viernes, 8 de junio de 2018

4.- LA EDAD MEDIA

 La Edad Media: Los monasterios de Cluny. La mesa de los señores. La alimentación de los campesinos. Las inclemencias meteorológicas y las hambrunas. La Alta Edad Media: La alimentación y los alimentos. La Baja Edad Media: Las alimentos de la Baja Edad Media. Los nobles. Los clérigos. Los campesinos.


LA EDAD MEDIA
      La caída del imperio romano significo un cambio muy importante en el modelo alimentario de occidente. Para los romanos producir sus propios alimentos era signo de civilización y lo que les diferenciaba de los bárbaros, incultos e incivilizados. La oposición entre el modelo romano de agricultura y el germánico de aprovechamiento del bosque (recolección, caza y pastoreo), se fue decantando a favor de los bárbaros, cuando en los siglos III y IV la confrontación de fuerzas entre el Imperio y el mundo germánico cayó definitivamente del lado de estos últimos. Al prestigio de la triada pan-vino-aceite, base de la cultura alimentaria romana, se oponía ahora la de la triada germánica de la carne-leche-mantequilla. Sin embargo tampoco se debe olvidar que los bárbaros cultivaban y consumían cereales, entre otras cosas para elaborar la cerveza, y los romanos consumían carne. Las diferencias entre estos mundos y culturas, se fueron difuminando poco a poco cuando los bárbaros vencedores, nuevos dirigentes de la Europa medieval, adoptaron el modelo romano y sus valores incluido el modelo alimentario. El cristianismo, consolidado como religión oficial, también contribuyó a esta simbiosis con la promoción del pan, del vino y en cierta medida del aceite, alimentos sacralizados por la liturgia cristiana, que los convierte en productos de gran prestigio, lo que hace que su cultivo se extiende por amplias zonas de la Europa medieval. Es en esta época cuando los alrededores de las iglesias y monasterios se llenan de viñas y campos de trigo. Al mismo tiempo, pero en sentido contrario, se extiende la cultura germánica de explotación de los bosques y de los recursos naturales, de modo que la caza, la pesca o la recolección conviven en perfecta armonía con la agricultura y el cultivo de la vid. La integración de estos dos mundos alumbra, en la Edad Media, una cultura alimentaria nueva, que podríamos llamar europea, en la que el pan, la carne, la actividad agrícola y la explotación del bosque están al mismo nivel. Nace así un régimen alimenticio nuevo caracterizado por la gran variedad de recursos y de productos consumidos, que es el origen de la actual riqueza del patrimonio alimenticio y gastronómico europeo.
La edad Media ve surgir, no sólo cambios en las costumbres alimentarias, sino una sociedad nueva, que a su vez influye y puede explicar el porque de las nuevas costumbres. En esta nueva sociedad Dios esta siempre presente. El orden celeste domina el mundo. Se asume que todo lo rige un orden superior. Para mantener este “orden” tiene que haber alguien que sirva de intermediario entre los seres humanos y la fuerza divina (la iglesia, los clérigos); otros que se ocupen de la seguridad de todo el grupo, con las armas si fuera necesario (nobleza, guerreros); y un tercer grupo que produzca los alimentos y mantenga la reproducción de la especie (el pueblo, los campesinos). El orden de Dios descansa sobre estas tres funciones: los que rezan, los que combaten y los que trabajan o dicho de otro modo, y en este orden jerárquico, la iglesia, la nobleza y el pueblo. Además se asume que si Dios ha dado a cada cual un lugar en el mundo y no otro, este no es intercambiable. La sociedad europea feudal vio así emerger un grupo dominante de señores que controlaban el trabajo campesino, el aprovechamiento del bosque y los intercambios comerciales. Este privilegio señorial tiende a partir del siglo XI a excluir del uso del bosque a la población, reservando para si los derechos de caza o pasto, con el consiguiente deterioro de las condiciones de vida del campesinado. Sin embargo, la razón de la resignación de los más desfavorecidos, no es como se podría creer la imposición, que también, sino su imagen mental del mundo. Ante Dios y su voluntad no hay ricos ni pobres, amos ni siervos; sólo hay cristianos en espera del Juicio Final.
       En las zonas con fuerte tradición urbana, caso de Italia, se ejercieron formas análogas de dominio por parte de las ciudades sobre el territorio circundante. También en este caso la clase de poder en la ciudad logra imponer un “orden” alimenticio que tiene como primer objetivo satisfacer las propias necesidades de los mercados y consumo urbano, normalmente con perjuicio del consumo de la comunidad rural sometida.
Con el paso de los siglos y en parte motivado por un cierto desarrollo económico, seguido de un cierto desplome entre los siglos XIV y XV, la estratificación interna de cada uno de los estamentos fue evolucionando, pero si bien en los dos primeros “ordenes” (el clero y la nobleza) este desarrollo no planteo problemas importantes, en el tercer estamento, donde ya había tensiones entre libres y siervos, surge una importante masa de pobres cuyo número va en aumento y que toma conciencia de esta situación de injusticia, sobretodo en las ciudades, a partir del siglo XIV, cuando la Iglesia sufre una cierta debilitación y el orden de los guerreros se va deslizando, lentamente, hacia el pecado. Se mina así, poco a poco, el sistema de producción señorial que venia rigiendo hasta ahora.
Esta sociedad tan rígida y estratificada tenía por fuerza que producir grandes diferencias en el consumo alimentario y en las costumbres culinarias entre los distintos estamentos de clero, nobleza y campesinado. En efecto, veamos como era la comida en cada uno de estos estamentos en los alrededores del año mil:

Los monasterios de Cluny: Los monjes realizaban dos comidas al día, el primer almuerzo, conocido como prandium, tenía lugar a la hora sexta, poco antes del mediodía. El menú se componía de dos platos: uno de habas, guisantes o lentejas, guisadas con tocino (que se comía con el plato siguiente), y un segundo a base de hortalizas como col, lechuga, puerros, perifollo, berros, etc. Esto se acompañaba los domingos, martes, jueves y sábados de cinco huevos (generalmente fritos o cocidos) y una ración de queso. Los otros tres días de la semana se distribuían únicamente dos huevos y cuarta libra de queso de pasta blanda y la mitad si era curado. Los domingos y los jueves, cuando se disponía de él, se añadía pescado (salmón, lamprea, carpa, anguila, trucha, barbo, gobios y también pescados de mar como mújol, arenque, etc.). Únicamente se daba carne a los hermanos enfermos o convalecientes. El pan y el vino se entregaban como ración diaria y consistía en una libra del primero y unos treinta centilitros del segundo.
       Una vez cantadas las Vísperas, tenía lugar la cena que consistía en pan y frutos frescos o secos (peras, manzanas, membrillos, nísperos, melocotones, cerezas, fresas, ciruelas, higos, nueces, avellanas, castañas y en época de vendimia probablemente uvas).
       Hay que aclarar que este régimen con dos comidas sólo se practicaba fuera de los periodos de ayuno, de modo que los monjes cluniacenses sólo hacían dos comidas diarias entre Pascua y Pentecostés. Los días de ayuno se hacía una única comida.

La mesa de los señores: La alimentación de la nobleza variaba en cuanto a la abundancia y calidad de los platos, pero era básicamente la misma para toda la aristocracia feudal. Se caracterizaba por la calidad del pan, siempre blanco, la abundancia de carne y la costumbre de tomar bebidas alcohólicas. La carne provenía básicamente de la caza: venado, ciervo, gamo o jabalí y a veces oso, se servía en las mesas señoriales, probablemente asado en espetones y con hierbas aromáticas (tomillo, romero o laurel). Tampoco faltaba la caza menor, tanto de pluma como de pelo. El ganado suministraría poca carne a estas mesas, ya que sería magro y de mala calidad, con excepción, quizás, del cordero
       Las verduras, la fruta y los quesos serían los mismos que se consumían en los monasterios de Cluny, lo mismo que los pescados, a los que no eran muy aficionados y los consumirían, básicamente, los viernes y en cuaresma. Los platos dulces serían, con casi total seguridad, a base de miel. El vino, que todavía no era bebida popular, era bebido asiduamente en las comidas. En las zonas no productoras de vino se sustituiría por la cerveza.
     Pero veamos como describe el historiador Claudio Sánchez Albornoz, la comida que ofrece un noble (el conde que gobierna la ciudad de León en el año mil) a su invitado, el abad del monas-terio de San Justo de Ardón. Tanto el conde como su esposa querían obsequiar al abad y hacer ante él alarde de su lujo y riqueza. Después de una charla entre el abad y el conde y de saludar a su esposa se dirigen a la sala donde les espera el yantar, que ya esta a punto. Cubre la mesa un mantel de hilo, cada uno de los dos comensales tienen delante de su asiento un tazón de plata, una cuchara, una copa dorada para vino, un vaso de vidrio para agua, pan y una servilleta. En el centro de la mesa se encuentran los recipientes para el agua y el vino, así como para la sal y la pimienta. Antes de comenzar a servir la comida, siervos de la corte ofrecen agua, al abad y al conde, para las manos y luego unas toallas para secarse. Comienza el yantar con un caldo grasiento, que traen los sirvientes en una sopera, hecho con tocino, cecina de colas de castrón, ajo, pan, berzas y hojas frescas de nabos, poniéndose cada uno en su tazón lo que le place. Luego les sirven pierna de cordero asada y truchas, que cogen de las bandejas y comen con la mano. Entre tanto, aparecen los siervos con unos lomos en adobo. Terminados los lomos, surge un humeante y oloroso guisado de ánade y de gallina, escogiendo cada comensal los trozos que más les agradan. En este momento, cuando seguían la conversación el conde y el abad, aparece la esposa del noble y ordena que les escancien sidra y les ofrece higos, peras, manzanas, melones, miel y queso y ciertas confituras, regalo de la abadesa de un convento próximo. Así finaliza la conversación y el yantar, volviendo los siervos a dar agua a las manos y tras un breve reposo se levantan y dirigen a ver un molino, que el conde había cedido al monasterio del abad, ya que como la mayoría de los nobles de la época era algo anticlerical, pero muy temeroso de Dios.

La alimentación del campesino: La base de la comida diaria de los campesinos y sus familias era, sin lugar a dudas, la harina de diferentes cereales, principalmente centeno y cebada, pues aún que cultivaban trigo candeal, la mayor parte de la cosecha era para el señor, y dado que no contaban con otro horno para cocer que el del señor, la consumirían principalmente en forma de gachas. La alimentación la completaban con los frutos del bosque y con lo que obtenían de sus pequeños huertos, donde cultivaban habas, guisantes, coles de distintos tipos, lechugas, puerros, etc. Así mismo, dependiendo de las posibilidades de cada uno, podrían criar conejos y gallinas, que además de carne proveería de algunos huevos. En los bosques no faltaban los cerdos. La leche y el queso lo obtenían de las cabras que se alimentaban en el bosque y de las vacas que lo harían en los pastos comunales. No cabe duda, que después de los siglos X o XI, al apropiarse del bosque la aristocracia, esta situación cambiaría a peor.

Las inclemencias meteorológicas y las hambrunas: En una época donde el consumo alimentario estaba muy ligado a la producción más o menos próxima y donde el comercio, el transporte y las vías de comunicación se habían deteriorado en relación a lo que se había alcanzado en los tiempos del Imperio romano, cualquier catástrofe podía conducir a situaciones de hambre.
No cabe duda de que en cualquier época se produjeron severas inclemencias meteorológicas. Pero en la Edad Media y especialmente en la Alta, la población no disponía de ningún tipo medios para hacerle frente. Las crecidas de los ríos, las sequías, las lluvias intensas, periodos de frío largos e intensos desembocaban en malas cosechas que no podían traer otra cosa que la escasez y el hambre, con parte de la población que moría literalmente de hambre, lo que en algunos casos, llevaba a la práctica del canibalismo. Nadie conseguía aplacar el hambre, ni los pobres ni los poderosos, que no podían practicar el bandidaje por falta de victimas a quien robar. Si algún afortunado tenía algo de alimento para vender, pedía el precio que se le antojaba. Determinados periodos de los siglos X, XI y posteriormente el XIV, fueron especialmente crueles en este sentido.
El estado de desnutrición, no solo contribuyó directamente a la mortandad de la población sino que el debilitamiento general facilitó la propagación de las enfermedades y las epidemias, de lo que un caso claro sería la peste que asoló a la población varias veces a lo largo de la Edad Media.

La alta edad Media
      Durante la Alta Edad Media el comercio era muy limitado y prácticamente dedicado a productos de lujo por lo que la alimen-tación estaba muy ligada a la producción local, que no se esténdería más allá de la aldea o a las posesiones del señor o de los monasterios. Hasta los siglos VIII y IX el consumo directo sería la base de la alimentación de la población.
En la Alta Edad Media, entre los siglos V y X, el compor-tamiento alimentario es una seña de identidad de clase. El bosque es fundamental para la subsistencia y el equilibrio alimentario de los campesinos, mientras que a los nobles sólo les interesa por la caza, que les sirve para definir su propia identidad y que, de alguna forma, les recuerda la cultura de la fuerza y la guerra. La carne proveniente de la caza es la base de la alimentación de los nobles, mientras que en la alimentación campesina la carne, aunque con un consumo más elevada y regular que en otras épocas medievales, es un mero complemento de las sopas, cereales o verduras. Incluso en la forma de consumo se establecen diferencias; el noble la come asada, mientras que el campesino, cocida. Los campesinos cuecen la carne, que generalmente es salada, con los cereales, las leguminosas y las verduras. La carne asada es propia de una minoría: la nobleza.
Las diferencias en los comportamientos alimentarios entre nobles y campesino no sólo se reducen a la cantidad y forma del consumo de carne, fundamental en la alimentación de la nobleza, sino también en la cantidad que se come, no sólo de carne. La fuerza, signo de poder, depende no sólo del tipo de alimentos ingeridos sino también da la cantidad de alimentos ingeridos. Comer mucho caracteriza a los poderosos.
       A diferencia de la tradición dietética greco-romana, en la que el pan era el mejor y más noble alimento, en la dietética medieval es la carne el alimento más apropiado para el hombre, para sus músculos, para su cuerpo y para su fuerza. La carne es el alimento ideal para adquirir fuerza. La ciencia dietética ya no se basa únicamente en determinar las necesidades de la persona y de la higiene de los alimentos, sino que de alguna manera pasa a dominar en ella las necesidades de grupo (la cualidad de la persona). Ahora la dietética fija normas sociales y códigos de comportamiento.
      La cultura alto medieval de la nobleza relativa a la cantidad y calidad de la comida como símbolo de fuerza, a la que idealmente aspirarían los más desfavorecidos, fue dominante en el mundo germánico; quizá no tan absolutamente como cabría esperar, ya que en ciertas regiones mediterráneas, con menos influencia germánica y mucho más romanizadas, se mantuvieron ciertas sensibilidades alimentarías diferentes.
El tercer estamento, el de los clérigos y los monjes, encargado de rogar por la salvación de las almas de todos, se mantendría entre los otros dos estamentos, pero más cerca de la nobleza aunque su ideal fuese el de la pobreza y la frugalidad campesina, que prácticamente se reduciría al rechazo de la carne y a la opción por la alimentación vegetal. La tendencia hacia el poder va en aumento a lo largo de la Alta Edad Media, cuando la Iglesia y los monasterios se afirman como centros de poder terrenal y se rodean de servidores y campesinos ligados a ellos. En cualquier caso, aunque la carne irrumpe en los monasterios para los enfer-mos y convalecientes, se mantiene la predilección cristiana por los alimentos vegetales y cocidos como las sopas a base de leguminosas y en especial por el pan, que es blanco y de trigo. La ausencia de carne llevó a los monasterios a buscar alimentos sustitutivos para sus elaboraciones; es el caso de los huevos y los pescados, que preparaban de forma sofisticada y variada, que de alguna forma los aproximaba más al mundo de los poderosos que de los campesinos. Por el contrario el clero secular, que estaba más en contacto con la población integra sin ningún problema la carne en su dieta, excepto en los días de abstinencia, como en la cuaresma, pero esta es una norma que cumple toda la sociedad cristiana.
La diferenciación en el consumo de alimentos entre los distintos estamentos sociales, nobleza, clero y campesinado, pasará a ser cada vez más rígida y rigurosa a lo largo de la Edad Media y será cada vez más una seña de identidad social.

La alimentación y los alimentos: La alimentación, como hemos visto, se basaba en la producción agrícola y en el aprovechamiento del bosque, lo que permitiría a las clases populares tener una alimentación variada con acceso a los productos animales. Posiblemente, esta situación permitió que los campesinos de la Alta Edad Media tuviesen una alimentación más equilibrada que en cualquier otra época, lo que no quiere decir que siempre estuvie-se garantizada y fuese suficiente, ya que era muy dependiente de las condiciones naturales, para las que prácticamente no había defensas.
     El trigo se sigue cultivando y consumiendo, especialmente entre los poderosos, pero irrumpen con fuerza en el consumo de las clases menos favorecidas, otros cereales más productivos y con menos exigencias de cultivo como el centeno o la avena, y con menor intensidad, la cebada, el mijo, la escanda e incluso el sorgo. Aunque su cultivo es general, e incluso conviven en las pequeñas explotaciones, hay importantes diferencia geográficas en su expansión europea; la cebada y el mijo es más abundante en las regiones del sur, mientras que el centeno, la avena y la escanda lo es en las del norte. El cultivo y consumo de cereales le acompaña el de leguminosas; entre las que destacarían las habas, los garbanzos, las lentejas, las almortas o los guisantes.
Los cereales se almacenan cuidadosamente en lugares secos, y se consumen en grano o molidos. Se hierven para hacer sopas o gachas. Las leguminosas que se consumen en potajes, también se muelen y se amasan para hacer pan lo mismo que los cereales. Sin embargo, los cereales más consumidos por los campesinos, a diferencia del trigo, tienen poco gluten y consecuentemente son de difícil fermentación. Por otra parte pocos hogares dispondrían de horno por lo que la cocción del “pan” se haría entre cenizas o sobre placas de barro. El resultado sería un “pan” muy rustico que se parecería más a hogazas o tortas y que se endurecería muy rápidamente, lo que obligaría a que se consumiese, fundamentalmente, mojado en agua, vino o caldo, esto es en sopas.
         Las hortalizas, complemento de los cereales y las legu-minosas, se cultivan en todos los huertos que rodean las casas y son alimentos básicos en la mesa campesina. La importancia de las verduras en la dieta campesina podría explicarse, en parte, porque sobre su cultivo no pesa ningún tipo de servidumbre ni impuesto a favor de los propietarios de la tierra. Entre las más cultivadas citaremos los nabos, que también se cultivaban en campos abiertos, los colinabos, repollos, coliflor, escarola, puerros, apios, endivias, achicoria, acelgas, cebollas o raíces comestibles (zanahorias, rábanos, hinojos, chirivias, etc.), así como hierbas aromáticas. Las frutas estaban presentes en todos los platos medievales, entre las más conocidas se encontraban: peras manzanas, ciruelas, cerezas, avellanas, higos. Muchas de ellas, lo mismo que la miel, se obtendrían en el bosque.
        La cría de cerdos quizá sea la actividad más destacable de la economía alimentaria de la Edad Media, que se justificaría por el acceso libre a los bosques de encinas y sobre todo por razones culturales de origen celta y germánico. Las ovejas y las cabras se criaban fundamentalmente por la leche (queso) y la lana, aunque su contribución al consumo de carne no era despreciable, especialmente en el caso de las cabras. Su mantenimiento se basaría también en el bosque. La cría de bueyes para la alimentación va adquiriendo cada vez más importancia a diferencia de lo que ocurría en la antigüedad, cuando se utilizaban prácticamente sólo para el trabajo, aunque ahora tampoco se prescinde de ellos para tirar del carro y labrar los campos. La cría, al igual que la de los cerdos, las ovejas o las cabras, se hacia en semilibertad en los claros del bosque, el sotobosque o en el monte bajo.
Es de destacar que estos animales se parecerían más bien poco a los de ahora. Los cerdos, delgados y magros, de un tamaño tres o cuatro veces inferior a los actuales; son semisalvajes y se parecerían más a los jabalíes que a los cerdos de hoy en día. Cuando disminuía la capacidad de mantenimiento del bosque, al final del otoño, se recogerían algunos para engordarles en las granjas. Se sacrificaban, no como ahora, sino con uno o más años de vida. Una vez sacrificados se despiezaba y se conservaba la carne con sal para consumirla en invierno. Se preferían las patas delanteras (paletas) antes que las traseras (jamones), lo que no es de extrañar, dada la diferente morfología que presentaban en relación con los cerdos de hoy, con las patas traseras poco desarrolladas.
Las ovejas y los carneros adultos no pasarían en su peso de la mitad de lo que alcanzan en la actualidad. Los bueyes, incluso eran más pequeños que los de la época romana y se sacrificaban también mucho más jóvenes, con tres o cinco años. Es a partir de la Alta Edad Media cuando la carne de estos animales comienza a jugar un papel importante en la alimentación humana, aunque todavía hay que esperar para que alcance el prestigio de hoy en día, y todavía durante mucho tiempo será considerada como basta y peligrosa para la salud.
De las aves sin ningún tipo de dudas las gallinas eran las más apreciadas. Existen testimonios de tributos que se pagan a los señores con huevos, que se podían conservar cocidos. La carne de pato o ganso, que necesitaba mucho tiempo de cocción, era plato de los humildes mientras que la de cisne o grulla era un manjar para los poderosos.
La caza y la pesca, mientras fue libre, estuvieron presentes no solo en las mesas de la aristocracia sino también en la de los campesinos. La pesca sería más apreciada en los monasterios. Los animales más consumidos mediante la caza mayor y menor eran: ciervos, jabalíes, uros, osos, liebres, conejos, perdices y cisnes.
        El queso, la forma más corriente de conservar la leche, que casi nunca se consumía directamente, se elaboraba casi siempre con leche de oveja o cabra. En algunas regiones europeas, como los valles alpinos, se utilizaba la leche de vaca. Sea de un tipo u otro el queso era fundamental en la alimentación en la Alta Edad Media.
        El pescado procedía básicamente de la pesca en ríos y lagos y de la cría en estanques. El consumo de peces marinos era muy escaso. La población más humilde obtendría sus peces de la pesca en ríos y lagos, mientras que a las mesas de los nobles y monasterios llegarían los peces, fundamentalmente, desde los estanques donde los criaban. Los más apreciados sería la anguila y después el esturión seguidos de la truchas, lucios, tencas, barbos, lampreas y carpas. El consumo de carne y grasa de ballena se daría en las zonas costeras, donde quedaría alguna varada. En cualquier caso el pescado, considerado por los médicos medievales, poco nutritivo, era mucho menos apreciado que la carne.
      El vino se extiende rápidamente por toda la Europa cristiana, transformándose en una bebida muy apreciada y de consumo diario, aunque las calidades que correspondían a cada estamento eran muy diferentes y sólo lo consumían las elites en las regiones más al norte de Europa, donde todavía era muy importante la cultura germánica de la cerveza. La cerveza, que no era como la de hoy y todavía tardaría en añadírsele el lúpulo, sigue siendo una bebida popular, especialmente en las zonas, incluidas las mediterráneas, de mayor influencia germánica o de tradición céltica. La fabricación de sidra de manzana comenzó en esta época y aunque su producción es habitual, el consumo se mantuvo como marginal durante algún tiempo.
El consumo de bebidas alcohólicas era habitual aunque fuese por razones higiénicas. El agua no inspiraba mucha confianza y la costumbre de mezclarla con vino podía responder a precauciones sanitarias, aunque al vino también se le añadía agua para reducirle la acidez y densidad.
Podemos entonces concluir que exceptuando los periodos de escasez, que sufriría más o menos toda la población, producidos por desastres naturales o malas condiciones meteorológicas, el sistema agrosilvopastoril permitió mantener una alimentación equilibrada y suficiente. Lo cual sería, en parte, posible por la baja presión demográfica de los primeros siglos de la Edad Media. Esto no quiere decir que la vida fuera fácil ni que las enfermedades infecciosas no causasen estragos, pero no hay constancia de enfermedades derivadas de carencias nutricionales o malnutrición, como ocurrirá en los siglos siguientes. Otra cosa son las enfermedades producidas por infecciones alimentarias, por alimentos en malas condiciones o por falta de higiene. En este sentido un caso claro podría ser la producida por el cornezuelo del centeno, enfermedad conocida en su época como “fuego sagrado” o “fuego de San Antonio”.

La baja edad media
        Durante la baja Edad Media, es decir desde el principio del siglo XI hasta el siglo XV, se produjeron importantes cambios en el comportamiento alimentario, que fueron debidos principalmente al aumento de la población a partir de los siglos X y XI. El sistema agrosilvopastoril subsistió mientras la presión demográfica fue baja. El incremento de la población llevo consigo la extensión de las tierras cultivadas en detrimento de los bosques. Los derechos de caza y pastoreo de los campesinos en los bosques, se fueron delimitando poco a poco hasta que los señores terminaron por reservárselos en su exclusivo provecho. Al mismo ritmo, fue desapareciendo la carne de las mesas de los campesinos, que pasaron a basar su alimentación en los cereales, las legumbres secas y las hortalizas.
Los excedentes de mano de obra consecuencia del aumento de la población permitieron a los señores conceder nuevos lotes de tierra para ser explotados. A cambio de ello los nuevos colonos pagaban una renta, en parte fija en metálico y en parte en productos de las cosechas: cereales, vino, ganado menor, volatería, huevos, quesos, etc. A estos ingresos de la nobleza habría que sumar los obtenidos de impuestos y servicios determinados de jurisdicciones privados (como los usos de los molinos), la capacidad de juzgar, etc. Todo esto lo daban los campesinos a cambio de la protección que les proporcionaba el señor. El continúo aumento de poder y riqueza de la nobleza junto a la continua presión económica ejercida sobre sus vasallos, fue reduciendo las diferencias entre los campesinos libres y los dependientes y aumentando considerablemente la de estos con los señores. La acumulación ejercida por los señores, incapaces de consumirla, junto a los excedentes de las “elites” campesinas, que no dejaban de ser las minorías, promovieron los intercambios y pusieron las bases para el desarrollo del comercio, de las ciudades y del artesanado urbano. El consumo alimentario dejó, en general, de ser local e inmediato para pasar a basarse en “el mercado”
     Consecuencia de la recuperación del comercio que impulsó una economía de mercado, fue surgiendo una nueva clase urbana, que no llegó a la situación de privilegio de la nobleza pero que se sitúo por encima de la población rural, al garantizar las autoridades el abastecimiento a las ciudades a costa de los campesinos. Si bien, la aristocracia siguió siendo la clase consumidora de carne que disfrutaba de la caza y que despreciaba las hortalizas, la nueva clase urbana también estableció sus diferencias con el medio rural. La ciudad consumía pan blanco de trigo y carne fresca del mercado, frente al pan negro, las gachas, las sopas de cereales de poca calidad y la carne salada de cerdo, que caracterizaba la alimentación campesina. El prestigio que alcanzó la carne de cordero fue otra seña de identidad frente a la cultura rural del cerdo. Lo que se come y la forma de comerlo será una seña de identidad de grupo. Cuanto más alto se este en la jerarquía social mejor se come. Incluso se llega a establecer que los alimentos de las clases trabajadoras debían ser menos refinados porque se creía que el trabajo manual requería alimentos más bastos y baratos que los de las elites.
El simple aumento de las tierras cultivadas a costa del bosque no hubiera sido suficiente para alimentar a una población creciente, sino hubiese ido acompañada de una extraordinaria mejora de la tecnología agraria. Destacaríamos el arado de ruedas, que permite una labor más profunda, equipado con una reja (o cuchilla) para cortar la superficie herbosa, una reja horizontal para abrir el surco mismo y una vertedera para voltear y pulverizar el suelo; muy apto para las tierras profundas y húmedas de las llanuras atlánticas, aunque no tanto para las tierras más ligeras de las pendientes mediterráneas, donde se seguirá utili-zando el antiguo arado romano. La multiplicación de labores, al agilizar la recuperación del suelo, permitió acortar los barbechos y utilizar rotaciones de cultivos más intensivos, restringiendo el descanso de la tierra un año de cada tres, después de dos siembras sucesivas de cereal. Ya no era necesaria, como ocurría con el arado tradicional, la cavazón periódica. Sin embargo, el arado de ruedas exige una fuerza de tiro mucho mayor, más animales y más vigorosos, además de ser una herramienta más complicada y costosa que ya no pueden fabricar los propios campesinos. El primer problema se solucionó mejorando los enganches, lo que permitió, con las colleras rígidas de hombro, la utilización de los caballos como animales de tiro, más rápidos que los bueyes. Hay que recordar que el atalaje antiguo era apto para los bueyes, pero aplicado a los caballos o a los burros les hacía perder mucha fuerza al dificultarles la respiración. Un inconveniente de la utilización de los caballos como fuerza de trabajo frente a los bueyes, es que estos se alimentan de hierba mientras que los segundos comen, además de hierba, grano en competencia con el hombre. En esta época también se mejoró la fuerza de tracción de los bueyes, al introducirse el yugo frontal. La disponibilidad de hierro facilitó el uso de las herraduras y mejoró la calidad y eficacia de las herramientas agrícolas. Si embargo, no se observó una mejora similar en la utilización de fertilizantes, quedando los estiércoles disponibles, al igual que en la Baja Edad Media, circunscritos a los huertos.
       Todo esto, unido a la bonanza climatológica que disfruto Europa entre los siglos XI y XIII, con temperaturas suaves y lluvias moderadas, hizo que tanto en las tierras ya colonizadas como en las nuevas prosperasen los cereales panificables (trigo, centeno e incluso mijo), así como los empleados para la alimentación del ganado mayor (cebada y avena). El cultivo de la vid y la elaboración de vino pasaron a ser actividades populares, en parte promovidas por los nobles ansiosos de rentas de fácil salida en los mercados. Sin embargo, estas condiciones climáticas no fueron tan favorables en las vertientes mediterráneas que terminaron provocando, en el siglo XIII, la escasez de pastos para la ganadería. Para evitar la disminución de los rebaños, en una época de aumento de la demanda de carne y lana, se intensifico la trashumancia, que probablemente tenía su origen en las migraciones estaciónales de los rebaños del Neolítico y practicado ya en la época romana, consistente en trasladar las ovejas de pastos dos veces al año, desde los pastos de invierno en las tierras bajas a las tierras altas en el verano. La diferencia es que ahora son los grandes propietarios asociados en mestas, los que obtuvieron los derechos de pastos tanto en las tierras bajas como en las altas, quedando excluidos los ganaderos más débiles.
Esta nueva sociedad que se va creando en torno al aumento de la producción agraria, que por una parte facilita la aparición de grandes mercaderes y hombres de negocios, que colaboran estrechamente con la nobleza, y que por otra acelera el empobrecimiento de los menos favorecidos, ahondando las diferencias entre ricos y pobres, que cada vez son más; comienza a revalorizar el trabajo. El trabajo ya no es un castigo divino sino un servicio a la colectividad y una virtud. Los nuevos monjes cistercienses extienden la idea de que el trabajo manual santifica. Se empieza a cuestionar la rigidez de los “ordenes” tan arraigados en la Alta Edad Media y que permitían mantener un cierto orden social. Sin grandes sobresaltos esta situación se mantuvo hasta el tercer tercio de siglo XIII, cuando una serie de malas cosechas, que se repiten en el siglo XIV, esta vez por exceso de lluvias que inundan los campos, hacen que la producción agraria no sea suficiente para la demanda de la población, provocando la aparición de hambrunas, lo que junto a la extensión de la pobreza, hace que las revueltas populares se sucedan de forma constante: en Flandes, en Francia, en Inglaterra. En la península Ibérica se produjeron sobre todo en el siglo XV; los forans en Mallorca, los irmandiños en Galicia, los payeses de remensa en Cataluña. El aumento de la población, que llegó a un máximo al comienzo del siglo XIII comenzó a bajar a mediados de este siglo. Se ha estimado que la población de Europa pudo pasar de 42 millones en el año 1.000 a 73 millones en el 1.300. Las crisis alimentarias de mediados del siglo XIV junto con las enfermedades como la peste y las guerras hicieron descender este número entre un 30 y 60% de la población.
No cabe duda que esta nueva estratificación de las clases sociales afectó a la distribución y consumo de alimentos ahondando las diferencias, no solo en la calidad sino también en la cantidad de alimentos consumidos por unos u otros. Diferencias que no habrían sido tantas en la Alta Edad Media. No obstante para Fossier (1), el principal problema sería de calidad más que de cantidad; se comía mucho, pero mal, con deficiencias proteicas claras. Los glúcidos suponían hasta el 80% del aporte calórico de la dieta, a todas luces excesivo. El pan o las harinas de cereales constituían la base de la alimentación y si a ello le sumamos las habas, guisantes, lentejas, etc. aumentaría aún más el nivel de glúcidos. El consumo de “pan” era sin lugar a dudas excesivo, del orden de 1,6 a 2 kg por cabeza y día. El resto era lo que se come con al pan. El aporte proteico suministrado por la carne era demasiado escaso, aunque la carne se consumía cocida o salada, picada en la sopa o bien, de manera muy rara, asada y aunque los textos están llenos de alusiones a cantidades de aves, pollos, huevos e incluso a pavos reales, cigüeñas o faisanes, esto debería ser solo cosa de ricos. El pescado apenas aparecía en el menú de los banquetes y desaparecía casi por completo de las mesas campesinas. El consumo de lípidos tampoco parece que fuera excesivo, pues usaban poco las grasas y preferían cocer a freír. De estas preferían la manteca de cerdo o el aceita vegetal, de oliva en la zona del Mediterráneo y el de nuez más al norte. El queso, aunque muy apreciado, se consumiría como tentempié de mañana y era la forma de consumir la leche, que se consideraba muy pesada. También se consumía cuajada.
Era en el “potaje” donde se cocían las verduras de todo tipo, poco apreciadas por la gente más rica, que consideraba insulsas, terrosas y vulgares. Ellos preferían las frutas de los árboles. Las uvas iban al lagar y únicamente podrían encontrarse, en época de vendimia, en las mesas principescas.
El vino estaba presente en todas las mesas y eran todos muy parecidos, en su mayoría blancos y solo algunos rosados. Los tintos estaban únicamente a disposición de la nobleza. Hasta el siglo XIV no comienzan a aparecer de forma más o menos clara las diferenciaciones entre los vinos de una u otra zona o de uno u otro origen. En cualquier caso los vinos no eran como los de ahora y su graduación alcohólica no debía sobrepasar los 7 o 10 grados. No durarían sin picarse mucho más de un año y su sabor, consecuencia de los sistemas de conservación, en barriles de madera untados de resina, más bien áspero. El especiado del vino no solo tenía una cierta popularidad, sino que también era considerado especialmente sano por los médicos. Se creía que facilitaba la digestión y que dirigía la energía para cada una de las partes del cuerpo donde era necesaria y que la adición de especias lo hacía aún más sano. Entre las especias más utilizadas estaban el jengibre, cardamomo, pimienta, nuez moscada, clavos y granos del paraíso. El especiado del vino dependía como es natural de la capacidad económica de cada usuario, que no era mucha entre el campesinado.
Su consumo era enorme, de unos tres litros por persona al día, lo que nos hace pensar, aunque en la época no se fuese consciente de ello, en la extensión del alcoholismo entre todos los extractos de la sociedad.
Como es natural se bebía agua pero había que ser cuidadoso. Se solía beber de manantiales y pozos, más o menos controlados y dependientes de las condiciones meteorológicas, pues la de los ríos solían producir cólicos y “flujos de vientre”. La cerveza, que vuelve a popularizarse a partir el siglo XIII, la había de dos tipos principales, la de origen celta que se elaboraba con avena agria fermentada y la de origen germánico elaborada con cebada a la que se le añadía, a partir de finales de la Edad Media, lúpulo que le daba el sabor amargo característico.
Se hacían tres comidas al día que, con las lógicas varia-ciones locales, se iniciaban al levantarse, entre las 6 y las 8 de la mañana, con el desayuno (disieunium) consistente en un pedazo de queso y un vaso de vino. La comida principal (prandium), se tomaba bastante pronto, entre las 11 y la una de la tarde, después de la primera mitad de la jornada de trabajo. La última comida, la cena, se hacía temprano, entre las 4 y las 7 de la tarde.
Como Hemos visto la alimentación de la baja Edad Media no era la más adecuada, no solo por la cantidad, que no era mucha entre la clase más baja de la sociedad, sino también por los desequilibrios nutricionales y la falta de higiene. La consecuencia inmediata fueron la gran cantidad de enfermedades que padeció esta sociedad, entre las que destacaríamos como las más abundantes; el escorbuto, por falta de vitamina C, el fuego de San Antón, producido por el cornezuelo del centeno o entre la clase alta, la gota, debido a los elevados niveles de ácido úrico en sangre consecuencia de los altos consumos de alimentos muy ricos en proteínas como la carne. Tampoco serían raros los casos de carbunco, que se producirían al consumir la carne de animales contaminados con este mal. La gran extensión y mortandad producida por la peste en este periodo no seria ajena al mal estado nutricional de la población en general.

Los alimentos de la Baja Edad Media: En las nuevas tierras que van surgiendo para el cultivo, el trigo va suplantando progresivamente al centeno, la cebada, la avena o la escanda, que habían sido los cereales más cultivados en la Alta Edad Media. Sin embargo, esto no quiere decir que el consumo de trigo sea predominante ni homogéneo, pero si que goza de una excelente reputación. En las mesas de las ciudades el pan de trigo no podía faltar, mientras que en las de los campesinos abundaban más los cereales llamados menores. Cereales de primavera, como el mijo o el sorgo, por la brevedad de su ciclo vegetativo, alcanzaron, entre las clases más populares, cierta importancia en los periodos de escasez. Esto no quiere decir que en amplias zonas, más aptas para el cultivo del trigo, los campesinos más humildes no consumiesen pan blanco de trigo, y que en otras zonas, no se apreciasen las mezclas de centeno y trigo o centeno y cebada e incluso, en zonas más al norte de Europa, la mezcla de centeno y escanda para la elaboración del pan. Pero lo que sí es cierto es que la aristocracia únicamente consumía trigo.
      Los cereales no solo servían para hacer pan; en particular los menores se consumían también en forma de tortas, gachas, sopas, caldos o potajes condimentados de distintas maneras, solos o acompañados. El arroz, era casi desconocido y caro, ya que se cultivaba únicamente en el norte de Italia y en la costa este de España.
Creemos interesante señalar que ya en el siglo XII se fabricaban pastas en las ciudades de Cerdeña, extendiéndose por toda Italia en el siglo siguiente. Aunque los macarrones y otras pastas, elaboradas con trigo duro y posteriormente con sémola, son todavía artículos de lujo o, por lo menos, comida de calidad y tardaran siglos en popularizarse. En algunas zonas del Levante español se desarrollan por la misma época productos más o menos similares (fideos).
Las leguminosas, cuya producción aumento en los siglos XII y XIII, sirven de complemento a los cereales. Preparadas de todas las formas posibles se consumen sobre todo como plato aparte. Las habas, junto con los guisantes, las lentejas, los garbanzos y las judías (de ojo o dolichos, las únicas conocidas en la Edad Media) eran muy utilizadas, aunque su popularidad y consumo variaba mucho de unas regiones a otras.
       Los productos de la huerta, donde también se cultivaban leguminosas, se destinaban al autoconsumo. Las verduras eran fundamentales en la dieta de los campesinos. Son muchas las citas que indican que los aldeanos consumían su pan acompañado de ajo, cebollas, puerros y nabos. La variedad de verduras era muy amplia, a las ya citadas habría que añadir las coles, zanahorias, chirivías, berros, lechugas, alcachofas, pepinos, espinacas, espárragos y prácticamente todas las conocidas hoy con la excepción de las venidas de América. En la ciudad el consumo era mucho menor y despreciado por las clases acomodadas. No obstante en muchos países de Europa la sopa de col era un plato habitual en las mesas de los ciudadanos más ricos.
A pesar de que se produce un cierto desarrollo de la arboricultura a partir del siglo XIII, el consumo de frutas era relativamente bajo y practicado más por las clases privilegiadas de las ciudades que por las rurales. Se servía fresca a pesar de las prescripciones médicas. Las preferencias dependían de la zona. En el norte de Europa eran las manzanas, peras, ciruelas y fresas, mientras que en el sur se buscaban limones, naranjas amargas, pomelos o membrillos. Otras frutas comercializadas y consumidas serían las nueces, higos, cerezas, nísperos, avellanas, aceitunas, etc. También se consumían almendras o dátiles, que no aparecen en el norte de Europa, donde tendrían que ser importados.
Las castañas siempre están presentes en las mesas de las zonas donde se recogen, siendo un alimento básico para los habitantes de las regiones montañosas, que consumen frescas o secas. Son muchos los campesinos que subsisten gran parte del año gracias a las castañas. Esto no quiere decir que los mejores frutos no lleguen a los mercados de las ciudades próximas. Pero para las gentes de las ciudades las castañas no dejan de ser más que un aporte de temporada, sin mayor incidencia en sus regimenes alimentarios.
El cultivo del olivo se va extendiendo por las zonas mediterráneas, especialmente a partir de los siglos XII y XIII, esténsión que va acompañada por un cierto incremento de la comercialización del aceite pero sin llegar a la que tendrá en un futuro más o menos próximo. En las zonas europeas no aptas para el cultivo del olivo, también se utilizaban grasas vegetales, como el aceita de nuez, pero su uso no llega ni de lejos a la popularidad de las grasas animales. E incluso, en las zonas productoras, el aceite de oliva nunca eliminó totalmente las grasas animales de la alimentación en las zonas rurales. En el norte de Italia o España los campesinos preferían el tocino al aceite de oliva, lo cual no quiere decir que su uso estuviese excluido, pero tenía una cierta connotación de artículo de lujo.
El consumo de vino era extraordinariamente elevado y va perdiendo la imagen de producto reservado a las clases privilegiadas, pasando a ser un alimento de todas las clases sociales. Esto no significa que ni la cantidad, ni sobretodo la calidad, fuese la misma para todos los grupos. Los menos privilegiados deben conformarse con menos cantidad y calidad, mientras los mejores vinos, es decir los que tienen mayor graduación alcohólica, quedan reservados para el consumo de los más ricos.
En muchas zonas de Europa el vino sufre una dura competencia por parte de la sidra, la cerveza y el hidromiel. La sidra se extiende a partir del siglo XII, alcanzando su máxima difusión en la región vascogallega, mientras que la cerveza, elaborada con cebada o avena y aromatizada con lúpulo, si bien se consume prácticamente en toda Europa, alcanza su máximo apogeo en la Alemania septentrional y central. Son muchas las regiones donde conviven el vino, la cerveza y la sidra.
       El consumo de carne, aunque menor que en la Alta Edad Media, es todavía considerable. La consecuencia de la disminución de la disponibilidad de carne es la aparición de claras diferencias, no solo en cantidad sino también en calidad, entre el consumo en las ciudades y en el campo. Los mejores animales ya sean cabritos, corderos o terneras se venden en las ciudades, quedando los peores para el consumo directo de los criadores. Los campesinos, para mejorar sus recursos cárnicos, crían aves (gallinas, patos etc.) y, sobre todo, cerdos, que ya no pastan en los bosques porque les esta vedado. Tanto la carne salada de cerdo como la grasa son fundamentales para la alimentación campesina. El tocino es probablemente la materia grasa más empleada, tanto en el norte como en el sur de Europa.
El queso junto con los huevos y la caza menor (la mayor estaba reservada para surtir las mesas de la nobleza) de liebres, conejos, perdices, codornices, alondras, etc, complementarían la dieta de los campesinos. En cualquier caso, como dice Fossier (1) todo valía, incluido los caballos e incluso los perros; sus huesos han dejado huellas indiscutibles de descuartizamiento y como no, los animales de tiro cuando ya viejos no servían para el trabajo. La caza, al mismo tiempo, sería objeto de venta en los mercados de las ciudades.
        El pescado, tanto fresco como en salazón o ahumado, apenas aparece en el menú de los banquetes y casi desaparece de las mesas campesinas y únicamente parece que tiene cierta importancia el pescado de río en los monasterios. Se tomaría como alimento alternativo a la carne los días de abstinencia religiosa y solo sería ingrediente principal en las poblaciones costeras. Debe tenerse en cuenta que los métodos de transporte de pescado fresco eran muy rudimentarios, por lo que su conservación en un estado aceptable no era fácil. Únicamente aparecen citados, entre los de río, los lucios, percas, carpas, lampreas, truchas, anguilas y salmones y entre los de mar adquieren cierta relevancia, los arenques, pescadillas y bacalaos. El consumo de carne de ballena sería muy ocasional. Los moluscos, como mejillones, vieiras y ostras son menos apreciados que en la Antigüedad y su opción para la gente del interior sería prácticamente nula.
Aunque existía la remolacha y la caña, implantada en el siglo IX por los árabes en Sicilia y Andalucía, el azúcar era un producto raro, caro y casi exótico, por lo que para endulzar se utilizaba básicamente la miel, aunque también frutas secas y mosto de uva. En cualquier, en la Edad Media el gusto por lo dulce no estaba excesivamente desarrollado.
       Las especias alcanzaron una extraordinaria importancia en la cocina medieval, especialmente entre las clases más poderosas. Muy utilizado era el azafrán para perfumar y colorear las comidas. La pimienta, la canela, el jengibre y el clavo eran las especias favoritas de la nobleza y de los ricos de las ciudades, mientras que las clases bajas se conformaban con los sabores aportados por productos más asequibles como ajo, menta, hinojo, tomillo, romero o perejil.

Modelos alimentarios en la Baja Edad Media: La “privati-zación” de los bosques, el resurgimiento de las ciudades y los mercados, la aparición de nuevas clases sociales como mercaderes, hombres de negocios, artesanos, etc., afectó profundamente, como no podía ser de otra manera, a los modelos alimentaros de la Baja Edad Media. Los alimentos de origen vegetal aumentan la aportación a la dieta a costa de la carne en las mesas campesinas, donde prácticamente, excepto en las zonas de montaña, caen en el olvido las castañas y las bellotas. La caza y recolección pasa a ser una actividad marginal. El pan y el vino son ahora la base de la alimentación de las clases populares, el resto no deja de ser acompañantes. Todo esto conduce al establecimiento de fuertes diferencias en los modelos alimentarios de cada una de los estamentos sociales.

La nobleza: La cúspide de la sociedad representada por una nobleza guerrera, que mitifica la fuerza física y el poder, no podía por menos que manifestarlo en la mesa. Su predilección por la carne, que proporciona fuerza física y sexual, continua y en este sentido solo se diferencia de la alto medieval en que disminuye algo la caza a favor de la ganadería. El asado continuaba gozando de gran aceptación, las piezas se solían ensartar y, crudas o cocidas, se les hacia girar sobre la brasa, siempre bien condimen-tadas a base de sal, pimienta, ajos o almendras molidas u otros aderezos. La predilección por el asado no quiere decir que no se recurriese al hervido o estofado. Fuese cual fuese la preparación, las carnes duras se cocían previamente para ablandarlas. De las notas de gasto encontradas en castillos y palacios parece deducirse que el orden de preferencia sería primero; las gallinas, pollos, capones y ocas, seguidas de carneros, cerdo fresco y salado, y corderos. No era raro encontrar en las mesas de más alto nivel pavos reales. La aportación de la caza a las mesas de los nobles, aparte de ser menor, no se diferenciaría de la del periodo anterior, abundarían los jabalíes, ciervos, cabras salvajes, faisanes, urogallos, etc. Los osos tampoco faltarían de sus mesas.
      El pan, blanco y de trigo, junto con el vino y la carne caracterizaba la dieta nobiliaria a la que habría que añadir huevos y queso, aunque en mucha menor proporción. En los días que la Iglesia prohibía el consumo de carne, está se sustituía por pescado, pero con la excepción de esos días señalados, el pescado prácticamente no existía en la dieta de los nobles. Cuando se freía el pescado se utilizaba aceite, a diferencia de cuando se freían carnes o verduras que se hacía con lardo.
     Las verduras y las legumbres no dejan de ser testimoniales y en las mesas nobles ocupan un lugar muy secundario. El consumo de frutas tampoco era muy alto entre la nobleza, pero esto sería probablemente consecuencia de los consejos médicos que la consideraban peligrosa y recomendaban restringir su consumo. Algo parecido pasaba con las verduras, que según las creencias dietéticas de la época al ser alimentos bastos, eran de difícil digestión para los estómagos refinados de los nobles. En este sentido también se hacía hincapié en que cuando la carne y el queso coincidan en una misma comida, el queso deberá tomarse siempre en segundo lugar. Se desaconsejaba beber sólo agua pues podía producir desarreglos intestinales y retrasar la digestión, por lo que el mejor consejo era beber vino. La miel era el principal producto edulcorante. El consumo de azúcar era todavía muy escaso.
Como es lógico habría diferencias regionales, así, dentro de las limitaciones del consumo, en las cocinas de las zonas mediterráneas se trabaja más con cereales, frutas o vegetales, mientras que en las zonas más al norte abundan más los productos lácteos, en incluso en los más próximos al mar los pescados y mariscos.
En general el menú se organizaba alrededor del asado. Primero se tomaban las frutas frescas (melón, fresas, etc.) y luego las carnes asadas acompañadas de salsas y luego de una ligera pausa preparaciones dulces y saladas. Los postres eran a base de dulces, quesos, frutas confitadas, etc. Más tarde, ya en otra habitación se tomaban golosinas, parecidas a las peladillas, que se masticaban para facilitar la digestión y purificar el aliento.

Los clérigos: En el conjunto de los eclesiásticos habría que distinguir entre el Alto Clero, el clero regular y los miembros de los conventos y monasterios. Los hábitos alimentarios del Alto Clero se distinguirían muy poco del de la nobleza, se alimentaban básicamente de carne, quesos y toda clase de frutas y no faltaría el pan blanco y los vinos de alta calidad.
       A partir de mediados del siglo XI las rentas de las abadías sufrieron un crecimiento espectacular, lo que de alguna manera provocó que los monjes se dedicaran más a controlar y gestionar sus rentas que al trabajo manual. De aquel ora et labora va quedando únicamente el ora, pues el trabajo pasa a ser más intelectual. El trabajo manual se reduce a cavar el huerto, desgranar legumbres y a amasar el pan; en realidad trabajo más simbólico que real. La consecuencia más próxima en el comportamiento de los monjes es la relajación de las costumbres, en especial las alimentarias. El régimen alimentario se va haciendo más abundante y variado, perdiendo la frugalidad inicial.
        Los monjes negros cluniacenses, hasta el primer tercio del siglo XII, mantuvieron, más o menos, las normas dictadas por San Benito y su dieta habría variado muy poco de la ya descrita para los monasterios de Cluny. Sin embargo, la entrada creciente en la orden de miembros procedentes de la aristocracia feudal, durante el siglo XI, sería probablemente la causa del aumento en la dieta monacal de los alimentos de origen animal a costa de los de origen vegetal, que, de todas formas, todavía eran los predominantes. La dieta, sin grandes diferencias, se mantendría así en su forma inicial. Pero, sin embargo, las tendencias a la relajación de las costumbres se mantienen y preocupan, hasta el punto de que a mediados del siglo XII, el Abad de la Orden insiste en la prohibición que tienen los monjes sanos de comer todo tipo de carne. A pesar de ello, la degradación de las costumbres continúa de forma paulatina a lo largo de todo el siglo XII, y las licencias para comer carne, por parte de los priores, son cada vez más corrientes. Una idea de la situación de abandono del trabajo, la puede dar el hecho de que cada vez es más frecuente la práctica de abastecerse de trigo y vino en el mercado, en vez de producirlo, como se hacía hasta ahora. Las graves sanciones con que amenazan las autoridades religiosas a los trasgresores no consiguen restaurar la frugalidad originaría en los cenobios cluniacenses. Pero lo peor de esta situación es que no se circunscribe únicamente a la orden cluniacense, sino que la lo largo de los siglos XII y XIII se fue extendiendo a las otras abadías y congregaciones.
       Como reacción a esta situación, van surgiendo voces que claman cada vez con más insistencia por un nuevo monacato, en el que se recuperen las virtudes de la pobreza, la castidad, el aislamiento y un ascetismo riguroso. El Cister, constituye la vanguardia de este movimiento, recuperando la máxima de que los verdaderos monjes viven del trabajo de sus manos, esto es el ora et labora. Fomentan los cultivos y el autoconsumo.
Los monjes blancos, cistercienses, siguieron fielmente desde el primer tercio del siglo XII las normas de San Benito. Efectuaban una comida al día, a la hora novena, desde otoño a Pascua, y dos, a la hora sexta y a vísperas, de Pascua a otoño. El almuerzo consistía en dos platos de vegetales y legumbres cocidos con el correspondiente pan y vino. En la cena tomaban el pan y el vino sobrante del almuerzo con frutas, verduras y legumbres tiernas crudas. El pan lo elaboraban con mezcla de cereales y leguminosas, normalmente cebada, mijo y arbejas, resultando de color oscuro. El blanco de trigo lo reservaban para los enfermos. Muchos potajes como las menestras las hacían sin nada de grasa, ni siquiera aceite. Los huevos, el queso o los pescados, considerados por otros monjes de la época como alimentos de los días de abstinencia, los reservaban para las celebraciones de grandes solemnidades. Esta extraordinaria frugalidad hacía que los cambios de las comidas en las jornadas penitenciales pasasen casi desapercibidos, pero, sin embargo, exigía reforzar la dieta de los monjes en los periodos más duros de los trabajos agrarios, que consistía en media libra más de pan y al atardecer un plato de vegetales cocidos, parecido a los del almuerzo, que sustituía al de la cena.
       Al mismo tiempo que el cister reivindica una cocina austera, que renuncia a todo tipo de condimentos, justifica el consumo moderado de vino, al que considera la bebida más idónea. El prestigio y la idoneidad del vino como bebida llevan a que en los monasterios, de forma natural, se fomente la vitivinicultura de alta calidad.
Su fundador, Bernardo de Claraval, después de justificar el ascetismo y la frugalidad que debe presidir la vida de los monjes, como seguidores e imitadores de Cristo, y posiblemente consciente de las dificultades de su observancia y para evitar posibles excesos enumera los inconvenientes que, según la dietética de la época, tienen los alimentos que componen la dieta cisterciense(2): las legumbres provocan ventosidades, las coles nutren la melan-colía, los puerros incrementan la agresividad, los peces de estan-que o de aguas fangosas son indigestos, el queso carga el estómago, la leche daña la cabeza y el agua “no sostiene el pecho”. Lo único que se salva es el vino y el pan.
Como no podía ser de otra forma, esta dureza extrema basada en la pobreza, el trabajo y la frugalidad, va cediendo poco apoco hacía formas más suaves. Los monjes blancos no ven en sus reglas ninguna prohibición en vender en el mercado los excedentes que producen los múltiples monasterios, no sólo los de su propio trabajo sino también el de los jornaleros. Al tiempo, comienzan a recaudar rentas, a acumular bienes provenientes de donaciones y a ejercer derechos sobre los campesinos dependientes. Todo conduce al enriquecimiento de los monasterios, al lento abandono del ascetismo extremo y al debilitamiento de las normas de frugalidad. Se comienza por mejorar la calidad del pan y los potajes. Los primeros ya sólo son de cereales e incluso de trigo y a los segundos se les añade aceite.

Los campesinos: Junto con el pan y el vino, la base de la dieta campesina eran las legumbres y verduras, que, prácticamente, por esta época, no aparecían en las mesas señoriales. Aunque cultivaban trigo, este quedaría para pagar rentas y si algo sobraba para el mercado de las ciudades, por lo que los campesinos utilizaban cereales más rústicos y de producción más segura como la cebada, el centeno o la espelta. Pero a diferencia de lo que ocurría en la Alta Edad Media, la mayor parte de estos cereales los utilizarían para elaborar pan. Las gachas van quedando relegadas y en los potajes se tiende a utilizar harina más que grano. A la importancia que van adquiriendo las harinas en la alimentación campesina no sería ajeno el interés de los señores en mejorara los ingresos por los derechos de utilización de molinos y hornos.
      En esta época es cuando realmente se populariza el consumo de vino. Los avances de la viticultura habían llevado a que la viña y el lagar no faltasen en las explotaciones rurales. El vino, además de para pagar rentas, servía como alimento indispensable en las dietas campesinas.
Las legumbres y las verduras, gracias a la expansión de su cultivo, se convirtieron alimentos baratos y de fácil obtención para los campesinos. Las habas, guisantes, lentejas, garbanzos, yeros, arvejas o almortas, eran fácil de encontrar en las mesas campesinas. Por su parte, en los huertos familiares y con destino al puchero se cultivarían, entre otras, coles, cebollas, ajos, nabos, puerros, calabazas, zanahorias, etc., que se complementarían con la recolección de setas, espárragos o berros, así como de diversas hierbas aromáticas. No parece que la fruta fresca despertara gran interés entre el campesinado.
      Aunque el cerdo continuaba siendo básico en la dieta campesina, cuya carne consumirían fresca en invierno y salada o en forma de embutidos el resto del año, no faltaban en las explotaciones los bueyes para el trabajo, las ovejas por su leche y lana o las cabras por su leche, que se sacrificarían y consumirían cuando ya no sirviesen para el trabajo o para la producción de lana o leche. Tampoco faltarían las aves, imprescindibles para la obtención de huevos, pero cuyo consumo sería relativo, ya que por una parte habría que mantenerlas para asegurarse el suministro de huevos, y por otra, que posiblemente era la mayoría, se destinarían, vía rentas, a las mesas de los señores. La carne procedente de la caza de liebres, conejos, perdices, becadas, urogallos, etc., cuya aportación a la dieta no había sido despreciable, va disminuyendo hasta hacerse casi residual como consecuencia de las nuevas roturaciones y sobre todo restricciones impuestas por los señores en los bosques. El queso se empleaba como complemento o sustituto de la carne. El lardo o grasa de cerdo junto con el aceite serían las grasas más utilizadas.
Mientras que la cocina de la aristocracia se basaba en la carne asada, la campesina giraba en torno a las legumbres y las verduras. Una comida campesina cotidiana podría ser un potaje o menestra a base de verduras y legumbres con un poco de carne, fresca o salada, o en su lugar lardo o aceite, sopas de pan o harina. Aunque la base sería la misma la composición variaría en función de las regiones y las estaciones. Por supuesto en las jornadas penitenciales fijadas por la Iglesia, la carne se sustituiría por queso, pescado o huevos y el lardo por el aceite ¿Pero cual sería la cantidad? Pues en el siglo XIII, la ración de un matrimonio de campesinos de la Alta Normandía, trabajando en los dominios de su señor, recibía diariamente, según Riera-Molis (2), una hogaza y dos pequeños panes (unos 2,250 kg), un galón de vino (4 l), media libra de carne (200 g) o huevos, y un celemin de guisantes (unos 4,6 l). Pero no cabe duda, según este mismo autor, que la dieta media diaria de los pequeños campesinos sería bastante menor. Por ello, no debe llevarnos a engaño y nos haga pensar que la dieta campesina era abundante y varieda, por el hecho de que en las producciones campesinas de la época y con cierta asiduidad aparezcan, además de vino y trigo, volatería, ganadería menor, quesos, jamones, etc. y otros productos considerados de calidad y de fácil venta en los mercados. Pero es que la realidad sería que, en su mayor parte, estos productos los dedicarían a pagar la renta en especies. Sólo una parte muy pequeña la reservarían los campesinos para sus propios banquetes que realizaban en las festividades litúrgicas y en las celebraciones familiares o para cerrar contratos de compraventa. Los banquetes funerarios era una costumbre muy extendida en la Edad Media. La mayor abundancia de carne, asada o guisada y de alimentos en general, sería la principal característica de los banquetes campesinos y lo que los diferenciaría de la comida diaria.

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(1) Gente de la Edad Media, Robert Fossier, 2.007.
(2) Sociedad feudal y alimentación. Antoni Riera-Melis, 2004.















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