra en 1721, la cocina española no debía ser “muy apreciada en Francia”. En efecto, escribe: “La comida no se hizo esperar; fue copiosa, a la española, mala; las maneras nobles, corteses, francas. Quiso obsequiarnos con un plato maravilloso. Era una gran fuente llena de un revoltijo de bacalao, guisado con aceite. No valía nada y el aceite era detestable. Por urbanidad comí cuanto pude”.
           Consecuencia de este ambiente es que en la alimentación de la corte se van introduciendo nuevos gustos, que como no podía ser de otra forma rompen con los gustos y normas de la época de los Austrias. La cocina francesa será a partir de Felipe V y durante el reinado de sus hijos la cocina de la corte. Pese a los iniciales recelos de la nobleza, los nuevos gustos y costumbres francesas, junto con una cocina opulenta, refinada y cosmopolita, se irán imponiendo, primero en la nobleza y más tarde en la burguesía, con el paulatino afrancesamiento de la alta cocina española. Al tiempo que la cocina francesa se va asentando como la más avanzada y refinada, la española va perdiendo el esplendor culinario y gastronómico de que gozó en tiempo de los Austrias. En la corte y entre los poderosos y la alta burguesía abundan los recetarios franceses, mientras que en la España del siglo XVIII apenas si se publican algo relacionado con la culinaria.
              La influencia italiana llega un poco más tarde, cuando Felipe V contrae segundas nupcias en 1714 con Isabel de Farnesio, natural de Parma, la cual ejerce su influencia a través del primer ministro Alberoni. La cocina italiana, junto a modos y costumbres importados de Italia, entraron en la corte haciéndose más manifiestos durante el reinado de Carlos III, sucesor de su hermanastro Fernando VI en 1759. Carlos III, hijo de Isabel de Farnesio, había nacido en Nápoles y había sido duque de Parma y Toscana y rey de Nápoles y Sicilia, antes de llegar a España. La tradición familiar hacía Italia la continuó Carlos IV ayudado por su esposa María Luisa de Parma. En 1765, un año antes de que hubiese nacido Carlos IV, el abate Alberoni escribe al conde de la Rocca, acerca de las aficiones culinarias de la Reina lo siguiente (1): “Soy admitido con la Reina, que no me regatea su confianza. Con insistencia me ha encargado que provea su mesa de los suculentos embutidos italianos y de buen vino de Parma. Ayer mismo me pidió le enviase un plato de macarrones, a los que es aficionadísima". En cualquier caso los Borbones no fueron amigos de la ostentación, ni de las grandes fiestas. Hasta el punto que los reyes Carlos III y Carlos IV modificaron la etiqueta española haciéndola menos rígida para estar más cerca del pueblo. “El contacto entre los Borbones y el pueblo fue cada vez mayor y se produjo un trasvase de las costumbres más populares hacía la monarquía y consecuentemente a la nobleza, que las aceptó encantada, e incluso algunos platos y elaboraciones culinarias llegaron a ser signo de españolidad, -como la olla-, pero la influencia francesa siguió presente en nuestras costumbres, lenguaje y técnicas culinarias. Los menús reales, hasta finales del siglo XIX, seguían publicándose en francés” (2).
              En este sentido es muy interesante lo que nos cuenta el duque de Noailles cuando el rey Felipe V llego a Madrid (3): “Como al rey don Felipe no le gustaban los guisos españoles le proporcionaron un cocinero italiano que guisaba bien al estilo de su país. El caso es que poco a poco, don Felipe fue acostumbrándose al guiso español y en 1728 comía ya todo con aceite”. Aunque como observa Eslava Galán (3): “Hay que entender que tomaba comida francesa cocinada con buen aceite de oliva, donde se manifiesta que el Borbón supo apreciar lo mejor de cada país. Sin embargo, los españoles más ilustrados vivían entregados a la admiración de todo lo francés”.
              Nada mejor para aproximarnos a la comida de Felipe V que seguir a Mª Ángeles Pérez Semper (4): “En la mesa real de Felipe V, que tenía graves problemas con la alimentación debido a su melancolía, eran típicos los caldos, jaleas y consumados. En la primera mitad de su reinado Felipe V tomaba diariamente un caldo hecho con un pollo de cebo y dos libras de ternera, al que se añadía vino, azúcar y canela. También tomaba una jalea a base de un ave de cebo, cuatro libras de ternera, cuatro manos de ternera, cuatro libras de azúcar, dos onzas de canela y un azumbre de vino. Otro variante era el llamado “chaudeau: una sopa ejecutada con cuatro yemas de huevo, azúcar, canela y vino de Borgoña. A partir de 1737 comienza a aparecer en el menú de Felipe V el caldo de consumado y la sopa de consumado, que no eran lo mismo. El rey tomaba el caldo de consumado por las mañanas y la sopa de consumado en las comidas. El consumado era definido como una “especie de caldo sin agua, compuesto de la sustancia líquida de dos gallinas, dos perdices, cuatro libras de ternera y dos de carnero” (consumado alude a su reducción por ebullición lenta). El consumado también lo tomaba la reina consorte Isabel de Farnesio en 1745, tanto en la comida como en la cena. Con Isabel de Farnesio se sirven (5): torta de pichones con higadillas, setas de olor, cagarrillas, criadillas de tierra escabechadas y alcachofas. Las judías verdes guisadas, las alcachofas y las espinacas aparecen como postre; las puntas de espárragos acompañan a las tórtolas, las lechugas rellenas van como guarnición de pollos rellenos y las espinacas acompañan al jamón cocido a la brasa.
             “La olla podrida era el plato típico español por excelencia. Con enormes variantes de cantidad y calidad, lo compartían prácticamente todas las familias españolas de la época moderna, pobres y ricos, del campo y de la ciudad, de las diferentes regiones. En palacio la versión rica era una tradición que venía de los Austrias, tradición que se conservó en el siglo XVIII. Sabemos que en tiempos de Felipe V, al menos durante la década de los años veinte, se servía a los Reyes y a los Infantes olla podrida todos los domingos. El cocido se hacía en palacio con los géneros más variados, ocho libras de vaca, tres libras de carnero, una gallina, dos pichones, una liebre, cuatro libras de pernil, dos chorizos, dos libras de tocino, dos pies de cerdo, tres libras de oreja de cerdo, garbanzos, verduras y espacias (4)”. Según Saint-Simon: El Rey “bebe poco y solo vino de Borgoña añejo (4)”.
             Ya hemos comentado que los Borbones no eran amigos de la ostentación y las grandes fiestas. No obstante la mesa del Rey debía ser siempre espléndida, imagen del poder y la gloria de la Corona, aunque los gustos del monarca fueran sobrios o sencillos (4). Esto se hace muy patente en el reinado de Carlos III, periodo en el que se diferencia claramente entre la alimentación personal del rey y la mesa institucional. Aunque las cocinas reales, que no solo alimentaban al Rey sino también a toda la corte y a todo el personal de palacio, preparaban una gran variedad de platos, el rey comía prácticamente lo mismo todos los días y gustaba de comida sencilla, sin complicaciones ni sofisticaciones. Desayunaba siempre igual, una taza de chocolate, que finalizaba con un gran vaso de agua. La rutina continuaba en la cena, siempre lo mismo (4): “sopa; un pedazo de asado, que regularmente era de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias dulce, en que mojaba dos pedazos de miga de pan tostado y bebía el resto. Se ponía siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de azúcar”. Sin embargo, era exigente a la hora de elegir vino: entre los que más le gustaban estaba el Borgoña, el mejor vino francés del siglo XVIII, y un vino dulce de Canarias, que gozó de gran fama en la época. Siguiendo la costumbre de la época mezclaba el vino con agua, pero a diferencia de los gustos más generalizados entre la población de toda condición, que sentían pasión por las bebidas frías, el agua que le añadía el rey era templada. Eran tiempos en que los refrescos, helados y sorbetes, elaborados con la nieve procedente de la sierra eran muy populares y apreciados. Es precisamente en 1729 cuando aparece la primera referencia a la horchata, y cuya receta escrita aparece en España por primera vez en 1786 en el libro titulado Alcaldes de Casa y Corte.
              Con su sucesor Carlos IV, aunque sigue el estilo de la gastronomía internacional y cosmopolita con fuerte influencia francesa, se comienza a observar, en la cocina, una tímida pero cierta “españolización o popularización” en la línea “casticista” de la época. No era raro que la familia real con motivo de algún viaje gustase de probar los platos populares que le ofrecían. Por supuesto los tradicionales cocidos u ollas se continuaban sirviendo habitualmente a la familia real. No obstante, Carlos IV más sencillo aún que su padre, introdujo en la corte una cierta desorganización y tal vez un toque de hedonismo en materia alimentaria. “A veces, olvidándose de la etiqueta Borgoñona, se reunía para comer con su hermano el Infante D. Antonio y algunos cortesanos. Parece que en estas ocasiones se servían banquetes especialmente exquisitos y muy caros” (4).
              Ya hemos comentado que en la corte no se desperdiciaba comida (4), pues lo que no se consumía en la mesa real lo comían los nobles y los numerosísimos empleados de palacio y en última instancia se repartía entre los pobres. El consumo de carne por este personal era variado, pero a diferencia de la mesa del Rey predominaba el carnero sobre la ternera y no faltaba el cerdo ni la tradicional volatería. Los menudillos como sesos y criadillas, muy apreciados en las mesas selectas de la época, tampoco faltaban. Para cocinar se empleaba más la manteca de cerdo que el aceite. Aunque el consumo de huevos era muy alto, eran muy pocos los platos cuyo componente principal fuesen los huevos. Algunos se podían consumir frescos o pasados por agua, pero la inmensa mayoría se utilizaban para elaborar masas, ligar salsas o para completar otros platos. El pan, además de para boca, se empleaba para otras muchas cosas, como para las sopas o para espesar salsas. La presencia de verduras y legumbres no era muy abundante. La mayoría de las verduras se consumían en ensaladas o como ingredientes de sopas o cocidos. Habitualmente también se consumían frutas, frescas y en confitura, así como dulces. Otros productos de la mesa diaria eran el queso y las aceitunas y de forma esporádica la leche. Como condimentos y aliños se utilizaba aceite, vinagre, sal, especias y hierbas de jardín y secas, además de azúcar. Las especias más abundantes eran pimienta, clavo, canela, nuez moscada y azafrán.
             Entre las condiciones que se le ponían a los cocineros encargados del suministro y elaboración de las comidas, estaba una curiosa que establecía que en los días de vigilia debían de servir la misma cantidad de platos y trincheros, pero de pescado. Por cierto, que a partir de Carlos IV, quizás consecuencia de la corriente casticista de finales del siglo XVIII,los apellidos españoles de los cocineros reales van sustituyendo a los franceses. En los menús destaca la presencia del cocido, que seguía siendo uno de los platos típicos de la cocina española, y la importancia también tradicional de la volatería.
              En general, en el siglo XVIII, los platos se sofistican al tiempo que se introducen nuevos productos de importación para enriquecer los menús, como por ejemplo el tomate. Es cuando surge el concepto de fondo de salsa y la elaboración de salsas, más o menos complicadas, hoy fundamentales en la cocina, como la bechamel, la mayonesa, la de tomate, etc. De acuerdo con las nuevas tendencias, los sabores deben armonizarse, de modo que los delicados se equilibren con los más rotundos, sin que se enmascare el sabor carac-terístico de cada uno. Así, el gusto por lo agridulce fue dejando paso a una mejor definición de los sabores: por un lado lo dulce del azúcar y miel y por otro la carne, que ahora prácticamente se condimenta sólo con sal y pimienta. Dentro de las carnes, se valora la caza menor como el faisán o la perdiz o las carnes criadas con pasto, como el cordero o el vacuno o las aves como el capón. Los asados se sirven separados y acompañados de ensaladas. Las legumbres van dejando paso a las verduras y hortalizas y comienza a perfilarse el vino: el tinto para la carne y el blanco para el pescado y viandas sutiles. Es el momento de la gran aceptación de los dulces, los helados, el café y el chocolate, que antes había echado raíces en la cocina francesa. Es, en definitiva, el tiempo en que la moda francesa alcanza a la burguesía, al punto de que todo el que quisiera aparentar y quedar bien en la sociedad, y por supuesto entre sus comensales invitados, presumía de tener un cocinero francés.
               “En el siglo XVIII se generaliza en España la confitería; hay dos categorías: el confitero que hace compotas, caramelos, grageas y yemas de todas clases y el bollero, que se dedica a cultivar el trabajo donde entren la harina, la manteca de cerdo, el azúcar y demás ingredientes. Andando el tiempo, la pastelería francesa introdujo en España un refinamiento en lo que llamaban bollería, quedando ésta reducida a muy pocos artículos, formando un conglomerado, los bollos de tahona, que es lo que prevalecen en el gusto del publico” (6). Entre las pocas publicaciones españolas de gastronomía, de la época, destaca la de Juan de la Mata, repostero en la corte de Felipe V y Fernando VI: Arte de repostería; en que se contiene todo genero de hacer dulces secos y en líquido; bizcochos, turrones, natas, bebidas heladas y de todo género, rosolís, mistelas, etc., con una introducción para conocer las frutas y servirlas crudas. En el libro, editado en Madrid en 1791, se observan claras influencias francesas, italianas y portuguesas. En él se encuentran los modos de hacer el café y el té, muy distintos de cómo se hacían en el siglo anterior, y ya bastante parecidos a como se hacen hoy. Asimismo detalla diversas formulas para el chocolate líquido y da una receta para el hipocrás (7); recomendando para él el aguardiente con canela, jengibre, grana del paraíso, clavo y nuez moscada, todo ello en polvo y tenido en infusión tres días: después de clarificado se le añadían azúcar de pilón, ambar y almizcle.
               Pero Juan Mata, no sólo da recetas de repostería, dulces y bebidas, sino que también da formulas para aliños de aceitunas, alcaparrones, pepinos y pimientos, y también para salsas –da la primera receta de la salsa de tomate- y ensaladas. Como muestra anotaremos los ingredientes de la “ensalada real labrada” (7): “se componía de escarola, lechuga, camuesa, hierbabuena, cebolla, apios, huevos duros y perejil, todo picado; rajas de limón, anchoas, aceitunas, granos de granada, piñones, acitrón y anises; ajos, comino, orégano, pimienta, aceite, vinagre y azúcar”.
             El afrancesamiento de los modos de vivir y de la alimentación, que los altos administradores de la corte de Felipe V (Orry, Amelot, la princesa de los Ursinos, etc.) trataron de extender, no llegó con tanta facilidad a las clases populares, como lo había hecho a la alta burguesía, que seguían comiendo a la española, aunque las más de las veces sea debido a las malas cosechas y a la ineficacia de la administración. La cocina española popular se mantendrá fiel a las tradiciones y los productos, aunque con la progresiva incorporación de los cultivos de América. La cocina española clásica queda relegada a los espacios rurales, y se transmite de boca a boca. Ahora bien, ¿qué comían y bebían y cómo lo comían la mayoría de los españoles en el siglo XVIII? De lo que no cabe duda es que los nobles comían mucho y mejor, disfrutaban comiendo y podían elegir, los pobres comían poco y peor, tenían que conformarse con lo que había y pocas veces podían disfrutarlo (4). Como señalaba Gaspar Melchor de Jovellanos, en su Informe sobre la Ley Agraria, la diferencia entre pobres y ricos se manifestaba claramente en el tema de la alimentación. “Los propietarios de la tierra o comerciantes acomodados practicaban una cocina sustanciosa de pan y cerdo, de carnero y liebre, de dulce de sartén y vinos broncos del terreno e iban aficionándose a la salazón de pescado, que se refinó mucho en el siglo XVIII. Luego estaban los pobres, los que carecían hasta de un mendrugo que llevarse a la boca” (3).
             Como en la inmensa mayoría de los países vecinos la alimentación tradicional española se basaba en el pan, el vino y la carne. Pero su proporción dependía mucho de las clases sociales pues mientras el pan y el vino eran alimentos generales, la carne, sobre todo la carne de calidad, no estaba al alcance de todos, al menos no ordinariamente. Existen detalles del consumo de las clases populares en los Memoriales de Campomanes en 1767 acerca de los Abastos de Madrid. La alimentación media oscilaba con una libra de pan (casi medio kilo) y media de carne (un cuarto de kilo) por día. Cien gramos de garbanzos y sesenta de tocino además de alguna verdura. Las proporciones de una casa acomodada son muy similares, sólo que añade embutidos, dulces y media onza de chocolate.
               La culinaria popular, que se mantenía alejada de las corrientes francesas, se fundamentaba en sopas, guisos y sobre todo en los cocidos u ollas: variadas según regiones pero con elementos comunes entre ellas -huesos hervidos, legumbres, verduras y hortalizas-. Era costumbre separar el caldo, para la elaboración posterior de sopas, de los ingredientes sólidos que se tomaban en compañía de pan. No faltaban en la despensa popular distintos embutidos procedentes de las matanzas familiares del cerdo. En general se conservaban las tradiciones culinarias del siglo XVI que estaban muy presentes entre la población. A partir del siglo XVIII, la patata va asumiendo cada vez más el papel de alimento de los pobres. En unos sitios sustituye a los cereales y en otros se consume en guisos con carne sustituyendo a verduras y raíces. En general los productos americanos se van haciendo cotidianos en ensaladas, gazpachos y potajes. A finales del siglo XVIII, se generaliza el añadido de patatas como ingrediente que componía la receta básica del cocido. Se comía mucho pan, en especial por los trabajadores que prácticamente vivían de migas y sopas. Había dos tipos principales: el pan regalado, amasado con harina candeal de lujo, y una especie de pan integral (muchas veces de centeno y mijo), que era el que consumían los trabajadores. La carne era cara y escaseaba, entre otras cosas por el alarmante descenso de la caza. Completaban el aporte proteínico con frutos secos como las castañas, las nueces y las avellanas y en las zonas mediterráneas las almendras, consumidos directamente o bien utilizados como aderezo para platos cocinados.
             Durante algún tiempo la cocina continuo estando excesivamente especiada, pero en los fogones más ilustrados, entre ellos los de la cosmopolita Compañía de Jesús, se fue reduciendo el aliño a dos compuestos, el llamado de especia fina: azafrán, clavo, nuez moscada y pimienta; y el de espacia basta: jengibre, cilantro, cominos, pimienta y azafrán, que se aproximaba más al gusto popular.
             El vino común, aunque se había abaratado, era malo, porque en vez de mantenerlo en barriles, se envasaba en pellejos y botas, que al no estar bien preparadas le comunicaban mal sabor. Por ello mucha gente prefería otras bebidas como la carraspada, tinto aguado con miel y especias; la garnacha, zumo de varias clases de uva, azúcar, canela y pimienta, la hochata de chufa y cebada, la aloja, la cerveza y en algunas regiones del norte la sidra.
            En el siglo XVIII no se editan grandes recetarios como ocurría en el siglo XVI con Rupert de Nola o en el XVII con Martínez Montiño, y los que circulan, o bien son franceses, o son para el consumo de las elites. Los únicos recetarios en los que aparecía una cocina humilde y de platos austeros era en los religiosos, y es que como afirma Mª de los Ángeles Pérez Sámper (8): “A diferencia con lo que ocurría con la cocina cortesana, muy alejada de las posibilidades de la gran mayoría de los grupos sociales, los productos y proce-dimientos de la cocina religiosa se hallaban mucho más cercanos a los de las clases populares.”
             De las pocas publicaciones existentes cabe destacar las Constituciones y extravagantes de los monjes de la Orden de San Jerónimo y el libro de cozinación fechados en 1740 donde se describen guisos típicos de la España del siglo XVIII fuera de la influencia francesa preponderante en la época. En realidad no eran solo recetarios, sino también libros de costumbres, que describían la vida y quehaceres de los conventos, sobresaliendo entre todos ellos, el libro del franciscano Juan Altamiras publicado en 1745: Nuevo arte de cocina sacado de la escuela de la experiencia económica. Obra fundamental de nuestra cocina conventual, que será referente de cocineros en siglos posteriores. El libro trata de popularizar recetas y elaboraciones entre la gente humilde partiendo de la tradición de la comida pública conventual, como el mismo autor indica en el prologo (9): “… no es mi intención escribir modos exquisitos de guisar, que para este fin ya hay muchos libros, que dieron a la luz Cocineros de Monarcas, pero la ejecución de su doctrina es tan costosa, como dictada por lengua de plata; en esta suena más la lengua de oro de la caridad”. O como insiste más adelante: “Siempre has de discurrir el empleo de lo que te sobre; porque muchas veces lo que sobra, viene bien para otra cosa, y los pobres (…) deben aprovecharlo todo”. Obviamente libro es ajeno a la influencia francesa, pero se detecta una clara influencia árabe (8): “… como se deduce del uso frecuente de ingredientes como por ejemplo las almendras, y de especias como la canela y el azafrán. Los productos provenientes de América también tienen una presencia importante, con varios platos en los que aparece un ingrediente novedoso para la época, el tomate -incluso se dan unas breves instruíciones acerca de cómo conservarlos todo el año sumergiéndolos en aceite-, y otras en las que aparecen la patata y el chocolate”. Los ingredientes y los platos corresponden a preparaciones de las clases menos favorecidas y permiten conocer los gustos y las formas de alimentación del pueblo en el siglo XVIII. Por otra parte el libro de Altamiras proporciona detalladas instrucciones para elaborar lo que hoy llamaríamos helados, a lo que eran muy aficionados en el siglo XVIII.
            Para hacerlos había que echar mano de la nieve, lo que exigía un complicado proceso de elaboración. Veamos como propone hacer agua de limón (9): “Para doce vasos necesitas doce onzas de azúcar y un limón. Medio día antes de componer el agua se le quita la corteza y se machaca en el almirez. Después se echa en la garapiñera con el agua hasta que sepa bien a limón. La colarás con un cedazo, echaras el agua de aquel limón hasta que conozcas ha tomado de él, después el azúcar, y puede ser que dicho azúcar sobre, y siempre se ha de echar con reserva. La colarás por un paño bien espeso en la misma garapiña. Para helarla será menester tres libras de nieve. La dispondrás de este modo: la nieve menuda pondrás debajo bien cargada de sal, y la demás que sea más gruesa como huevos encima, cargada de sal como la de abajo; media hora antes de dar el refresco la irás moviendo, y tendrás cuidado de darle alguna vuelta con una paleta de carrasca, porque se asuela, pegándose al suelo y paredes, y se hiela mucho; al tiempo de servirla la sacarás fuera de la caja; tendrás una cuchara que no sirva para otra cosa, y si no bien limpia; y la misma regla observarás en las demás aguas”. O la receta de la leche helada: “La leche mejor es la fresca de vaca. Para cada vaso son menester una onza de azúcar y tres cuartos de canela para doce vasos, cocida antes, y con el agua que cocieres la canela desatarás el azúcar, lo colarás, lo echarás todo en una garapiñera con la leche, de modo que esté poco más de media. Echaras la nieve como a las otras aguas. Tendrás un molinillo de un dedo de recio redondo como una cobertera, y le irás dando como quien hace chocolate, y cuando conozcas se pega a las paredes, la separarás con el cucharón hasta que esté toda garapiñada. La irás escudi-llando, y colmarás bien los vasos para tomarla con cucharilla.”
             No obstante el empeño de Juan Altamiras de que su cocina sea util para la gente sencilla, a veces no puede evitar ciertas exageraciones barrocas, “como cuando describe una sopa solemne en la que entran perdices, capones, longaniza, hígado frito, tocino azúcar, canela, clavo, azafrán y confites. Culminando esta preparación, ordena que se coloque encima de ella una gallina dorada con los pechos para abajo; cierto es que ya cuida de señalar que esta sopa es tan superior que puede salir a la mesa de un grande de España”.(7) En otras, aunque no tan exageradas, pero que él considera que tienen algo de refinamiento, que no corresponde a la gente humilde lo indica, como es la receta que da del abadejo frito con miel que advierte (7): “podrá servir para gente de su posición, como obispo o provincial, pues para pobres es mucho regalo”. Veamos cual es la receta que aparece entre otras diez, digna de obispos: “Este abadejo cocido lo sacarás y pondrás a escurrir y harás la pasta de este modo. Tomarás un poco de harina tamizada; para diez raciones de abadejo, echarás una escudilla de miel; haz tu pasta con un poco de agua; y luego pon la sartén con un poco de aceite al fuego, de modo que este bien caliente. Moja las raciones en la pasta, y las fríelas.”
             La cocina de Altamiras basada en la elaboración de platos sencillos con ingredientes poco costosos, nos aproxima, sin duda, a como sería la forma diaria de comer, dentro y fuera de los conventos, en la España del siglo XVIII. Forma muy alejada de la que tendría lugar en la corte. En el último cuarto de siglo se observa algo más de interés por la comida del pueblo y aparecen nuevas publicaciones fuera de la influencia francesa, como el libro de Ángel María de la Torre y Leyba (Madrid, 1774): Economía de pretendientes. Diálogo entre económico y glotón .Verdadera instrucción que contiene reglas utilísimas para que vivan bien, coman con poco dinero, sean estimados, logren sus pretensiones pronto y tengan robusta salud y buena nota” (7).

Visión de los viajeros extranjeros.
        Aunque ya en el siglo XVII son varios los viajeros que llagan e España e informan en sus libros de que les parece el país con el que se encuentran, es en el siglo XVIII, cuando estos viajeros aumentan considerablemente, así como las publicaciones con sus opiniones, proceso que continua hasta hoy. Es por ello que parece interesante conocer cual es la visión que tienen de la gastronomía española, y si compartían o no la opinión que los españoles tenían de la misma. No debemos olvidar que fueron estos viajeros los que crearon la imagen, que en general, se tenía en el mundo sobre España y que en gran parte se mantiene.
            En primer lugar debemos aclarar que nuestros visitantes provenían por lo general de países más avanzados en busca del “tipismo”, pertenecientes a unas elites y acostumbrados a un trato que difícilmente iban a encontrar en los alojamientos y medios de transporte españoles de la época. En general, el conocimiento que tendrían de la alimentación española se limitaría a lo que encontraban en las ventas, fondas o posadas, que dejaría mucho que desear. “En las posadas de España no hay pan, ni vino, ni carne y si los hay, no son pasables” escribe el francés Silhouette (10). Quizás en las “grandes ciudades” habría algo más donde elegir, pero en cualquier caso el margen de maniobra (problemas de idioma) sería bastante limitado. Posiblemente las opiniones no expresan otra cosa que diferencias culturales, y no podemos olvidar que la comida es una de las señas de identidad cultural más señalada y conservadora. Como dice Nuñez Florencio (11): “son los curiosos impertinentes", una mezcla de científicos y aventureros, que vienen a representar en el siglo XVIII el papel de los antropólogos culturales del siglo XX”. Sin embargo, conviene recordar que no eran unos pocos los que así opinaban, sino que las más de las veces sus críticas a la comida, como que se usa demasiado ajo, demasiado azafrán y demasiadas especias, eran un denominador común. No obstante, esta visión más o menos negativa, ya había comenzado antes, a finales del siglo XVII, con la publicación del influyente libro de la baronesa d`Aulnoy, Viaje por España, en el que la ilustre dama al describir la primera cena en España, indica que no pudo probar bocado porque todo estaba fuertemente especiado con ajo y azafrán, lo que le producía arcadas.
             Muy pocos productos o platos se salvaban de las críticas y poquísimos eran objeto de elogios y alabanzas. A veces los productos alimenticios (la carne, los huevos, la verdura, el vino) eran de buena calidad, pero la ignorancia de los posaderos o de los cocineros, los estropeaban, según ellos. Lo cierto es que la mayoría de los viajeros extranjeros apenas los conocían e intentar valorar la alimentación española a través de unas cuantas invitaciones y de las pésimas condiciones de los mesones era poco menos que misión imposible. Sin embargo, además de las criticas generalizadas al ajo, al exceso de especias y al gusto fuerte y picante de muchos guisos, había otra que los unía y era la aversión al aceite, al que no estaban acostumbrados, ya que en la mayoría de sus países de origen se cocinaba con manteca o mantequilla, lo que era más raro en España, donde nunca faltaba el aceite y los fritos, que disgustaban especialmente a los extranjeros. Esta aversión podría deberse, además de a la falta de costumbre, a la mala calidad del aceite empleado en los mesones y posadas, poco refinado, con alto grado de acidez y algo rancio. Para el gusto de los españoles el buen aceite era fuerte, mientras para la mayoría de los extranjeros el aceite de calidad debía ser suave. Arthur Young, economista y agrónomo británico, que viaja por España en la época de Carlos III, criticaba el gusto a rancio, que parecía agradar a los españoles (12): “La ensalada ... no es comible por causa del aceite rancio que le sirve de aliño”. Young achaca la mala calidad del aceite a la mala elaboración, lo mismo que el clérigo y médico, también británico Joseph Townsend, que al comentar una visita a una finca del Rey cerca de Madrid, relata que allí se produce un aceite que “no es inferior al mejor que producen en Italia o Francia” (12). No obstante, en las criticas al aceite de mesones y fondas, algo de cierto podría haber, pues todavía Joseph Pla, al comentar los olores del aceite que se respiraban en los barrios populares de Madrid, recordaba lo que decía Galdós (10): “Lo que ha salvado a España de las invasiones extranjeras ha sido principalmente el aceite hervido”.
            También se pueden apreciar interesantes diferencias entre españoles y extranjeros en la valoración de la carne. A los viajeros les disgustaba la tendencia que según ellos tenían los españoles a chamuscar la carne y sobretodo a utilizar el aceite en sus preparaciones, cosa que aún les disgustaba más. A Townsend le llama la atención que los españoles (12) “no hacen distinción entre los trozos delicados y los que lo son menos, entre la carne grasa y la enjuta”. No obstante, algunos alababan la calidad de la carne de carnero como Arthur Young (12): “el cordero es excelente; los hay en la isla de Ibiza de tan pequeño tamaño, que sirven algunas veces tres piernas de ellos en un mismo plato”. El punto de cocción era otro punto de fricción, más críticos los franceses, que estaban más acostumbrados a comer la carne poco hecha, que los británicos. Para los viajeros franceses los españoles comían la carne quemada. “Aquí, llaman asado a la carne chamuscada o achicharrada, tan incomestible para un paladar civilizado como cualquier “otro” plato -es un decir- que haya pasado por el temible aceite frito”, decía la citada señora d`Aulnoy.
              Entre los nuevos productos y nuevos sabores con que se encontraban los extranjeros al llegar a España, unos les podían agradar y otros sorprender y producir rechazo. Entre estos estarían los pimientos y los tomates, ya muy extendidos en la cocina española en el siglo XVIII, pero poco conocidos en otros países. En este sentido son ilustrativos los comentarios que hace Alexander Jardine de los campesinos, en el relato de su viaje de 1788 (11): “… sienten aversión a la leche, las verduras y las otras maneras de alimentarse sencillas y originales, al tiempo que estropean sus paladares dando rienda suelta al gusto artificial por el ajo, las cebollas, los pimientos y las especias picantes”. O los comentarios de Lantier en su Viaje a España del caballero San Gervasio (10): “Estos buenos padres me obsequiaron con un guisado, que me alabaron mucho, era una pepitoria de pollo cocida al horno, con aceite, tomate y mucha pimienta. Sólo el apetito me impuso comer ese guisado tan detestable para un francés”. Es curiosa la descripción que hacen de lo que ellos consideran platos típicos, entre los que incluyen los huevos fritos con tocino, las ollas y el gazpacho. Para Dalrymple, militar ingles que recorrió la península en el año 1774, y probó el gazpacho en Andalucía, este es “una especie de sopa hecha con aceite, vinagre, agua, grasa, sal y pimienta mezclados”, mientras Townsend lo presenta como plato característico, del que los campesinos españoles hacen su alimentación ordinaria: “En esa parte de España, como en toda Andalucía y en la Mancha, la leche, la manteca y el queso parecen no tener ningún valor …: El gazpacho parece reemplazar la leche mantecosa y el suero para los campesinos, que durante los calores del verano no se alimentan casi más que de esa mezcla de pan, vinagre y aceite” (12). La olla, sin embargo no es un plato que en general este mal considerado.
              Cuando en sus viajes, especialmente los británicos, se encontraban con productos que había en su país, eran muy amigos de hacer comparaciones, de las que no solían salir muy bien parados los productos españoles. Townsend considera que la sidra de Asturias no es tan buena como la inglesa, cosa que le sorprende pues encuentra que Asturias e Inglaterra son muy parecidas, por lo que sin asegurarlo achaca la baja calidad de la sidra asturiana a la deficiente elaboración, y cree que si hiciesen las cosas bien la sidra asturiana podría llegar a ser un producto de exportación. Lo que ya cuesta más es creer a Arthur Young, cuando dice que la fruta inglesa es mejor que la catalana. Hablando de su estancia en Barcelona Young comentaba (12): “Los mer-cados abundan en higos, melocotones, melones y otras frutas más corrientes. … Verdad es que hay que decir que esas frutas no tienen el exquisito sabor de las nuestras.” Por muy adelantada que estuviera la fruticultura británica, es muy difícil que su fruta fuera mejor y más sabrosa que la de un país mediterráneo, por muy atrasado que estuviera. No obstante, el mismo Young alude “a la mejor limonada del mundo” que toma en Barcelona (10).
            Del vino, no por supuesto del de las ventas, mostraban en general opiniones favorables. Townsend elógia especialmente el vino de valdepeñas, pero el mejor para él era uno que probó en Manzanares (12): “... saboreamos diversas clases de vinos buenísimos. El encargado (de la finca) envía a la corte, para la mesa del infante, una calidad que me pareció ser, sin excepción, el mejor vino de España; reúne el aroma agradable del mejor vino de Borgoña y el cuerpo y la fuerza del vino de Porto.” Otros vinos, alabados, eran los de Jerez, Málaga o Alicante. No obstante, siempre hay algún pero, así Arthur Young al hablar de agricultura catalana, considera que el vino “es áspero, deposita, apesta a cabrío”, pero que remediando estos defectos y mejorando las técnicas de elaboración sería excelente.
            El chocolate era el otro producto, que además de considerarlo típicamente español, era alabado por la generalidad de los viajeros extranjeros al tiempo que les sorprendía la pasión que se sentía por él. Para Townsend era tal la afición al chocolate, que era bueno hasta en las posadas (12): “Una ventaja de las posadas de España, en compensación de sus numerosas dificultades, es que, por muy malas que sean, siempre está uno sguro de hallar en ellas un buen chocolate.”
             Aunque las criticas a la cocina española estaban bastante generalizadas, los viajeros observan ciertas diferencias entre la comida popular y la aristocrática o de la alta burguesía, que se iba afrancesando. Así Townsend, constata la coexistencia de un doble modelo, la comida tradicional a la española, basada en la típica olla, propia de la mayoría de las mesas, y la tendencia por la gastronomía francesa de las familias más acomodadas, lo que lo lleva a exponer la buena opinión que le merece la cocina y la mesa de las clases altas, que le parece excelente. Escribe en 1787(12): “…tuve el honor de almorzar con el primer ministro, el Conde de Floridablanca… me sorprendió la elegancia de la comida, que nos ofreció con una gran variedad de manjares excelentes,… en atención a su amabilidad (del criado) me serví de ello, pero apenas había comenzado a comerlo me trajo un segundo y después un tercero y un cuarto… Terminada la comida hicieron traer el café, después de los cual la reunión se dispersó”. No era el caso de los franceses que acostumbrados a los más refinados placeres gastronómicos, veían la alimentación española, incluso la de las clases poderosas, como una cocina vulgar y de mala calidad. Veamos si no el juicio que hace el diplomático francés barón de Bourgoing, que después de pasar nueve años en Madrid indica en 1789: “La cocina española, tal como la recibieron de sus ascendientes, no suele ser del agrado de los extranjeros. Gustan los españoles de los condimentos fuertes, como la pimienta, la salsa de tomate, el pimiento picante y el azafrán, que dan color o infectan casi todos sus manjares. Sólo una comida es del agrado de los extranjeros: la olla podrida, especie de revoltijo de toda clase de carnes cocidas juntas…”
          A pesar de la mala fama que tenían las ventas y posadas entre los viajeros extranjeros, ya en el mismo siglo XVIII empiezan a surgir posadas famosas, precisamente porque se come bien y a las que acudían los viajeros atraídos por la fama del buen comer. El ingles Joseph Townsend que visita Cataluña en 1786 y 1787, compara la alimentación de las posadas de Cataluña con las de otros países europeos y opina que es “más tolerable y más barata que en Inglaterra o en Francia por ejemplo” (10). Algo que llamaba la atención de los visitantes, especialmente de los no católicos, eran los preceptos religiosos del ayuno y la abstinencia. En este sentido era muy crítico Joseph Townsend, que como médico consideraba la costumbre poco saludable, pues además de considerar a la carne como el alimento ideal, renegaba del pescado.

Referencias.
(1) Carlos Azcoytia. Los abastos y la cocina en la época de Carlos III.
www.historiacocina.com/gourmets/cocinerosreales/carlosIII2.htm

(2) Ismael Díaz Yubero. La evolución de la alimentación y la gastronomía en España. Real Academia de Gastronomía
www.bne.es/es/Micrositios/Exposiciones/Cocina/.../cocina estudios 4.pd..

(3) Juan Eslava Galán. tumba ollas y hambrientos. Plaza y Janés  Ed. S.A. 1999.

(4) Mª Ángeles Pérez Samper. La alimentación en la corte espeñola del siglo XVIII. Cuadernos de Historia Moderna 153. 2003.
revista.ucm.es/index,php/CHMO/aeticle/download/.../22403
Antonio Catalán. 2007

(5) Carlos Azcoytia. Historia de la cocina en tiempos de Carlos III a travás de su cocinero Antonio Catalán. 2007 
www.historiacocina.com/gourmets/cocinerosreales/catalan.ht

(6) Francisco J. Betué Sauras. La confitería-pastelería en general y las desaparecidas. Diput. Zaragoza 2009
ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/29/17/ebook.pdf

(7) Nestor Lujan y Ligi Bettonica. Teoria y anécdota de la gastromoía. Salvat, 1974.

(8) Mª Paz Moreno. De la pagina al plato, el libro de la cocina española. Ediciones TREA 2012.

(9) Juan Altamira. Nuevo arte de cocina. Sacado de la escuela de la experiencia económica. De la presente edición...de la luna. 2001. delaluna@euskalnet.net

(10) MKall. Cataluña y los catalanes en la literatura de viajes del siglo XVIII. Tesis Master. Univd. de Tartu, 2006.
despace.uilib.ee/dspace/bitstream/10062/1392/kallmaria.pdf

(11) R. Nuñez Florencio. La comida española y la mirada extrangera. Revista  Humanidades 2007; 1:20-35
www.fundacionpfizer.org/.../ars_medica_jun_2007_vol06_num_1_020

(12) María de los Ängeles Pérez Semper. La alimentación del siglo XVIII vista por los viajeros britanicos
www.tiemposmodernos.org/tm3/index.php/tm/article/viewFile/.../295


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