lunes, 2 de abril de 2018



VIAJE GASTRONÓMICO POR ESPAÑA.
 A TRAVÉS DEL TIEMPO Y DE LA GEOGRAFIA

Introducción

 La humanidad ha cocinado su propia evolución y, como
consecuencia de ello, no puede pasarse de la cocina. (*)


       Ninguna cocina es autóctona. Todas se han ido formando a partir de una cocina originaria a la que luego se le han ido incorporando otras, unas veces consecuencia de intercambios culturales, y otras de invasiones. Los cambios no sólo vienen de otros pueblos foráneos, sino también por nuevos modos de cocinar e incluso gustos. Los invasores, qué duda cabe, con modos más o menos pacíficos, van imponiendo sus costumbres, entre ellas el modo de cocinar y alimentarse. España no sería una excepción a esta situación, sino un caso que podríamos considerar extremo. España, por su situación geográfica, fue y es una encrucijada de culturas alimentarias.
          En el caso de la Península Ibérica habría, en el origen, una cocina, una forma de preparar los alimentos muy rudimentaria que practicarían los primeros pobladores. Esta cocina habría surgido con el fuego, y durante el paleolítico y el neolítico sería prácticamente la misma en toda la Europa. Luego iría evolucionando de forma más o menos aislada hasta la llegada de los celtas procedentes de Centroeuropa en la Edad del Hierro (800-1000 años a. de C), que, al mezclarse con las de los pueblos preibéros e ibéros, daría lugar a la culinaria celtíbera. De este modo, nos encontraríamos en la península con tres cocinas: la celta, la íbéra y la celtíbera; quedando en el sur la cultura y el pueblo tartesso, en lo que hoy a grandes rasgos es la provincia de Cádiz.
       Sin embargo, todavía falta mucho para llegar a las cocinas actuales de las distintas regiones de España. A principios del siglo V, como consecuencia del debilitamiento del Imperio Romano, se produce la invasión de lo que era Hispania por los suevos, vándalos, alanos y finalmente por los visigodos. El poco tiempo de permanencia de los vándalos y alanos no permitirá que dejen huella en la culinaria peninsular. No es este el caso de los visigodos, que si bien pronto aceptaron los gustos y costumbres de la Hispania romanizada, también aportaron las costumbres de su cocina rústica y elemental. De la cocina visigoda se conoce poco y lo poco que se sabe es lo que dejó escrito San Isidoro de Sevilla en el siglo VII, en el libro XX de sus Etimologías. Vuelve el uso, como hacían los celtas e iberos, de la manteca de cerdo y la afición por la carne, especialmente de caza y la leche fermentada (requesón, queso, etc.). Aunque bebían vino, del que eran grandes bebedores, sus bebidas tradicionales eran el hidromiel, la cerveza y la sicera (sidra): su cereal preferido era el centeno. La dominación visigoda termina en el siglo VIII con la llegada de los árabes procedentes del norte de África, con los que la culinaria de nuestro país alcanza un gran desarrollo. Con los árabes llegan a la península nuevos productos y formas de guisar. Trajeron el arroz, la toronja, la naranja agria, el limón, la caña dulce (azúcar) y la alcachofa, ya conocida y apreciada en la antigua Grecia. Nos enseñaron a cultivar y a utilizar numerosas especias hasta entonces no utilizadas en la cocina como el azafrán, la nuez moscada y la pimienta negra, que ya conocían los romanos pero que no utilizaban. Con los árabes se introduce la miel en repostería. De la mezcla de las artes culinarias árabes con la cocina del país (hispano romana y visigoda) y de la utilización de todos estos nuevos productos surge la cocina mozárabe.
       Estos pueblos que viven en la península con sus culturas más o menos desarrolladas entraron en contacto, a su vez, con nuevas culturas procedentes del mediterráneo oriental, y con ello con nuevas técnicas y conocimientos culinarios que se irían extendiendo, con más o menos intensidad, por toda la península. Los portadores serían, en primer lugar, los fenicios, cuya colonización de la zona costera del sur y sureste de la península se remonta al siglo VIII a. de C, y posteriormente los griegos que se establecen, a partir de los siglos VII y VI a. de C, en el levante y nordeste de la península. Así, a partir de siglo V a. de C. se mostrarían en la península, con la excepción del territorio poblado por los vascones, dos zonas: una mediterránea, de cultura y culinaria ibérica, influenciada en la costa por griegos y fenicios; y otra de cultura y culinaria celta, que se extendería por el oeste. Algo más tarde, los cartagineses, de origen africano pero cultura fenicia, nos trajeron algo fundamental en la cocina española, el garbanzo. Como vemos, lo que podríamos llamar la cocina española autóctona tiene ya influencias de las cocinas celta, fenicia, griega y cartaginesa, a las que pronto se les va a unir la perfeccionada cocina romana que traen las legiones de Escipión el Africano a finales del siglo III a. de C. La cocina romana basada en el pan (de trigo), el aceite (de oliva) y el vino -y no olvidemos el ajo- es sin duda la que ha dejado más huella en la culinaria peninsular y la que le ha dado su carácter peculiar. No se entiende ninguna de las cocinas de España sin su presencia.
           Pero, como nos indican los maestros Lujan y Perucho (1), de la misma manera que la cocina de Al-Andalus debió de estar influida y modificada por la de los mozárabes, es evidente que los cristianos del norte sufrieron con igual intensidad la influencia de las cocinas árabe y mudéjar. Tampoco podemos olvidar la influencia de la cocina sefardí. De origen sefardí, además de los mazapanes, son la costumbre de los aperitivos o los entrantes antes de la comida principal. Así, durante el periodo medieval, la cocina española, a diferencia de la europea (cuyo único contacto con el exterior era por medio de las cruzadas), estuvo abierta a la influencia de las tres culturas (cristiana, árabe y judía). Todo esto confiere un gran enriquecimiento, aunque sin olvidar que como consecuencia de la jerarquización de la sociedad medieval poco tiene que ver la cocina de la nobleza y del alto clero con la del pueblo llano, que no tendría muchas posibilidades de acceder a recetas y técnicas culinarias del momento, dada la precariedad en que vivía. Por el contrario, los monjes supieron mantener las tradiciones culinarias heredadas de la cultura latina, fijar recetarios e investigar  técnicas. Los deberes de hospedaje y acogida de mendigos, peregrinos, viajeros, etc., les obligó a ello. La influencia de la religión era enorme, fijando, sin distinción social ni creencias, hábitos de consumo, como ocurría entre los cristianos en la cuaresma. 
         El gusto de la época privilegiaba el uso del azúcar, especias y los sabores agridulces, aunque hay que tener en cuenta que hasta el siglo XIII la cocina cristiana se reducía a vegetales hervidos, gachas y pan. La carne, los huevos y el pescado eran comida ocasional. No obstante, los poderosos elaboraban distintos y ostentosos platos, sintiendo especial predilección por las carnes asadas, especialmente por las aves grandes. La pasta revolucionó el arte gastronómico en la Edad Media, que en el caso de España estaría ligada a los árabes. Aunque su introducción en Italia se le suele atribuir a Marco Polo, que la traería de China en el siglo XIII, ya era conocida por los árabes por lo menos desde el siglo XI. La forma más antigua de denominar a la pasta en España fue la de fideos, que aparece por primera vez en un manuscrito árabe del siglo XIII, y su consumo sería importante en la zona de Levante.
         Una fuente inigualable para el conocimiento de las prácticas culinarias medievales es el Libro de Sent Soví, originario de 1324 (pudiendo ser incluso de 1024), considerado el primer recetario de cocina catalana, aunque no se debe olvidar que fue escrito para las cocinas de más alto rango de la sociedad medieval. En sus recetas, muy variadas, todavía se pueden encontrar sabores de Roma y de la antigua Grecia, junto con otros de la cultura árabe y judía. Entre sus recetas destacan las de carnes, pescado y verduras. Entre las de carne, las de cerdo y cabrito, entre las de pescado las de merluza y entre las de verduras, las de lechuga y guisantes. Para endulzar utiliza básicamente la miel y el azúcar. De similar utilidad para el conocimiento de la gastronomía española del final de la Edad Media es El libro de Coch de Ruperto de Nola, cocinero de Alfonso V de Nápoles, escrito en catalán en 1477 e impreso en Barcelona en 1520. El libro Coch es el primer tratado de cocina en sentido riguroso, con recetas muy variadas, traducido al castellano en 1529 por orden del emperador Carlos V, con el nombre de Libro de guisados, manjares y potajes.
             La conquista de Granada en enero de 1492 pone fin a la presencia árabe en la península, lo que coincide, más o menos, con el inicio del Renacimiento. Este movimiento provoca profundos cambios en la cultura y en la concepción del mundo. La revolución cultural del Renacimiento hace que “comer empieza a ser un arte”, y se convierta en un instrumento de goce y en uno de los elementos de diferenciación social más acusados.
             Con la llegada del emperador Carlos V se instala en la corte un estilo de comer borgoñón con ciertas influencias italianas y catalana-aragonesas inspiradas en el libro de Ruper de Nola. Durante este reinado y el de su hijo Felipe II, la cocina adquirió gran esplendor, como quedó reflejado en el libro de Martínez Montiño Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería, publicado por primera vez en 1611. Martínez Montiño, que había recibido influencias de la cocina portuguesa durante su estancia en la corte de la infanta Jua-na, hermana de Felipe II, fue jefe de las cocinas de Felipe II, Felipe III y duran-te un tiempo de Felipe IV. Este cocinero fue uno de los de los creadores de la masa de hojaldre, la que luego se asoció a la cocina francesa, y parece ser que combatió el uso exagerado de las especias, tan en boga en la época.
          Con los austrias, en el siglo XVI y parte del XVII, se alcanza el periodo de máximo esplendor de nuestra gastronomía. Los menús de la nobleza y de las clases más poderosas eran realmente exagerados, como nos indica el mismo Montiño. Sin embargo, estas costumbres centroeuropeas no llegaron al pueblo, debido a que la corte de los austrias, llena de asesores y camarillas la mayoría de las veces extranjeros, no facilitaron la permeabilidad de costumbres, aunque es posible que algún plato llegase con los soldados que regresaban de Flandes, como puede ser el caso de la cerveza. Para la elaboración de los platos se utilizaba mucha cebolla, especias y hierbas para rehogar y aderezar, mezclando los sabores dulces y agrios con tiempos de cocción largos. La leche de almendras, la canela, el azúcar y las grasas animales estaban muy presentes en la culinaria de los austrias, donde el carnero era la carne más apreciada al tiempo que disminuía la afición por la caza. Sin embargo, no se puede olvidar el uso de la carne cortada de buey y ternera, ni las aves o pescados. Para poder disponer de helados se utilizaba la nieve, transportada desde la sierra del Guadarrama. Con esta cocina exagerada y sin límites contrastaba la escasa de las clases populares.
            A diferencia de la cocina de la corte, de la cocina popular tenemos numerosos testimonios. Miguel Hernández nos la describe con detalle en el Libro de arte de cozina, editado en Salamanca en 1607; y en la literatura de la época hay numerosos testimonios, desde El Quijote, Quevedo, Mateo Alemán o El Lazarillo, a La lozana andaluza de Francisco Delicado, publicado en Italia en la primera mitad del siglo XVI, olvidado y prácticamente desconocido hasta el siglo XIX, el que da una información más detallada de la cocina popular de la época. Los alimentos más comunes del pueblo eran el pan, que nunca podía faltar, y el vino, las más de las veces adulterado, junto con el tocino y el aceite, que servía tanto para freír como para acompañar. El pescado en sala-zón, truchas, abadejo o bacalao, especialmente en el interior, era muy solicitado. Frutas, verduras, legumbres y ensaladas, en particular, gozan de una cierta atención culinaria, adquiriendo, respecto al medioevo, una nueva dimensión. Las legumbres junto con verduras, carne y tocino se empleaban en las ollas, esto es, en la “olla podrida”, origen del más popular plato español, el cocido, que con sus adaptaciones aparece hoy en todas y cada una de las regiones y nacionalidades de España. No conviene olvidar, que aunque muy popular, en su origen, este era un plato de fiesta y no al alcance de todo el mundo.
              En el siglo XVI comienzan a llegar paulatinamente los primeros productos procedentes de América, lo que, como dice Xavier Domingo (2): “fue el factor fundamental de la gran revolución de toda la cocina europea a partir del siglo XVII y, por lo tanto, una de las mayores aportaciones culturales de España al viejo continente”. Con la utilización de los nuevos productos comienza en la cocina española y en la europea una profunda transformación, que se podría decir que continúa hoy en día. La cocina poco a poco se va enriqueciendo con el maíz, la patata, el cacao, el pimiento, el tomate, nuevas variedades de alubia, pavos, vainilla y otros muchos productos hoy fundamentales en la cocina española, hasta el punto de que como indica Xavier Domingo (2), “no es difícil imaginar a Sancho Panza comiendo patatas, que nunca pudo probar como tampoco el pisto manchego”. Gachas, en cambio, sí, igual que olla podrida, porque es difícil imaginarse una cocina sin tomate, sin pimiento y sin patatas.
          De estos productos americanos unos se incorporaron muy rápidamente, como el pimiento, el chocolate o las judías, mientras otros no lo hicieron hasta el siglo XVIII, como el tomate y la patata. Su introducción dependía muchas veces de la carestía y la escasez de otros productos tradicionales, como los cereales. El que tuvo más importancia entre las clases acomodadas de la segunda mitad del siglo XVII, y durante todo el siglo XVIII fue, el chocolate. En general, estos productos se incorporaron a la cocina de modo diferente a como se consumían en origen. Un caso clásico es el del cacao, que los aztecas tomaban amargo, y que los españoles convirtieron en chocolate añadiéndole azúcar. Este producto alcanzó gran éxito entre las élites económicas. La aristocracia y el alto clero lo tomaban como desayuno y merienda. Las reinas Ana y María Teresa de Austria lo llevaron a la corte francesa y de allí pasó a los países del norte de Europa.
        El esplendor culinario y gastronómico español se eclipsa durante el siglo XVIII, en que la cocina francesa se asienta como la más avanzada y refinada. Y es precisamente en noviembre de 1700 cuando comienza a reinar en España Felipe V, nieto de Luís XIV de Francia y criado en Versalles, que trae a la corte costumbres y cocineros franceses; al principio con gran escándalo entre la nobleza cortesana, lo que no impide que la influencia francesa se extienda rápidamente, y aunque el pueblo siga comiendo a la española, la influencia francesa va calando. Poco después, como consecuencia del matrimonio del Rey con Isabel de Farnesio (1714), natural de Parma, comienzan a llegar costumbres italianas, que aumentan con la llegada al trono de Carlos III (1759), que había nacido en Nápoles y que antes de llegar al trono de España había sido duque de Parma, rey de Nápoles y Rey de Sicilia. Es fácil imaginar una discusión culinaria entre la poderosa princesa de los Ursinos, llegada a España con el rey Felipe V, e Isabel de Farnesio, antes de que ésta la expulsara de nuevo a Francia. Nos imaginamos a Isabel defendiendo las excelencias de la cocina italiana, frente a la férrea defensa que haría de la cocina francesa la poderosa princesa. Como consecuencia de todo ello, a lo largo del siglo XVIII, las cocinas francesa e italiana se fueron popularizando en la Corte.
            A diferencia de lo que había ocurrido con los reyes de la casa de Habsburgo, el contacto entre los Borbones (que nunca fueron amigos de la ostentación y las grandes fiestas) y el pueblo fue creciendo, lo que de alguna forma facilitó un trasvase de costumbres e incluso algunos platos y elaboraciones culinarias fueron aceptados por la nobleza, como característicos de la culinaria española. Sin embargo, la realidad es que el afrancesamiento de nuestro modo de vivir y en especial de la alimentación se fue transmitiendo en cascada. Los menús reales seguían publicándose en francés hasta finales del siglo XIX.
       Como dicen Lujan y Perucho (1) “contra la cocina francesa solo se podía oponer, si es que había necesidad de oponerse, nuestra cocina popular, humilde y desdeñada, pero fragante”. La tradición culinaria española se mantuvo entre las clases populares y gracias a los Memoriales de Campomanes de 1767 acerca de los Abastos de Madrid sabemos cuál era la alimentación media de estas clases: una libra de pan (casi medio quilo) y media de carne (un cuarto de quilo), cien gramos de garbanzos y sesenta de tocino además de alguna verdura por día. Las proporciones de una casa acomodada eran muy similares, sólo que añadían embutidos, dulces y media onza de chocolate. Y, aunque para escándalo de los viajeros extranjeros, se utilizaba el aceite de oliva, lo habitual a la hora de cocinar es que se empleara grasa de cerdo. El consumo de pescado era más elevado que en el resto de Europa y el bacalao se comía por casi todo el territorio. El puchero, se mantuvo entre las clases populares con más verduras y entre los más pudientes con más carne. Característico de la época fue el triunfo de productos antes exóticos como el tomate, el chocolate y el café, que se hicieron cotidianos, en tanto que otros comenzaron a introducirse con dificultades, como la patata, que sin embargo, a finales del siglo ya se añadía, de forma más o menos generalizada al cocido.
           La cocina francesa triunfaba en todo el mundo y había logrado imponerse entre las clases más favorecidas, por lo que los recetarios que no fueran de sus cocineros eran muy escasos. De los pocos libros de cocina no franceses editados en la época merece destacarse El nuevo arte de cocina, del fraile franciscano Juan Altamiras, publicado en 1745, ejemplo de comida pobre y de platos austeros elaborados con ingredientes que corresponderían a las clases menos favorecidas, lo que nos permite conocer los gustos y la forma de alimentarse del pueblo en el siglo XVIII. El libro trata de popularizar recetas y elaboraciones de cara a la gente humilde, partiendo de la tradición de la comida pública conventual. Cabe destacar también las Constituciones y extravagantes de los monjes de la Orden de San Jerónimo y el Libro de cozinación de 1740 donde se describen guisos típicos fuera de la influencia francesa preponderante en la época.
             El siglo XVIII en España es el de la confitería, que se generaliza por todo el territorio. Por un lado se elaboran toda clase de compotas y caramelos de diversos sabores y por otro, bollería a base de harina de trigo, azúcar, manteca de cerdo y otros muchos ingredientes, como huevos, miel, chocolate, etc.; no exenta de la correspondiente influencia francesa que le confirió un cierto grado de refinamiento. Entre las escasas publicaciones de la época, destaca el libro de Juan de la Mata (repostero jefe en la corte de los reyes Felipe V y Fernando VI), editado en 1791 y titulado Arte de Repostería: en que se contiene todo género de dulces secos y en líquido, biscochos, turrones, natas, bebidas heladas y de todos los géneros, etc., con una buena introducción para conocer las frutas y servirlas crudas, en el que se aprecian influencias francesas, italianas y portuguesas, incluyendo un capítulo sobre el café, el té y el chocolate. Cuenta también con el mérito de haber sido la primera obra que contiene la receta de la salsa de tomate (3). Muchas de las preparaciones tradicionales de la repostería actual se encuentran en su libro.
        La influencia francesa, y en menor proporción la italiana, van a continuar durante prácticamente todo el siglo XIX, a pesar de la invasión francesa y de la subsiguiente guerra de la Independencia y el fervor por la recuperación de todo lo español, incluida la gastronomía, que provocan los nuevos valores nacionalistas. No obstante, la influencia y el prestigio de la cocina francesa es tal que las únicas publicaciones de carácter gastronómico dignas de mención, aparecidas entre el comienzo del siglo y hasta casi el final, son meras traducciones al castellano de recetarios franceses. Curiosamente, a pesar de este afán por imitar a la cocina francesa, a la mayoría de los viajeros “románticos” que recorrieron España no les acabó de gustar. En general la despreciaban, indicando en sus libros de viajes que tenía excesivo sabor a ajo y estaba impregnada en aceite. La excepción fue el inglés Richard Ford, que en su libro de 1845 Manual para viajeros por España, además de confesar que le gusta mucho el jamón, supo descubrir la variedad de las cocinas regionales, indicando que no se podía hablar de cocina española y que la ruina de los cocineros españoles era el afán por imitar a los extranjeros.
         No obstante, a pesar de esta real e innegable influencia francesa, siempre hubo una cierta reticencia en los gustos culinarios en parte de la nobleza y la burguesía. Preferían la que denominaban cocina española, y que en realidad era cocina regional que identificaban como española. Sus platos preferidos distaban mucho tanto en la elaboración como en el modo de servirlos de la imperante moda francesa. La situación de rechazo a lo francés también la mostraban las clases populares, cuya cocina, que mantenía en lo funda-mental las tradiciones culinarias de los siglos anteriores, se basaba en los guisos, “ollas” y en los embutidos procedentes de la matanza. El cocido ya es común a todas las regiones y empieza a caracterizar, con sus diversas variantes, a la cocina española. Pronto esta cocina, que con todas las salvedades podríamos llamar autóctona, se fue refinando y sofisticando, aunque en esto último todavía trataba de imitar a la francesa de la época. Curiosamente en este ambiente de reivindicación de lo nacional se publica en España en 1885 el Libro de la cocina, obra del francés Jules Guoffé, uno de los cocineros más renombrados de Europa del momento, llamado a tener una gran influencia en la gastronomía española.
           No fue hasta finales del siglo XIX cuando de forma decidida y seria empieza a reivindicarse la cocina española y con ello nuestra recuperación gastronómica. Hubo que esperar a la aparición de una serie de escritores, intelectuales y cocineros que empezaron a escribir y a recopilar recetas. Consideran ya a la cocina española como una mezcla de la de los pueblos que la habitaron a lo largo de la historia, y a reconocer la importancia de las cocinas regionales. El primero en adoptar esta postura quizá fue D. Mariano Pardo de Figueroa (Dr. Thebussem), que, aún bajo la dominante influencia francesa, escribe en 1888 en colaboración con D. José de Castro y Serrano La mesa moderna, en el que reivindica, con sentido cosmopolita, la cocina española. 
            Tras él pronto surgen otros escritores y cocineros que contribuyeron de forma definitiva a la regeneración de la cocina española, entre los que destacaríamos a Ángel Muro Goiri, amigo de doña Emilia Pardo Bazán, que, aunque ingeniero de minas, se dedicó enseguida a escribir sobre temas de cocina y gastronomía. En 1892 publicaría en dos volúmenes: Diccionario de cocina y entre 1892 y 1895 Las Conferencias culinarias de periodicidad mensual de enorme interés para conocer la cocina de la época. En 1894 se publicó por primera vez su libro más famoso, influyente y consultado El practicón (editado 34 veces hasta 1928 y de nuevo en 1982.
             Con la llegada del siglo XX continúa y se intensifica la literatura divulgativa del arte de la cocina. Destaca en esta faceta Manuel María Puga y Parga, “Picadillo”, que fue abogado y alcalde de A Coruña, y que en 1905 publica La cocina práctica, una de las obras de cocina que alcanzó mayor difusión del siglo XX. Aunque a los autores de la época se les achaca una cierta influencia francesa (3), no parece sea el caso de “Picadillo”.
         En el periodo que va desde finales del siglo XIX al comienzo del siglo XX es cuando realmente cobra identidad la cocina de España, de sus nacionalidades y regiones, con sus técnicas y platos, merced a la labor de escritores especializados en gastronomía capaces, no sólo de investigar en su historia y origen, sino también de alabar sus platos, todo ello en un ambiente, que hoy parece propicio, pero que quizá no lo fuera tanto. Si bien los nacionalismos estaban en auge con la defensa de lo identitario y lo propio, y no cabe duda que la cocina es un factor a tener en cuenta, tampoco se podía negar el prestigio de que gozaba la cocina francesa o inglesa entre las clases más acomodadas, y por qué negarlo, desprecio por lo popular. No podemos negar que la cocina es, fue y será uno más de los factores de identidad de clase.
            En esta línea de defensa de la cocina como parte de la cultura española habría que destacar a doña Emilia Pardo Bazán, con sus libros Cocina española antigua (1913) y Cocina española moderna (1917). Bien está, escribe, que sepamos guisar a la francesa, a la italiana, y hasta a la rusa o a la china, pero la base de nuestra mesa, por ley natural, tiene que reincidir en lo español. Otro interesante ejemplo de mujer intelectual que se interesó por la gastronomía y la cocina de la época fue Carmen de Burgos Seguí (Colombine), que publicó tres libros de cocina: ¿Quiere usted comer bien? Manual práctico de cocina en 1917, La cocina moderna en 1918 y La cocina práctica en 1925. Debo confesar que ¿Quiere comer bien? De Carmen de Burgo, conocido en mi casa como El libro de Almería (de donde era natural Carmen) y Cocina práctica de Picadillo, fueron los libros que más influyeron en mi forma de cocinar. Estos dos libros llegaron a mí gracias a mi padre, que por cierto era oficial de la Armada y almeriense como Carmen, y con quien comencé a cocinar y a disfrutar con la comida y la cocina y, por qué no decirlo del trabajo en la huerta, con las gallinas y de la matanza del cerdo y la chacinería casera, origen de mi vocación de Ingeniero Agrónomo y cocinero aficionado.
          Los trabajos de investigación y divulgación de la cocina de todas las regiones de España es continuada, durante el primer tercio del siglo XX, en una labor sin precedentes, entre otros: Por Dionisio Pérez Gutierrez, por Teodoro Bardají Mas y por Ignasi Doménech i Puigcercós. Entre las obras del primero, que fue escritor, periodista, político y gastrónomo, y que cuando trataban de gastronomía las firmaba como Post Thebussem,  destaca la Guía del buen comer español (1929), en la que hace un inventario y una alabanza de la cocina española clásica, que para él era la de sus regiones. El segundo, Teodoro Bardají Mas, para muchos el padre de la gastronomía moderna, fue, ade-más de cocinero y repostero un gran escritor culinario con obras tan destaca-das como el Índice culinario (1915) o La cocina de ellas (135). Fue, como Dionisio Pérez, un gran defensor de la cocina española clásica, cuando todavía en muchos ambientes la cocina francesa era la moda. El tercero, Ignasi Domènech i Puigcercós, fue como escritor el más prolijo de los tres y el gran recopilador de recetas españolas. Su primer libro, La gastronomía, aparece en 1989 y el último, Cocina de recursos (deseo mi comida), en Barcelona en 1941. En el intervalo le dio tiempo a publicar más de veinte obras, entre ellas de cocina vegetariana (La cocina vegetariana moderna, 1918) o vasca (Cocina vasca, 1935), además de colaborar con Teodoro Bardají en numerosos artículos culinarios y editar diversas revistas gastronómicas para profesionales. A estos autores les siguen en esta tarea, figuras como María Mestayer de Echagüe, conocida por su seudónimo de Marquesa de Parabere. Todos ellos, en su labor pedagógica y en la defensa de la cocina española de las regiones, acercan al público al tema culinario español,  insistiendo en que en los procesos culinarios se utilicen nombres españoles y se eviten los galicismos, tan de moda en la época. Todos contribuyen a que desde el comienzo de los años treinta se comience a ver a la cocina como parte integrante de la cultura.
          Sin embargo, el auge de la cocina española que se observa en el primer tercio del siglo XX va a sufrir un serio retroceso como consecuencia del estallido de la Guerra Civil, retroceso que se prolongara durante la larga etapa de posguerra. Los años de guerra y de gran parte de la posguerra fueron años de hambre. La escasez de alimentos se prolongó todavía durante varias décadas. El racionamiento de alimentos solo finalizó en 1945. En esta situación no debe de extrañar que los pocos libros de cocina o de recetas publicados lo fueran de recursos, con el fin de orientar a la población acerca de cómo sobre-vivir en tiempos de escasez y para mantener la moral de los ciudadanos. Así, en Menjar en temps de guerra, publicado por la Generalitat de Catalunya, se pueden leer cosas como “tener un poco de hambre después de comer es sano, tener ganas de comer no mata a nadie”, al tiempo que se da una lista de alimentos que se pueden sustituir si no los hay (4). 
       Para el franquismo, en especial durante la larga posguerra, la cocina española es un signo de identidad nacional cerrada a las influencia externas. Si bien se reconoce la existencia y diversidad de las cocinas regionales, se explican como el origen de lo genuinamente español. La cocina se interpreta en un sentido nacional-católico. Se ensalzan las reglas y normas católicas de la alimentación y se vigila el cumplimiento del ayuno y abstinencia en Cuaresma. Así llegamos a los años sesenta cuando, además de la llegada masiva de turistas, la disponibilidad de alimentos, más abundantes y variados, se va generalizando. Comienza un nuevo interés por la cocina al tiempo que una nueva preocupación. Se creó una verdadera obsesión por la influencia de la alimentación en la salud. Son los años precursores de la cocina en la televisión.
         Pero es otra vez la influencia francesa la que va a revolucionar  la cocina española en los años 70 del siglo XX con el concepto de Nouvelle Cuisine, que capitanea el cocinero francés Paul Bocuse. La nueva cocina se basa en la creatividad y la imaginación, aligera las salsas y respeta y potencia los sabores originarios. Sin embargo, no todo en la llamada “nueva cocina” es tan nuevo como parece, pues el afán de preservar los sabores naturales no era nuevo en la cocina, como no lo era la reivindicación de las cocinas regionales. En cualquier caso, este lento proceso de recuperación de la cocina española culmina, a finales de siglo y principios del XXI, en una cocina reconocida en todo el mundo, merced a la aparición de cocineros de reconocido prestigio mundial. No obstante, corre ciertos riesgos, precisamente por su éxito que le puede llevar a excentricidades y abusos, porque, entre otras cosas, la buena cocina se ha convertido en un negocio que no es sólo de los restaurantes, sino también de proveedores, periódicos, revistas, guías de turismo y ocio, etc., lo que obli-ga a veces, más de las que se debiera, a excesos para mantener el “espectáculo”. Así no es de extrañar que alguno de los grandes de la cocina española, como el cocinero, ya desaparecido, Santi Santamaría, reconocido con tres estrellas Michelin, fuera muy crítico con los excesos de las nuevas corrientes.
            De lo que no cabe duda es que hemos alcanzado un gran nivel culinario, que no sólo va a ser difícil mejorarlo sino mantenerlo, pues como escriben Pilar Bueno y Raimundo Ortega (5) a la coquinaria española le acechan tres grandes peligros: “El primero es intentar una falsa cocina de fusión simplemente a través de la multiplicación de ingredientes o dejándose llevar por un falso exotismo multiplicando sabores y texturas. El siguiente peligro consistiría en exhumar recetas antiguas, que en principio pueden parecer auténticas pero que en realidad son platos pesados. Por último, está la tentación vanguardista ligada a la cocina del Mediterráneo: bien está meditar el Mediterráneo, ensalzar el aceite como óleo maravilloso para todo uso, los pescados a la plancha, las verduras braseadas o las omnipresentes aceitunas, pero cuidado con no simplificar todo ello en un simple «Mediterranean touch» para consumo de revistas y turistas americanos”. Una vez demostrada la capacidad de la alta cocina española, el reto ahora es consolidarla y mantenerla en el futuro, y en esto tendrán mucho que decir los cocineros jóvenes. En cualquier caso personalidades de la cocina como Juan Mari Arzack o Ferran Adría se muestran muy optimistas sobre el futuro de la alta cocina española (5). 
         En este sentido no nos parece muy oportuno para promocionar la cocina española ligar en exceso la gastronomía con la salud, como hace Carme Ruscadella, desde su posición de "multiestrellada Michelin", quien aunando ciencia y gastronomía, ha emprendido una batalla en defensa de la salud. “Nos interesa la gastronomía, que es el máximo placer en la mesa, pero en paralelo trabajamos en la defensa de la salud que contiene la cocina”, explica, al tiempo que “ofrece menús antiedad con asesoramiento médico” (6). Francamente, para eso ya están algunas clínicas dietéticas. Medicalizar la comida, como creo que hoy se hace de forma obsesiva, no parece que vaya a mejorar y prestigiar la gastronomía española. No me imagino a nadie que pueda permitirse ir a un restaurante con tres estrellas Michelin que lo haga pensando en mejorar su salud. ¡Bastante tiene con las recomendaciones de su médico!
           Aunque los logros de la alta cocina sean motivo de orgullo y de prestigio gastronómico, lo que determina el nivel culinario de un país es el día a día, que nadie mejor que los restaurantes y bares populares que pueblan las ciudades y pueblos de España representan. El nivel alcanzado en estos establecimientos es, en general, más que aceptable, y es el que gusta y difunden los turistas que nos visitan y disfrutamos los españoles en los ratos de ocio. En este mundo gastronómico popular no pueden faltar las tapas, que siendo una vieja tradición en España, hoy, dada la extraordinaria aceptación de que gozan entre nuestros visitantes y la fama que ha alcanzado allende nuestras fronteras, poco menos que caracterizan un tipo de comida a la española. No cabe duda que la irrupción de la alta gastronomía en el mundo de la cocina en miniatura de los pintxos o tapas, ha dado gran prestigio a la gastronomía española, más allá de nuestra fronteras y no son pocos los turistas que busca de esta “cocina”.
            Hablando de cocina sencilla, asequible y tradicional no me resisto a citar el libro de Ángela Landa, editado por primera vez en 1992: A fuego lento. Para mí uno de los mejores libros de recetas publicado en los últimos tiempos. Recoge este libro una amplia selección de la cocina española de siempre, clásica y a la vez popular. La explicación de las 179 recetas (salados y dulces) es clara y sencilla, lo cual, unido a la ausencia de ingredientes raros, permite realizar sin dificultad lo mejor de nuestra tradición gastronómica. En unos momentos en los que ya se están corrigiendo algunos excesos de la llamada nueva cocina, nada más oportuno que este libro que muestra una forma de guisar anclada en nuestra memoria y que añoramos. Desde luego, yo no tardé en incluirlo, junto con La cocina práctica de “Picadillo, ¿Quiere comer bien? de Carmen de Burgo y Manual clásico de cocina. Recetario de la Sección Femenina del Movimiento, entre mis libros de consulta.
        Por último, y para finalizar este breve repaso de la gastronomía española, habría que indicar que en 1980 se crea, como asociación cultural, la Real Academia Española de Gastronomía, que se adapta posteriormente a la Ley Orgánica de 22 de marzo de 2002, y en el año 2008, el gobierno de España declara la cocina y la gastronomía de las nacionalidades y regiones de España como parte fundamental del patrimonio cultural del país. El objetivo es el de “preservar, actualizar y desarrollar” el patrimonio gastrocultural y que difunda los aspectos más positivos de la alimentación, la cocina y la gastronomía en el mundo.
              Veamos ahora, en los capítulos siguientes cómo eran las cocinas que a lo largo de la historia se practicaron en lo que hoy es España y que, con el tiempo, dieron lugar a lo que se conoce como cocina española, o mejor, cocinas de las regiones y nacionalidades de España.

Referencias.
* J. Laborda.  Neuroevolución cocinada. Cienciaes.com

(1) Néstor Lujan y Juan Perucho: El libro de la cocina española. Gastronomía e historia. Tusquets Editores S. A. Barcelona. 2003.

(2) Xavier Domingo. El sabor de España. Tusquets Editores. Barcelona. 1992.

(3) Isabel Moyano Andrés. La cocina escrita. Biblioteca Nacional. Internet.

(4) Mª Paz Moreno. De la pagina al plato. El libro de cocina en España. Trea 2012.

(5) Pilar Bueno y Raimundo Ortega. Un cuarto de siglo en la cocina española. Revista de libros.com

(6) El País, Ruscadella apuesta por cocina buena y saludable. Diciembre de 2012.



 



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ORIGEN DE LA COCINA: LA COCINA EN EL PATEOLÍTICO Y EN EL NEOLÍTICO.
 


      Se supone que la cocina se inicia en África hace casi dos millones de años, cuando el Homo erectus comenzó a utilizar el fuego para preparar los alimentos, lo que, según el antropólogo Richard Wrangham (1), llevó a aquellos seres a la humanización: “Los seres humanos no habrían evolucionado si no hubiera habido fuego, o si nuestros antepasados no hubieran aprendido a cocinar”.

        Hasta ahora se daba por hecho que había sido la inclusión de la carne en la dieta que comían lo que había provocado el enorme crecimiento del cerebro, y con ello el camino hasta el H. sapiens actual. Para Wranghan, la cocción aumenta la cantidad de energía que se obtiene de los alimentos, al tiempo que disminuye la energía que se necesita para digerirlos. Este aumento de energía neta sería lo que permitió a nuestros antepasados disponer de cerebros más grandes, órganos muy muy exigentes en energía. Si queremos saber cuándo empezamos ese proceso único de cocinar, bastará con detectar el momento en que se nos empezó a encoger el estómago y la longitud del intestino. Con alimentos más digestibles no se necesita un aparato digestivo tan grande ya que con menos alimentos se consigue más energía. La mayor reducción se produjo en el Homo erectus, y fue acompañada de una disminución en los dientes, la pelvis y la caja torácica, y un aumento del cerebro, lo que no se dio en el Homo habilis, porque no domino el fuego.
         El fuego y con ello la cocina, al posibilitar el acceso a alimentos más digeribles y tiernos, pudo acortar la edad del destete, incrementar la fertilidad, la longevidad y aumentar el tamaño de las familias, lo que contribuiría a agilizar profundos cambios sociales y culturales. Cocinar supone planificar la obtención de alimentos (caza y recolección), su conservación, su preparación y su distribución dentro del grupo y pudo ser el origen de la diferenciación del trabajo por sexos: los hombres se dedicarían a conseguir alimentos y las mujeres a mantener el fuego, cocinar y cuidar de los hijos. El “nuevo sistema de vida” exigiría a su vez individuos más sociables y tolerantes, facilitando la cohesión social y el tamaño de los clanes. Sería entonces el fuego y con ello la cocina lo que nos hizo humanos (1).
         Esta teoría pronto resultó muy controvertida, pues el control del fuego no se databa de antes de 790.000 años, aunque se reconociese que la arqueología del fuego es muy difícil de detectar. Sin embargo, en apoyo de la teoría de Wranghan, vino el reciente descubrimiento en una cueva del norte de Sudáfrica que apunta al uso intencionado del fuego para cocinar alimentos al inicio de la era Achelense (Paleolítico Inferior), con una antigüedad de cerca de un millón de años. Aunque la presencia de humanos en Europa data de algo más de un millón de años, el uso habitual del fuego no comenzaría hasta hace 300.000 o 400.000 años. A partir de ese momento el uso del fuego para calentarse y cocinar sería habitual, primero por los neandertales y luego por los cromañones (H. sapiens).
         Hasta hace poco se creía que la única forma de cocinar que tenían los hombres del paleolítico era el asado directo a la llama, consumiendo la carne medio quemada, pues no cabe duda que aprender a dosificar la cantidad de fuego para obtener la carne “en su punto” llevaría su tiempo. El paso siguiente sería poner la carne sobre piedras calentadas o cualquier otro sistema de parrillas más o menos primitivo, para terminar cociendo la carne en agua, aún antes de que se dispusiese de recipientes de barro, que no aparecerían hasta el neolítico. No sólo cocerían carne, sino también pescado, vegetales o hierbas, pues se ha podido comprobar, a diferencia de lo que se venía creyendo, que los neandertales, además de la carne, base de su alimentación, consumían pescado, marisco y vegetales en bastante más cantidad de lo que se suponía, y además cocidos, como revelan recientes estudios de investigadores americanos que encontraron restos de vegetales cocidos en los dientes de estos europeos primitivos. Aunque la pesca sólo era común durante el Paleolítico Superior, los peces han sido parte de dietas humanas antes del alba del Paleolítico Superior.
           Un sistema para cocer que utilizarían los habitantes de la cueva del Mirón (Cantabria) hace 18.500 años, esto es en el magdaleniense, consistiría en poner el agua en huecos impermeables del suelo (hogar) y hacerla hervir introduciendo piedras previamente calentadas al rojo vivo. Así, no sólo cocerían la carne, sino por ejemplo, a juzgar por los restos hallados, huesos fragmentados para extraerles la grasa, que podrían consumir directamente -tal vez consomé-, o bien separarla para dejarla solidificar y utilizarla después.
           En el paleolítico superior se desarrollaron técnicas de conservación de los alimentos, como el secado, el ahumado o la congelación. El secado al sol, que hay quien le atribuye 400.000 años de antigüedad, era el método más común para conservar carnes, pescados o frutas en las zonas más soleadas del sur, mientras que el ahumado de carnes y pescados correspondería a las zonas más frías del norte. En Cracovia (Polonia) se encontraron indicios que indican que el inicio del uso del ahumado para preparar carnes se remonta a unos 90.000 años. La congelación y el secado era el método de los climas secos y fríos. Para la congelación se colocaban en fosas excavadas en el suelo, que en las zonas más frías de Europa estaba congelado permanentemente. Para el secado los productos, carne o pescado, se colgaban en lugares aireados y secos a fin de lograr su deshidratación. Las fermentaciones (quesos, cerveza, vinos, etc.) y las salazones ya corresponden al neolítico.
           El siguiente gran paso que dio lugar a la cocina, más o menos como hoy la conocemos, fue ya en el neolítico, con la irrupción de la agricultura y la ganadería, y que en Europa ya no corresponde a los neandertales, que ante la invasión masiva por la frontera euroasiática de humanos modernos procedentes de África, hace unos 45.000 años, primero retrocedieron a regiones más marginales del continente, y finalmente, hace entre 30.000 y 25.000 años, se extinguieron. La cohabitación de neandertales y cromañones no fue demasiado larga. El rastro de los primeros se pierde apenas diez mil años después de la entrada de los invasores en Eurasia. Los recién llegados poseían tecnologías superiores de caza y herramientas y eran más eficientes en los procedimientos de proceso y almacenado de alimentos durante el invierno.
          En el neolítico con el cultivo de cereales y leguminosas, junto con la cría de animales domésticos, que en su inmensa mayoría procedían del Próximo Oriente, pusieron las bases de nuestra alimentación tradicional. Los cereales más cultivados eran el trigo, la cebada y el centeno; entre las leguminosas destacaban las lentejas, los guisantes, las habas, los chicharos y las almortas; los animales que se criaban eran básicamente cerdos, ovejas, cabras y bovinos. Las gallinas no aparecen en Europa hasta mil años antes de Cristo, ya en la Edad del Bronce. Los caballos, que aunque excepcionalmente pudieran consumirse, no fueron domesticados hasta hace unos 5.500 años en la estepa occidental de Eurasia. El perro, domesticado desde la época de las grandes cacerías, se consumía accesoriamente. No hay aceite en nuestras regiones. Las grasas son escasas, pueden proceder da la grasa fundida de animales como el buey, el cordero o el cerdo, aunque este último eran muy magro.
     En la Europa mediterránea, a diferencia de lo que ocurre en la templada, los recursos salvajes van perdiendo importancia, hasta hacerse mínimos. No obstante los bosques, que cubren gran parte de los territorios, siguen cubriendo parte de las necesidades. La recolección y la caza aportan complementos a veces esenciales, como por ejemplo las bellotas o los cerdos que pastaban libremente. Mención aparte merecen los pescados y mariscos, producto de la pesca y la recolección, cuyo consumo parece que aumentó considerablemente en el Neolítico. En los ríos y lagos se pescaban anguilas, percas, salmones, esturiones, lucios, barbos, truchas , gobios, etc. y en el mar lubinas, merluzas, mújoles, rayas, sardinas, congrios, doradas , sollas, esturiones, etc.. Los recursos de la costa y playa no eran muy diferentes de los de hoy: almejas, bígaros, mejillones, berberechos, percebes, cangrejos, centollas, bogavantes, langostas, vieras, lapas, pulpos, sepias, etc. Aunque la ingesta de todos estos productos, que consumían crudos, asados, cocidos o macerados, llegó a ser más o menos importante, nunca paso de ser un complemento de la dieta.
  .         Esta gran revolución alimentaria fue acompañada por otra no menos importante: la invención de la cerámica. La olla, que permite la contención de líquidos y su cocción, de alguna manera relaciona la cocina neolítica con la actual, incrementando el número de productos consumibles, especialmente en lo que se refiere a vegetales, como cereales, leguminosas, verduras, bulbos o frutos. Aunque el fuego y la cocción, como vimos, se conocían desde hacía tiempo, son los hombres y mujeres del neolítico, con el uso de la olla, los que inventaron la cocina y la gastronomía, con continuas innovaciones que se les ocurrirían al calor de la lumbre mientras cocinaban sus viandas.
         La cocción en agua permite preparar y digerir los cereales, las leguminosas secas o productos del bosque, tan importantes como las bellotas, a las que había que quitarles el amargor, bien por tostado o por escalfado. Las gachas que elaborarían cociendo en agua granos, machacados o molidos, no cabe duda que es un método agradable y eficiente de consumir cereales y leguminosas secas o mezcla de ellos. No es difícil imaginarse a los hombres del neolítico elaborando “potajes”. Los modos de elaboración de la “comida” serían ya muy variados desde (2): “asar directamente al fuego; ahumado en caliente con el humo que sale del fuego; ahumado en frío, sobre brasas, sobre piedras colocadas encima de las brasas, sobre piedras calentadas, estofado sobre brasas y en ollas de barro”. Fue el momento en que comienzan a aparecer los fogones elevados y los hornos con cámara de cocción, más o menos parecidos a los hornos de pan tradicionales.
           El pan se conoce en Europa desde hace unos 8000 años. Como indica Harold McGee (3): “Es muy posible que en esos comienzos una mezcla de granos de cereal (posiblemente algún tipo de trigo primigenio), toscamente molidos con una piedra y algo humedecidos, en lo que podrían haber sido unas primitivas gachas, acabaran por casualidad cerca de una fuente de calor: bien podría haber sido entre las cenizas de un fuego, o simplemente una masa líquida esparcida y expuesta al sol sobre una piedra. Tal masa pronto adquiriría una consistencia sólida y comestible que podría haber sido el pan primitivo.” Consecuentemente este pan sería plano (ácimo, al no contener levadura) y se cocinaría en superficies calientes o al fuego. Un pan muy parecido a lo que hoy conocemos como tal, se comenzó a elaborar hace unos 6000 años en Sumeria, en el sur de Mesopotamia, con amasado y calentamiento. De aquí pasó al Egipto de los faraones, donde se han descubierto levaduras de panificación en una vasija de 4000-3500 a. de C. De Egipto llegaría a Europa, y en concreto a la península Ibérica, a través de la Grecia clásica y de Roma con la triada de pan, aceite y vino.
           Aunque se hacía “pan” con cualquier cereal e incluso con harina de bellota, el pan levado sólo se puede elaborar con trigo o centeno porque son los únicos cereales que contienen suficiente gluten (proteína), especialmente el primero, lo que permite una buena fermentación que da lugar a un pan ligero y esponjoso. La cebada y la avena tienen algo de gluten, pero es en cantidad mínima. Aun así, el pan de trigo sería el más escaso, frente a los de cebada o centeno. En cualquier caso, la fermentación de la masa del pan supuso una mejora considerable en su calidad y sabor.
          Los recipientes cerámicos también debieron de servir para la fabricación de bebidas fermentadas como la cerveza, aunque algunos autores vinculen su origen con el del pan (4): “Los granos de cereal empleados en la elaboración del pan se mojaban en agua, con el objeto de ser ablandados y poder facilitar así su molienda, es posible que algunos restos de estas gachas quedaran fermentando hasta que se detectara casualmente que su bebida era de sabor dulce y ligeramente reconfortante”. No obstante, no se conoce con exactitud cuándo fue la primera vez que se fermentó un cereal con objeto de elaborar cerveza, aunque se cree que fueron las civilizaciones mesopotámicas las primeras que indicaron como se elaboraba la cerveza a base de malta de cebada (o de cualquier otro cereal). El proceso comenzaba con el malteado. Para ello se humedecía y se dejaba reposar el grano para que germinara. Luego se secaba, tostaba, trituraba y maceraba en agua caliente para que se produjese la fermentación típica de la cerveza. Por último, se le podían añadir hierbas aromáticas, zumo de frutas o miel. De Mesopotamia la cerveza de malta pasaría a Egipto, donde ya se realizaban fermentaciones a gran escala de las maltas de cereales en el periodo de 3500-3400 a de C. y no alcanzaría Europa hasta la invasión de los pueblos celtas. Esta era hasta ahora la creencia general, sin embargo, hay indicios que indican que ya existía algún tipo de cerveza en el valle de Ambrona en Soria hace 4400 años y en la cueva de Can Sadurní de Begues (Barcelona), hace unos 5000 años.
           La otra gran bebida del neolítico es el hidromiel, bebida alcohólica que se obtiene de la fermentación de una mezcla de agua y miel y que posiblemente sea la primera bebida alcohólica que consumió el hombre. Nuestros antepasados se nutrían de miel recolectándola directamente de las colmenas, silvestres o naturales, o cazando  los nidos de abejas. En las pinturas de las cuevas de la Araña en Bicorp (Valencia), que datan de unos 9000 años, se puede observar la escena de un hombre subiendo por lianas para obtener miel de abejas silvestres. ¿Por qué no imaginarnos que esta miel, que contiene levaduras, en algún momento se diluyera en agua y al fermentar se convirtiese en hidromiel? En cualquier caso no es hasta el Neolítico, en los comienzos de la agricultura, cuando aparecen las primeras colmenas fabricadas por el hombre, que eran de cañas y arcilla. Las primeras evidencias de consumo de alcohol en la Península se fechan en el Neolítico medio, encontrándose restos de hidromiel en vasijas cerámicas de la época.
           Aunque en el Neolítico ibérico no había vino, sí está constatada la presencia de vitis silvestre, por lo que es posible que se consumieran uvas o pasas, pero no vino. La vitis vinifera no llega a la península, de manos de los fenicios, hasta s.VIII a.C. Ello, lógicamente, no quiere decir que no llegara vino elaborado a la Península Ibérica en fechas más antiguas.
         Una vez domesticados animales surgiría el conocimiento de la leche y como consecuencia, el de productos lácteos como el yogur, el queso, el requesón, el suero o la mantequilla. Aunque las cabras y ovejas se habían domesticado hace más de 8000 años, las evidencias que había hasta ahora de la utilización de la leche eran de solo 5000 años. Sin embargo un reciente descubrimiento realizado en un yacimiento arqueológico de Polonia de restos de productos lácteos en los agujeros de algunos fragmentos de cerámica, muy parecidos a los modernos coladores de queso, permiten fijar la fabricación del primer queso en Europa en una fecha tan antigua como 7500 años a. C. Estos descubrimientos no solo permitieron descubrir que el consumo y el procesamiento de la leche del ganado se remontan a dos mil años antes de la época en que hasta ahora se consideraba que había comenzado, sino que, además, demuestran que el ordeño de ganado vacuno, en aquellas zonas más favorables para su cría, era tan importante o más que el de cabras y ovejas de las zonas mediterráneas, donde eran más comunes, y donde la difusión del uso de la leche de vaca no llega hasta la época romana. En la península ibérica, y en concreto en Cal Olaire (Berga, Barcelona), un asentamiento neolítico de hace 4000 años se encontraron en restos de recipientes cerámicos indicadores de haber contenido productos lácteos. Los primeros quesos del neolítico peninsular serían de leche de cabra y oveja.
         El origen del queso probablemente fue más o menos espontáneo, consecuencia de la observación. En primer lugar verían cómo la leche después de un cierto tiempo se cuajaba y cómo esto variaba con la temperatura. A continuación, si la cuajada o requesón (que ya se consumiría) se escurría, se hacía más consistente y podía conservarse más tiempo. Para obtener el queso sólo había que esperar. Lo más difícil era conseguir esto cuando se quisiese y que el resultado fuese siempre el mismo. Por ello fue importante el uso de la sal, del cuajo y el control de la temperatura, tanto en la cuajada como durante el secado. Las condiciones del secado, las posibles fermentaciones y los mohos dan lugar a los distintos tipos de queso. Los primeros cuajos posiblemente eran de origen vegetal ya que son muchas las hierbas que pueden cuajar la leche tibia, pero pronto se descubriría la utilidad del cuajo que se extrae del estomago de los cabritos y corderos, así como la utilización de la sal, que facilita la conservación al activar las bacterias de la superficie del queso durante la maduración. La sal era menos importante en las zonas frías de Europa, donde se necesita menos cantidad que en las más cálidas del sur. Así, poco a poco, se llegarían a igualar la rutina de la elaboración de quesos, que siempre consiste en acidificación, cuajado, desuerado, moldeado, salmuera, prensado y maduración o, en su caso, fermentación. Cualquier variación grande o pequeña en cada una de estas fases dará lugar a un queso distinto, y con ello a la enorme variedad de quesos hoy existentes.
           El yogur, que podría ser tan antiguo como el queso, parece que surgió en Sumeria, más o menos en lo que hoy es Irak, de forma espontánea, al fermentar la leche en algún recipiente, como lo hizo el queso. De aquí a Europa a través de Los Balcanes (Bulgaria), donde los Tracios lo conocerían hace 4000 años. Sin embargo, a pesar de la enorme popularidad de que hoy goza este producto fermentado de la leche, su consumo no se generalizó en Europa hasta los inicios del siglo XX, y en España hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX.
          El procesado de la leche tuvo ventajas muy importantes, no sólo desde el punto de vista gastronómico sino también nutricional. Una fue que permitió conservar la leche sobrante en forma de productos no perecederos como el queso; y otra, que la hizo más digerible para los primeros agricultores, entre los que abundarían más que hoy los intolerantes a la lactosa, ya que la mayoría de las personas con tal intolerancia tienen menos problemas al consumir los productos procesados de la leche. Por otra parte, hoy sabemos que productos lácteos como el queso, el yogur, el requesón o la mantequilla eran importantes en la dieta de la Europa Neolítica, y que esto permitió aumentar la productividad alimentaria de los animales domesticados.
           La sal fue siempre un elemento indispensable en la alimentación humana y su origen está en yacimientos, manantiales, la orilla del mar o lagos salados. En tiempos tan remotos como el neolítico, los habitantes de zonas carentes de estas fuentes de sal utilizarían como sustituto plantas ricas en sodio como, por ejemplo, las aliáceas (ajos y puerros silvestres). Las cenizas de vegetales también son ricas en sodio, por ello una pizca de ceniza podría suplir a una pizca de sal (2).
           La sal ha sido utilizada por el hombre desde tiempos remotos para la conservación de alimentos, bien en seco o bien en agua con sal (salmuera). Sin embargo, el momento en que comenzó a utilizarse como elemento conservante para carnes y pescados en la península ibérica no esta muy documentado a pesar de la importancia que alcanzó posteriormente la industria dela salazón, tanto en la gastronomía como en la economía en la hispania fenicia y romana, si bien hay indicios de la obtención de sal marina por desecación en recipientes cerámicos en los yacimientos de la Marismilla (Huelva), así como del uso de la sal en los restos encontrados en las cuevas de Cal Olaire en Berga (Barcelona), yacimientos de hace 3000 y 4000 años, respectivamente.
            Para unos el origen de la conservación de alimentos por medio de la sal está en Mesopotamia, en lo que hoy es Irak, donde comenzaron las salazones tanto de pescado como de carne hacia el segundo milenio a. C., mientras que para otros estaría en el antiguo Egipto, donde a finales del segundo milenio a. C. al pescado se le quitaba las escamas y la tripas en la misma orilla y, después de darles unos cortes oblicuos, se les frotaba con sal antes de ponerlos al sol para secarlos y almacenarlos en ánforas. De modo parecido se conservaban huevas de algunos pescados, siendo las más apreciadas las de mújol. Estas salazones eran conocidas por todo el mediterráneo, donde las comercializaban los fenicios, hace más de 2500 años. La costumbre del salazón la trajeron los griegos a las costas valencianas y catalanas y los fenicios al sur de la península, donde le enseñarían la industria del salazón a los tartessos, de modo que en España hay que esperar al siglo VII a. de C. para encontrar industrias de salazones, que de alguna manera, llegan hasta hoy sin a penas modificaciones.

Referencias
(1) Richard Wrangham. Caichig Fire: How Cooking Made Us Human. (La captura del fuego: Como cocinar nos hizo humanos). N. York. Basic Books. 2009.

(2) Anne Flouest y Jean-Paul Romac. La cocina del neolítico. Ediciones Trea.2011.

(3) H. McGee. On Food and Cooking: The Science and Lore of the Kitchen. N. Kork.

(4) Harvey Lang, Jenifer. Prosper Montagné. Ed. (en ingles). Laruosse Gastronomique (3ª edición) Clarkson Potter.2001.