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LA COCINA DEL SIGLO XVIII.
La influencia francesa e italiana. Visión de los viajeros extranjeros.
La
influencia francesa e italiana en la cocina española.
Tras la muerte de Carlos II, el último
de los reyes de la casa de Austria, y finalizada la guerra de sucesión
(1701-1713) accede al trono de España Felipe V, y con él se instala la dinastía
borbónica en España. Con ello comienza la influencia francesa, que se refleja
en la política, las costumbres y la gastronomía. La cocina como otras
costumbres sufre una profunda transformación, introduciéndose poco a poco el
modelo gastronómico francés, e indirectamente el Italiano. La cocina francesa,
culta y elaborada, triunfaba en el mundo.
Felipe
V, que comía a la francesa, no sin provocar cierto escándalo en la nobleza
establecida, llego rodeado de cortesanos y funcionarios franceses, entre los
que no faltaban los cocineros. A juzgar por lo que nos cuenta el diplomático
francés, duque de Saint-Simon, sobre una cena a la que fue invitado por el
virrey de Navarra en 1721, la cocina española no debía ser “muy apreciada en
Francia”. En efecto, escribe: “La comida no se hizo esperar; fue copiosa, a la
española, mala; las maneras nobles, corteses, francas. Quiso obsequiarnos con
un plato maravilloso. Era una gran fuente llena de un revoltijo de bacalao,
guisado con aceite. No valía nada y el aceite era detestable. Por urbanidad
comí cuanto pude”.
Consecuencia de este ambiente es que en la alimentación de la corte se van
introduciendo nuevos gustos, que como no podía ser de otra forma rompen con los
gustos y normas de la época de los Austrias. La cocina francesa será a partir
de Felipe V y durante el reinado de sus hijos la cocina de la corte. Pese a los
iniciales recelos de la nobleza, los nuevos gustos y costumbres francesas,
junto con una cocina opulenta, refinada y cosmopolita, se irán imponiendo,
primero en la nobleza y más tarde en la burguesía, con el paulatino
afrancesamiento de la alta cocina española. Al tiempo que la cocina francesa se
va asentando como la más avanzada y refinada, la española va perdiendo el
esplendor culinario y gastronómico de que gozó en tiempo de los Austrias. En la
corte y entre los poderosos y la alta burguesía abundan los recetarios
franceses, mientras que en la España del siglo XVIII apenas si se publican algo
relacionado con la culinaria.
La influencia italiana llega un poco más tarde, cuando Felipe V contrae
segundas nupcias en 1714 con Isabel de Farnesio, natural de Parma, la cual
ejerce su influencia a través del primer ministro Alberoni. La cocina italiana,
junto a modos y costumbres importados de Italia, entraron en la corte
haciéndose más manifiestos durante el reinado de Carlos III, sucesor de su
hermanastro Fernando VI en 1759. Carlos III, hijo de Isabel de Farnesio, había
nacido en Nápoles y había sido duque de Parma y Toscana y rey de Nápoles y
Sicilia, antes de llegar a España. La tradición familiar hacía Italia la
continuó Carlos IV ayudado por su esposa María Luisa de Parma. En 1765, un año
antes de que hubiese nacido Carlos IV, el abate Alberoni escribe al conde de la
Rocca, acerca de las aficiones culinarias de la Reina lo siguiente (1): “Soy
admitido con la Reina, que no me regatea su confianza. Con insistencia me ha
encargado que provea su mesa de los suculentos embutidos italianos y de buen
vino de Parma. Ayer mismo me pidió le enviase un plato de macarrones, a los que
es aficionadísima". En cualquier caso los Borbones no fueron amigos de la
ostentación, ni de las grandes fiestas. Hasta el punto que los reyes Carlos III
y Carlos IV modificaron la etiqueta española haciéndola menos rígida para estar
más cerca del pueblo. “El contacto entre los Borbones y el pueblo fue cada vez
mayor y se produjo un trasvase de las costumbres más populares hacía la
monarquía y consecuentemente a la nobleza, que las aceptó encantada, e incluso
algunos platos y elaboraciones culinarias llegaron a ser signo de españolidad,
-como la olla-, pero la influencia francesa siguió presente en nuestras
costumbres, lenguaje y técnicas culinarias. Los menús reales, hasta finales del
siglo XIX, seguían publicándose en francés” (2).
En este sentido es muy interesante lo que nos cuenta el duque de Noailles
cuando el rey Felipe V llego a Madrid (3): “Como al rey don Felipe no le
gustaban los guisos españoles le proporcionaron un cocinero italiano que
guisaba bien al estilo de su país. El caso es que poco a poco, don Felipe fue
acostumbrándose al guiso español y en 1728 comía ya todo con aceite”. Aunque
como observa Eslava Galán (3): “Hay que entender que tomaba comida francesa
cocinada con buen aceite de oliva, donde se manifiesta que el Borbón supo
apreciar lo mejor de cada país. Sin embargo, los españoles más ilustrados
vivían entregados a la admiración de todo lo francés”.
Nada mejor para aproximarnos a la comida de Felipe V que seguir a Mª Ángeles
Pérez Semper (4): “En la mesa real de Felipe V, que tenía graves problemas con
la alimentación debido a su melancolía, eran típicos los caldos, jaleas y
consumados. En la primera mitad de su reinado Felipe V tomaba diariamente un
caldo hecho con un pollo de cebo y dos libras de ternera, al que se añadía
vino, azúcar y canela. También tomaba una jalea a base de un ave de cebo,
cuatro libras de ternera, cuatro manos de ternera, cuatro libras de azúcar, dos
onzas de canela y un azumbre de vino. Otro variante era el llamado “chaudeau:
una sopa ejecutada con cuatro yemas de huevo, azúcar, canela y vino de Borgoña.
A partir de 1737 comienza a aparecer en el menú de Felipe V el caldo de
consumado y la sopa de consumado, que no eran lo mismo. El rey tomaba el caldo
de consumado por las mañanas y la sopa de consumado en las comidas. El
consumado era definido como una “especie de caldo sin agua, compuesto de la
sustancia líquida de dos gallinas, dos perdices, cuatro libras de ternera y dos
de carnero” (consumado alude a su reducción por ebullición lenta). El consumado
también lo tomaba la reina consorte Isabel de Farnesio en 1745, tanto en la
comida como en la cena. Con Isabel de Farnesio se sirven (5): torta de pichones
con higadillas, setas de olor, cagarrillas, criadillas de tierra escabechadas y
alcachofas. Las judías verdes guisadas, las alcachofas y las espinacas aparecen
como postre; las puntas de espárragos acompañan a las tórtolas, las lechugas
rellenas van como guarnición de pollos rellenos y las espinacas acompañan al
jamón cocido a la brasa.
“La
olla podrida era el plato típico español por excelencia. Con enormes variantes
de cantidad y calidad, lo compartían prácticamente todas las familias españolas
de la época moderna, pobres y ricos, del campo y de la ciudad, de las
diferentes regiones. En palacio la versión rica era una tradición que venía de
los Austrias, tradición que se conservó en el siglo XVIII. Sabemos que en
tiempos de Felipe V, al menos durante la década de los años veinte, se servía a
los Reyes y a los Infantes olla podrida todos los domingos. El cocido se hacía
en palacio con los géneros más variados, ocho libras de vaca, tres libras de
carnero, una gallina, dos pichones, una liebre, cuatro libras de pernil, dos
chorizos, dos libras de tocino, dos pies de cerdo, tres libras de oreja de
cerdo, garbanzos, verduras y espacias (4)”. Según Saint-Simon: El Rey “bebe
poco y solo vino de Borgoña añejo (4)”.
Ya hemos comentado que los Borbones no eran amigos de la ostentación y las
grandes fiestas. No obstante la mesa del Rey debía ser siempre espléndida,
imagen del poder y la gloria de la Corona, aunque los gustos del monarca fueran
sobrios o sencillos (4). Esto se hace muy patente en el reinado de Carlos III,
periodo en el que se diferencia claramente entre la alimentación personal del
rey y la mesa institucional. Aunque las cocinas reales, que no solo alimentaban
al Rey sino también a toda la corte y a todo el personal de palacio, preparaban
una gran variedad de platos, el rey comía prácticamente lo mismo todos los días
y gustaba de comida sencilla, sin complicaciones ni sofisticaciones. Desayunaba
siempre igual, una taza de chocolate, que finalizaba con un gran vaso de agua.
La rutina continuaba en la cena, siempre lo mismo (4): “sopa; un pedazo de asado,
que regularmente era de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y
vinagre, y una copa de vino de Canarias dulce, en que mojaba dos pedazos de
miga de pan tostado y bebía el resto. Se ponía siempre un gran plato de
rosquillas cubiertas de azúcar”. Sin embargo, era exigente a la hora de elegir
vino: entre los que más le gustaban estaba el Borgoña, el mejor vino francés
del siglo XVIII, y un vino dulce de Canarias, que gozó de gran fama en la
época. Siguiendo la costumbre de la época mezclaba el vino con agua, pero a
diferencia de los gustos más generalizados entre la población de toda
condición, que sentían pasión por las bebidas frías, el agua que le añadía el
rey era templada. Eran tiempos en que los refrescos, helados y sorbetes, elaborados
con la nieve procedente de la sierra eran muy populares y apreciados. Es
precisamente en 1729 cuando aparece la primera referencia a la horchata, y cuya
receta escrita aparece en España por primera vez en 1786 en el libro titulado
Alcaldes de Casa y Corte.
Con su sucesor Carlos IV, aunque sigue el estilo de la gastronomía
internacional y cosmopolita con fuerte influencia francesa, se comienza a
observar, en la cocina, una tímida pero cierta “españolización o
popularización” en la línea “casticista” de la época. No era raro que la
familia real con motivo de algún viaje gustase de probar los platos populares
que le ofrecían. Por supuesto los tradicionales cocidos u ollas se continuaban
sirviendo habitualmente a la familia real. No obstante, Carlos IV más sencillo
aún que su padre, introdujo en la corte una cierta desorganización y tal vez un
toque de hedonismo en materia alimentaria. “A veces, olvidándose de la etiqueta
Borgoñona, se reunía para comer con su hermano el Infante D. Antonio y algunos
cortesanos. Parece que en estas ocasiones se servían banquetes especialmente
exquisitos y muy caros” (4).
Ya hemos comentado que en la corte no se desperdiciaba comida (4), pues lo que
no se consumía en la mesa real lo comían los nobles y los numerosísimos
empleados de palacio y en última instancia se repartía entre los pobres. El
consumo de carne por este personal era variado, pero a diferencia de la mesa
del Rey predominaba el carnero sobre la ternera y no faltaba el cerdo ni la
tradicional volatería. Los menudillos como sesos y criadillas, muy apreciados
en las mesas selectas de la época, tampoco faltaban. Para cocinar se empleaba
más la manteca de cerdo que el aceite. Aunque el consumo de huevos era muy
alto, eran muy pocos los platos cuyo componente principal fuesen los huevos.
Algunos se podían consumir frescos o pasados por agua, pero la inmensa mayoría
se utilizaban para elaborar masas, ligar salsas o para completar otros platos.
El pan, además de para boca, se empleaba para otras muchas cosas, como para las
sopas o para espesar salsas. La presencia de verduras y legumbres no era muy
abundante. La mayoría de las verduras se consumían en ensaladas o como
ingredientes de sopas o cocidos. Habitualmente también se consumían frutas,
frescas y en confitura, así como dulces. Otros productos de la mesa diaria eran
el queso y las aceitunas y de forma esporádica la leche. Como condimentos y
aliños se utilizaba aceite, vinagre, sal, especias y hierbas de jardín y secas,
además de azúcar. Las especias más abundantes eran pimienta, clavo, canela,
nuez moscada y azafrán.
Entre las condiciones que se le ponían a los cocineros encargados del
suministro y elaboración de las comidas, estaba una curiosa que establecía que
en los días de vigilia debían de servir la misma cantidad de platos y
trincheros, pero de pescado. Por cierto, que a partir de Carlos IV, quizás
consecuencia de la corriente casticista de finales del siglo XVIII,los
apellidos españoles de los cocineros reales van sustituyendo a los franceses.
En los menús destaca la presencia del cocido, que seguía siendo uno de los
platos típicos de la cocina española, y la importancia también tradicional de
la volatería.
En general, en el siglo XVIII, los platos se sofistican al tiempo que se
introducen nuevos productos de importación para enriquecer los menús, como por
ejemplo el tomate. Es cuando surge el concepto de fondo de salsa y la
elaboración de salsas, más o menos complicadas, hoy fundamentales en la cocina,
como la bechamel, la mayonesa, la de tomate, etc. De acuerdo con las nuevas
tendencias, los sabores deben armonizarse, de modo que los delicados se
equilibren con los más rotundos, sin que se enmascare el sabor carac-terístico
de cada uno. Así, el gusto por lo agridulce fue dejando paso a una mejor
definición de los sabores: por un lado lo dulce del azúcar y miel y por otro la
carne, que ahora prácticamente se condimenta sólo con sal y pimienta. Dentro de
las carnes, se valora la caza menor como el faisán o la perdiz o las carnes
criadas con pasto, como el cordero o el vacuno o las aves como el capón. Los
asados se sirven separados y acompañados de ensaladas. Las legumbres van
dejando paso a las verduras y hortalizas y comienza a perfilarse el vino: el
tinto para la carne y el blanco para el pescado y viandas sutiles. Es el
momento de la gran aceptación de los dulces, los helados, el café y el
chocolate, que antes había echado raíces en la cocina francesa. Es, en
definitiva, el tiempo en que la moda francesa alcanza a la burguesía, al punto
de que todo el que quisiera aparentar y quedar bien en la sociedad, y por
supuesto entre sus comensales invitados, presumía de tener un cocinero francés.
“En el siglo XVIII se generaliza en España la confitería; hay dos categorías:
el confitero que hace compotas, caramelos, grageas y yemas de todas clases y el
bollero, que se dedica a cultivar el trabajo donde entren la harina, la manteca
de cerdo, el azúcar y demás ingredientes. Andando el tiempo, la pastelería
francesa introdujo en España un refinamiento en lo que llamaban bollería,
quedando ésta reducida a muy pocos artículos, formando un conglomerado, los
bollos de tahona, que es lo que prevalecen en el gusto del publico” (6). Entre
las pocas publicaciones españolas de gastronomía, de la época, destaca la de
Juan de la Mata, repostero en la corte de Felipe V y Fernando VI: Arte de
repostería; en que se contiene todo genero de hacer dulces secos y en líquido;
bizcochos, turrones, natas, bebidas heladas y de todo género, rosolís,
mistelas, etc., con una introducción para conocer las frutas y servirlas crudas.
En el libro, editado en Madrid en 1791, se observan claras influencias
francesas, italianas y portuguesas. En él se encuentran los modos de hacer el
café y el té, muy distintos de cómo se hacían en el siglo anterior, y ya
bastante parecidos a como se hacen hoy. Asimismo detalla diversas formulas para
el chocolate líquido y da una receta para el hipocrás (7); recomendando para él
el aguardiente con canela, jengibre, grana del paraíso, clavo y nuez moscada,
todo ello en polvo y tenido en infusión tres días: después de clarificado se le
añadían azúcar de pilón, ambar y almizcle.
Pero Juan Mata, no sólo da recetas de repostería, dulces y bebidas, sino que también
da formulas para aliños de aceitunas, alcaparrones, pepinos y pimientos, y
también para salsas –da la primera receta de la salsa de tomate- y ensaladas.
Como muestra anotaremos los ingredientes de la “ensalada real labrada” (7): “se
componía de escarola, lechuga, camuesa, hierbabuena, cebolla, apios, huevos
duros y perejil, todo picado; rajas de limón, anchoas, aceitunas, granos de
granada, piñones, acitrón y anises; ajos, comino, orégano, pimienta, aceite,
vinagre y azúcar”.
El afrancesamiento de los modos de vivir y de la alimentación, que los altos
administradores de la corte de Felipe V (Orry, Amelot, la princesa de los
Ursinos, etc.) trataron de extender, no llegó con tanta facilidad a las clases
populares, como lo había hecho a la alta burguesía, que seguían comiendo a la
española, aunque las más de las veces sea debido a las malas cosechas y a la
ineficacia de la administración. La cocina española popular se mantendrá fiel a
las tradiciones y los productos, aunque con la progresiva incorporación de los
cultivos de América. La cocina española clásica queda relegada a los espacios
rurales, y se transmite de boca a boca. Ahora bien, ¿qué comían y bebían y cómo
lo comían la mayoría de los españoles en el siglo XVIII? De lo que no cabe duda
es que los nobles comían mucho y mejor, disfrutaban comiendo y podían elegir,
los pobres comían poco y peor, tenían que conformarse con lo que había y pocas
veces podían disfrutarlo (4). Como señalaba Gaspar Melchor de Jovellanos, en su
Informe sobre la Ley Agraria, la diferencia entre pobres y ricos se
manifestaba claramente en el tema de la alimentación. “Los propietarios de la
tierra o comerciantes acomodados practicaban una cocina sustanciosa de pan y
cerdo, de carnero y liebre, de dulce de sartén y vinos broncos del terreno e
iban aficionándose a la salazón de pescado, que se refinó mucho en el siglo
XVIII. Luego estaban los pobres, los que carecían hasta de un mendrugo que
llevarse a la boca” (3).
Como en la inmensa mayoría de los países vecinos la alimentación tradicional
española se basaba en el pan, el vino y la carne. Pero su proporción dependía
mucho de las clases sociales pues mientras el pan y el vino eran alimentos
generales, la carne, sobre todo la carne de calidad, no estaba al alcance de
todos, al menos no ordinariamente. Existen detalles del consumo de las clases
populares en los Memoriales de Campomanes en 1767 acerca de los Abastos
de Madrid. La alimentación media oscilaba con una libra de pan (casi medio
kilo) y media de carne (un cuarto de kilo) por día. Cien gramos de garbanzos y
sesenta de tocino además de alguna verdura. Las proporciones de una casa
acomodada son muy similares, sólo que añade embutidos, dulces y media onza de
chocolate.
La
culinaria popular, que se mantenía alejada de las corrientes francesas, se
fundamentaba en sopas, guisos y sobre todo en los cocidos u ollas: variadas
según regiones pero con elementos comunes entre ellas -huesos hervidos,
legumbres, verduras y hortalizas-. Era costumbre separar el caldo, para la
elaboración posterior de sopas, de los ingredientes sólidos que se tomaban en
compañía de pan. No faltaban en la despensa popular distintos embutidos
procedentes de las matanzas familiares del cerdo. En general se conservaban las
tradiciones culinarias del siglo XVI que estaban muy presentes entre la
población. A partir del siglo XVIII, la patata va asumiendo cada vez más el
papel de alimento de los pobres. En unos sitios sustituye a los cereales y en
otros se consume en guisos con carne sustituyendo a verduras y raíces. En
general los productos americanos se van haciendo cotidianos en ensaladas,
gazpachos y potajes. A finales del siglo XVIII, se generaliza el añadido de
patatas como ingrediente que componía la receta básica del cocido. Se comía
mucho pan, en especial por los trabajadores que prácticamente vivían de migas y
sopas. Había dos tipos principales: el pan regalado, amasado con harina
candeal de lujo, y una especie de pan integral (muchas veces de centeno
y mijo), que era el que consumían los trabajadores. La carne era cara y
escaseaba, entre otras cosas por el alarmante descenso de la caza. Completaban
el aporte proteínico con frutos secos como las castañas, las nueces y las
avellanas y en las zonas mediterráneas las almendras, consumidos directamente o
bien utilizados como aderezo para platos cocinados.
Durante
algún tiempo la cocina continuo estando excesivamente especiada, pero en los
fogones más ilustrados, entre ellos los de la cosmopolita Compañía de Jesús, se
fue reduciendo el aliño a dos compuestos, el llamado de especia fina: azafrán,
clavo, nuez moscada y pimienta; y el de espacia basta: jengibre, cilantro,
cominos, pimienta y azafrán, que se aproximaba más al gusto popular.
El vino común, aunque se había abaratado, era malo, porque en vez de mantenerlo
en barriles, se envasaba en pellejos y botas, que al no estar bien preparadas
le comunicaban mal sabor. Por ello mucha gente prefería otras bebidas como la
carraspada, tinto aguado con miel y especias; la garnacha, zumo de varias
clases de uva, azúcar, canela y pimienta, la hochata de chufa y cebada,
la aloja, la cerveza y en algunas regiones del norte la sidra.
En el siglo XVIII no se editan grandes recetarios como ocurría en el siglo XVI
con Rupert de Nola o en el XVII con Martínez Montiño, y los que circulan, o
bien son franceses, o son para el consumo de las elites. Los únicos recetarios
en los que aparecía una cocina humilde y de platos austeros era en los
religiosos, y es que como afirma Mª de los Ángeles Pérez Sámper (8): “A
diferencia con lo que ocurría con la cocina cortesana, muy alejada de las
posibilidades de la gran mayoría de los grupos sociales, los productos y
proce-dimientos de la cocina religiosa se hallaban mucho más cercanos a los de
las clases populares.”
De
las pocas publicaciones existentes cabe destacar las Constituciones y
extravagantes de los monjes de la Orden de San Jerónimo y el libro de
cozinación fechados en 1740 donde se describen guisos típicos de la España del
siglo XVIII fuera de la influencia francesa preponderante en la época. En
realidad no eran solo recetarios, sino también libros de costumbres, que
describían la vida y quehaceres de los conventos, sobresaliendo entre todos
ellos, el libro del franciscano Juan Altamiras publicado en 1745: Nuevo arte
de cocina sacado de la escuela de la experiencia económica. Obra
fundamental de nuestra cocina conventual, que será referente de cocineros en
siglos posteriores. El libro trata de popularizar recetas y elaboraciones entre
la gente humilde partiendo de la tradición de la comida pública conventual,
como el mismo autor indica en el prologo (9): “… no es mi intención escribir
modos exquisitos de guisar, que para este fin ya hay muchos libros, que dieron
a la luz Cocineros de Monarcas, pero la ejecución de su doctrina es tan
costosa, como dictada por lengua de plata; en esta suena más la lengua de oro
de la caridad”. O como insiste más adelante: “Siempre has de discurrir el
empleo de lo que te sobre; porque muchas veces lo que sobra, viene bien para
otra cosa, y los pobres (…) deben aprovecharlo todo”. Obviamente libro es ajeno
a la influencia francesa, pero se detecta una clara influencia árabe (8): “…
como se deduce del uso frecuente de ingredientes como por ejemplo las
almendras, y de especias como la canela y el azafrán. Los productos
provenientes de América también tienen una presencia importante, con varios
platos en los que aparece un ingrediente novedoso para la época, el tomate
-incluso se dan unas breves instruíciones acerca de cómo conservarlos todo el
año sumergiéndolos en aceite-, y otras en las que aparecen la patata y el
chocolate”. Los ingredientes y los platos corresponden a preparaciones de las
clases menos favorecidas y permiten conocer los gustos y las formas de
alimentación del pueblo en el siglo XVIII. Por otra parte el libro de Altamiras
proporciona detalladas instrucciones para elaborar lo que hoy llamaríamos
helados, a lo que eran muy aficionados en el siglo XVIII.
Para hacerlos había que echar mano de la nieve, lo que exigía un complicado
proceso de elaboración. Veamos como propone hacer agua de limón (9): “Para
doce vasos necesitas doce onzas de azúcar y un limón. Medio día antes de
componer el agua se le quita la corteza y se machaca en el almirez. Después se
echa en la garapiñera con el agua hasta que sepa bien a limón. La colarás con
un cedazo, echaras el agua de aquel limón hasta que conozcas ha tomado de él,
después el azúcar, y puede ser que dicho azúcar sobre, y siempre se ha de echar
con reserva. La colarás por un paño bien espeso en la misma garapiña. Para
helarla será menester tres libras de nieve. La dispondrás de este modo: la
nieve menuda pondrás debajo bien cargada de sal, y la demás que sea más gruesa como
huevos encima, cargada de sal como la de abajo; media hora antes de dar el
refresco la irás moviendo, y tendrás cuidado de darle alguna vuelta con una
paleta de carrasca, porque se asuela, pegándose al suelo y paredes, y se hiela
mucho; al tiempo de servirla la sacarás fuera de la caja; tendrás una cuchara
que no sirva para otra cosa, y si no bien limpia; y la misma regla observarás
en las demás aguas”. O la receta de la leche helada: “La leche mejor es
la fresca de vaca. Para cada vaso son menester una onza de azúcar y tres
cuartos de canela para doce vasos, cocida antes, y con el agua que cocieres la
canela desatarás el azúcar, lo colarás, lo echarás todo en una garapiñera con
la leche, de modo que esté poco más de media. Echaras la nieve como a las otras
aguas. Tendrás un molinillo de un dedo de recio redondo como una cobertera, y
le irás dando como quien hace chocolate, y cuando conozcas se pega a las
paredes, la separarás con el cucharón hasta que esté toda garapiñada. La irás
escudi-llando, y colmarás bien los vasos para tomarla con cucharilla.”
No obstante el empeño de Juan Altamiras de que su cocina sea util para la gente
sencilla, a veces no puede evitar ciertas exageraciones barrocas, “como cuando
describe una sopa solemne en la que entran perdices, capones, longaniza, hígado
frito, tocino azúcar, canela, clavo, azafrán y confites. Culminando esta
preparación, ordena que se coloque encima de ella una gallina dorada con los
pechos para abajo; cierto es que ya cuida de señalar que esta sopa es tan
superior que puede salir a la mesa de un grande de España”.(7) En otras, aunque
no tan exageradas, pero que él considera que tienen algo de refinamiento, que
no corresponde a la gente humilde lo indica, como es la receta que da del
abadejo frito con miel que advierte (7): “podrá servir para gente de su
posición, como obispo o provincial, pues para pobres es mucho regalo”. Veamos
cual es la receta que aparece entre otras diez, digna de obispos: “Este
abadejo cocido lo sacarás y pondrás a escurrir y harás la pasta de este modo.
Tomarás un poco de harina tamizada; para diez raciones de abadejo, echarás una
escudilla de miel; haz tu pasta con un poco de agua; y luego pon la sartén con
un poco de aceite al fuego, de modo que este bien caliente. Moja las raciones
en la pasta, y las fríelas.”
La cocina de Altamiras basada en la elaboración de platos sencillos con
ingredientes poco costosos, nos aproxima, sin duda, a como sería la forma
diaria de comer, dentro y fuera de los conventos, en la España del siglo XVIII.
Forma muy alejada de la que tendría lugar en la corte. En el último cuarto de
siglo se observa algo más de interés por la comida del pueblo y aparecen nuevas
publicaciones fuera de la influencia francesa, como el libro de Ángel María de
la Torre y Leyba (Madrid, 1774): Economía de pretendientes. Diálogo entre
económico y glotón .Verdadera instrucción que contiene reglas utilísimas para
que vivan bien, coman con poco dinero, sean estimados, logren sus pretensiones
pronto y tengan robusta salud y buena nota” (7).
Visión de los viajeros
extranjeros.
Aunque ya en el siglo XVII son varios
los viajeros que llagan e España e informan en sus libros de que les parece el
país con el que se encuentran, es en el siglo XVIII, cuando estos viajeros
aumentan considerablemente, así como las publicaciones con sus opiniones,
proceso que continua hasta hoy. Es por ello que parece interesante conocer cual
es la visión que tienen de la gastronomía española, y si compartían o no la
opinión que los españoles tenían de la misma. No debemos olvidar que fueron
estos viajeros los que crearon la imagen, que en general, se tenía en el mundo
sobre España y que en gran parte se mantiene.
En primer lugar debemos aclarar que nuestros visitantes provenían por lo
general de países más avanzados en busca del “tipismo”, pertenecientes a unas
elites y acostumbrados a un trato que difícilmente iban a encontrar en los
alojamientos y medios de transporte españoles de la época. En general, el
conocimiento que tendrían de la alimentación española se limitaría a lo que
encontraban en las ventas, fondas o posadas, que dejaría mucho que desear. “En
las posadas de España no hay pan, ni vino, ni carne y si los hay, no son
pasables” escribe el francés Silhouette (10). Quizás en las “grandes ciudades”
habría algo más donde elegir, pero en cualquier caso el margen de maniobra
(problemas de idioma) sería bastante limitado. Posiblemente las opiniones no
expresan otra cosa que diferencias culturales, y no podemos olvidar que la
comida es una de las señas de identidad cultural más señalada y conservadora.
Como dice Nuñez Florencio (11): “son los curiosos impertinentes",
una mezcla de científicos y aventureros, que vienen a representar en el siglo
XVIII el papel de los antropólogos culturales del siglo XX”. Sin embargo,
conviene recordar que no eran unos pocos los que así opinaban, sino que las más
de las veces sus críticas a la comida, como que se usa demasiado ajo, demasiado
azafrán y demasiadas especias, eran un denominador común. No obstante, esta
visión más o menos negativa, ya había comenzado antes, a finales del siglo
XVII, con la publicación del influyente libro de la baronesa d`Aulnoy, Viaje
por España, en el que la ilustre dama al describir la primera cena en
España, indica que no pudo probar bocado porque todo estaba fuertemente
especiado con ajo y azafrán, lo que le producía arcadas.
Muy pocos productos o platos se salvaban de las críticas y poquísimos eran
objeto de elogios y alabanzas. A veces los productos alimenticios (la carne,
los huevos, la verdura, el vino) eran de buena calidad, pero la ignorancia de
los posaderos o de los cocineros, los estropeaban, según ellos. Lo cierto es
que la mayoría de los viajeros extranjeros apenas los conocían e intentar
valorar la alimentación española a través de unas cuantas invitaciones y de las
pésimas condiciones de los mesones era poco menos que misión imposible. Sin
embargo, además de las criticas generalizadas al ajo, al exceso de especias y
al gusto fuerte y picante de muchos guisos, había otra que los unía y era la
aversión al aceite, al que no estaban acostumbrados, ya que en la mayoría de
sus países de origen se cocinaba con manteca o mantequilla, lo que era más raro
en España, donde nunca faltaba el aceite y los fritos, que disgustaban
especialmente a los extranjeros. Esta aversión podría deberse, además de a la
falta de costumbre, a la mala calidad del aceite empleado en los mesones y
posadas, poco refinado, con alto grado de acidez y algo rancio. Para el gusto
de los españoles el buen aceite era fuerte, mientras para la mayoría de los
extranjeros el aceite de calidad debía ser suave. Arthur Young, economista y
agrónomo británico, que viaja por España en la época de Carlos III, criticaba
el gusto a rancio, que parecía agradar a los españoles (12): “La ensalada ...
no es comible por causa del aceite rancio que le sirve de aliño”. Young achaca
la mala calidad del aceite a la mala elaboración, lo mismo que el clérigo y
médico, también británico Joseph Townsend, que al comentar una visita a una
finca del Rey cerca de Madrid, relata que allí se produce un aceite que “no es
inferior al mejor que producen en Italia o Francia” (12). No obstante, en las
criticas al aceite de mesones y fondas, algo de cierto podría haber, pues
todavía Joseph Pla, al comentar los olores del aceite que se respiraban en los
barrios populares de Madrid, recordaba lo que decía Galdós (10): “Lo que ha
salvado a España de las invasiones extranjeras ha sido principalmente el aceite
hervido”.
También se pueden apreciar interesantes diferencias entre españoles y
extranjeros en la valoración de la carne. A los viajeros les disgustaba la
tendencia que según ellos tenían los españoles a chamuscar la carne y sobretodo
a utilizar el aceite en sus preparaciones, cosa que aún les disgustaba más. A
Townsend le llama la atención que los españoles (12) “no hacen distinción entre
los trozos delicados y los que lo son menos, entre la carne grasa y la enjuta”.
No obstante, algunos alababan la calidad de la carne de carnero como Arthur
Young (12): “el cordero es excelente; los hay en la isla de Ibiza de tan
pequeño tamaño, que sirven algunas veces tres piernas de ellos en un mismo
plato”. El punto de cocción era otro punto de fricción, más críticos los
franceses, que estaban más acostumbrados a comer la carne poco hecha, que los
británicos. Para los viajeros franceses los españoles comían la carne quemada.
“Aquí, llaman asado a la carne chamuscada o achicharrada, tan incomestible para
un paladar civilizado como cualquier “otro” plato -es un decir- que haya pasado
por el temible aceite frito”, decía la citada señora d`Aulnoy.
Entre los nuevos productos y nuevos sabores con que se encontraban los
extranjeros al llegar a España, unos les podían agradar y otros sorprender y
producir rechazo. Entre estos estarían los pimientos y los tomates, ya muy
extendidos en la cocina española en el siglo XVIII, pero poco conocidos en
otros países. En este sentido son ilustrativos los comentarios que hace
Alexander Jardine de los campesinos, en el relato de su viaje de 1788 (11): “…
sienten aversión a la leche, las verduras y las otras maneras de alimentarse
sencillas y originales, al tiempo que estropean sus paladares dando rienda
suelta al gusto artificial por el ajo, las cebollas, los pimientos y las
especias picantes”. O los comentarios de Lantier en su Viaje a España del
caballero San Gervasio (10): “Estos buenos padres me obsequiaron con un
guisado, que me alabaron mucho, era una pepitoria de pollo cocida al horno, con
aceite, tomate y mucha pimienta. Sólo el apetito me impuso comer ese guisado
tan detestable para un francés”. Es curiosa la descripción que hacen de lo que
ellos consideran platos típicos, entre los que incluyen los huevos fritos con
tocino, las ollas y el gazpacho. Para Dalrymple, militar ingles que recorrió la
península en el año 1774, y probó el gazpacho en Andalucía, este es “una especie
de sopa hecha con aceite, vinagre, agua, grasa, sal y pimienta mezclados”,
mientras Townsend lo presenta como plato característico, del que los campesinos
españoles hacen su alimentación ordinaria: “En esa parte de España, como en
toda Andalucía y en la Mancha, la leche, la manteca y el queso parecen no tener
ningún valor …: El gazpacho parece reemplazar la leche mantecosa y el suero
para los campesinos, que durante los calores del verano no se alimentan casi
más que de esa mezcla de pan, vinagre y aceite” (12). La olla, sin embargo no
es un plato que en general este mal considerado.
Cuando
en sus viajes, especialmente los británicos, se encontraban con productos que
había en su país, eran muy amigos de hacer comparaciones, de las que no solían
salir muy bien parados los productos españoles. Townsend considera que la sidra
de Asturias no es tan buena como la inglesa, cosa que le sorprende pues
encuentra que Asturias e Inglaterra son muy parecidas, por lo que sin
asegurarlo achaca la baja calidad de la sidra asturiana a la deficiente
elaboración, y cree que si hiciesen las cosas bien la sidra asturiana podría
llegar a ser un producto de exportación. Lo que ya cuesta más es creer a Arthur
Young, cuando dice que la fruta inglesa es mejor que la catalana. Hablando de
su estancia en Barcelona Young comentaba (12): “Los mer-cados abundan en
higos, melocotones, melones y otras frutas más corrientes. … Verdad es que hay
que decir que esas frutas no tienen el exquisito sabor de las nuestras.”
Por muy adelantada que estuviera la fruticultura británica, es muy difícil que
su fruta fuera mejor y más sabrosa que la de un país mediterráneo, por muy
atrasado que estuviera. No obstante, el mismo Young alude “a la mejor limonada
del mundo” que toma en Barcelona (10).
Del vino, no por supuesto del de las ventas, mostraban en general opiniones
favorables. Townsend elógia especialmente el vino de valdepeñas, pero el mejor
para él era uno que probó en Manzanares (12): “... saboreamos diversas clases
de vinos buenísimos. El encargado (de la finca) envía a la corte, para la mesa
del infante, una calidad que me pareció ser, sin excepción, el mejor vino de
España; reúne el aroma agradable del mejor vino de Borgoña y el cuerpo y la
fuerza del vino de Porto.” Otros vinos, alabados, eran los de Jerez, Málaga o
Alicante. No obstante, siempre hay algún pero, así Arthur Young al hablar de
agricultura catalana, considera que el vino “es áspero, deposita, apesta a
cabrío”, pero que remediando estos defectos y mejorando las técnicas de
elaboración sería excelente.
El chocolate era el otro producto, que además de considerarlo típicamente
español, era alabado por la generalidad de los viajeros extranjeros al tiempo
que les sorprendía la pasión que se sentía por él. Para Townsend era tal la
afición al chocolate, que era bueno hasta en las posadas (12): “Una ventaja de
las posadas de España, en compensación de sus numerosas dificultades, es que,
por muy malas que sean, siempre está uno sguro de hallar en ellas un buen
chocolate.”
Aunque
las criticas a la cocina española estaban bastante generalizadas, los viajeros
observan ciertas diferencias entre la comida popular y la aristocrática o de la
alta burguesía, que se iba afrancesando. Así Townsend, constata la coexistencia
de un doble modelo, la comida tradicional a la española, basada en la típica
olla, propia de la mayoría de las mesas, y la tendencia por la gastronomía
francesa de las familias más acomodadas, lo que lo lleva a exponer la buena
opinión que le merece la cocina y la mesa de las clases altas, que le parece
excelente. Escribe en 1787(12): “…tuve el honor de almorzar con el primer
ministro, el Conde de Floridablanca… me sorprendió la elegancia de la comida,
que nos ofreció con una gran variedad de manjares excelentes,… en atención a su
amabilidad (del criado) me serví de ello, pero apenas había comenzado a comerlo
me trajo un segundo y después un tercero y un cuarto… Terminada la comida
hicieron traer el café, después de los cual la reunión se dispersó”. No era el
caso de los franceses que acostumbrados a los más refinados placeres
gastronómicos, veían la alimentación española, incluso la de las clases
poderosas, como una cocina vulgar y de mala calidad. Veamos si no el juicio que
hace el diplomático francés barón de Bourgoing, que después de pasar nueve años
en Madrid indica en 1789: “La cocina española, tal como la recibieron de sus
ascendientes, no suele ser del agrado de los extranjeros. Gustan los españoles
de los condimentos fuertes, como la pimienta, la salsa de tomate, el pimiento
picante y el azafrán, que dan color o infectan casi todos sus manjares. Sólo
una comida es del agrado de los extranjeros: la olla podrida, especie de
revoltijo de toda clase de carnes cocidas juntas…”
A pesar de la mala fama que tenían las ventas y posadas entre los viajeros
extranjeros, ya en el mismo siglo XVIII empiezan a surgir posadas famosas,
precisamente porque se come bien y a las que acudían los viajeros atraídos por
la fama del buen comer. El ingles Joseph Townsend que visita Cataluña en 1786 y
1787, compara la alimentación de las posadas de Cataluña con las de otros
países europeos y opina que es “más tolerable y más barata que en Inglaterra o
en Francia por ejemplo” (10). Algo que llamaba la atención de los visitantes,
especialmente de los no católicos, eran los preceptos religiosos del ayuno y la
abstinencia. En este sentido era muy crítico Joseph Townsend, que como médico
consideraba la costumbre poco saludable, pues además de considerar a la carne
como el alimento ideal, renegaba del pescado.
Referencias.
(1) Carlos Azcoytia. Los
abastos y la cocina en la época de Carlos III.
www.historiacocina.com/gourmets/cocinerosreales/carlosIII2.htm
(2) Ismael Díaz Yubero. La
evolución de la alimentación y la gastronomía en España. Real Academia de
Gastronomía
www.bne.es/es/Micrositios/Exposiciones/Cocina/.../cocina
estudios 4.pd..
(3) Juan Eslava Galán. tumba
ollas y hambrientos. Plaza y Janés Ed. S.A. 1999.
(4) Mª Ángeles Pérez Samper. La
alimentación en la corte espeñola del siglo XVIII. Cuadernos de Historia
Moderna 153. 2003.
revista.ucm.es/index,php/CHMO/aeticle/download/.../22403
Antonio Catalán. 2007
(5) Carlos Azcoytia. Historia de la cocina en tiempos de Carlos III a travás de su cocinero Antonio Catalán. 2007
www.historiacocina.com/gourmets/cocinerosreales/catalan.ht
(6) Francisco J. Betué Sauras.
La confitería-pastelería en general y las desaparecidas. Diput. Zaragoza 2009
ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/29/17/ebook.pdf
(7) Nestor Lujan y Ligi Bettonica. Teoria y anécdota de la gastromoía. Salvat, 1974.
(8) Mª Paz Moreno. De la pagina al plato, el libro de la cocina española. Ediciones TREA 2012.
(9) Juan Altamira. Nuevo arte de cocina. Sacado de la escuela de la experiencia económica. De la presente edición...de la luna. 2001. delaluna@euskalnet.net
(10) MKall. Cataluña y los catalanes en la literatura de viajes del siglo XVIII. Tesis Master. Univd. de Tartu, 2006.
despace.uilib.ee/dspace/bitstream/10062/1392/kallmaria.pdf
(11) R. Nuñez Florencio. La comida española y la mirada extrangera. Revista Humanidades 2007; 1:20-35
www.fundacionpfizer.org/.../ars_medica_jun_2007_vol06_num_1_020
(12) María de los Ängeles Pérez Semper. La alimentación del siglo XVIII vista por los viajeros britanicos
www.tiemposmodernos.org/tm3/index.php/tm/article/viewFile/.../295
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